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El club de los derechos humanos

por Max Silva Abbott

Se está jugando con un argumento en extremo peligroso: el de asignar mayor o menor valor a las personas por su origen, lo que equivale a decir que el derecho a la vida está condicionado por ciertas circunstancias –no importa cuáles–, lo que haría, en el fondo, que no todos seamos de verdad iguales

Sin duda alguna que los temas valóricos, tan sensibles para cualquier sociedad, seguirán en el tapete, como ha ocurrido en los últimos años, lo cual no tiene nada de raro, al estar en juego las diversas concepciones que sobre el hombre y la sociedad existen, aspectos que a ninguna persona con un mínimo sentido común debieran dejar indiferente.

Un claro ejemplo de esto es la pretensión de justificar el uso de la “píldora del día después” en caso de violación, incluso por aquellos que reconocen abiertamente su posible efecto abortivo, en razón de existir aquí un hijo no querido.

Sin embargo, con esta justificación se está introduciendo un elemento que condiciona el valor del sujeto, o si se prefiere, el de la vida.

En efecto, da la impresión que las personas valieran más o menos, dependiendo de su origen: si han sido fruto del amor, valdrían más que aquellas nacidas “por casualidad”, como suele decirse, y en ambos casos, mucho más que aquellos hijos fruto de una violación.

Con todo, semejante argumento equivale a decir que existen seres humanos de primera, de segunda y eventualmente, de tercera clase, lo cual no deja de ser curioso, si se toma en cuenta que una de las principales aspiraciones de los derechos humanos apunta precisamente a eliminar las diferencias arbitrarias, o si se prefiere, a obtener la igualdad entre los hombres.

En realidad, se está jugando con un argumento en extremo peligroso: el de asignar mayor o menor valor a las personas por su origen, lo que equivale a decir que el derecho a la vida está condicionado por ciertas circunstancias –no importa cuáles–, lo que haría, en el fondo, que no todos seamos de verdad iguales.

Mas, el problema radica en que si la dignidad intrínseca del ser humano pasa a depender de cualquier condición, por muy atendible que pudiera parecer en un principio, en el futuro podrían añadirse otros requisitos, dependientes de la voluntad humana, sea individual o mayoritaria, sin darnos cuenta que con esto hemos echado por la borda la esencia misma y la raíz última de los derechos humanos.

En efecto, para que realmente estemos en presencia de estos derechos, ellos deben ser incondicionados, absolutos en cierta medida, o si se prefiere, pertenecerle al sujeto por el sólo hecho de existir, sin requisitos de ninguna especie (como el origen de su concepción, su edad o su salud, por ejemplo), porque en caso contrario, unos se convertirían –nadie sabe con qué autorización– en jueces de otros, y en el fondo, se llegaría al reino de la fuerza, porque precisamente serían los fuertes (y sólo mientras lo sean) quienes impondrían sus condiciones para entrar en este auténtico “club” (el “club de los derechos humanos”), con lo cual, en última instancia, éstos pasarían a ser una auténtica farsa.

El problema también podría enfocarse desde el punto de vista del propio ser concebido en una de estas tres circunstancias. Si por poner un ejemplo, uno mismo fuera el producto de una violación, ¿sería razonable considerar que se vale “menos” por ello? ¿Qué se le contestaría a quien dijera, de manera tan liviana, que uno es “de tercera” clase y posee menos dignidad que el resto de los sujetos, que han sido fruto de una relación “de amor”? La respuesta parece darse por sí misma.

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Max Silva Abbott



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