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Por la reintegración a los países de la Comunidad hispánica de sus tierras en manos foráneas:
Gibraltar, Guam, Belice,Guayanas, Malvinas, la Antártida Chilena y Argentina y el México ocupado



Javier, apóstol de las culturas

por José María Recondo

Traspasó siglos y culturas, lo suyo fue más que una metacultura: la fe. Gracias a él, la Iglesia del siglo XVI fue católica

«Frente a la cultura, Jesús no se expresa en modo alguno, ni positiva ni negativamente. Puesto que la cultura, entendida también como cultivo y perfeccionamiento de las facultades espirituales humanas y no sólo como civilización externa, sigue siendo un valor de este mundo, es sólo un valor de carácter relativo. Por eso hace el Evangelio caso omiso de ella. El Evangelio está por encima de la cultura y por ello se mantiene independiente de sus cambios. Por esta actitud supracultural, tampoco puede el Evangelio ser utilizado como factor cultural y [resultar] profanado con ello» (1).

Anteposición, tan rigurosa como cierta, Javier, modernamente denominado a bulto como el «apóstol de las culturas», tuvo que sobrevolarlas y aún atravesarlas en condiciones inimaginables. Y así, el santo navarro fue llamado «el pájaro de fuego», como el de las Molucas, que siempre alea y sólo cuando toca el suelo muere,

El 450 aniversario

El siglo XX no pudo haberse despedido mejor: abriendo una etapa —como alguien dijo—, una verbena o feria de centenarios. Porque mirando el calendario, 1999 se apuntó al 450 aniversario de la llegada de San Francisco Javier al Japón. Es ya costumbre generalizada la de seccionar los siglos en dos mitades formando cincuentenarios, como si la impaciencia se impusiera a los centenarios, echándole bodas de oro, antes de que termine la vida, siempre demasiado breve.

La iniciativa vino de Japón. Cuatro años antes su Conferencia Episcopal había programado los actos religiosos y confiado a los padres Jesuitas de la Universidad de Sofia en Tokio los actos culturales de dos simposios ampliamente anunciados bajo el siguiente epígrafe: «Javier, encuentro de Oriente y Occidente, 1549- 1999»,

Efectivamente, hace poco más de 450 años, el 15 de agosto de 1549, atracaba en Kagoshima el junco chino de un pirata después de horrorosa navegación, amenizada por noches idolátricas, demonizadas, magias infernales y la contundencia de un tifón característico del mar de China.

Este fue el encuentro. Las culturas se revolvieron. «Vamos tres portugueses», había escrito Javier a Europa. ¿Cómo que tres portugueses? Javier era navarro y con él viajaban Cosme de Torres, valenciano, y Juan Fernández, cordobés. Tres españolazos de pro. Pero el grado de culturización exterior, europea, era con frecuencia intercambiable. Camoens a los portugueses también les llamó españoles. En la correspondencia de los misioneros jesuitas, recogida en Monumenta Indíca, alguna vez los portugueses son igualmente llamados españoles. Todos, por lo menos, hispanos de la Hispania romana, buena gente y personas de casa.

La travesía comienza

Anjiro se llamaba el guía y tenía una biografía particular. Natural de Kagoshima, había matado a un hombre en circunstancias del todo ignoradas y perseguido por la Justicia, había logrado escabullirse en un barco portugués. Después de varias peripecias había llegado a Malaca. Allí estaba Javier, «Maestro Francisco», con rango de nuncio pontificio, en una de sus innumerables escalas, Acababa de oficiar una boda cuando le presentaron a aquel hombre de tez amarilla. Javier lo recibió y lo llevó a Goa. Bien instruido, recibió el bautismo con gran solemnidad de manos del obispo, otro español de apellido Alburquerque.

Anjiro fue el hombre-contacto. Era piadoso y tierno. Lloraba leyendo la Pasión de Cristo, sabía de memoria el Evangelio según San Mateo y encontraba un gran placer en el sacramento de la penitencia.

A veces se desahogaba en voz alta:

—Desgraciados japoneses que adoráis al Sol y las estrellas. ¿Cuándo entenderéis que el Sol y las estrellas no son más que criados del Señor que hizo el cielo y la tierra?

«Maestro Francisco» planeaba junto a Anjiro la navegación a Japón. Un día le preguntó:

—Crees, Anjiro, que los japoneses se convertirán pronto a mi palabra?

—No tan pronto, «Maestro Francisco», sino cuando vean que tus palabras concuerdan con tus obras —fue la respuesta.

Partieron de Goa a Malaca arando siempre los mismos mares.

Era capitán de Malaca don Pedro de Silva, hijo del gran Vasco de Gama y gran amigo de Javier. Según las ordenanzas unas, correspondía a su autoridad el dar pasaje conveniente, si no ostentoso, a sus viajeros, como muestra y honor de la nación portuguesa. No encontró manera de montar un navío de gran calado y como el tiempo de los vientos favorables urgía, no tuvo más remedio que apalabrar el junco chino del pirata Aván, al que también se conocía por el nombre de Ladrón.

El buen capitán, apreciando el percal humano del pirata después de estudiarle bien de arriba a abajo, le requisó la hacienda, retuvo como rehén a su mujer y le hizo jurar que navegaría directamente a Japón, sin tardanza, antes de que expirara la estación favorable, cuando el viento pegaba de popa.

Era la primera vez que Javier se introducía en un junco como ése. Era pestilente: olía a incienso y letrina, Se trataba de un barco macizo, cuadrado, de 300 toneladas, ancha cubierta de proa y popa, pesado anclaje y farol encendido de noche.

En el horizonte se recortaban como murciélagos suspendidos del cielo con velas extendidas, sus alas siniestras. Todo era de bambú: mástiles de bambú y las velas de esteras también de bambú. Su distribución interior seguía por su sección transversa el diseño de un tronco de bambú, cuyos nudos tabicaban compartimentos, camarotes y bodegas, con capacidad para 200 ó 300 pasajeros. Viajaban amontonados, apretados, cediendo el mayor espacio posible a los cupos de pimienta, el mayor tesoro del mundo.

Allí se metieron los tres jesuitas, mal acomodados, haciendo sitio a los 300 sacos de pimienta, unos 120 quintales, mas los cuantiosos regalos y un retablo de Pedro de Silva. Todo ello iba a ser entregado para potenciar aquella embajada oficial dirigida al gran rey o emperador del Japón.

Por fin llegó la hora feliz de levar anclas. Era el 24 de junio de 1549. La despedida fue solemne y cordial, pero nunca pensada como para verse hipotecada por los siglos venideros. Luego se hablaría del feliz encuentro entre Oriente y Occidente, pero éste se debió a la iniciativa de Occidente, del Occidente cristiano.

Enfilaron a las islas de Pulo Pisán, Karimón y Pulokibuck. Luego, haciendo un guiño al Este, entraron por el estrecho de Singapur, entre manglares y verdaderos rosarios de islotes y angosturas, sin soltar la sonda, cuidando las bajas profundidades para no estrellarse entre rocas y bajíos.

Contemplaron las ruinas de Singapur, destruida por los javaneses, el Sitang y la Pedra Branca (Blanca), referencia obligada por su blancura para corregir la dirección al Norte y entrar en mar de la China.

Muy pronto sintió Javier el malestar de una dudosa incertidumbre. Por eso no le quitaba ojo al capitán Aván, que antes de tiempo comenzó a maldecir su promesa y buscaba excusas con tal de pararse en las islas del trayecto. Vio que fondeaba sin necesidad y que consumía un tiempo precioso con peligro de tener que invernar en China —es lo que quería—, porque lo que deseaba encubiertamente era comerciar, retrasando un año la llegada a Japón.

Menos gracia le hacía el tiempo que perdían Aván, la marinería y todo el pasaje con las interminables ceremonias dedicadas a un ídolo situado en una hornacina de popa. Al parecer representaba a una deidad femenina, la diosa del Mar, llamada MaTso Po, conocida asimismo como la Concubina Celestial o también la Reina de las Hadas,

Para Javier se trataba sencillamente de un ídolo satánico, al igual que sus acompañantes, una suerte de ángeles pintarrajeados: el Ojo de las Mil Millas, color azul índigo, y la Oreja del Buen Viento, que tenía una boca roja como un tarro de sangre.

Iban deteniéndose constantemente: en una isla, a hacer la aguada; en otra, para cortar mástiles y maderas de timones, Se mostraban muy previsores y pensaban en las grandes tormentas y en reponer las quiebras si el junco se desvencijaba.

Mientras, Javier, el nuncio pontificio, perdía la paciencia y el ídolo de mueca horrible le ponía furioso. Día y noche mantenían encendida una lámpara en su honor. Por la mañana y por la tarde se inclinaban arrodillándose hasta tocar el suelo con la frente. Encendían velas policromadas y quemaban varas de incienso en su honor. Ardían las maderas odoríferas, como el «palo de águila», combinando su aroma con la persistente fecalidad. En medio de sus plegarias y reverencias arrojaban al mar tiras serpentinas de papel bordeadas de oro, llameantes, que se extinguían en el agua.

En ciertos momentos de especial gravedad, con redobles de tambor y cascabeleo de sonajas, pretendían llamar la atención del ídolo protector. Entonces mostraban sus artes adivinatorias lanzando al aire los mágicos palillos y observando la posición de su caída, interrogaban al ídolo:

—Decidnos, divina MaTso Po, ¿durarán los vientos favorables hasta Japón?

Unas veces la respuesta era afirmativa y otra negativa.

A primeros de julio llegaron a la isla Pulo Tioman y fondearon en la playa.

Después de varios días, en los que no faltaron las acostumbradas amenazas del sultán de Yohore —cuyos súbditos mahometanos, enemigos de los portugueses, se emboscaban para disparar flechas envenenadas—, ofrecieron al ídolo ricas ofrendas y le consultaron de nuevo acerca del viaje.

El ídolo, muy propicio, les predijo bonanza y se hicieron a la mar. El resto de la patética narración es un texto de Javier

Vinyendo nuestro camino començaron los gentiles de hechar suertesy hazer preguntas al ídolo, si en el navío que hívamos avía de tornar de Japán a Malaca, y salió la suerte que yría a Japán, mas que no tornaría a Malaca; y de aquy acabó de entrar desconfianza en ellos para no yr a Japán, sino de ynvernar en la China y aguardar otro año. Ved el trabajo que podíamos llevar en esta navegación, estando al parecer del demonyo y de sus syervos si avíamos de venir a Japán o no, pues los que regían y mandavan el navío no hazían más de 1o que el demonyo por sus suertes les dezía.

Veniendo devagar (despacio) nuestro camino antes de llegar a la China, estando juntos con una tierra que se llama Conchinchina, la cual es ya cerca de la China, nos aconteceron dos desastres en un día, bíspera de la Magdalena (21 de julio). Siendo los mares grandes y de mucha tormenta, estando surtos, aconteció, por descuido, la bomba del navío estar abierta y Manuel China, nuestro compañero, a pasar por ella; y al balanço grande que dio el navío, por causa de los mares ser grandes, no se podiendo tener, cayó por la bomba aba.xo. Todos pensávamos que era muerto por la cayda grande que dio, y también por la mucha agua que avía en la bomba. Quiso Dios nuestro Señor que no morió. Estuvo gran espacio la cabeza y mas de la mitad del cuerpo debaxo del agua, y muchos días dolyente de la cabeça de una ferida grande que se hizo; de manera que lo sacamos con mucho trabajo de la bomba, sin dar acuerdo de sy un buen spacio. Quiso Dios nuestro Señor darle salud.

Acabando de lo curar continuando la tormenta grande que hazía, meneándose mucho el navío, aconteció una hija del capitán caer en el mar; y por ser los mares tan bravos no podimos valerle: y asy en presencia de su padre y de todos se hahogó, junto del navío. Fueron tantos los lloros y bozes aquel día y noche, que era una piedad muy grande en ver tanta miseria en las almas de los gentiles y peligro en la vida de los que estávamos en aquel navío. Pasado esto, todo aquel dya y noche sin reposar, hizieron los gentiles grandes sacrificios y fiestas al ydolo, amtando muchas aves, dándole de comer y beber En las suertes que hecha ron, preguntáronle la causa porqué su hija morió; salió la suerte que no moriera ny cayera en la mar, si nuestro Manuel que cayó en la bomba moríera.

Ved en qué estavan nuestras vidas, en suertes de demonios, y en poder de sus siervos y ministros. Qué pera de nosotros si Dios permitiera el demonio hazer— nos todo el mal que nos desseava?

El día que nos acontecieron estos desastres y toda aquella noche, quiso Dios nuestro Señor hazerme tanta merzed de querer darme a sentir y conocer por esperiencia muchas cosas acerca de los fíeros y espantosos temores que el ynimigo pone, quando Dios le permite,y él halla mucha oportunidad para los hazer, y de los remedios que hombre a de usar, quando en semejantes trabajos se halla, contra las tentaciones del ynimgo; por ser largos de contar, los deixo de escrebir, y no por no ser ellos para notar En summa de todos los remedios en tales tiempos es mostrar muy ¿rande ánymo contra el ynimigo, totalmente desconfiando el hombre de sy, y confiando grandemente en Dios, puestas todas las juerças y esperanças en él, y con tan grande defensor y valedor, guardarse hombre de mostrar covardía, no dudando de ser vencedor Muchas ve— pensé que, se Dios nuestro Señor a el demonio acrecento’ algunas penas mayores de las que tenía, que bien se quiso vengar aquell día y noche; porque muchas vezes me ponía aquello delante diziendo que en tiempo esta’— vamos que se vengaría (2).

Pasó el tifón y le quedó clavado el recuerdo más horrible de su vida. Un testimonio, el de Andrés Fernandes, en 1596, volvería a evocar el estado anímico de Javier:

Yo oí decir al P. Mestre Francisco que no parecían vientos tifones, sino que los demonios corrían dentro de ellos, porque como por la fuerza del viento la nao ha de ir en son de él y los mares siguen como antes resulta que las naos son combatidas en todas las direcciones por el mar y por los vientos y así se pierden muchas y todas corren mucho peligro (3).

Por fin llegó la tranquilidad al mar y el junco de Aván fue despegándose de la costa de Cochinchina, dejó atrás la bahía de Tonkín y se dirigió a la isla de Hainam.

Llegaron a las islas de Kantón. Finalizaba el mes de julio y en consecuencia, el tiempo en que el viento del Sur daba de popa. Aván descubrió descaradamente su plan: él y la marinería invernarían aquí para comerciar en los puertos de China. Javier se opuso resueltamente y le amenazó con escribir a Malaca, acusarle de conducta dolosa y denunciarle por incumplimiento de contrato.

Aván recapacitó —tal vez pensó en su mujer, retenida como rehén—, leyó anclas a regañadientes y, simulando no dar importancia a las amenazas, tomó como coartada para partir, con una inmejorable sonrisa, la noticia de sobra conocida de que las costas de Kantón y Chincheu se hallaban infestadas de piratas, tan piratas como él.

Navegaron a unas 50 millas de la isla de Sachoan, la «isla asesina», que se reservaba un plazo de tres años para sentenciar a muerte al santo. De momento sólo parecía una isla risueña, rica de masa forestal y playa.

Tras la inesperada gratificación de cinco días de viento favorable, arribaron a las islas de Amoy y Quernoy. Aván, en silenciosa terquedad, no se rendía.

—Definitivamente, invernaremos aquí—dijo.

No había terminado de anunciar su propósito cuando se les acercó un velero para avisarles de la proximidad de una escuadra de piratas de Chincheu. Sin embargo, resultó que las naves de Chincheu, bien examinadas, no eran de piratas, sino de guardacostas chinos de la flota imperial. Como Aván vivía ilegalmente en el extranjero y además transportaba extranjeros, temió por su piel si caía en manos de sus compatriotas.

Aván tuvo que desistir de sus calculados y pausados cronos y huir navegando como había dicho Javier durante todo el viaje, «de rota batida», es decir, de prisa, con velocidad y fuerte ritmo, agarrándose a la cola de la monzón, viéndose obligado a rendir viaje en Japón.

Y Javier diría:

—Ni el demonio y sus ministros pudieron impedir el viaje.

Así pues navegaron de «rota batida», y aunque lo hicieron fuera de tiempo, fuera de calendario, como comentarían siempre los primeros jesuitas, excepcionalmente el último viento del Sur aplazó su ciclo empujando de popa.

Era el 15 de agosto, fiesta de la Asunción de Nuestra Señora, cuando desembarcaron en Kagoshima. En tal día de 1534 Javier había pronunciado con sus compañeros su primer voto de Montmartre, en París. Había viajado a la capital francesa para estudiar a su universidad, donde llegó a maestro de Artes, estudió Teología y desempeñó una cátedra de Filosofía. En aquella ciudad había conocido a Ignacio de Loyola. Ahora, 15 años después, iba a descubrir el misterioso Japón. Javier venía superando las barreras culturales e idiomáticas

Hablaba el concaní de Goa, o «la lengua negra», el tamil del cabo Comorín, el malayo de Malaca y las Molucas y había elaborado sus correspondientes catecismos, dictados a fuerza de constancia.

La estancia en Japón

La llegada a Kagoshima, deslumbrante a su arribada después de un crucero tan delicioso, se tomó implacable en el enclaustramiento de la minúscula casa de Anjiro, quien se había bautizado con el nombre de Pablo de Santa Fe.

Recibían visitas día y noche; caras curiosas espiaban entre las rendijas a los recién venidos. La ceremonia del té. Arroz y pescado crudo. A dormir al tatamí. Y las primeras clases de lengua japonesa durante el largo invierno.

—Estamos, como estatuas —decía Javier. Entre todos compusieron un libro o cartapacio con los grandes misterios de la fe cristiana. Y, en cuanto pudo, salió a leerlo en voz alta, como un vendedor ambulante, ante auditorios respetuosos y gentes desocupadas. Algunos se reían.

El señor feudal, Shimazu Takahisa, se mostraba complaciente. Anjiro fue a visitarlo a su palacio de Ijuin y le mostró un retablo, una pintura de la Virgen con el Niño Jesús. Takahisa hizo su adoración y su séquito también. Su madre, entusiasmada, pidió una réplica, pero no se encontró en la ciudad artista alguno capaz de reproducirla.
El día 29 de septiembre, fiesta de San Miguel, fue Javier a visitarle. Cuatrocientos años después, en 1949, en la cumbre del Monte del Castillo, entre espesos macizos de bambú, se colocó una piedra conmemorativa con la siguiente inscripción en japonés e inglés: «Éste es el lugar donde el príncipe ShimazuTakahisa se encontró con el misionero Zabiel [Javier]».

Javier y sus compañeros tenían una casita, donación del daymio. El santo navarro solía salir en busca de auditorios. Pronto se dirigió al gran monasterio de Fukushoji. Iba directamente a los bonzos. Siempre recordaría el éxito de sus días en Trichendur (India), cuando los bonzos, puestos en pie, le adamaron tras el discurso que les hizo sobre el Dios Creador. Allí les arrancó el gran secreto mántico, el famoso «Orn», cuyas vibraciones elevan el cerebro a una especie de Nirvana.

Javier trabó amistad con el bonzo principal de Kagoshima, Ninhistsu, con quien le gustaba intercambiar impresiones. Un día, «Maestro Francisco» le preguntó:

—Qué etapa de la vida es mejor, la juventud o la vejez?

—La juventud —respondió Ninhistsu.

—Cuándo se alegran más los pasajeros, en medio del mar o al llegar a puerto?

—Ya os comprendo, pero yo no sé a que puerto me dirijo —dijo con pena Ninhistsu,
El prestigio de Javier fue creciendo. Ante sus auditorios aparecía como alguien venido de la tierra de Tendjiku, el país natal de Buda. Esperaban de él un auténtico magisterio búdico. Pero Javier les hablaba de Cristo. Y así resultó que bajo esta equivocación inicial fue penetrando la fe cristiana.

Los bonzos perdían terreno, es decir, limosnas. Sus seguidores se sublevaban, Los bonzos reaccionaron presionando sobre Takahisa. Un año después los misioneros se alejaron. El pirata Aván había regresado.

Todo el pensamiento de Javier era llegar a la Corte de Miyako y ganar el favor del emperador para predicar en todo Japón. En la ruta se detuvo en Yamaguchi. Su daysnio era Ou chiYoshitaka la ciudad, casi tan grande como Lisboa. Allí permaneció un mes y medio.

Dos veces al día salía a las encrucijadas, o sentado en el brocal de un pozo, acompañado de Juan Fernández, predicaba con su libro la religión cristiana.

El poderoso daymio Ouchi Yoshitaka, informado por su secretario, quiso concederles una audiencia. El día convenido Javier y Fernández fueron a palacio, mal vestidos como siempre.

Javier ordenó al hermano Fernández que le leyera su libro. Ouchi Yoshitaka estuvo atento durante una hora. Cuando llegó al pasaje de Sodoma, donde se decía que el hombre que comete tal abominación era el más sucio de los cerdos, dada la pederastia en grado de pecado nacional, el daymio palideció. El hermano Fernández balbuceó y casi pudo sentir que el filo de la katana separaba ya la cabeza de su tronco. A una señal del secretario se retiraron.

La visita pastoral no resultó muy diplomática.

—Se hacían pocos cristianos —dice Javier—. Visto el poco fruto que se hacía, determinamos ir a Miyako (4).

Era la época más fría del año cuando emprendieron la marcha atravesando los ríos helados y montañas cubiertas de nieve. Todo el camino fue una gran peripecia. Un saquito al cinto con arroz tostado, para que no se reviniese, era su alimento. El choque de culturas era evidente. Los niños japoneses los despachaban a pedradas, mientras las personas mayores les decían:

—No venís del cielo? Pues avisad de que no tiren tanta nieve.

La llegada a la Corte de Miyako los dejó perplejos. Las guerras habían convertido la gran ciudad en un ingente campo de ruinas. Con una carta de recomendación hallaron alojamiento en el barrio de los mercaderes de la ciudad. ¿A quién podían interesar? ¿Al
perador? ¿A las universidades? ¿Dónde estaba la cultura?

Cuando lleguemos a Japón, vamos determinados de ir a la isla, donde está el rey, y manifestarle la embajada que, de parte de Jesucristo, llevamos. Dicen que hay grandes estudios cerca de donde el rey esta’. Muy confiados vamos de la misericordia de Dios nuestro Señor, que nos ha de dar victoria contra sus enemos. Nos recelamos de vernos con los letrados de aquellas partes, porque quien no conoce a Dios ni a Jesucristo ¿qué puede saber?

A sus informadores les debió parecer mejor que los misioneros se dirigiesen antes a la universidad-monasterio que al Palacio Imperial y los encaminaron al pie del Hiezan, montaña de casi 1.000 metros, En su entorno de 16 valles florecieron en otro tiempo más de 3.000 monasterios. Ahora las guerras habían reducido su número a unos 500, o a lo sumo 800.

—Dónde están los regalos? —fue la pregunta que le hicieron a Javier cuando quiso ver al Zasu o rector.

—Los hemos dejado en el barco.

Aquí terminó el duro y exquisito protocolo. Le impidieron el paso y tuvo que regresar a Miyako a solicitar la visita al emperador. Todas las ilusiones de las viejas leyendas de la vida pri vada del rey o emperador se agolpaban en su mente. Se las había contado Anjiro cuando estaban en Goa.

Era llamado el «O». Era como el Papa, con jurisdicción sobre clérigos y seculares. Según las mutaciones de la Luna, se abstenía de su mujer. En el interior del palacio había 366 ídolos y cada noche uno de ellos debía vigilar su sueño. Si pasaba mala noche, el ídolo era desterrado a golpes por 100 días fuera de la ciudad, pasados los cuales era devuelto con ceremonias y carantoñas;
El «O» no podía pisar el suelb çon sus pies directamente. Le conducíañ en una.sillade manos o se calzaba sandalias de un palmo de alto, Siempre estaba sentado, espada en mano y en la otra iháro y tina aljaba de flechas, Vestido de rojo, cubierto con un velo fino de seda, se tocaba la cabeza con una mitra. Su frente estaba pintada de blanco y negro. Comía en vajilla de loza.

Cuando le conoció Javier la impresión de abandono era absoluta, El palacio era una casa ordinaria, como la de un labriego, cercada de bambúes. Las princesas y damas de honor, haciendo burlas de sus predecesoras, bullían por los corredores de palacio ya través de los huecos de la cerca compraban a los vendedores, a cambio de unas monedas, dulces de boniato, como hacía la gente del pueblo llano.

Cuando Javier, mal vestido, llegó a la puerta solicitando la entrevista, fue interrogado acerca del presente u obsequio, condición indispensable. Respondió que estaba en un barco de Hirado y que lo mandaría traer. Entonces, sin más, fue despedido.

Por fin le explicaron la situación real. El «O» era un muchacho de 16 años que había
ido a la guerra y ahora se encontraba destronado. En realidad era un hombre arruinado que se ganaba la vida expidiendo títulos de nobleza a particulares. El Gobierno lo tenía entregado a un Shogun.

Miramos si había disposición en aquellas partes para manifestar la ley de Dios. Hallamos que se esperaba mucha guerra, y que la tierra no estaba en disposición,.. Y visto que la tierra no estaba pacífica para manifestarse la ley de Dios, tornamos otra vez a Yamaguchi (6).

Javier cayó en la cuenta de lo inútil de su esfuerzo y comprendió que, de momento, no había señor más poderoso que Ouchi Yoshitaka. Con una nueva audiencia, presentación de credenciales del gobernador de Goa y una entrega de valiosos regalos, volvería a comenzar. Un reloj artificioso, otro reloj carillón que daba los 13 sonidos del koto japonés; una espingarda de tres cañones artística y repujada; un par de anteojos —que Yoshitaka se puso y le hizo recobrar la vista de su juventud. No podía contenerse de alegría—; dos catalejos para escrutar horizontes lejanos; tejidos de brocado; paños de Portugal; «algunos vestidos a la española de hombres e mugeres»; «paños de España»; «vino admirable de Europa, el mejor intérprete [!] que se ha encontrado en todo el mundo, sobre todo si es de buena calidad de España»; hermosos cristales tallados; libros; cuadros; un servicio de té y otras cosas. Eran todos los regalos que don Pedro de Silva les había adjuntado en el junco chino.

Yoshitaka quiso intercambiar otros regalos, pero Javier no lo consintió. Sólo le pedía libertad para predicar la Ley de Dios. Yoshitaka accedió gustoso. Se fijó un edicto en las calles concediendo hasta la autorización de abrazar la nueva fe. Además, Yoshitaka les dio como vivienda un monasterio abandonado.

Polémico y profesor, Javier se dedicó de lleno al estudio de los bonzos, sus vidas y doctrinas. No todo iban a ser relaciones comerciales sustentadas por sus regalos a Ouchi Yoshitaka. El misionero alcanzó un conocimiento muy preciso de las nueve sectas budistas. Prescindiendo de los bonzos del Zen que negaban el cielo y la tierra y afirmaban que hombres y animales eran igualmente mortales y que todo procedía de la nada y volvía a la nada, se dio cuenta de que todas las demás sectas enseñaban que hay un infierno y un Paraíso, pero no explicaban en qué consistían ambas realidades.

Javier era un gran provocador. Con ayuda de sus neófitos pasó de una primera explora ció a la comprensión de sus doctrinas, y de ahí a la pelea dialéctica, como en sus mejores días de París. Diarias discusiones para salir triunfador sobre los bonzos, bikunis, magos y otros adversarios. Encuentros y desencuentros.

Desnudó sus vidas privadas, harto desnudas ya para sus fieles japoneses. Las limosnas bajaban conforme subían las críticas de Javier. Por ejemplo, los bonzos y bonzas antes vivían separados. Ahora las bonzas quedaban preñadas, algunas comían una hierba para evitar el embarazo y otra segunda hierba para provocar el aborto. Asimismo bebían vino descaradamente. Así lo reconocían los monjes que, ante la predicación de la Ley de Dios, abandonaban sus antiguas creencias.

Los bonzos pusieron el grito en el cielo. Su única defensa fue la profecía de grandes calamidades que sobrevendrían a todos. En 1550 una de las coníferas más frondosas del parque de Yoshitaka se secó. Qué mejor argumento y presagio de futuras desgracias desencadenadas por los predicadores extranjeros? En 1551 se rumorearon apariciones de fantasmas y se anunció que todo el país caería en un gran caos y el día sería tan oscuro como la noche.

No salieron adelante los negros presagios y la comunidad cristiana de Yamaguchi fue creciendo, Se reconocía que «Maestro Francisco» no dominaba plenamente la lengua Japonesa, pero su trato noble y distinguido lo suplía todo:

—Bienvenido, ¿cómo va su salud?

Con sus fórmulas y saludos Javier parecía querer meterlos a todos en su corazón.
Su fama se fue extendiendo a los estados vecinos y después de cuatro meses de estancia en Yamaguchi, el misionero navarro fue redamado por el señor de Bungo, Otomo Yoshis hige. Javier dejó al valenciano padre Cosme de Torres y al cordobés Juan Fernández al cargo de la joven cristiandad y partió.

Un antiguo amigo, Duarte de Gama, le esperaba con su navío. En cuanto apareció, se dispararon salvas en su honor y se izaron las banderas. La antigua ordenanza manuelina de ostentación, para impresionar a los orientales, estaba en vigor. Ya no era el Javier roto, cubierto de harapos y cargado de parásitos, como en los días difíciles de sus increíbles caminatas.

En una falúa engalanada le acercaron al muelle. Aseado y vestido, como un nuncio del Renacimiento, estaba irreconocible. El navarro había entendido que el pueblo nipón, colorista de sedas y kakimonos, no comprendía la elegancia de la pobreza cristiana.
Se formó el concejo en el desembarcadero. El nuncio Javier llevaba una «loba», sotana abierta de chamelote, revestido de sobrepelliz y estola de terciopelo verde. Brillante como un astro, le precedían el capitán con su vara y otros cinco hombres ricamente ataviados. Uno llevaba un saquito. de satén blanco con un libro; otro mostraba sobre un cojín unas chinelas de terciopelo negro; otro, un bastón de Bengala con mango de oro; otro, un retablo de Nuestra Señora en un envoltorio de damasco rojo; y el último, un sombrero de pequeño vuelo.

Cuando los portugueses entraron en la gran sala, tendieron a su paso las capas, gesto éste que llamó la atención de los presentes. Yoshishige quedó prendado del estilo estético dç la embajada y se hizo amigo de Javier para siempre. Quería relacionarse con don Juan III de Portugal, pero dilató para más adelante el bautismo por temor a perder su posición. Poco tiempo después hubo una revuelta en Yamaguchi. Mientras los predicadores extranjeros lograron salvar sus vidas, no ocurrió lo mismo con Ouchi Yoshitaka, quien había huido al monte y al verse acorralado prefirió abrirse el vientre a caer en manos de los enemigos.

Javier tenía que volver a Goa en busca de refuerzos, nuevos misioneros, para ir colocándolos estratégicamente en las tierras de Japón, por ser los japoneses la «gente mejor» de todas las descubiertas. En la profundidad de su alma había cuajado la idea mayor de su vida. Había entendido que toda la cultura japonesa dependía desde hacía siglos de la cultura de otro pueblo más culto y sabio: China. Así, estaba convencido de que si China abrazaba el cristianismo aceleraría la conversión de Japón. Se había informado y hasta contaba con una copia de un libro traducido del japonés al chino. Sólo pedía diez años más de vida para convertir el Oriente. Y de China pasaría por la Tartana y llegaría a Jerusalén, ya que toda su aventura había comenzado por el voto de ir a Tierra Santa.

El viaje de regreso a Goa se vio acompañado de las tormentas de costumbre. Sus escalas en Malaca y Cochín fueron dando consistencia al gran proyecto de China.

«La China es una tierra muy grandísima», decía. Le gustaba la geografía. Y se llenaba de superlativos. «Pacífica y gobernada con grandes leyes, hay un solo rey, y es en gran de manera obedecido». Todo lo contrario que en Japón.

«Es un riquísimo reino y abundantísimo de todos los mantenimientos». Javier se mostraba bastante optimista cuando acariciaba una idea. «Estos chinos son muy ingeniosos y dados al estudio, principalmente a las leyes humanas sobre la gobernación de la República; son muy deseosos de saber». Había que informar bien en Europa y en la India, ¿en parte para justificarse de tantas andanzas Algunos murmuraban sobre sus ausencias y viajes. En esta ocasión tampoco les haría caso, Para eso era nuncio pontifició de la mayor Nunciatura del mundo y la motivación apostólica era fin irrenunciable:

Si acá en La India no hubiere algunos impedimentos que me estorben la partida, este año de 52 espero de ir a la China por el grande servicio de Dios nuestro Señor que se puede seguir, así en la China como en Japón; porque sabiendo los japoneses que la Ley de Dios rescíben los chinos, han de perder más presto la fe que tienen a sus sectas. Grande esperanza tengo que así los chinos como los japoneses, por la Compañía del nombre de Jesús han de salir de sus idolatrías y adorar a Dios y a Jesucristo, salvador de todas las gentes (7).

A las puertas de China

Después de poner orden en Goa, le vino el golpe de talasofilia y se hizo a la mar en la Pascua de 1552. En Malaca se encontraba muy mal. El menor de Vasco de Gama, Alvaro de Ataide, le impedía el viaje y llegó a arrancar el timón de la nave de Diego Pereira, patrono y embajador de la expedición. Ataide, contra todas las credenciales, pedía el mando de la embajada. Javier le amenazó con la excomunión. No había tiempo que perder.

Por fin, Javier llegó a Sanshoan, la «isla asesina» que en su infectado ambiente escondía el cuchillo de muerte. Los comerciantes portugueses abandonarían pronto la bahía y quemarían sus chozas.

El misionero navarro había apalabrado con un chino, a cambio de una carga de pimienta, su viaje a Kantón, donde se las arreglaría con sus credenciales y sus libros para filtrarse en el continente.

Pero los días iban pasando y el mercader chino no llegaba. En realidad nunca llegaría. Javier cayó enfermo: fiebres altas, delirios... Le acompañaba un criado chino, Antonio de Santa Fe, que le oía sus últimas palabras dirigidas al cielo. Decía que el misionero hablaba «en muchas lenguas que sabía».

Francisco Javier falleció un sábado, antes de que amaneciese, el 3 de diciembre de 1552. Hacía mucho frío y los habitantes de la isla no salieron de sus chozas. Le enterraron en cal viva ante unos pocos testigos.

Traspasó siglos y culturas, lo suyo fue más que una metacultura: la fe. Gracias a él, la Iglesia del siglo XVI fue católica.

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José María Recondo

Notas

(1) J. Schmid, El Evangelio según San Mateo. Barcelona, 1966, pág. 232.

(2) G.
Schurhammer y J. Wicki, Epistolaes Franciscilaveri Roma. 1945. vol. II, pp. 180-182.

(3)lbd. pág. 182, nota 13. En adelante citaremos con la sigla EX.

(4) LX II, pág 261.

(5) EX II, pág. 148.

(6) EX II, pág. 262.

(7) EX II, pág. 279.



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