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El católico amparado en la sombra de Tomás Moro, ante la Globalización

por José Luis Orella Martínez

En el comienzo de un nuevo milenio, nuestra sociedad vive intensas transformaciones que influyen en la creación de una nueva concepción del mundo. El relativismo imperante, hijo del declive de las ideologías ha propiciado la uniformidad de los ciudadanos. En este momento, se precisa la necesidad de redescubrir el sentido de la participación de los católicos en la vida pública. El ciudadano católico por su visión y comprensión del hombre y la sociedad debe dar un testimonio público de estar al servicio de la persona, por encima de los intereses creados, y dispuesto incluso al sacrificio máximo de su persona.

Juan Pablo II decidió proclamar el 31 de octubre del 2000 a Tomás Moro como patrono de los políticos, por su ejemplo de coherencia con sus principios, honestidad profesional, entrega al prójimo y fidelidad a una conciencia labrada por el humanismo católico. Este insigne hombre de gobierno puso, por su formación, a la persona humana como fin supremo de su servicio en la vida pública.

 

Tomas Moro, un hombre de su tiempo

Pero, ¿Quién fue Tomás Moro? Nacido en Londres en 1478 en el seno de una familia de alcurnia, su padre fue un hombre de leyes que quiso que el joven Tomás siguiese los mismos pasos. A los doce años pasó a ser paje en la casa del Cardenal Juan Morton, canciller del rey Enrique VII y Arzobispo de Canterbury. Juan Morton fue el encargado de convertir Inglaterra en un estado moderno al estilo que Luis XII estaba llevando a cabo en Francia y como Fernando de Aragón e Isabel de Castilla estaban también haciendo en España. La debilidad de la alta nobleza inglesa causada por la guerra civil de las dos rosas, en la cual se había llegado al exterminio de las dos familias rivales (York y Lancaster) y al triunfo de los Tudor, favoreció el nacimiento de un Estado moderno servido por personas formadas en las enseñanzas clásicas y con vocación de servicio a los demás.

De este modo, el adolescente Tomás Moro se fue haciendo en los rudimentos de la vida pública inglesa. A parte, prosiguió sus estudios de leyes en Oxford y Londres, convirtiéndose en un humanista interesado en el griego y en otros saberes clásicos. Sin embargo, el joven Moro tenía una sensibilidad espiritual que le llevó a llevar una vida ascética y al trato con los frailes menores del convento de Greenwich. Incluso a los 24 años, decidió permanecer cuatro años, de 1498 a 1502, con los cartujos de Londres, llevando su modelo de vida y preguntándose que quería Dios de su vida. No obstante, Tomás Moro llegó a la conclusión de que su sitio estaba en seguir a Dios desde su vocación laical, a través del matrimonio y la formación de una familia.

En 1505 Tomás Moro encontraba el amor en la persona de Juana Colt con quien tendrá cuatro hijos. Sin embargo, poco tiempo después, en 1511 fallecía la mujer de Tomás Moro. El joven letrado, viudo y con la carga de mantener y educar a cuatro niños, casó de nuevo con Alicia Middleton, que también había enviudado y tenía una hija de su primer matrimonio. Tomás Moro se convirtió en algo más que un cabeza de familia convencional. Su familia respondía a un concepto de familia amplio y no nuclear, del que formaban parte además de su mujer y los hijos, una ama de casa y una hermana de leche de su segunda mujer. La familia Moro se convertirá en un núcleo donde se vive una intensa religiosidad y práctica de la Fe. El propio Tomás Moro oye Misa todos los días, práctica un rato largo de oración y viste en su interior camisas de áspero tejido que le sirven de cilicio penitencial. Estas prácticas y mortificaciones le sirven para tener un alto concepto de la entrega a los demás y le ayudan en la dirección espiritual de sus próximos. Este intimismo religioso del que forma parte Tomás Moro, es practicado por un reducido número de personas de alta formación humanística y espiritual, que pretenden alcanzar a Dios a través de la oración, el recogimiento, la meditación y la práctica ascética. Esta Devotio Moderna marcará a Tomás Moro y a hombres de su tiempo como Erasmo de Rotterdam, Tomás Kempis y Adriano de Utretch.

En cuanto a su vida pública, su formación al lado de Juan Mortón le sirvió para proseguir a las órdenes de Enrique VII y su actividad profesional, representando los intereses de los comerciantes ingleses ante los del otro lado del canal de la Mancha, le dio un gran prestigio como jurista. En 1504 Tomás Moro era elegido por el rey para representar a la ciudad de Londres en el parlamento inglés, era su primera intervención directa en la vida pública. Cuando cinco años después murió Enrique VII, el nuevo rey Enrique VIII le revalidó en el cargo y fue encargado de diversas misiones diplomáticas en Francia y Flandes, en una de las cuales conocerá al joven príncipe Carlos Habsburgo, futuro emperador de Alemania y rey de las Españas.

Su carrera política prosigue con brillantez y al poco tiempo entra a formar parte del consejo del reino del canciller del reino, el Cardenal Tomás Wosley. A partir de entonces será juez presidente de un tribunal, vicetesorero y portavoz de la Cámara de los comunes en 1523. Aunque sin olvidar su cultivo de la cultura, Tomás Moro es un humanista reconocido que se escribe con los mayores intelectuales de la época como Erasmo de Rotterdam, Luis Vives o Pico de la Mirándola. Como ellos y por su vocación política escribe Utopía, su obra más conocida y divulgada. En Utopía el letrado londinense proyecta su modelo de sociedad. Si en un primer momento el libro es una crítica abierta a una sociedad europea que se va transformando y modernizando, pero perdiendo los valores que la forjaron en beneficio del dinero. Después, Tomás Moro se extiende idealizando una sociedad donde la guerra, los abusos de los reyes y el interés por el dinero están marginados. Al contrario la sociedad que describe es igualitaria, los hombres y las mujeres trabajan por igual y la familia es la base de la sociedad de Utopía. No es casual que cuando Hernán Cortés vaya a la conquista del Imperio Azteca, este libro se convierta en la obra de cabecera del insigne conquistador.

Sin embargo, en aquel momento Inglaterra esta perdiendo su prestigio internacional. La alianza de Inglaterra con Francia por la acción política de Tomás Wosley lleva a un fracaso tras otro y la vida disipada del canciller convence a Enrique VIII para que sea sustituido. En 1529 Tomás Moro es nombrado canciller y se convierte en el primer laico que ocupa la jefatura del gobierno. No obstante, en la cúspide de su carrera política es cuando Tomás Moro tendrá que demostrar su valía como persona coherente con sus ideas. Enrique VIII decide repudiar a su mujer, la reina Catalina, emparentada con el poderoso Carlos I de España y V de Alemania. El hecho volvía a plantear un intento de la realeza inglesa por imponerse a la autoridad de Roma en un tema absolutamente canónico. El rey finalmente decide tomar la jefatura de la Iglesia de Inglaterra para subordinarla a sus intereses personales.

Tomás Moro fiel a la verdad, mantiene la coherencia de su pensamiento y dimite en 1532 de su puesto de canciller al oponerse a la desobediencia a Roma. Su retirada de la política estará acompañada por el abandono de muchos de sus antiguos conocidos y una vida marcada por la estrechez económica. Dos años después, en 1534 Enrique VIII le propone el juramento de aceptación del cisma anglicano, que Tomás Moro sigue rechazando, siendo apresado y encarcelado en la Torre de Londres. En este momento es donde el carisma personal de Tomás Moro toma más altura al mantener su postura frente a las amenazas y llevar su entrega hasta el mismo momento de aceptar la injusta condena a muerte el 6 de julio de 1535 con la designación del deber cumplido. En 1886 será beatificado junto a otros mártires ingleses y en 1935 canonizado por Pío XI, con ocasión del cuarto centenario de su martirio.

Tomas Moro como modelo de católico en la vida pública

La vida de Tomás Moro desarrolla una actividad pública al servicio de la persona que le lleva a defender sus ideas con coherencia, serenidad profesional y llega al total desprendimiento de la vida cuando debe mantener la defensa de la verdad, apoyándose en su fortaleza interior. El estadista inglés se proyecta desde el pasado como un modelo de hombre político al que los católicos pueden seguir para desarrollar su vida pública en el siglo XXI al servicio de la justicia.

La naturaleza y la responsabilidad que conlleva la vocación a la acción política consisten en usar el poder legítimo en consecución del bien común de la sociedad. En este sentido, el político católico no debe dejarse llevar por los intereses personales o de partido, sino buscar el bien de la totalidad de la sociedad, y en primer lugar de los más desfavorecidos. La preocupación que debe mostrar el ciudadano católico debe estar en luchar por la justicia y la igualdad de oportunidades. Las personas que pierden el vagón, que quedan abandonadas ante la competencia de hoy, los relegados de la vida moderna deben ser los que queden más amparados por la actividad de los católicos públicos. Juan Pablo II en su discurso en el Jubileo de los políticos decía: El cristiano que actúa en política –y quiere hacerlo “como cristiano”- ha de trabajar desinteresadamente, no buscando la propia utilidad, ni la de su grupo o partido, sino el bien de todos y de cada uno y, por consiguiente, en primer lugar, el de los más desfavorecidos de la sociedad. En la lucha por la existencia, que a veces adquiere formas despiadas y crueles, no escasean los”vencidos”.

Sin embargo, en la actual sociedad pluralista, el político católico se encuentra con la delicada misión de discutir leyes que plantean concepciones contrarias a la conciencia. No debe refugiarse en un lugar arrinconado y puro, sino dar testimonio público de su Fe en la calle y vivir con coherencia sus principios. En este sentido, Juan Pablo II se refirió en la Evangelium vitae: En la base de estos valores no puede estar provisionales y volubles mayorías de opinión, sino sólo el reconocimiento de una ley moral objetiva que, en cuanto a ley natural inscrita en el corazón del hombre, es punto de referencia normativa de la misma ley civil.

Esto significa que el político católico debe hacer todo lo posible para que la ley positiva se identifique al máximo con la ley natural. Por tanto, el derecho a la vida del ser humano, se convierte en la primera y principal trinchera del político católico. La persona humana desde su estado embrionario hasta su fase terminal debe estar protegida y a salvo de todo tipo de agresión o manipulación. Lo mismo ocurre con la defensa de la familia como célula básica de la sociedad y escuela de valores de los niños. A pesar de los frutos apreciables de las sociedades salidas del comunismo, donde la familia fue atacada con una legislación contraria. En el occidente capitalista, el relativismo impregna una sociedad que aprueba toda medida que quede respaldada por una mayoría parlamentaria. De este modo, en la actualidad se aprueban leyes contrarias a la unidad familiar y otorga validez legal a las uniones de hecho, incluso del mismo sexo, como ya dijo el Papa actual durante el Jubileo de los políticos el 4 de noviembre del año pasado.

La obligación del político católico está en defender y fortalecer la familia, muchos males sociales tienen su origen en la desintegración familiar, por lo que se da la necesidad de educar a los jóvenes en los valores familiares y formar con cada matrimonio una verdadera escuela de humanidad. El ejemplo de Tomás Moro como padre de familia y a la vez como hombre coherente con sus principios se proyecta de manera clara. Los más necesitados como los no nacidos, los ancianos o los enfermos incurables quedan en la actualidad indefensos ante leyes que no respetan sus derechos más elementales. El legislador católico tiene la obligación de servir de portavoz de sus intereses y ser el máximo defensor de unas personas que por su falta de rentabilidad social pueden verse despreciadas, marginadas y alentadas a aceptar una solución interesada. Sobre este asunto, Juan Pablo II no ha dejado la menor duda, en su discurso a los políticos, durante su Jubileo les dijo: Una ley que no respete el derecho a la vida del ser humano, desde la concepción a la muerte natural, sea cual fuere condición en que se encuentra, sano o enfermo, todavía en estado embrionario, anciano o enfermo terminal, no es una ley conforme al designio divino. Así pues, un legislador cristiano no puede contribuir a formularla ni aprobarla en el parlamento.

El católico ante el efecto de la globalización

En cuanto al efecto de la globalización, el pensador español José Ortega y Gasset ya anunciaba sus efectos con la denominación de mundialización, pero este fenómeno del desarrollo de nuestro tiempo no se circunscribe únicamente al campo económico, basado en la libre iniciativa de mercado y que determina la producción y los precios. Sino que la globalización y el neoliberalismo imperante tienen una dimensión cultural y política que afecta a la ciudadanía de nuestros países. Ante la cultura de la muerte, Juan Pablo II lleva defendiendo en sus 23 años de pontificado “la cultura de la vida” (en “Evangelium vitae”). Si la globalización se produce en el campo económico, también debe seguir un efecto paralelo en los auténticos derechos humanos. ¿Qué papel tienen los más necesitados de la sociedad, los enfermos, ancianos y no nacidos en la futura aldea global?.

Para un político católico del siglo XXI el primer principio que ha de regir la globalización es el valor inalienable de la persona humana, base de todos los derechos humanos y del orden social. En un momento en que la investigación científica plantea nuevas fronteras como la clonación humana, el ciudadano católico debe, desde la defensa de los derechos de la persona, evitar la reducción del hombre a un producto comercial que responda a los intereses de unos pocos.

Sin embargo, aunque la globalización signifique un aumento de la interdependencia en el mundo y los desastres como guerras, enfermedades, limpiezas étnicas, crisis económicas... implican una dimensión mundial que llega a nuestros hogares a través de la universalización de la comunicación. Este fenómeno también tiene la contrapartida de proceder a una concienciación internacional de la solidaridad. Si los individuos, cuanto más indefensos son, más necesitados están del apoyo de sus semejantes. El católico se ve en la necesidad de ayudar a entretejer una red de solidaridad internacional hacia los necesitados de otras partes del mundo, como explicó Juan Pablo II en su Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, el 1 de enero de 2000. Los problemas tienen dimensiones internacionales y las respuestas no bastan que sean nacionales, han de tener la participación de todos los países con medios a su alcance.

Sin embargo, el efecto de la globalización no debe tender a la uniformidad y a la asimilación de todos, perdiendo los pueblos su identidad y prerrogativas. Desde siempre el catolicismo ha defendido el derecho de subsidiariedad y el político católico debe actualizar la defensa de un principio que fue defendido por los católicos sociales de principios de siglo XX y que ahora resulta imprescindible. Cada persona, familia, comunidad, nación tiene el derecho a mantener sus competencias y regirse según sus costumbres. El Papa lo advirtió en su discurso a la Academia Pontificia para las Ciencias Sociales del 24 de febrero de 2000: Las unidades sociales más pequeñas –naciones, comunidades, grupos religiosos o étnicos, familias o personas- no deben ser absorbidos anónimamente por una comunidad mayor, de modo que pierdan si identidad y se usurpen sus prerrogativas. Por el contrario hay que defender y apoyar la autonomía propia de cada clase y organización social, cada una en su esfera. La globalización no tiene porque absorber anónimamente a los pueblos y perder una variedad cultural y social que identifica a la persona con las raíces de su origen.

Por tanto, la integración que propugna la globalización para que sea útil debe contar con políticos católicos que defiendan las garantías sociales, legales y culturales de las personas, las comunidades nacionales y los grupos intermedios. Elementos estos últimos necesarios para vertebrar una sociedad moderna. Al mismo tiempo, el político católico debe sentirse apoyado e inspirado por una realidad viva de un catolicismo social y dinámico, que alimente un asociacionismo ciudadano que plantee problemas y soluciones, y que desde su fortaleza organizativa haga que el político, portavoz de sus intereses, canalice la nueva situación de la globalización por los lindes del progreso de la dignidad humana.

Los cimientos de la democracia

Sin embargo, el relativismo moral en el que vivimos, y el nihilismo filosófico de la cultura moderna occidental son las que marcan las características de nuestra civilización. La ausencia de compromiso y de fidelidad a unos valores absolutos produce una desorientación que influye de manera negativa en el modo de vivir de nuestra ciudadanía más joven. Conceptos como libertad son entendidos de manera equivocada, la libertad no consiste en hacer lo que nos apetece, sino en tener derecho a hacer lo que se espera de nosotros. Con este sentido, el ciudadano católico debe interpretar la democracia de un modo diferente a como lo hacen el resto de sus conciudadanos.

La democracia no puede sostenerse sin partir de un compromiso con los principios morales de la persona y la comunidad humana. Cuando el relativismo moral se absolutiza en nombre de la tolerancia, los derechos de la persona son violados sin problema por haber carecido de una defensa pública de los valores absolutos. La responsabilidad recae no solo en los políticos católicos, sino también en la comunidad católica que debe dinamizar y apoyar a sus hombres públicos desde un asociacionismo militante.

En este sentido, la manipulación de la vida humana con fines eugenésicos o científico-experimentales vuelve a poner al político católico en la dura prueba de rechazar la idea de que la democracia adopte una actitud neutra frente a los desafíos científicos. Un régimen democrático asentado en una sólida base moral garantiza la igualdad democrática de los ciudadanos al sostener la defensa de los marginados sociales, la integridad moral de los gobiernos, la distribución justa de la riqueza y la búsqueda del bien común de la comunidad nacional. Un gobierno con un criterio claro de lo que es el hombre, tiene también una visión nítida de cómo debe legislar en beneficio de un avance de la ciencia beneficiosa para todos y no sólo de los intereses comerciales de las grandes empresas del sector.

Por otro lado, la ausencia de valores absolutos en la sociedad obliga a sus miembros más jóvenes a buscarlos en otros sitios. De este modo, la nación, la raza o el partido se convierten en fines absolutos que demandan una entrega ciega de su libertad de decisión. En este sentido, la asunción de un discurso identitario que repela la diversidad de las personas, la pluralidad de las opiniones y defienda la uniformidad de una sociedad anclada en las supuestas imágenes de un pasado legendario que no existió, plantea al político católico uno de sus principales puntos de lucha.

El católico que realiza una actuación pública y que se identifica como parte de una comunidad nacional, debe defender las peculiaridades de su pueblo, pero también deberá hacer comprender que las diferentes culturas no son sino diferentes formas de responder al sentido de la existencia humana. En este difícil punto de intersección, el católico público entiende que en las peores condiciones, la cultura es la que garantiza la supervivencia del espíritu nacional de una nación, aunque esta carezca de independencia política o económica.

En este contexto, el católico debe ser el acicate que ayude a proseguir una cultura entroncada con sus raíces cristianas. La presencia del católico en todas las facetas de la vida pública se hace crucial para un buen desenvolvimiento de la verdad. Los medios de comunicación, los diversos ámbitos de la cultura y los avances en las nuevas tecnologías son campos que marcan actualmente la diferencia entre un país desarrollado y otro en vías de ello. La presencia en estas áreas de profesionales católicos evita los fatales resultados obtenidos entre el compromiso de un falso humanismo, como el materialismo marxista, y la cultura.

En definitiva, el efecto de la globalización no resulta negativo, si se evita la uniformidad en un modelo identitario relativista, carente de valores profundos donde la sociedad pueda arraigar. Al contrario el catolicismo tiene la experiencia de siglos de mantener una identidad universalista, y al mismo tiempo respetuoso con las diferentes comunidades culturales que han encontrado en el cristianismo el camino de su desarrollo trascendente y de concepción de la vida. La subsidiariedad ha sido un principio defendido desde antiguo por los católicos según el cual se respetaba las competencias de las más pequeñas identidades naturales en que se agrupa el ser humano.

La vocación universal del católico y el respeto a los valores absolutos de la persona humana convierten al humanismo cristiano en el mejor punto de partida para entender la globalización desde unos criterios constructivos. Desde este inicio, las respuestas a los males del mundo pueden tener una consecuencia multiplicadora y positiva. El Tomás Moro que muere por ser coherente su pensamiento con su acción, resulta en la actualidad un modelo del católico público que debe ver en la oración el motor de su acción. Una acción que responde en cimentar las raíces de un mundo plural y heterogéneo, pero cada vez más interrelacionado entre sí, y que nos plantea responder de manera solidaria a problemas que nos afectan a todos. La globalización es el momento de descubrir que todos somos una familia.

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José Luis Orella Martínez



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