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La fe del creyente, la fe de Abraham, y la fe de Kierkegaard.

por Ramiro Sáez León. Editó y preparó: Vicente Lastra.

¿Puede haber algo más absurdo para un hombre que la vida entregada a una causa sin destino?

“Pensar es perseguir la inseguridad, atormentarse por futilidades grandiosas, recluirse en abstracciones con una avidez de mártir, buscar la complicación como otros buscan la destrucción o el beneficio. El pensador, por definición, codicia el tormento”. E. Ciorán.


Temor y temblor representa un sentido esfuerzo de Kierkegaard por mostrarnos el paso infinito que conduce al hombre hasta la fe más pura, a través del primero que la experimentó en toda su terrible angustia, y que, por tanto, viene a inaugurar la humanidad misma, o, mejor dicho, el espíritu humano: Abraham. El patriarca emprende, según Kierkegaard, un viaje que lo llevaría a afirmar su amor en Dios, negando, a su vez, el amor más terrenal que puede serle dado experimentar a un hombre, el más concreto y el más desprendido: el amor por su hijo, Isaac. En su viaje al monte Moriah, Abraham se enfrenta fundamentalmente al absurdo -por primera vez en la historia-: “ahora todo podría perderse: ese espléndido recuerdo de su linaje, la promesa de la descendencia de Abraham, resultaban ser tan sólo un capricho, un antojo ocasional que el Señor había tenido, y que ahora tocaba a Abraham cancelar… Ese magnífico tesoro, tan antiguo en el corazón de Abraham, santificado por sus plegarias, madurado en el combate, esa bendición en boca de Abraham, ese fruto había de serle prematuramente arrancado y perder con ello todo su sentido, pues ¿qué sentido podía encerrar si había de sacrificar a Isaac?”. ¡Así que todo había sido en vano, y más terrible que si jamás hubiera sucedido! ¿Así, pues, el Señor, se mofaba de Abraham? Prodigioso había sido que lo absurdo llegase a ser realidad, y he aquí que ahora quería aniquilar su obra. Era una locura...

Y, sin embargo, Abraham aceptó su designio, no gozosamente, sino con “infinita resignación”. Si su fe sólo se hubiese referido a la vida venidera, habría podido desprenderse fácilmente de todo, apresurándose a abandonar un mundo al cual ya no pertenecía. Pero no, Abraham tuvo fe en relación a esta vida, la terrenal, la que todavía había de seguir viviendo muchos años más… y sin la compañía de su Isaac querido: “Abraham se ejercía en cosas de esta vida, y en consecuencia tenía fe en que habría de envejecer en aquel país, respetado por las gentes y bendecido en su descendencia...”.

Kierkegaard señala que a nosotros se nos escapa ese aspecto absurdo en el viaje que Abraham emprende hacia el monte Moriah: “Pero Abraham creyó; no dudó y creyó en lo absurdo”. ¿A qué se refiere con esto? En primer lugar, hay que entender que Abraham se estaba desprendiendo del “más preciado de sus bienes”, el que le abriría el camino hacia su descendencia prometida. No se trataba de un tesoro cualquiera, como el del burgués que acepta sacrificar todos sus bienes en función de la vida eterna. Abraham creía, no en función de esa vida eterna, sino en la de su vida terrena. Por otro lado, hubiese sido más fácil que Abraham burlase al Señor y se sacrificase él mismo esperando con ello contentarlo: pero no era ése su designio. “El mundo le habría admirado por ello, y su nombre se habría conservado; pero una cosa es ser admirado y otra bien distinta es convertirse en la estrella que sirve de norte y salvación al acongojado”. Lo que se pasa por alto en esta historia, nos dice el danés, es el hecho de la angustia, una angustia hasta el límite de lo indecible, pues Abraham estaba sacrificando lo que Dios le había regalado en función de una prometida descendencia. ¿No parecía ello una locura? Pudo haber pensado, Abraham, entonces, que Dios sólo lo estaba probando, y que aún cuando sacrificase a su descendiente Isaac, luego habría de bendecirlo con nuevos hijos.

Kierkegaard insiste en que el amor de Abraham por Isaac era tan grande, que esa idea jamás se le cruzó por la cabeza. Kierkegaard reconoce ser un buen creyente, y que de seguro también hubiese estado dispuesto a sacrificar a su hijo; incluso hubiese llegado antes al monte Moriah: “Desde luego no habría sido tan cobarde como para quedarme en casa, ni me habría ido demorando por el camino, ni tampoco habría olvidado el cuchillo, con el fin de perder un poco más de tiempo... Pero en el mismo momento de colocarme en lo alto del caballo me habría dicho a mi mismo: todo está perdido ahora; Dios me exige a Isaac y he de sacrificárselo, pero con él sacrifico también toda mi alegría…”. Que Kierkegaard hubiese estado dispuesto a hacer el movimiento, sería un testimonio de su valor, dice, “pero aún así no habría amado como Abraham, pues me habría estado demorando hasta el último instante, aún cuando no llegase demasiado tarde al monte Moriah”. Aquí se refiere, no como pudiera parecer, al amor por Dios, sino al amor de Abraham por su hijo. Pero, ¿no es ello un contrasentido? ¿Cómo conciliar humanamente el amor por su hijo (que exige su conservación), por su amor a Dios (que exige el sacrificio del primero)? Kierkegaard parece sugerir que eso es lo que logró Abraham.

En todo caso, no puede pretenderse que Abraham hubiese estado dispuesto a sacrificar a su hijo precisamente por su amor a él, sino más bien, a pesar de él. En última instancia, Abraham privilegia su amor por Dios, o mejor dicho, su confianza, en que a pesar del sacrificio, Dios habrá de recompensarlo, al menos revelándole cuál había sido el sentido de todo aquello.“Pero, ¿qué hizo Abraham? No llegó demasiado pronto ni demasiado tarde. Subió a su asno y emprendió, lentamente, su camino. Y durante todo este tiempo creyó; creyó que Dios no le exigiría a Isaac, pero al mismo tiempo se hallaba dispuesto a sacrificárselo, si así estaba dispuesto. Creyó en virtud del absurdo, pues no había lugar para humanas conjeturas, y era absurdo pensar que si Dios le exigía semejante acto, pudiera momentos después, volverse atrás. Ascendió por la montaña, y todavía cuando ya relucía el cuchillo, creyó… que Dios no le exigiría a su hijo”. No hay duda, de que aquí está el núcleo de la primera experiencia absurda del hombre. Abraham bien pudo, sabiendo que Isaac estaba perdido, sacrificarlo en su casa, pero se habría evitado con ello el “temor y el temblor” que acompañan a la experiencia absurda.

En eso tiene mucha razón Kierkegaard; Abraham “creyó en virtud de lo absurdo”, pues Dios parecía burlarse de él. No cabía tampoco pensar que Dios se arrepintiese a medio camino. Eso sólo lo podemos pensar nosotros después de haber escuchado la historia de Abraham; a cualquiera, que después de Abraham, se le pidiese sacrificar a su hijo, tendría seguramente la tranquila confianza de que Dios sólo quiere probarlo y de que impedirá “el movimiento” en el último instante.

Sería, con todo, una experiencia dramática, pero ya no absurda. Para los creyentes posteriores la fe era una cuestión lógica. Lo terrible de subir al monte Moriah por primera vez era no saber que Dios podía retractarse, que podía, en cierto sentido, jugar con el hombre, poniéndole a prueba, tentarlo hasta el tuétano, porque no cabe duda de “que el dolor puede hacer perder la razón a un ser humano…”. Hay que corregir aquí a Kierkegaard, pues lo que puede volver loco a un ser humano es sobre todo la conciencia de lo absurdo de su existencia. Lo que Abraham no sabía era que su sacrificio y su dolor podían tener un sentido… pero apostó por él, aunque no pudiese comprenderlo; en la medida en que existiese una razón, todo se encontraría justificado, incluso, la muerte de su propio hijo.

Kierkegaard atisba el sentido profundo de la experiencia absurda en el movimiento del cuchillo que, empuñado, se apresta a consumar la desesperanza, la resignación infinita, el salto hacia la fe, con el riesgo de perderlo todo, todo por lo que había creído en su vida, expuestos a ser pulverizados por un acto irreversible, el de la elección absurda, la apuesta por el o todo o nada. Abraham todavía podía creer que Dios tenía en mente una profunda razón para pedirle todo aquello, pero, ¿sería capaz de comprenderla?, y, aunque así fuese, ¿podría esa razón satisfacerlo? ¿Podría vivir con el corazón gozoso ante la contemplación de esa verdad oculta, aunque la comprendiese, si había de sacrificar para ello lo que más quería en esta tierra? ¿Podría vivir a pesar del dolor, de la terrible pérdida? Si empuñó el cuchillo, y en última instancia, había ya perdido la esperanza que Dios se retractase -porque en ello va envuelto el sentido de su grandeza y de su “infinita fe”-, no pudo más que resignarse a sacrificar toda su alegría… Su hijo habría de morir, irremediablemente: sólo podía esperar y confiar en que todo aquello tuviese un sentido, tan alto como su amor por su progenie.

Pero supongamos que Isaac hubiese muerto efectivamente: ¿qué habría pasado con Abraham? Kierkegaard, muy convenientemente, sólo se detiene a analizar esta posibilidad en unas pocas líneas. Abraham habría seguido creyendo, nuevamente en virtud del absurdo, puesto que no cree en “que llegaría el día en que sería bienaventurado allá en el Cielo, sino en la jornada de la felicidad, aquí en la Tierra”. Tal vez incubaría la secreta esperanza de que Dios le daría un nuevo Isaac, o que volvería a la vida al sacrificado, pero, ¿por cuánto tiempo? Toda la vida de Abraham estaría concentrada en esperar el día en que Dios se pronunciase; hasta entonces se habría devanado los sesos tratando de descubrir cuál fue el sentido de todo aquello, el sentido mismo de su existencia estaría en juego. Kierkegaard insiste en que Abraham hubiese seguido creyendo en virtud del absurdo, “pues las conjeturas humanas hacía mucho que se habían agotado”. En realidad, es aquí, y no en el momento de la empuñadura, donde se demostraría la verdadera fe de Abraham. En esa espera terrible, Abraham se pondría en el camino de la locura.

Las “conjeturas humanas”, ciertamente, comenzaron en el momento en que Dios le comunicaba su designio; luego, en el monte Moriah, esas conjeturas lo habrían llevado a un punto de no retorno, a la aceptación de su destino, pero, aún suponía Abraham, que éste le aguardaba, al final, con su salvación. Pero en ningún caso esas conjeturas se habrían agotado con la muerte de su hijo; al contrario, apenas hubiesen comenzado en todo su aspecto horroroso. La angustia de Abraham, sentida ya en el trayecto hacia el monte, no se aquietaría a partir del sacrificio, sino que se incrementaría con el curso de los días, y de los meses. ¿Y si no llegase nunca la respuesta que buscase, el consuelo absoluto que justifica todo sacrificio?, ¿la redención que justifica todo tormento? Aquí no hay respuesta. Ni siquiera humanas conjeturas.

Pero Kierkegaard se queda con la figura de Abraham en el monte: “Sobre esa cumbre se yergue Abraham; el último estadio que pierde de vista es el de la resignación infinita. Sigue adelante y alcanza definitivamente la fe...”. En eso se diferencia Abraham del resto de los creyentes, aún de los mayores en cualquier época: a él le faltó la resignación absoluta. Es fácil ver a los creyentes aceptar pasivamente su destino porque su confianza en Dios es absoluta: “sabe Dios porqué me sometió a esta prueba”. Si tanta admiración le tiene Sören al patriarca, es porque interpreta su héroe trágico por excelencia, el único héroe verdadero, el héroe absurdo, el que “se sacrifica a sí mismo, junto a todo lo que posee…”.

A cualquiera de esos creyentes que aceptan su dolor por ser parte del designio divino, Kierkegaard les preguntaría si serían capaces ellos mismos de exponerse al dolor en prueba de su fe -como lo hacían los antiguos ascéticos-; sólo así es posible un verdadero sacrificio. Pero, ¿por qué se sacrifica Abraham? Evidentemente, que en virtud de algo que considera superior a él: su amor a Dios. Ése acto de sumisión espiritual, paradójicamente, le permite alcanzar un porte sobrehumano. Aún así, hay muchos en la historia que pueden atestiguar de esa clase de sacrificios heroicos. No lo dice explícitamente el nórdico, pero lo propio de la grandeza de Abraham, es haberse expuesto a la posibilidad que su sacrificio no tuviese el menor sentido, que el sacrificio de lo más amado en este mundo, fuese completamente inútil; en una palabra, absurdo. ¿Así lo habrá experimentado el mismo Abraham? Para que ello fuese creíble habría que pensar que Abraham, a pesar de amar y confiar profundamente en Dios, no pudo menos que incubar, al momento de serle revelado el trágico designio, una insidiosa y angustiante sensación, al menos por un momento, de que aquello no tenía el menor sentido. Si hubiese estado tan seguro de su Dios, su sacrificio en realidad no sería tan grandioso, y Abraham no sería el hombre que admiraba tanto Kierkegaard: “Cada uno de nosotros perdurará en el recuerdo, pero siempre en relación a la grandeza de su expectativa: uno alcanzará la grandeza porque esperó lo posible y otro porque esperó lo eterno, pero quien esperó lo imposible, ése es el más grande de todos”.

Lo que le concede su enorme altura al patriarca es que “caminó frente al abismo y dio el salto hacia la fe” en completa angustia, es decir, ante la falta de certeza absoluta que su sacrificio iba a ser recompensado. De lo contrario, aún cuando doloroso, el sacrificio de su hijo hubiese sido, en último término, un trueque. Mi hijo por la salvación, no es malo. Y sin embargo, eso es lo que acostumbramos observar en esta historia. Un hombre que está dispuesto a sacrificarlo todo, pero porque confía absolutamente en su Dios… ¡Vaya gracia! Kierkegaard sabe de esta contemporánea y cómoda “lectura” que se hace del oriundo de Ur. Tiene perfecta conciencia que su época ya no es religiosa, que los actos de fe se encuentran ya totalmente desprestigiados, que pesa sobre ellos, la sospecha de la locura: si Abraham hubiese existido hoy, habría sido probablemente encerrado en un manicomio.

Pero lo que le preocupa sobre todo, es que esta conducta sea propia del que se dice creyente. Los que en el hecho parecen ser auténticos hombres de fe, no son más que creyentes por costumbre, cómodas gentes que no arriesgan nada, y que, al contrario, lo ganan todo -a Dios en sus corazones, y la certeza de la vida eterna-, sin el menor sacrificio, pero sobre todo, sin la menor duda. Sin embargo, ¿cuántos de ellos han experimentado la sensación de que el futuro prometido se les escabulle de las manos?, ¿cuántos han visto entrever la posibilidad de que Dios se encuentra tan lejano y desconocido como para dudar de Él? Y a pesar de ello, ¿cuántos han seguido creyendo, y dado el salto hacia la fe, como Abraham lo hizo, en el monte Moriah?, ¿cuántos han perseverado “en el temor y en el temblor”, que todo por cuanto han creído, no pudiese ser más que un espejismo?

Lo propio de la fe, según Kierkegaard, es la angustia. ¿Pero quién es ese que se angustia, sino el mismo Kierkegaard? Sabe bien que la historia ya no se preocupa de Abraham; ya no le hace justicia. “La angustia les resulta peligrosa a los hombres sin temple, y renuncian a hablar de Abraham”. ¿Por qué insiste Kierkegaard en este aspecto, si no es para mostrarnos que la verdadera fe no es posible sin angustia? Sin embargo, es lícito preguntarse, ¿por qué ha de tener angustia el creyente, si, después de todo, le aguarda la vida eterna? ¿No es en ese aspecto donde reside precisamente la inmensa felicidad del creyente? Pienso fundamentalmente en el católico.

Para Kierkegaard, el verdadero creyente, debe creer en relación a esta vida. Insistamos en este aspecto: “Si su fe -la de Abraham- sólo se hubiere referido a una vida venidera, habría podido desprenderse fácilmente de todo, apresurándose a abandonar un mundo al cual ya no pertenecía. Pero la fe de Abraham no era de esa especie, si es que puede existir una fe semejante, pues en verdad no es fe, sino su más remota posibilidad, capaz de descubrir su objeto en el extremo límite del horizonte, aun cuando esté separada de él por un pavoroso abismo donde la desesperación tiene su sede”.

Es realmente notable como Kierkegaard mete de contrabando su propia angustia ante la contemplación de ese “extremo límite en el horizonte”, del cual se siente separado por un “pavoroso abismo”. Esa distancia no puede vivirse sino como terrible desesperación. Y aún cuando le atribuye esa desesperación a Abraham, en realidad, siempre fue fundamentalmente la suya. Nótese la sentida introducción al Panegírico de Abraham, que aparece como totalmente descontextualizada a la luz del tema de su disertación: “Si no existiera una conciencia eterna en el hombre, si como fundamento de todas las cosas se encontrase sólo una fuerza salvaje y desenfrenada que retorciéndose en oscuras pasiones generase todo, tanto lo grandioso como lo insignificante, si un abismo sin fondo, imposible de colmar, se ocultase detrás de todo, ¿qué otra cosa podría ser la existencia sino desesperación? Y si así fuera, si no existiera un vínculo sagrado que mantuviera la unión de la humanidad, si las generaciones se sucediesen unas a otras del mismo modo que renueva el bosque sus hojas, si una generación continuase a la otra del mismo modo que de árbol a árbol continúa un pájaro el canto de otro, si las generaciones pasaran por este mundo como las naves pasan por la mar, como si el huracán atraviesa el desierto: actos inconscientes y estériles; si un eterno olvido siempre voraz hiciese presa en todo y no existiese un poder capaz de arrancarle el botín, ¿cuán vacía y desconsolada no sería la existencia? Pero no es este el caso, y Dios, que creó al hombre y la mujer, modeló también al héroe y al poeta u orador...”.

¡Sí!, ¡tal como lo oyen! Luego de todo ese terrible discurso, termina simplemente diciendo que “no es este el caso” -¡qué alivio!-, y se embarca a continuación a hablar del héroe y del poeta… Como si no hubiese querido seguir desarrollando el hilo de una reflexión que probablemente lo angustiaba en lo más hondo de su existencia, hasta hacerle calar en el absurdo, como si él mismo hubiese atisbado que “un abismo sin fondo, imposible de colmar, se ocultaba detrás de todo” y, por tanto, que la existencia misma, y, en particular la suya, no podría ser otra cosa que desesperación.

Esta idea se ve corroborada por el hecho que “todos perduraremos en el recuerdo -aquí se refiere naturalmente al hecho de que al menos Dios habrá de recordarnos-, pero cada uno en relación a aquello con que batalló. Y aquel que batalló con el mundo fue grande porque venció al mundo, y el que batalló consigo mismo fue grande porque se venció a sí mismo, pero quien batalló con Dios fue el más grande de todos”. Ese que batalla con Dios, dice Kierkegaard, es Abraham, porque “hay quien fue grande a causa de su fuerza y quien fue grande gracias a su sabiduría y quien fue grande gracias a su esperanza y quien fue más grande gracias a su amor, pero Abraham fue todavía más grande que todos ellos: grande porque poseyó esa energía que es debilidad, grande por su sabiduría que es locura, grande por la esperanza cuya apariencia es absurda y grande a causa de un amor que es odio a sí mismo”. Todo esto es muy plausible, pero de quien está hablando Kierkegaard, es principalmente de sí mismo.

Él es quien batalla con Dios, desde esa distancia que produce vértigo. Él es quien se arriesga a afirmarlo pese a que la razón ya se declaraba incompetente para demostrar su existencia. Él es quien tiene una fuerza que es más grande que la de todos sus contemporáneos -recordemos que le habla fundamentalmente a los creyentes-, porque quien vive su fe en la angustia, acepta colocarse del lado de una debilidad que puede acarrearle la ruina, convencido que sólo así puede encontrarse la salvación. Él es quien hace gala de una sabiduría que es locura, porque se ha forjado en el temor y en el temblor de perder la razón al aventurarse más allá de toda certeza, de todo seguro fundamento, hasta el punto en que las “humanas conjeturas se agotan”. Él es quien se juzga grande a causa de un amor que es odio a sí mismo -entiéndase el amor que le profesaba a Regina-. Pero sobre todo es él quien incuba una esperanza tan grande que lo hace poner en riesgo el sentido mismo de su existencia.

Hay que detenerse en este aspecto: si ha rechazado el amor de Regina -con la que estuvo a punto de casarse y a quien amaba tan profundamente como para haber estado dispuesto a renunciar a todo-, por realizar su vida espiritual, por encontrar una “verdad por la que querer vivir y morir”, sólo puede esperar, Kierkegaard, en lo venidero, que toda su travesía intelectual y existencial, haya de tener algún efecto en las vidas concretas de los hombres, y devolverlos al cristianismo auténtico, que él consideraba amenazado.

Pero por sobre todo, el danés rechaza a Regina para poder seguir su camino espiritual, que lo llevaría al encuentro con Dios, como el elegido que era -llega a considerar a Regina como la tentación que trata de apartarle del camino que Dios le he ordenado tomar, aunque al mismo tiempo considera que el mismo Dios es quien ha dispuesto está tentación para probarlo, y finalmente hacerle ver claro sobre cuál debe ser su auténtico destino-, un camino “en apariencia absurdo” , porque lo lleva a renunciar a la única -y última- persona que podría haberlo llevado a encontrar una comunión real y concreta con las personas. Todo por un amor más puro, más elevado, para estar “delante de Dios”, pero a una distancia que lo mantiene siempre como lo “absolutamente otro”, y que depende en todo de una fe que a él mismo, reconoce, le faltaba en ocasiones. La analogía es obvia: ¿no se sentía colocado Kierkegaard en la misma posición que el patriarca, y renuncia a Regina como Abraham renunció, aceptando sacrificarlo, a su hijo, que para ambos era lo más querido? “Pero Abraham tuvo fe, y en premio a esa fe, recibió, en el último momento, de nuevo a su hijo”.

Y Kierkegaard, se pregunta: “¿me falta la fe requerida para que me sea devuelta Regina?”; también –en forma aún más angustiosa-, “¿cómo puedo estar seguro de que Dios me exige este sacrificio?”. La primera pregunta en realidad es hecha de mala fe, porque el mismo Kierkegaard es quien rompe el compromiso, y no hay nada que Regina pueda hacer al respecto; él es quien le impide cualquier movimiento. Por eso, en su Diario, escribe con sinceridad: “si hubiera tenido fe, me hubiera quedado al lado de Regina”. Digamos, de paso, que hay una razón más fundamental, porque, en última instancia, Kierkegaard abandona a Regina: no desea contagiarle con su melancólico carácter, y no podía hacerla feliz sin iniciarla en un secreto que ella no podía comprender. “Resulta muy duro, en verdad, causar la desdicha de otro y lo cruel aquí es que hacerla infeliz es mi única esperanza de que llegue a ser dichosa”, testimonia en su Diario.

Pero él mismo afirma que “no hay amor sin riesgo”, y que sólo la persona cobarde teme “que ese amor se le meta en lo más íntimo, en sus más recónditos pensamientos”. Si quien profesa que el amor verdadero -ese que confiere sentido a la existencia-, entraña siempre la posibilidad de la propia ruina, huye de él, no cabe sino concluir que, o él mismo fue un cobarde, o que no le ofreció a Regina la oportunidad de probar que estaba a la altura del desafío, pero ello ciertamente contraría sus propias premisas respecto de la entrega que supone el amor.

Mucho se ha hablado de esta ruptura -incluso se ha llegado a mencionar su impotencia como uno de los factores gravitantes-, pero nos interesa destacar que sean cuales fueren las razones, hay que insertar este tremendo acontecimiento en la vida de Kierkegaard, en el entramado de sus proyectos vitales más fundamentales. Si bien uno de ellos, era encontrar la paz junto a una mujer, y realizar el amor que lo liberaría por fin de la soledad, también lo era atender el destino al cual se sentía llamado, y el que ciertamente se habría visto truncado por el matrimonio. Ese destino no era otro que llegar a ser cristiano. Pero, ¿y si en tal proyecto fracasaba? ¿Y si no lograba la anhelada comunión con Dios? ¿Y si resultaba que después de todo había renunciado al amor terrenal por un imposible, y el abismo que separa a los hombres de Dios es infranqueable? ¿Y si su predicado salto no era más un salto hacia la nada?, ¿no habría visto que todo por cuanto se había sacrificado, había sido totalmente inútil?

Esperó años a que Dios le confirmase su decisión, que al menos le diera el don de la “resignación infinita” en su corazón, pero esa confirmación nunca llegó. Kierkegaard elogia a Abraham sobre todo porque realiza lo que él llama el “doble movimiento de la fe”, el movimiento de lo infinito, y el movimiento de lo finito, la “resignación infinita” por la que el hombre lo sacrifica todo a Dios, y el “imposible posible” por el que Dios se lo devuelve todo. Bien entendido lo que se entiende por fe, se realiza en el segundo movimiento, pues la resignación infinita no es todavía la fe, es sólo el peldaño anterior, al que le falta el movimiento de lo finito que le permite alcanzar, en virtud de la fe, aquello mismo a lo que había renunciado.

Abraham, al igual que Kierkegaard, renuncia infinitamente a su amor, verdadera sustancia de su vida, y se siente apaciguado en su dolor. Pero, “luego acontece el milagro y lleva a cabo un movimiento más sorprendente que el anterior. Se dice así mismo: pese a todo, creo que puedo obtener lo que amo, aunque sea en fuerza del absurdo, ya que para Dios nada es imposible”. Es necesario un gran valor para renunciar a toda la temporalidad con el fin de ganar la eternidad; pero, al menos, esa eternidad la adquirimos, y una vez en ella, ya no podemos renunciar a aquélla sin contradecirnos. “Pero es necesario el coraje humilde de la paradoja para asir de nuevo toda la temporalidad en fuerza del absurdo y este coraje es el de la fe”. Kierkegaard ve expresado ese coraje humilde, en la alegría que Abraham siente al saber que ha recobrado a su Isaac. Es necesario reparar bien en ello: Abraham no “conserva” a Isaac, sino que lo “recobra”, puesto que al realizar el movimiento del cuchillo, ya se hallaba absolutamente resignado a perderlo. En su alma el sacrificio ya estaba consumado. Ya sólo cabía en adelante emprender el camino hacia el abismo de la desesperanza, pues pensar en recuperarlo, no podría ser sino creer “en virtud del absurdo”.

Una persona así, entregada ya a la posibilidad de lo imposible, sumida en la más profunda desesperanza, en la convicción que “lo ha perdido todo”, que toda su vida, forjada en la promesa de su descendencia -por la que se desarraigó del terruño propio-, para fundar el nuevo pueblo de Dios, se le escurre de sus manos como una vana ilusión, una persona así, piensa Kierkegaard, ya no puede volver del dolor, porque ha tenido la visión espantosa del absurdo; y, sin embargo, en virtud de la fe, Abraham vuelve a sentir alegría. “A mí me resultaría difícil lo que para Abraham había sido lo más sencillo: ¡poder alegrarme de nuevo en Isaac!, pues quien desde la infinitud de su alma, por sus propios medios y bajo su propia responsabilidad, ha cumplido el movimiento infinito y no puede hacer más, sólo conserva a Isaac en el dolor”. Pero, ¿quién es ese que por sus propios medios y bajo su propia responsabilidad, realiza el movimiento infinito, sino el mismo Kierkegaard, que renuncia a Regina por su amor a Dios, sin que nadie se lo haya pedido, o mejor dicho, sin tener la seguridad de que es eso lo que Dios quiere para él? El filósofo es quien ya no puede hacer más que conservar a Regina en el dolor.

En ello se encuentra todo el quicio de su admiración por Abraham, en quien ve realizarse el milagro misterioso y poderoso de la fe que él mismo no puede alcanzar por más que lo intente afanosamente, con toda la angustia y la desesperación que ello implica. Nuestra admiración más profunda, en cambio, es hacia Kierkegaard, porque por más que se acepte que Abraham “vio al abismo asomarse bajo sus pies”, no tuvo siquiera un momento para vivir de cara al absurdo de su existencia, para vivir su vida a la espera de lo imposible, porque Dios le detiene en el momento preciso para devolverle a Isaac, y, sobre todo, para confirmarle que la promesa seguía intacta: ¡qué su vida seguía teniendo sentido!, ¡qué todo su sacrificio se hallaba justificado!, ¡qué nada había sido en vano! La verdadera fe, la que propugna Kierkegaard como la única auténtica, a la que él mismo se arroja en sacrificio “por sus propios medios y bajo su propia responsabilidad”, no es la de Abraham, que en todo no hizo, en última instancia, más que seguir al pie de la letra lo que Dios, ¡en persona!, le pedía.

La confianza que Abraham tiene en Dios es siempre “ciega”, pero la de Kierkegaard es una confianza “vidente”, porque sabe que de Dios lo separa un “pavoroso abismo” que sólo la fe puede colmar, sin que nunca pueda hacerlo completamente. Si Abraham hubiese efectivamente sacrificado a su hijo, si hubiese emprendido el camino hacia casa -si imaginamos como fue el de la subida al monte Moriah, imaginemos ahora cómo es el viaje de regreso-, no en la desesperanza, sino en la más completa desolación; si hubiese seguido viviendo día tras día esperando que Dios se apareciese, y ese día no llegase nunca, sucediéndose los meses y los años, ¿hasta cuándo habría mantenido la esperanza de lo que ya es imposible? ¿Hasta cuándo habría aguantado que el futuro prometido siguiese en aplazamiento? ¿Hasta cuando seguiría creyendo en virtud del absurdo?; y, sin embargo, allí se probaría la verdadera fe, el temple de un hombre frente al espanto de una existencia sin sentido.

No se aventura tanto Kierkegaard, como para pretender que Abraham hubiese seguido creyendo hasta lo indecible, hasta que sus fuerzas empezasen a flaquear. No fuera a ser cosa que termine él mismo por desesperar ante la contemplación de su héroe trágico desfallecer, aunque está muy consciente “que el dolor puede hacer perder la razón a un ser humano, es una circunstancia que nos es dado contemplar con frecuencia, y que resulta difícil de soportar; que exista una fuerza de voluntad capaz de virar para navegar ciñendo el viento de tan excelente manera que le permita salvar la salud mental –aunque dicha persona se vuelva un poco rara (alusión a sí mismo)- es también algo que podemos ver… pero que un hombre pueda perder la razón y con ella la finitud –su mediadora en los cambios- e, inmediatamente después, recuperar esa finitud en virtud del absurdo, es algo que pone espanto en mi espíritu…”.

Nuevamente, es Kierkegaard, que al renunciar a Regina, puso en riesgo toda su existencia, quien aceptó perderse en el camino infinito que lo separaba de Dios. Él es quien en virtud del absurdo, siguió creyendo que su amor por Regina se conservaría a pesar de todo, y que ella también lo seguiría amando, lo que no sucedió. A los dos años, Regina se casó con Schlegel, y se derrumbaba con ello la esperanza de que el destino los volviese a reunir. Con todo, la ilusión no desfalleció, porque todavía conservaba su amor por Dios… Pero, ¿sería un amor correspondido? ¿Y si al final ni siquiera podía contentarse con la certeza que Dios existía...? ¿Puede haber algo más absurdo para un hombre que la vida entregada a una causa sin destino?

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Ramiro Sáez León. Editó y preparó: Vicente Lastra.



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