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La España actual, hija de su mala historia.

por Arturo Robsy

Es evidente que se nos lleva adonde no hemos pedido ir. ¿Existe alguna justificación para el hecho cierto de que España (salvo sus clases dirigentes), como la comunidad que es, no sea favorable a diluirse en una Europa que sólo tiene realidad geográfica y una ligazón económica por vía de las Multinacionales y de las Internacionales, todas liberalistas de palabra, comunismo incluido, pero todas devotas de la Ley del Máximo Beneficio, a ser posible en el menor tiempo? A fin de cuentas comunidad es comunión de costumbres, cultura y rumbo histórico: ¿Está la U.E. en nuestro especial rumbo?

Con sólo alguna visión histórica basta para observar que las uniones europeas entre estas culturas divergentes sólo han sucedido cuando una nación ha dominado a las demás. Por delante de las legiones, por ejemplo, iban los mercaderes, que solían crear rutas, factorías, centros comerciales y comunicaciones estables. Luego, los ejércitos y, después, la cultura: La Romanización.

Roma sigue viva en el pensamiento europeo en el que siempre se ha notado la fascinación por aquel mundo unido –no tanto como se supone-, aunque ya desde antes de Constantino se cuarteó entre Césares y Augustos, aliados pero independientes. Tras Constantino, que rehizo la unidad política pero creó la Roma de oriente, se volvió a una división creciente. Lo que mantuvo la unidad romana no fue ya ni la fuerza ni el comercio sino la cultura común que extendió y toda cultura es, con amplios márgenes para la innovación, una unidad de doctrina en lo fundamental.

Los intentos posteriores de recrear Roma no tuvieron este éxito pese a la ya completa cristianización que todos compartían. El Imperio Carolingio se desvaneció con los nietos de Carlomagno, aunque germinó en el Imperio Romano Germánico, que culminaría en el Imperio Austro Húngaro. No consiguió ser la unidad perdida y evocada. Por las fechas de Carlos I, España fue la defensora de centro Europa: se batió contra la Reforma –elemento disgregador-, fue decisiva para salvar a Viena de los turcos y, aún en decadencia, batió al estratega del momento (inventor del cartucho, por cierto), el rey sueco, en las sucesivas batallas de Nordlingen.

El Imperio Francés se estableció al revés que el romano: primero la nueva cultura, la ilustración como avanzadilla, luego, la Grand Armée de Napoleón. Se disipó con la caída de Napoleón. En lo más moderno, antecedente de nuestra Unión Europea, Hitler, que ocupó casi toda la Europa continental, pero perdió su guerra de conquista contra los aliados, como Napoleón contra los coaligados. No se pueden intentar esas empresas sin que se forje una alianza, al grito de «las cosas, como estaban.» Aunque las cosas, tras cada intento, acaban muy distintas. Tan distintas que de aquella guerra salió la Unión Europea. De aquellos polvos, estos lodos.

El nuevo intento, la U.E. (siglas compartidas con E.U), arranca, tras la II G. M., con una nueva versión de método romano: la llegada masiva del comercio norteamericano coincide con la ocupación militar y, luego, con la presencia de grandes fuerzas acantonadas en toda Europa. Lo que nosotros llamamos “las Bases”. Aunque ya las grandes corporaciones americanas se habían establecido en La Francia y la Inglaterra de la preguerra, y en la Alemania del III Reich, donde funcionaron antes y durante el conflicto, ayudando a la industria de guerra alemana en contra de los intereses de Estados Unidos, donde residían las matrices. La General Motors, la Ford, IBM, por ejemplo.

Desde esta circunstancia de ocupación, ya masiva, ya estratégica, quedó asegurada la extensión de una pseudo cultura, diseñada para funcionar como doctrina y vademécum de lo que se puede y no se puede hacer: el liberalismo. Cosa muy natural porque las empresas son liberalistas, sociedades anónimas que acaban copando el mundo de la información y el del tiempo libre, desde su indiscutible dominio económico y financiero.

Así adoctrinada Europa, pronto se establece un creciente Mercado Común, más útil para ciertas empresas que para todas las personas. Este mercado se convierte, de la noche a la mañana, en Unión Europea que ya está elaborando su constitución con la idea tenaz de convertirse en una nación artificial, sin nombre propio, y realizar el viejo recuerdo de una sola Europa, quizá trasatlántica esta vez, federal sin duda, cuyos vínculos, cuyos cementos, serán los económicos: desde una moneda única a la ya incipiente legislación única. Nada original el sistema de fabricación de una nación sin raíces.

Si las cosas marchan así, ¿qué pasa con España? Sería normal que la creación de una nación fuerte, destinada a ser gran potencia mundial, aparentemente consentida por todos, provocara cierto entusiasmo entre las poblaciones, pero en España sólo se le observa en la clase política, en los medios de información y en las empresas potentes. Lo que llaman pueblo, aunque sea tratado como masa, no se adhiere. No confía.

Somos una Patria vieja, aunque periódicamente rejuvenezcamos, y sospechamos de cualquier cosa que se nos imponga desde fuera- De hecho, sin consulta ni referéndum, se ha entregado una parte de soberanía que ya no “reside en el pueblo”. Y más que se entregará aunque figuremos desde el principio en un puesto secundario, obligados a ser mercado y no producción.

¿Por qué?

Es evidente que se nos lleva adonde no hemos pedido ir. ¿Existe alguna justificación para el hecho cierto de que España (salvo sus clases dirigentes), como la comunidad que es, no sea favorable a diluirse en una Europa que sólo tiene realidad geográfica y una ligazón económica por vía de las Multinacionales y de las Internacionales, todas liberalistas de palabra, comunismo incluido, pero todas devotas de la Ley del Máximo Beneficio, a ser posible en el menor tiempo? A fin de cuentas comunidad es comunión de costumbres, cultura y rumbo histórico: ¿Está la U.E. en nuestro especial rumbo?

De entre toda Europa somos la sociedad más confusa. Se cuida, desde la alianza poder-medios, de mantener esa confusión y de acrecentar el miedo al futuro, que es miedo a la soledad en el mundo: si no se está en la UE se está marginado y sin mercados. Un ejemplo: en el momento de escribir esto, en un mismo día se reciben las noticias de que se retiran 600 guardias civiles de Vascongadas y de que Interior asegura que no reducirá la Guardia Civil. No es la misma cosa, claro está, pero crea confusión y deja un margen a la duda: Dime qué prometes y te diré qué planeas.

Veamos, entonces, cómo ha llegado España hasta aquí siendo lo que es. Cuando un reino, una nación, crece vertiginosamente, acomoda su cosmovisión, su talante, sus relaciones con el mundo (o sea, la Patria). La gente crece; la cultura se engrandece; aumenta el espacio común en que nos comunicamos y el número de receptores.

Un apogeo que de manera inevitable anuncia un perigeo. La vieja España quedó sentenciada en la Guerra de Sucesión, con el aviso de la intervención de potencias extranjeras en nuestro suelo: holandeses, ingleses y franceses. Fue el primer mordisco al gigante que éramos. En Utretch, en Rastatt, se nos perdieron no sólo estados sino confianza y misión. España, rectora de su mundo, perdía incluso partes de la metrópoli: Menorca y Gibraltar.

Empiezan las crisis permanentes

Sucedió un letargo imposible. España seguía siendo el mayor imperio, pero no se dirigía a ninguna parte. Quizá se creyó entonces que bastaba con sobrellevar, con sobrevivir, con quedar como estaban. Cualquier empresario de hoy , cualquier estudiante hubiera podido dar a los reyes Borbones un consejo necesario: Si no creces, decreces.

El siglo XIX, con Trafalgar, la Paz de Amiens, los pactos de familia con la república francesa, la permuta de la Luisiana por un reino falso en Italia que ofreció Napoleón (ya vendida La Florida), que acabó resultando un regalo para los emergentes Estados Unidos: Del Missisipí, hacia el Oeste, todo territorio de nuestra soberanía.

El concierto español se presenta ya como una carrera hacia el final de su mundo: La invasión napoleónica, la constitución que consagraba principios contra los que el pueblo luchaba “como un hombre de honor” a decir de Napoleón; los tumultos liberales, las asonadas, las deficiencias de Fernando Séptimo y el error de la Pragmática Sanción que acabó ensangrentándonos. Y, mientras, la guerra civil en las Américas, Bolívar, San Martín, Sucre, y tantos, hechos en el ejército español y luchadores contra la francesada.

Desaparecido el Imperio tan rápidamente, entre derrotas, traiciones (¿adónde iba Riego cuando se sublevó?) y falta de visión, todo cambió bruscamente. Una verdadera crisis de hombres, no sólo política. La vejez absoluta, como si un joven se descubriera, de repente con noventa años y comprobara que ya no es el de ayer, que no puede valerse como solía y que no siente deseos de caminar hacia ninguna parte.

Tuvo que ser, fue, un cambio absoluto que enturbió todas las almas: hubo que comprimir el espíritu para ajustarlo a los nuevos límites en que ser español y soñar y crear. Comprimir los horizontes gigantes de la expectativa y volverlos a recluir en un espacio físico e intelectual que ya todos habían dejado atrás, abandonado porque no servía para lo futuro. Un regreso a la edad de los Reyes Católicos, pero sin empuje, sin confianza, con la fe discutida y con la ambición ya no atemperada por la idea del deber histórico.

Fue retroceder en el tiempo, en la propia estima, en los sueños de inmortalidad y en la dignidad. Fue, y así se sintió, una deshonra. Sin paliativos. El pueblo que, en masa, se portó contra Napoleón como un solo hombre de honor, quedó sin honra y lo supo. No parece que se conformara cuando volvió contra él mismo su ímpetu durante doscientos años.

Hagamos una explicación del ayer que aún es, en parte, hoy.

España, tras las diferentes crisis, en especial con la del imperio y las que las frustraciones produjeron, se encontró en soledad consigo. De un golpe perdía la mitad de su gente y se reducía a las fronteras que abandonó siglos antes. Como el catedrático italiano que ha sido noticia reciente, Giorgio Angelozzi, que ofrece quinientos euros mensuales si alguna familia le adopta como abuelo. El profesor, hecho a las aulas, a convivir con muchos, a enseñarles caminos y transmitirles ideas, de repente se encontró sin su sociedad de toda la vida: perdió población próxima: no pudo seguir viviendo como lo hacía ni seguir siendo lo que era. La crisis le llevó a poner anuncios en los periódicos. De abuelo voluntario y pagando.

No otra cosa nos pasó en el Siglo XIX, al que llegamos con la España ultrapirenaica perdida, seguros de no poder ser más como éramos ni de pensar como pensábamos ni de emprender lo que emprendíamos. Se vio en el mundo y lo certificó aquella frase realista en su tiempo: Europa termina en los Pirineos.

Una teoría de prueba.

La teoría es que, cuantos más hombres componen una sociedad menos responsabilidad tienen: la obligación de mantener el rumbo histórico hacia una meta propia se diluye. Si la población es menor y menores las fuerzas, esa responsabilidad individual se hace más intensa y urgente. Pero si sucede que una sociedad numerosa, con la responsabilidad diluida, se empequeñece, que es el caso de España a la pérdida del imperio, es muy difícil la readaptación a las nuevas necesidades cuando antes no era crítica la dejación.

España perdió, en poco, medio mundo, quizá la mitad de su población; se desajustó. También en el 98 se redujo mucho, desajuste sobre desajuste. Es más, el crecimiento en habitantes es señal de que las cosas marchan, pero el decrecimiento –y hoy vivimos una España poco fecunda- es un aviso de próximas crisis graves.

Si nosotros y los demás de la U.E. nos sintiéramos europeos y sólo europeos, o si la inmigración supiera o quisiera integrarse en España, se pospondría en parte la crisis que se adivina. Pero, nacidos en una cultura tan amplia y universal, los españoles sólo podemos ser españoles. Llevamos, como todos los hombres, una réplica del mundo con nosotros. De un mundo español, como el francés lo tiene francés, y el alemán y el inglés y el polaco.

España es el principio de atribución de nuestras relaciones con el mundo, lo que significa que también lo es de nuestras relaciones con Europa. Relaciones que hoy se perciben sólo como asunto de política y de economía. Decrecemos por algo más que infertilidad y coste de tener y criar un hijo. También por el aborto, que quizá nos haya arrebatado ya a más de 500.000 compatriotas; pero, sobre todo, por la falta de confianza en nuestra sociedad, por la ausencia de motivos para seguir españoles, porque unos rumbos vacilantes y falsificados restan fe en lo futuro. En nuestra España decreciente, que va siendo repoblada por gentes que no se llaman españolas a sí mismas, la Unión Europea significa una invasión más en el largo ciclo de nuestros fracasos: Falta el empuje para que sea España la que entre en Europa y carecemos de fuerza moral e intelectual para evitar que alguna Europa entre aquí y nos homologue, o sea, nos “normalice”.

El mundo español, con vecinos como los que tenemos y con neuróticos como los nacionalistas, está abocado a la desaparición si no se encuentra, con urgencia, alguna misión en que creer, si no se señala un objetivo final, si no se explica la causa última que justifique nuestra peripecia histórica, tan desgraciada desde 1700. España, comunión, necesita ayuda de alma, psiquiatría social, antidepresivo moral.

Debe de ser confortante poder pensar que cuanto nos sucede es porque vamos hacia tal o cual meta. Debe ser la felicidad creer a los jefes tanto como para seguirlos. Pero más cierta es la amargura de contemplar cómo vacila España y no se sobrepone a un prolongado fracaso histórico. Vivir es sobreponerse. Morir, olvidarse de quien se es, volverse la materia espíritu y el espíritu materia, como pasa con el oro, que produce fiebre de la razón. Quizá dejemos de ser España algún día no lejano, pero nunca conseguiremos ser Europa como españoles hemos sido.

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Arturo Robsy



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