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Para entender la sexualidad humana

por Tomás Melendo

Algunas cuestiones básicas, sobre todo en lo que atañe a la muy estrecha relación de la sexualidad con la persona y, más aún, con el amor personal, particularmente en el seno del matrimonio.Diferencias entre sexo y sexualidad

1. ¿Por qué una antropología?

Como apuntaba Viladrich a principios de los 90, la actual crisis de la familia podría también arrojar un saldo positivo: tras haber desaparecido muchas de las funciones atribuidas en otro tiempo a la institución familiar, sin que formaran parte de su esencia, hoy resulta más sencillo esclarecer la efectiva naturaleza de la familia en cuanto familia… advirtiendo que esta se encuentra determinada, en última instancia, por el amor incondicional, incondicionable e incondicionado, que lleva a tratar a cada uno de sus miembros como persona.

Algo parecido sucede con el ejercicio de la sexualidad y con su natural consecuencia, la fecundidad, en los que en cierto modo se origina y crece la familia. También ellos se hallan, desde hace ya algunos lustros, en estado continuo de alerta roja. Y también por lo que a ellos respecta, vemos desgajarse de la «sexualidad-paternidad-maternidad» elementos o circunstancias que en otros tiempos la favorecían… sin serle absolutamente esenciales.

Así lo expresaba José María Pemán, hace ya más de 50 años, desde la concreta perspectiva de la madre:

«No cabe duda que la maternidad sufre en el mundo una tremenda crisis. Es una planta que solo puede criarse bien en un clima un poco encantado y maravilloso. En un mundo regido por urgencias materiales y económicas sufre rudos golpes, porque es un bello sueño más que un negocio práctico. Fue negocio un día, en una hora ancha y feudal, donde se decía “el mundo es de las grandes familias”. Lo es todavía en el orbe agrícola de los pueblos poco poblados. No hay para la familia civilizaciones más felices que aquellas donde se encuentran en el mismo camino la maravilla y el negocio. Donde, por encima del hombro maternal que acuna su flor maravillosa entre cuentos y romances, el varón recuenta gozoso un brazo más para su tierra o un soldado más para su mesnada. Pero en el mundo ciudadano moderno —pisos mínimos, grandes distancias, trabajo de la mujer, quehaceres del marido— el realismo se ha echado demasiado encima del juego maravilloso, y sin maravilla y juego no hay maternidad posible. En Norteamérica, la familia se acaba absolutamente por las razones más duramente vulgares: por falta de sitio y de tiempo. Pero esto, que “puede” concretamente con la familia y con el hijo, no puede con la maternidad en sí. Al apretarla, cuando cree que la ha ahogado en su estrechez de paredes y prisa, lo que ha conseguido es que rebose hacia la calle, hacia la vida social».

Más allá de ciertos anacronismos, y de elementos hoy fundamentales que no se consideran en la cita —¿es cierto que la maternidad ha salido hacia la calle e impregna la vida social?—, la conclusión que cabe extraer de estas palabras, desde la perspectiva que pretendo adoptar, resulta bastante clara, sobre todo si se la ilumina con algunas aportaciones complementarias.

Las resumo al máximo, aun a riesgo de simplificarlas, pues son objeto de estudio en otro momento y lugar. La «Revolución del 68» se planteó fundamentalmente y ejerció su mayor influjo en los dominios de la sexualidad. Junto y en conexión con ella, algunas feministas radicales se movieron en la misma esfera y en una dirección muy concreta.

La «liberación» de la mujer se tradujo finalmente en liberación respecto al varón, justo en lo que atañe a la sexualidad, para más tarde traducirse en «liberación» de la maternidad.

Pero en los años más recientes la naturaleza femenina ha vuelto por sus fueros, y bastantes de las mujeres entonces beligerantes, y muchísimas otras, experimentan de un modo muy distinto la «nostalgia» de ser madres.

En cualquier caso, las tres décadas que cierran el siglo XX y los años transcurridos en el XXI han introducido, teórica y vitalmente, modificaciones esenciales en la sexualidad humana, que han puesto de relieve rasgos y características hasta hoy desconocidas.

Por todo ello, nos encontramos en un momento muy propicio para abordar de forma más directa y definitiva el estudio de lo que realmente es y debe significar la sexualidad humana, así como su ejercicio.

Y para eso es imprescindible el enfoque antropológico: de una antropología filosófica que hunda sus raíces en la metafísica, acoja las aportaciones de otras disciplinas, incluidas las ciencias experimentales, y que se encuentre abierta, también, a la fe y a la teología.

a) Sin excluir los saberes experimentales…

Antropología cabal e íntegra, por tanto… en masculino y femenino. Scheler sostenía que «en la historia de más de diez mil años somos nosotros la primera época en que el hombre se ha convertido para sí mismo radical y universalmente en un ser problemático: el hombre ya no sabe lo que es y se da cuenta de que no lo sabe. Solamente haciendo tabla rasa de todas las tradiciones referentes a este problema, contemplando con sumo rigor metodológico y con extrema maravilla a ese ser que se llama hombre, se podrá llegar nuevamente a unos juicios debidamente fundados».

Y Rassam puntualiza: «…hoy el problema de la persona es enfocado casi exclusivamente desde un punto de vista psicológico y ético, con preocupaciones esencialmente sociales, políticas y económicas. Pero, a la vez, se olvida nada menos que la dimensión ontológica de la persona, es decir, lo que es el soporte mismo de su originalidad psicológica, de su valor moral y de su destino espiritual».

Antropología con fundamento metafísico, en consecuencia. Otras consideraciones —las que solemos denominar «científicas», entendiendo la ciencia en su acepción predominantemente experimental— serán sin duda enriquecedoras e incluso imprescindibles, y por eso haremos uso de ellas a lo largo de este escrito. Pero ninguno de esos saberes puede erigirse en la clave última y definitiva para dirigir la conducta de las personas en su índole estrictamente personal y, por consiguiente, tampoco en lo que atañe al uso y regulación de sus dimensiones sexuales.

Según sostiene Benedicto XVI, «más allá de los límites del método experimental, en el confín del reino que algunos llaman meta-análisis, donde ya no basta o no es posible solo la percepción sensorial ni la verificación científica, empieza la aventura de la trascendencia, el compromiso de “ir más allá”».

Tiempo atrás, el entonces cardenal Ratzinger establecía el criterio de fondo: «… si bien en una perspectiva puramente científica el cuerpo humano puede considerarse y tratarse como un compuesto de tejidos, órganos y funciones, del mismo modo que el cuerpo de los animales, a aquél que lo mira con ojo metafísico y teológico esta realidad aparece de modo esencialmente distinto, pues se sitúa de hecho en un grado de ser cualitativamente superior».

Por eso, aun cuando ayude mucho a lograrlo, no cabe determinar lo que somos realmente ni derivar el sentido de nuestra existencia de los datos de la biología sobre la estructura del hombre, por muy abundantes que sean. Según explica un autor alemán:

«El ser humano no descubre el significado de la vida en el análisis —incluso exhaustivo— de sus genes, sino mediante el conocimiento de su naturaleza, proporcionado sobre todo por el ejercicio, estudio y consideración de las relaciones sociales, personales y religiosas».

Pero lo mismo habría que decir de otras muchas disciplinas, como la sociología, la economía, la psicología, la demografía, etc., a las que más tarde aludiré de nuevo.

Y no solo porque estos saberes estén sometidos a continuo cambio y revisión y por las razones de tipo teórico a las que ya he aludido. Sino también por otras de naturaleza más práctica, capaces de influir en los individuos singulares… que son los únicos existentes.

b)… pero dentro de una consideración global de la persona

Ciñéndome al caso que nos ocupa, pienso que muy pocos matrimonios tienen o dejan de tener hijos —¡de manera consciente y voluntaria!—, por motivos macroeconómicos o demográficos. Y la prueba es que los planteamientos de la demografía están cambiando en los últimos lustros, que también existen modificaciones en el modo de concebir la economía, que en muchos países se ha invertido la política económico-familiar… y que esto no ha engendrado una variación apreciable en el ritmo de nacimientos en prácticamente ningún lugar del mundo.

Desde hace ya bastantes años, un nuevo plantel de demógrafos cuestiona y demuestra la invalidez de los otrora intocables dogmas neomaltusianos. Apoyados en datos incontrovertibles, están haciendo ver a todo el que lo desee que el incremento de población no es la causa de la pobreza del Tercer Mundo y que, en definitiva, las personas constituyen el recurso principal con que cuenta un país para impulsar su desarrollo. Pertenecen a este grupo de revisionistas, entre otros, Simon Kuznets, Colin Clark, P.T. Bauer, Ester Boserup, Albert Hirshman, Julian Simon, Richard Easterlin y Karl Zinsmeister.

Por ejemplo, en un artículo publicado en The National Interest (Washington), Zinsmeister deshace la conexión, hasta hace poco casi sagrada, entre incremento notable de la población o «exceso» total de habitantes, por un lado, y miseria, por otro. Apoyándose en un conjunto de investigaciones científicamente correctas, concluye, por ejemplo:

«Hay docenas de países poco poblados que son pobres y sucios y padecen hambre. Y hay multitud de países con población grande y densa, que son prósperos y atractivos. Esto no significa que la densidad sea una ventaja, pero sí que el número de habitantes no es la variable decisiva.

No existe, pues, un número apropiado de habitantes: se puede lograr el éxito económico tanto en países poco poblados como en los de elevada densidad de población. Los demógrafos revisionistas gustan de señalar que cada niño viene al mundo equipado no solo con una boca, sino también con dos manos y un cerebro. Las personas no solo consumen; también producen: alimentos, capital, incluso recursos».

Mas, según comentaba, nada de esto incide apenas en el número real de nacimientos, sobre todo en los países desarrollados de Occidente.

Cabría concluir, pues, que la sexualidad y la fecundidad matrimoniales se encuentran depreciadas debido a causas más profundas que las citadas hasta el momento: a un estado general de la civilización contemporánea, con un conjunto de prioridades muy claras y no siempre correctas, que cobra vida o se traduce en motivos estrictamente personales… tomados en el interior de las familias.

En relación a bastante de los extremos apuntados, y de muchos otros que ahora no puedo considerar, conviene leer estos juicios de Brancatisano: «A la mujer que retorna a la maternidad porque “no se ve” sin ser madre, deberíamos preguntarle el porqué de esa vuelta, tras un abandono plenamente consciente respecto a la maternidad “concreta”, y casi total en relación con la maternidad psicológica.

Con estos dos modos de calificar la maternidad me refiero, por una parte, al hecho de generar al hijo y, por otra, al modo de relacionarse con o de concebir la maternidad. En lo que atañe al primer punto, es patente la crisis demográfica de aquellas regiones del mundo acordes con esta cultura; en lo que se refiere al segundo, conviene advertir que la maternidad hoy ya no se vive con naturalidad ecológica, sino con una actitud progresivamente más problemática, que se acerca mucho o desemboca en ansiedad e incluso en terror.

Habiendo dejado de ser un evento natural, consecuencia espontánea de la vida sexual de la mujer, la maternidad se parece más y más a una enfermedad que debe prevenirse —mediante la contracepción— o “monitorizar” con atención obsesiva mediante el entero curso de su preparación, el embarazo. El terror se refiere más que nada, sin embargo, a una especie de habitus —a menudo inconsciente— que se forma en la psique de la mujer durante todos los años (entre 15 y 25, por término medio) en que decide tener una vida sexualmente activa, pero prescindiendo de forma categórica de la maternidad.

En estos años, los más fértiles desde cualquier punto de vista, la actitud de la mujer respecto a su propia capacidad de engendrar resulta —consciente o inconscientemente— no solo negativa porque así lo plantea y lo desea, sino orientada de continuo contra la posibilidad de quedarse embarazada: en la psique femenina se insinúa un sentido de terror respecto a un acontecimiento temido y que, no obstante, la amenaza… por el hecho de que, por naturaleza, se encuentra inseparablemente unido a las relaciones sexuales.

Un fenómeno tan prolongado y profundo no puede sino dejar una huella en el modo de pensar, de vivir y de afrontar la maternidad, cuando la mujer se decide a tener hijos. Huellas todavía no del todo determinadas, pero sin duda alguna importantes».

Volviendo a las razones íntimas que conducen a apreciar o a huir de la paternidad, resulta bastante claro que tales motivos no pueden ser desvelados por las ciencias particulares, una a una o en su conjunto; sino, más que por ninguna otra disciplina, por una auténtica antropología de la sexualidad y la fecundidad, apoyada también en tales ciencias, como antes esbozaba.

Curiosamente, aun cuando nuestro quehacer cotidiano esté tremendamente mediado y orientado por los avances técnicos derivados de las ciencias experimentales, lo que nos lleva a tomar las decisiones más de fondo —las que más afectan al conjunto de nuestra existencia— siguen siendo razones de corte antropológico o filosófico.

En este contexto podrían situarse unas nuevas palabras de Ratzinger:

«Quien entra en una disputa semejante debe tener claro lo siguiente: nuestra sabiduría acerca de Dios, el carácter personal del hombre y su condición de comienzo nuevo no pueden ser un conocimiento positivamente contrastado de igual modo que los resultados obtenidos con aparatos sobre los mecanismos de la reproducción. Los enunciados sobre Dios y el hombre quieren llamar la atención acerca de que el hombre se niega a sí mismo —es decir, repudia la realidad incontrovertible—, cuando rehúsa trascender el laboratorio con su pensamiento».

Y también los juicios, más actuales y con matices añadidos, de Rhonheimer:

«La creación de la “nueva cultura de la vida humana” […] tiene que comenzar, con todo, en diversos planos. El plano político-legal es solo un aspecto. Las leyes desempeñan, en verdad ”un importante y a veces decisivo cometido en el fomento de una forma de pensar y de una costumbre”. En una sociedad marcada por la apelación a los derechos individuales la legislación y la jurisprudencia mantienen vivo en la esfera pública el ”lenguaje de la responsabilidad” y poseen con ello una función expresiva y de configuración de las mentalidades.

Sin embargo, en último término la creación de una cultura de vida se decide en aquellos lugares en los que la vida surge y experimenta su primer desarrollo: en el seno de la familia. […] La familia es el lugar de la formación de la conciencia, en el que es necesario experimentar y aprender el amor, el espíritu de servicio y las virtudes que llevan a aceptar la vida humana en todos sus estadios y estados como un regalo y don. La familia se convierte así en el punto focal del interés y la preocupación de todos».

O estos otros de J. Ratzinger, ahora ya como Benedicto XVI:

«En general se coincide en afirmar que a escala planetaria, y especialmente en los países desarrollados, existen dos tendencias significativas y relacionadas entre sí: por una parte, aumenta la expectativa de vida; y, por otra, disminuyen los nacimientos. Mientras las sociedades envejecen, muchas naciones o grupos de naciones carecen de un número suficiente de jóvenes para renovar su población.

Esta situación es resultado de múltiples y complejas causas, a menudo de carácter económico, social y cultural […]. Sin embargo, sus raíces profundas son morales y espirituales; se deben a una preocupante falta de fe, de esperanza y, en especial, de amor. Traer hijos al mundo requiere que el eros egoísta se realice en un agapé creativo, arraigado en la generosidad y caracterizado por la confianza y la esperanza en el futuro. Por su misma naturaleza, el amor tiende a lo eterno. Tal vez la falta de este amor creativo y de altas miras sea la razón por la que muchas parejas hoy deciden no casarse, numerosos matrimonios fracasan y ha disminuido tanto el índice de natalidad»

Y esos motivos, hondos y globales a la par que muy concretos, son los que hay que ofrecer a los cónyuges.

En el fondo, y a modo de resumen, se trata de averiguar cómo, por qué y en qué medida influye la conciencia y el ejercicio de la propia sexualidad en el logro de la plenitud humana y, como consecuencia, en qué proporción y por qué causas refuerza o no la felicidad de quienes componen un matrimonio y del conjunto de la familia.

Desde semejante perspectiva habrá que considerar cuanto expongo a continuación.

2. La persona, principio y término de amor

a) La sexualidad humana, única e incomparable

Si no yerro, y a tenor de lo apuntado hasta ahora, para establecer unas bases sólidas sobre las que apoyar las disquisiciones que siguen, conviene empezar sentando una tesis fundamental, una suerte de horizonte sobre el que se recorten las afirmaciones más concretas.

Esa convicción de fondo podría enunciarse así: a pesar de las apariencias y de los planteamientos vigentes en nuestro entorno (que a menudo nos llevan a hacernos una idea muy chata y depauperada de las realidades que nos rodean y nos incumben… y de nosotros mismos), la sexualidad humana es única, inigualable; no admite parangón con el simple sexo de los animales, precisamente por ser humana o personal.

Eso me lleva a acuñar una terminología propia, pero que estimo conveniente —en absoluto obligatoria—, y distinguir entre sexo y sexualidad.

* En relación a los animales, resulta preferible hablar de «sexo».

* Para los seres humanos, sin embargo, y justo con el fin de dejar constancia de su superioridad casi infinita, reservo el vocablo «sexualidad».

La derivación inmediata es que, si queremos conocer algo de la sexualidad en su sentido más estricto, es preciso al menos esbozar una visión global del hombre, donde esta manifieste sus diferencias respecto al mero «sexo» y muestre la función y el «lugar» que le corresponde en el conjunto de la existencia humana.

Y, para lograrlo —como ya advertí—, no bastan las perspectivas parciales, propias de las ciencias particulares. Esos enfoques, en sí mismos válidos, se tornan o insuficientes o reduccionistas… cuando aspiran a dar razón completa bien sea de la persona humana, bien de su sexualidad: no muestran, precisamente, la gran divergencia y la enorme distancia que eleva a esta segunda por encima del sexo… justo porque ignoran que la sexualidad, en su estricto sentido, es personal.

Por ejemplo, la biología, la fisiología, la neurología… tienen mucho que decirnos en relación con la sexualidad; pero si su visión pretende ser total y definitiva no es difícil que acaben por reducir la maravilla de la atracción entre varón y mujer, y cuanto ello lleva consigo, a una suerte de «mecanismos» de distinto corte o, por emplear una de las expresiones más habituales, a «mera química».

En la misma línea, los estudios sociológicos sobre este extremo tienden a poner de relieve lo que hacen todos o la gran mayoría, que acaba por considerarse normal (con el matiz de legitimación que acompaña a este vocablo), mientras que a veces solo estamos ante lo común o habitual… que puede incluso ser opuesto a la condición humana.

La psicología, por su parte, suele atender predominantemente a «lo psíquico» —instintos, pulsiones, satisfacción de las mismas…— dejando en sordina las dimensiones espiritual-personales.

E incluso la medicina y la psiquiatría, cuyas aportaciones no dejan de ser valiosas e imprescindibles, corren el peligro de centrar su interés en lo patológico, en lugar de indagar y poner de manifiesto la grandeza y el gozo de una sexualidad vivida en plenitud.

Todas estas perspectivas, y bastantes otras que no he mencionado, deben sin duda tenerse muy en cuenta al estudiar la sexualidad, y englobarlas en lo posible dentro de ese análisis y sus conclusiones, pero en ningún caso habrán de considerarse exclusivas y excluyentes.

Lo expone bien García-Morato:

«Pasamos ahora a tratar de los riesgos de una visión exclusivamente científica de la sexualidad. Y antes que nada hay que recordar una cosa elemental: cualquier [correcta] descripción científica de la vida humana es real y es verdadera, pero no abarca todo. La ciencia no dice todo sobre lo que es una persona. Proporciona una descripción perfecta en su género, pero es limitada. Y hay que ser conscientes de esa limitación para caer en la cuenta de que la sexualidad no es solo lo que dice la Ciencia, aunque también sea lo que dice la Ciencia. Pero es mucho más, tiene un sentido humano que abarca toda la persona. El hijo no es, sin más, fruto de la unión de dos gametos. La unión entre varón y mujer no es simplemente una donación de esperma, sino que es algo más: es una donación de sí mismos [de lo que encarna mejor, en el plano biológico, su índole personal, como veremos] y, por lo tanto, una donación de amor real y verdadero. Un hijo es fruto del amor de los padres».

Concluyendo: para entender la sexualidad resulta imprescindible determinar previa y simultáneamente lo que es el hombre, de modo que pueda comprenderse con mayor hondura el significado de su vida y de su misión en el mundo.

Y esto, en el ámbito natural, corresponde a una antropología filosófica (no meramente cultural, aunque también haga uso de ella), que toma en cuenta la experiencia ordinaria y el conjunto de las ciencias y artes, y que se abre a la metafísica estrictamente dicha (capaz de conocer la realidad tal como es) y a la visión superior proporcionada por la teología (apta para dárnosla a conocer «como la ve Dios», aunque, obviamente, de forma imperfecta).

b) La condición del ser humano

En la Introducción a la antropología: La persona, al abordar el estudio del hombre —mujer y varón—, se puede ver que de él se han ofrecido muchas descripciones, en buena parte equivalentes. Teniendo todo ello en cuenta, y según advertí hace unos momentos, me interesa ahora subrayar la que pone en estrecha dependencia la condición personal y el amor.

Lo cual, como leeremos de inmediato en la pluma de distintos autores, equivale a sostener que el amor razonable y razonado —¡inteligente!— es lo único definitiva y terminalmente humano. Que, en fin de cuentas, cuanto el hombre realiza obtiene su categoría radical en proporción al amor con que se haga. Que un varón o una mujer vale lo que valen sus amores… y mil consecuencias por el estilo, cristalizadas en modos de decir a su vez muy distintos.

Carlos Cardona lo expone con decisión, tomando como Modelo de las personas humanas la máxima expresión de lo Personal: «Dios obra por amor, pone el amor, y quiere solo amor, correspondencia, reciprocidad, amistad. Así, al Deus caritas est [al Dios es amor] del Evangelista San Juan, hay que añadir: el hombre, terminativa y perfectamente hombre, es amor. Y si no es amor, no es hombre, es hombre frustrado, autorreducido a cosa».

Afirmación que no es del todo ajena al conocido refrán castellano: «amor con amor se paga», (¡y con nada más, agrego por mi cuenta!: el amor no es sustituible); o tal vez más aún a la antigua tonada que insistía en que «el cariño verdadero [como la propia persona] ni se compra ni se vende».

En un contexto similar, Rafael Caldera sostiene que «la verdadera grandeza del hombre, su perfección, por tanto, su misión o cometido, es el amor. Todo lo otro —capacidad profesional, prestigio, riqueza, vida más o menos larga, desarrollo intelectual— tiene que confluir en el amor o carece en definitiva de sentido»… e incluso puede resultar perjudicial, no para determinados aspectos de la vida, sino para su dimensión estrictamente personal y, por lo mismo, decisiva para la felicidad de cualquier hombre o mujer.

Las citas podrían sin duda multiplicarse. Acudo a algunas de ellas, sobre todo, porque se sitúan en contextos doctrinales muy distintos de los vistos hasta ahora.

Y, así, Feuerbach, antecesor inmediato del marxismo ateo, no dudó en proclamar: «Donde no hay amor, no hay verdad: y solo aquel es algo que algo ama. No ser nada y no amar nada es lo mismo».

Y Plauto, con una independencia relativa de cualquier cosmovisión religiosa, afirmaba a su vez: «nada vale quien nada ama».

Dicho con palabras sencillas, pero preñadas de consecuencias prácticas:

Si un ser humano no llega a amar, a «transformar en amor» todo cuanto realiza, lo demás resulta insignificante, vano o, mejor, dañino (como una batidora en que funcionaran a la perfección todos los elementos internos aislados… pero que de hecho no batiera, o un coche o un ordenador primorosos, pero que no anduvieran o no procesaran textos).

c) Ser humano, amor, sexualidad

Para entrever el sentido en que cabe sostener que el ser humano se identifica con el amor o está destinado a transformarse en él, basta advertir lo que he desarrollado otras veces.

A saber, que todo su «contexto» es de amor:

* Nace del amor, del Amor divino infinito que lo crea en cooperación estrechísima con el amor humano de sus padres.

* Está destinado al amor: a amar a Dios y a las personas creadas, ya en esta tierra, tornándose cada vez más feliz; y, con semejante preparación, a amar definitivamente al Amor de los amores durante la eternidad sin término y plena de dicha.

* Y, por lo mismo, crece, se perfecciona como hombre, como persona, gracias al amor…

Por todo lo cual, puede afirmarse sin reparos que la persona humana es, participadamente, amor.

Con el adverbio participadamente quiero insinuar, entre otras cosas, que, considerado en sí y por sí, no todo lo que el hombre realiza es, en su sentido más propio, un acto de amor: no lo es el comer, el pasear, el ver la televisión o leer un libro…

Sin embargo, todas y cada una de esas acciones pueden —¡y deben!— convertirse en amor. ¿Cómo?: en cuanto, al hacerlas buscando el bien de los otros, el amor las in-forma y, como consecuencia, las trans-forma: cuando como, paseo, trabajo o descanso movido por el amor —para consolar a un hijo mientras charlamos, preparar mejor las clases pensando en mis alumnos, reponer fuerzas para volver a la tarea con más bríos, recuperarme de un enfado con el fin de no «aguar el ambiente» al volver a casa…—, tales actividades llegan a ser, en sentido real, aunque derivado, actos de amor.

(No solo por «rizar el rizo», sino para hacerlo más comprensible, el que in-formar equivalga a trans-formar puede verse bien, por ejemplo, en la asimilación de la comida: lo que era, pongo por caso, pulpa de mango o de naranja, cuando lo come y asimila un chico o una chica, se trans-forma en carne, músculos, tendones… humanos.

Algo similar, no idéntico, sucede con las actividades que realizamos. Por ejemplo, al levantarnos de un asiento en un autobús por deferencia hacia una señora o una persona de edad —y no simplemente porque hemos llegado a la parada—, el gesto físico se trans-forma en un acto de delicadeza respecto a esa otra persona; por el contrario, si uno —¿una?— se pone en pie para ver mejor el escaparate de la tienda de modas, ese movimiento se transforma en un acto de… [ponga cada cual lo que le evoque y parezca más conveniente], pero no propiamente de amor).

Asimismo, la sexualidad comienza a percibirse en todo su esplendor y maravilla cuando desvelamos y ponemos en primer término su íntima y natural conexión con el amor. Y es que, para unos ojos que sepan mirarla con limpieza, superando los estereotipos degradados que circulan en el ambiente, la sexualidad se revela de entrada como el medio más específico, como el instrumento privilegiado, para introducir, manifestar y hacer crecer el amor entre un varón y una mujer precisamente en cuanto tales, en cuanto personas sexuadas.

De ahí, justamente, su importancia y relevancia en el conjunto de la existencia humana. Y también de ahí la tristeza del proceso de trivialización que ha experimentado en los últimos tiempos. Banalización que, al alejarla de su profundo significado y de su excelencia, constituye tal vez uno de los principales problemas —teoréticos y vitales— que «la cuestión del sexo» plantea a nuestros contemporáneos.

Pues, al no advertir apenas la sublimidad de que esa sexualidad goza, algunos tienden a tratarla como un objeto más de bienestar y consumo.

Muy a menudo me veo obligado a explicar, con profunda pena, que, para bastantes de los que hacen del fin de semana nocturno el ámbito primordial de su diversión —que a la par es el objetivo por excelencia de su vida: vivir para divertirse—, las relaciones sexuales, excesivamente frecuentes a lo largo de esas veladas, son un simple producto del aburrimiento y del correspondiente afán de distracción. Que un buen número de jóvenes, con los matices que serían del caso para los chicos y las chicas, sin ignorar del todo la profunda lesión que generan en su ser al utilizar de ese modo la propia sexualidad, la sitúan sin embargo en la misma línea de los demás instrumentos de recreo o entretenimiento, como una especie de «añadido» a su persona, del que podrían disponer a placer, y no como algo que la configura intrínsecamente y en su totalidad.

Lo que suelo exponer de una manera una tanto burda y desgarrada, pero gráfica y significativa: para ellos es como un refresco más o como un helado… «solo que a lo bestia»: cumple una misión parecida —el pasatiempo, la huida del tedio, un cierto disfrute—, pero, al menos en su imaginación e inicialmente, con mucha mayor eficacia e intensidad que esos otros «productos».

Lo expresa con singular acierto C. S. Lewis en El diablo propone un brindis. En mitad del discurso, el diablo mayor se queja de la pobreza de las motivaciones que llevan al hombre actual a hacer el mal. Y apunta especialmente al uso «mediocremente malvado» del sexo:

«Sería vano, empero, negar que las almas humanas con cuya congoja nos hemos regalado esta noche eran de bastante mala calidad […]

Después ha habido una tibia cacerola de adúlteros. ¿Han podido encontrar en ella la menor huella de lujuria realmente inflamada, provocadora, rebelde e insaciable? Yo no. A mí me supieron todos a imbéciles hambrientos de sexo caídos o introducidos en camas ajenas como respuesta automática a anuncios incitantes, o para sentirse modernos y liberados, reafirmar su virilidad o “normalidad”, o simplemente porque no tenían nada mejor que hacer. A mí, que he saboreado a Mesalina y Casandra, me resultaban francamente nauseabundos».

Todo lo cual, como sugería, no puede sino ir en detrimento de la posibilidad de apreciar y valorar la sexualidad humana, pues los títulos de su grandeza derivan de su cercanía a lo que es el hombre en cuanto persona (a saber, amor participado) y a al origen de cada ser humano (una relación exquisita de amor mutuo… vigorizada por el Amor creador de todo un Dios, con el que cooperan los padres en la procreación o co-creación de cada hijo).

d) La sexualidad: ser y obrar

En los párrafos que preceden, al apuntar sobre todo al ejercicio de la sexualidad humana y su nexo con el amor, he dejado de lado algo tanto o más importante y en cierto modo previo: la condición sexuada de todo sujeto humano, su índole de varón o mujer.

Me gustaría exponer un par de ideas al respecto.

El estudio sobre la persona que realizamos al hilo del libro antes citado, nos permitió extraer una doble conclusión:

* antes que nada, que el obrar sigue al ser, y el modo de obrar al modo de ser;

- o, con otras palabras, que, para actuar de determinado modo, cualquier realidad debe estar conformada o «confeccionada» de una manera muy particular, tener un ser que permite y, en su caso, provoca o «sugiere», ese tipo de actividades;

* además, aunque esto no fue tratado con tanto detenimiento, que ese modo de ser se encuentra básicamente ordenado a la operación u operaciones que le son más propias — « esse propter operationem», que dirían los latinos: «el ser se orienta (u ordena) al obrar»—;

- por poner ejemplos sencillos y no excesivamente profundos, las aves tienen alas para volar, y los peces aletas para nadar;

- de manera análoga y más propia, refiriéndonos a la persona humana y hablando con rigor, todo su ser, con los elementos en los que se concreta, está encaminado hacia el amor inteligente.

Bajo este prisma, y como acabo de sugerir, el ejercicio de la sexualidad se orienta a suscitar, instaurar y poner de relieve el amor entre los hombres, y los torna partícipes del Amor creador de todo un Dios.

Pero, si miramos más allá de la operación, hasta su mismo fundamento, la sexualidad constituiría una determinación intimísima mediante la cual se modula en su totalidad el ser del hombre, gracias a una particular participación en el Ser Personal de Dios (y, más en concreto, en la Santísima Trinidad), haciendo que cada sujeto humano posea un ser masculino (varón) o un ser femenino (mujer)… dirigidos a su vez al amor mutuo.

Esa «modulación» o modo-de-ser-persona, masculina o femenina, alcanza desde el ámbito fisiológico, en todas y cada una de sus células, hasta el propiamente espiritual, pasando por el psíquico; y hace de cada hombre, como acabo de sostener, una persona masculina o una persona femenina, con el sinfín de características que le son propias.

Debido a su enorme riqueza, no es un tema que quepa abordar por extenso en el presente escrito, máxime cuando ya ha sido estudiado en otros lugares.

* Sin embargo, sí me parece imprescindible realizar ahora un conjunto de reflexiones en torno

- al carácter personal de la sexualidad humana,

- así como a la índole necesariamente sexuada de toda persona… también humana.

* Y, asimismo, dejar sentada la distinción entre

- lo sexual: las manifestaciones más externas y corporales de la sexualidad, de la que lo estrictamente genital es un conjunto de elementos que hacen inmediatamente posible la relación íntima entre varón y mujer;

- y lo sexuado, que impregna a la persona entera del varón y la mujer, dotándolos de lo que llamamos masculinidad y feminidad, muchísimo más amplias y ricas que sus meras expresiones corpóreas.

Comenzaré por el primer extremo: la sexualidad humana es personal.

 

La sexualidad personal

1. ¿«Sexo» personalizado?

Anteriormente establecí una distinción clave entre sexo animal y sexualidad humana o personal. Ahora querría esclarecer algunas de las diferencias abismales que marcan semejante diferencia.

a) Cuestión de método

Pero también señalar un principio metódico fundamental, al que ya he aludido en varias ocasiones, pero que con excesiva frecuencia se desatiende en el mundo contemporáneo; a saber: que lo inferior se entiende a la luz de lo superior, y no viceversa.

He de reconocer que me agradan, aunque las estime un tanto duras, las siguientes convicciones de Denis de Rougemont: «Nosotros, los herederos del siglo XIX, somos todos más o menos materialistas. Si se nos muestran en la naturaleza o en el instinto esbozos toscos de hechos “espirituales”, inmediatamente creemos disponer de una explicación de tales hechos. Lo más bajo nos parece lo más verdadero. Es la superstición de la época, la manía de “remitir” lo sublime a lo ínfimo, el extraño error que toma como causa suficiente una condición simplemente necesaria. También es por escrúpulo científico, se nos dice. Hacía falta eso para liberar al espíritu de las ilusiones espiritualistas. Pero me cuesta mucho apreciar el interés de una emancipación que consiste en “explicar” a Dostoiievski por la epilepsia y a Nietzsche por la sífilis. Curiosa manera de emancipar al espíritu, esa que se “remite” a negarlo».

En concreto, y volviendo a nuestro tema, el sexo animal debería hacerse plenamente inteligible a partir de la sexualidad humana.

Sin embargo, razones de fondo, como la asunción relativamente acrítica del evolucionismo, y otras de tipo práctico, como la mayor facilidad para analizar el sexo en los animales, llevan a menudo a tomar como punto inicial de referencia a estos, y a presentar la sexualidad humana como «un simple sexo animal, pero enriquecido» (o «sin enriquecer», lo cual resulta todavía más grave).

Y, aunque es cierto que el estudio de los animales aporta datos no despreciables para la comprensión de nuestra sexualidad —por eso, en las ensayos que siguen, lo utilizaré a menudo como término de comparación—, no habría que olvidar que la naturaleza profunda de la sexualidad humana solo logra percibirse a la luz de la condición personal de todo hombre, que constituye a su vez un reflejo o participación de la Trinidad Personal de Dios.

(De ahí, entre otras abundantes consecuencias, que las investigaciones al respecto realizadas en los animales no puedan trasladarse sin más, como a menudo se hace, a los seres humanos).

b) Sexualidad «humana»

Esto me lleva a intentar dejar constancia de dos aspectos fundamentales:

* por un lado, algunos de los rasgos que distinguen y caracterizan la sexualidad humana y su ejercicio, derivados de su condición personal: lo llamaré «sexo personal o personalizado»;

* por otro, en absoluto independiente del anterior, ciertos elementos de la condición sexuada de toda persona humana, masculina o femenina.

(No los estudiaré de forma sistemática y sucesiva, sino intercalando unos y otros, también por dos motivos:

* en primer término, porque el modo de ser y el de obrar, de hecho, se influyen e interpenetran mutuamente —el ser orienta el obrar, y el modo de obrar modifica hasta cierto punto el propio ser—, por lo que sería un error separarlos al intentar ofrecer una explicación de los mismos;

* además, porque estimo que de este modo, entrelazando aspectos teóricos y prácticos, la lectura podría resultar más amena —«¡no fuera malo!», como decían en Castilla—… o, al menos —¡Dios lo quiera!—, no tan aburrida).

En momentos anteriores de nuestro estudio dejé constancia de una afirmación de gran alcance: todo en el hombre es humano. Ahora veremos algunos rasgos en los que se manifiesta la condición humano-personal de la sexualidad.

Esos caracteres, como es lógico, derivan y son consecuencia de los dos atributos principales en los que cabe «resumir» la condición de persona:

* por una parte, su dignidad, estrechamente relacionada con la libertad;

* por otra, su singularidad, que al término viene a identificarse con la dignidad —¡el valor de lo único!—…

- para ponerse así, una y otra, al servicio del amor.

Muy pronto me referiré a ellos con cierto detenimiento. Antes querría exponer, de un modo todavía genérico, las diferencias más de bulto entre sexo (animal) y sexualidad (humano-personal), así como algunas de las razones de esta radical desemejanza.

c) Sexualidad y sexo

Como punto de partida, vale la pena reflexionar sobre este texto de Juan Pablo II: «El cuerpo humano, con su sexo, su masculinidad y feminidad, contemplado a la luz del misterio de la creación, no solo se nos revela como manantial de fecundidad y procreación, tal como sucede en el entero orden natural, sino que encierra en sí desde el principio, el atributo “esponsal”, es decir, la capacidad de expresar el amor: precisamente aquel amor en virtud del cual el hombre-persona se torna don y actualiza —a través de semejante don— el sentido mismo de su ser y existir».

Amor y procreación: he aquí el doble lazo radicalmente constitutivo de la sexualidad humana; lo que la diferencia, en los dominios de la operación, del sexo y la genitalidad simplemente animales, relacionados de modo exclusivo con una sola realidad: la reproducción.

En los animales brutos el sexo tiene una función meramente re-productora (orientada al mantenimiento de la especie, mediante la «re-producción» de ejemplares sustancialmente idénticos).

Entre los hombres, muy al contrario, la sexualidad manifiesta dos novedades:

a) es principio de pro-creación: capacidad de hacer entrar en el mundo una primicia absoluta, una persona humana, única e irrepetible, de ningún modo pre-contenida en realidades anteriores, sino «extraída de la nada» por el infinito Poder divino y destinada a introducirse en la corriente de Amor infinito que el propio Dios constituye;

b) y todo ello como fruto de un acto exquisito de amor entre un varón y una mujer…, amor al que los animales son absolutamente ajenos.

Las causas radicales de esta discrepancia y superioridad son hondas; se sitúan, como más de una vez he considerado, en el plano del ser.

Con otras palabras: la sexualidad personal humana ocupa un lugar de excepción en el conjunto de las realidades dotadas de sexo, porque también el hombre goza de una muy peculiar constitución —de un (acto de) ser superior y radicalmente diverso—, que lo discrimina del resto.

2. Sexo animal…

a) El sexo animal, al servicio de la especie…

Tomás de Aquino explica esas divergencias, más menos, como sigue.

* Entre todos los componentes del Universo, el individuo humano posee una propiedad en exclusiva: en él conviven, ordenados e íntimamente imbricados, materia-y-espíritu o espíritu-y-materia.

* En la materia, que lo asimila hasta cierto punto a las realidades infrapersonales, encuentra el hombre el origen o principio —tal vez, mejor, la condición— de su índole sexuada (que, sin embargo, como ya he indicado y veremos con más detalle, alcanza e impregna todo su ser).

* Y el espíritu que vivifica esa materia, ausente en los simples animales y en las plantas, determina la superioridad del hombre en comparación con los demás organismos provistos de sexo y, simultáneamente, da razón de las peculiaridades y de la grandeza de su sexualidad.

Si analizamos estos dos datos a la luz de la particularidad de la persona, con su dignidad y singularidad, podremos advertir que:

* en el reino vegetal y animal existe un nexo indisoluble y biunívoco entre sexo y reproducción: la genitalidad, con todo lo que lleva aparejado, es función estricta y exclusiva de la necesidad que poseen los seres vivos de perpetuarse;

- todo lo cual nos recuerda algo muy conocido: lo que en verdad importa entre los animales y plantas es la especie, a cuyo servicio se encuentra absolutamente subordinado el sexo… o los otros medios más simples de reproducción;

* con palabras afines: es la especie la que se configura por sí misma como un cierto valor, mientras que sus individuos se supeditan plenamente a ella;

- pero la especie no tiene existencia «separada», al modo de las Ideas platónicas, sino que solo subsiste en sus representantes singulares;

- y como estos, por su índole corpórea, son temporales y corruptibles, es preciso que engendren otros individuos —también perecederos, pero padres a su vez de nuevos exponentes de la misma familia biológica—, que aseguren el persistir de la especie.

b)… y sin significado para el individuo

Por otra parte, considerada en absoluto, la sexualidad se presenta como una modalidad imperfecta de la capacidad reproductora, por cuanto normalmente exige la cooperación de dos exponentes de la misma especie, de sexo complementario:

* de ahí la diferenciación sexual, como elemento constitutivo y fundamental de la mayoría de los animales superiores;

* y de ahí, también, el denominado instinto sexual, o de apareamiento, que, en determinadas circunstancias, conduce inevitablemente a dos ejemplares de distinto sexo a realizar la cópula.

(Hablo de modalidad imperfecta dentro de una consideración absoluta porque, entre otros motivos, al contrario de lo que sucede con el Padre, que genera por Sí mismo al Hijo, ninguna criatura de cierto rango es capaz de engendrar a otras sino con el auxilio de un ejemplar de distinto sexo.

Pero, al mismo tiempo, como se sabe, desde una perspectiva relativa, referida solo a las criaturas, la existencia de sexualidad constituye una manifestación y una prueba de grandeza, frente a las realidades que carecen de sexo y cuya reproducción es asexuada

Con palabras de L. R. Kass: «La cuestión es que la reproducción [procreación] humana es sexual no por consenso, cultura ni tradición, sino por naturaleza. En ella, un hijo es resultado de la combinación de la naturaleza y el azar.

Es más: solo encontramos reproducción asexual en formas poco desarrolladas de vida: bacterias, algas, hongos y algunos invertebrados. La sexualidad trae consigo una nueva y más rica relación con el mundo: para el animal sexuado, el mundo no es ya una otredad homogénea, en parte peligrosa y en parte comestible; es además el lugar que contiene otros seres especialmente relacionados con él. Por eso, entre otras razones, el ser humano es el más sexual —las hembras no atraviesan momentos puntuales de celo, sino que son receptivas durante todo el ciclo reproductivo— y el más social, el más lleno de aspiraciones, el más abierto y el más inteligente»).

Ahora bien, y volviendo a los animales brutos: como estos no gozan de significado por sí mismos, en cuanto individuos, tampoco la diferenciación sexual arroja apenas saldo alguno de valor estrictamente individual.

* La pertenencia de cada uno de esos individuos a uno u otro sexo los marca exclusivamente en lo que atañe a su función de propagador y conservador de la especie (con lo que implica de diversidad de funciones al servicio de la prole); y el instinto de apareamiento, por su parte, no posee otras resonancias que la estricta atracción hacia la unión física con vistas a la generación de nuevos exponentes de la misma especie.

* Con palabras distintas, y desde una perspectiva complementaria:

- como los animales irracionales carecen de interioridad o intimidad — de riqueza o de «vida interior», si esta expresión un tanto figurada resulta más explícita—,

- su adscripción a uno u otro sexo no deja en ellos casi más señal que la absolutamente imprescindible para que llegue a cumplimiento la razón por la que son sexuados: la cópula fértil, que asegura la reproducción, y el conjunto de actividades encaminadas a la supervivencia de los recién nacidos.

* En todo lo demás —y con las leves puntualizaciones que serían del caso—, los animales de uno y otro sexo resultan prácticamente intercambiables, como lo son, de manera más general aún, todos los individuos de cada familia animal.

3.… y sexualidad humana

a) De la re-producción a la pro-creación…

La situación del hombre es radicalmente distinta.

La «diferencia» podría enmarcarse dentro de este texto de Tomás de Aquino, comentado por Cardona: «Por eso, “el alma racional da al cuerpo humano todo lo que el alma sensible da a los brutos animales, lo que el alma vegetativa da a las plantas y algo más”: algo más en el sentido de una mayor perfección sensitiva y vegetativa —en su conjunto orgánico— y en el sentido de una perfección de orden superior, espiritual».

Sin embargo, para captar su originalidad, consideraré de momento lo que «equipara» al hombre a los animales brutos. A saber:

* que el punto de partida de la sexualidad humana es, en cierto modo y desde la perspectiva ahora adoptada, el mismo que el de estos: la necesidad de reproducción;

* y que esa exigencia deriva, en efecto, de la componente corpórea del ser humano, paralela a su carácter mortal.

Permanece, por tanto, entre los hombres, con todas las consecuencias que son del caso, la orientación de su sexualidad a la conservación de la «especie» (en el sentido peculiar y un tanto problemático que tal término tiene entre los humanos: entre los hombre parece preferible hablar de naturaleza humana que de especie humana).

Esto resulta innegable, y posee amplias repercusiones a la hora de determinar el modo en que el ejercicio de la sexualidad es verdaderamente enriquecedor: la unión sexual humana jamás podrá ser desprovista voluntariamente de este que cabría definir —por ahora— como su fin original constitutivo.

Pero, informando al cuerpo —y como raíz de su originalidad y preponderancia respecto a los animales—, el hombre posee un alma espiritual e inmortal, en virtud de la cual se configura como persona: es decir, como un fin o un valor en sí.

En consecuencia, merced a su alma, el individuo humano no se encuentra en absoluto subordinado a su especie, sino que, como afirma una tradición multisecular, vale por sí mismo, tiene dignidad.

* Un primer corolario de esta disparidad básica, que afecta incluso a cuanto de común hay entre la sexualidad animal y la humana, es el siguiente:

- Lo perseguido a través de la generación —y de la cópula que le da origen— no es ya la simple conservación del linaje humano, y ni siquiera el dar cumplimiento al noble afán de perpetuarse los esposos en sus hijos.

- No. Lo que ha de procurarse, cabal e intencionadamente, es el incremento, la multiplicación, de las personas —singulares, concretas, dignas y valiosas por sí mismas— pertenecientes a la raza humana.

* Eso es lo que Dios pretende en relación a los seres espirituales —el hombre lo es en función de su alma—, y eso es lo que los cónyuges deben hacer propio a la hora de plantearse los que hoy conocemos como «paternidad responsable» y a la de ejercer la unión íntima:

- aumentar, como alguna vez he sugerido, el número de los seres destinados a mantener con Dios un diálogo de amor por toda la eternidad; abrir —en cada unión íntima— nuevas posibilidades de una felicidad sin término: del surgimiento de una persona que nunca vendría al mundo (esa en concreto, no otra) en ausencia de tal relación.

b)… con estricto significado «personal»

¿Y en lo que se refiere a la diferenciación sexual y al instinto de apareamiento?

También aquí establece la índole personal del hombre notables desemejanzas respeto al simple animal. Ambos —diferenciación e instinto, que en este caso se configura como tendencia— poseen un significado rigurosamente personal.

La razón de todo ello la acabo de exponer: siendo el hombre un ser digno y valioso por sí mismo, el sentido de su sexualidad no puede ser mera y simplemente específico (en función de…) —eso equivaldría a subordinarlo por completo, en una de sus dimensiones, a la especie, ultrajando su dignidad—, sino que ha de dejar su traza en los aspectos estrictamente individuales y personales de su ser.

Por tanto, lejos de quedar reducida a los estrechos límites de la función reproductora, aunque tomando pie en ella, la diferenciación sexual transforma y modula —como ya he insinuado— hasta los rincones más íntimos de la persona varón y mujer.

No constituye exageración alguna [sino que responde a la naturaleza de las relaciones constitutivas entre materia, forma y acto de ser, según veremos más adelante] afirmar que es el mismo ser del hombre y de la mujer el que resulta «sexuado»;

* y como el ser anima y da vida a todos los elementos integrantes y al conjunto de las operaciones de cada individuo humano,

* habremos de sostener que todo en este,

- desde lo más exquisitamente espiritual hasta lo estrictamente corpóreo,

- recibe el influjo de lo que «originariamente» parece haber surgido —desde la perspectiva ahora adoptada— en función de la reproducción y de las dimensiones corpóreas del hombre: el sexo.

De esta suerte, si antes afirmaba que los animales irracionales eran y se mostraban complementarios exclusivamente en lo que hacía referencia a su capacidad reproductora y a cuanto se halla unido a ella; y si afirmaba también que esta pobreza era debida a la falta de interioridad de tales individuos —en definitiva, de profundidad y plenitud de ser—; en este momento, por el contrario, habré de recordar que:

El hombre y la mujer, merced a su distinto sexo, se muestran diferentes y complementarios en muchísimos aspectos de su personalidad: casi, si se me apura, en toda ella.

* Por eso hay que insinuar ya, en relación con la atracción sexual entre los hombres, que esta incluye, como es obvio, la tendencia al apareamiento con vistas a la procreación, pero que de ninguna manera se limita a ella.

* Es toda la persona de la mujer, en cuanto mujer, lo que atrae (o debe atraer) al varón; y es la persona íntegra del varón, en cuanto tal, lo que atrae (o debe atraer) a la mujer.

- El varón no solo desea unirse físicamente a la mujer, y viceversa.

- Cada uno de ellos aspira a conocer, también pero no solo a través del trato íntimo, toda la riqueza de una personalidad del sexo complementario, que cada cual por sí mismo —por su diversa constitución en cuanto ser sexuado— no puede experimentar.

- Anhela también, en mayor o menor medida, a tenor del temperamento singular de cada individuo concreto, verse «envuelto» y como «empapado» por la afectividad de una persona del otro sexo: sentirse comprendido, animado, estimulado, protegido e incluso «orientado» por ella, y experimentar las propias emociones «sexuadas» que de ahí se derivan.

Y si desea también fundirse corporalmente con su propio cónyuge, la razón más profunda de ello es el amor, con su vigoroso poder unitivo y cognoscitivo.

En términos más amplios, pero adecuados, expone una autora italiana: «A lo largo de toda la vida de la pareja, el sexo contribuye a mantener y reforzar su unión, al tiempo que el amor, a su vez, facilita la posibilidad de “sentirse” y “sentir al otro” profundamente. En el intercambio de amor de la pareja, los gestos del cuerpo, hasta la intimidad de la genitalidad, pueden comunicar amor, forman parte de la entrega mutua, de dar y recibir el propio ser; en la confianza del amor, “comunicamos” al otro nuestros sentimientos, tales como deseos, placer, dificultades, satisfacciones, gozos y dolores.

Por el contrario, si el sexo, en vez de proporcionar gozo y satisfacción profunda, provoca constantemente dolor en uno de los dos, es muy difícil que pueda mantenerse una verdadera unión. Involuntariamente, en el subconsciente de la persona afectada se formarán ciertas reacciones psicológicas que al final tendrán un efecto destructivo sobre las relaciones de la pareja.

Por lo tanto, es justo y conveniente que en la unión sexual los esposos se preocupen de la sexualidad propia y de la del otro, para que ambos puedan disfrutar. El término “preocuparse” no debe significar… observarse —pues esto contribuye a traer la ansiedad, enemiga mortal de la sexualidad—, sino vivir simplemente la aceptación del don recíproco de la persona, como el amor sugiere»
.

Los cónyuges no se unen solo, por tanto,

* para traer a la vida a un nuevo ser personal (lo cual ya sería grandioso),

* ni para experimentar el placer orgánico que de la cópula deriva (asimismo lícito y excelente),

* sino también para:

1) conocer —en y gracias a esa unión, entre otros muchos modos— la entera intimidad, espiritual, psíquica y corpórea, de la persona a la que se entregan;

2) vivir las emociones derivadas del conocimiento de esa riquísima personalidad, íntegra y sexuada;

3) actualizar la ofrenda por la que cada uno de los cónyuges realiza su índole de realidad destinada al don o a la entrega…

4) y, como más tarde apuntaré, descubrir y madurar su propia identidad masculina o femenina, ayudando al cónyuge a hacer otro tanto, desvelar a través del trato mutuo determinados caracteres de lo humano, y facilitar la encarnación en sí y en el cónyuge de los nuevos rasgos descubiertos.

Con lo que también queda dicho que se encuentra ligada a la atracción sexual (y como «vehiculado» por ella) la necesidad intimísima, configuradora, que el ser humano descubre en sí, de ofrecerse plenamente, en cuerpo y alma, a la persona de sexo complementario cuyo ser ha elegido y corroborado, para ponerse al servicio de su proyecto perfectivo… tal como veíamos al hablar del amor.

En este caso, el nuevo texto de Cardona puede servir más bien como resumen y fundamento metafísico (no enteramente inteligible para todos: no importa en absoluto) de lo dicho hasta ahora y en otras ocasiones, y de parte de lo que expondré de inmediato:

«La naturaleza humana incluye un componente material, corporal: el cuerpo. Eso nos introduce en el tiempo, en el devenir histórico: en parte, como los seres no espirituales. Y es aquí donde aparece propiamente la sexualidad.

Pero esta sexualidad, que en los animales sin alma espiritual es simplemente medio escogido por Dios para la “reproducción” de la especie y su permanencia en el tiempo, en los hombres —compuestos de alma y cuerpo, de materia y de espíritu— adquiere una dimensión que trasciende el tiempo, una dimensión de eternidad.

En el hombre, la “reproducción” es “procreación”: es decir, algo que se pone en favor de la creación: que es privilegio divino, dar el ser. De ahí que la diferencia “macho-hembra” animal quede transfigurada en diferencia “varón-mujer”: personas sexualmente diferenciadas, con vistas sobre todo a la creación de nuevas personas humanas, que es la finalidad primordial del matrimonio [en cuanto que el amor conyugal, como sabemos, es normalmente origen de los hijos].

Eso explica la diferencia, anatómica y fisiológica, que hay entre el varón y la mujer. Pero el componente espiritual de la persona humana eleva esa diferencia también a lo espiritual, originando determinadas cualidades anímicas distintas en el varón y en la mujer: distintas para ser complementarias.

De este modo, resulta que, sobre la participación del ser divino personal que es ya la persona como tal, se añade ahora una participación diversificada en el varón y en la mujer, diversificada para complementarse; esencialmente para constituir familia: lugar donde, según el querer de Dios, ha de nacer el hombre y donde puede madurar como persona. Desarrollarse, alcanzar su plenitud personal, educarse».

c) El sexo animal a la luz de la sexualidad humana

Todo lo que he apuntado, y algo más, lo recoge Cormac Burke en este pasaje, que remite a la consideración básica que ofrecíamos al hablar del método de conocimiento de las realidades —lo inferior a la luz de lo superior—, y que dará pie a reflexiones posteriores:

« Tradicionalmente se ha tendido a explicar el instinto sexual, colocándolo dentro de un marco demográfico; así como tenemos un apetito de comer, para mantener la vida del individuo, tenemos un apetito sexual para mantener la vida de la especie.

La explicación vale, pero se queda corta.

Si el hombre y la mujer experimentan una profunda ansia de unión sexual es también porque sienten —cada uno personalmente— un profundo anhelo de todo lo que va implicado en la verdadera sexualidad: auto-donación, auto-complementariedad, auto-realización, auto-perpetuación, en una unión conyugal con el otro».

Para una mirada superficial, estaríamos ante una mera cuestión de perspectiva. Pero hay que tener muy en cuenta que, según la que se adopte, aparecen regiones de sombra, cuya explicación se torna ardua.

* Habitualmente, durante siglos, ha predominado el punto de vista que, partiendo de la comunidad existente entre hombres y realidades infrapersonales, y poniendo el acento en estas últimas, descubre en el sexo la capacidad de reproducción.

* Hoy la situación ha cambiado, aportando, como casi cualquier modificación, ventajas e inconvenientes. Un resumen muy acertado lo ofrece Benedicto XVI:

- Ventajas: «La concepción moderna de la familia, entro otras causas por reacción al pasado, da gran importancia al amor conyugal, subrayando sus aspectos subjetivos de libertad en las opciones y sentimientos».

- Perjuicios: «En cambio, existe una mayor dificultad para percibir y comprender el valor de la llamada a colaborar con Dios en la procreación de la vida humana. Además, las sociedades contemporáneas, a pesar de contar con muchos medios, no siempre logra facilitar la misión de los padres, tanto en el campo de las motivaciones espirituales y morales como en el de las condiciones prácticas de vida».

* Centrándonos en los beneficios, y de acuerdo con cuanto acabamos de exponer, hoy la primacía corresponde a la consideración del hombre como persona, en cuanto dotado de un espíritu que lo discrimina radicalmente de los animales y plantas.

Y, juzgándola desde allí, nos dice Jean Guitton, «la sexualidad se presenta como el medio de realizar el amor [entre el varón y la mujer en cuanto tales, como he apuntado y explicaré con calma].

El amor ya no es considerado como una consecuencia artificial y accidental de la sexualidad: al contrario, la sexualidad se presenta como un instrumento favorable para excitar y mantener el amor en una sociedad formada por seres múltiples, más o menos comprometidos en la materia y la corporeidad.

Esta diferencia de puntos de vista desplaza las zonas de oscuridad.

En la doctrina precedente, lo más difícil de justificar era la sexualidad humana, que parecía como un brote aleatorio, como una derivación bastante sutil [que complicaba innecesariamente el «mecanismo» de la reproducción*.

En lo sucesivo, la sexualidad animal es aparentemente la más inexplicable, y desde entonces se nos presenta como un lujo inútil. Si el animal carece de interioridad, ¿qué significan esas uniones caricaturescas que no aseguran ninguna simbiosis de los seres, ninguna comunicación de las conciencias?

Es esta la impresión que podemos tener cuando observamos el apareamiento de las bestias. Este es también el sentimiento que tienen con respecto a la sexualidad animal muchos biólogos contemporáneos, que ven en ella una complicación onerosa, difícil de explicar desde el punto de vista de un darwinismo ortodoxo.

Pero si suponemos que la intención suprema de la naturaleza es “hacer al hombre”, como dice Elohim en el sexto día, los órdenes precedentes, no teniendo ya en sí mismos su último fin, siendo solamente etapas preparatorias, deben presentar caracteres que no pueden parecer sino absurdos al espíritu, si no se refieren al término definitivo que los explica. Sin esta precaución, no pueden dejar de parecer irracionales, aberrantes, inútiles o lujosos».

Prescindiendo de las más o menos explícitas —y tal vez no imprescindibles— concesiones al evolucionismo, la cuestión está clara.

Solo el hombre ha sido querido «por sí mismo» en el conjunto del universo visible.

Solo la sexualidad humana, entre todas las que hallamos en el cosmos, alcanza el estatuto y sentido definitivos de la sexualidad:

- englobar los mecanismos reproductivos en un clima de amor,

- hasta el punto de transformar a ambos —amor y procreación— en dimensiones intrínsecas de esa sexualidad… obviamente enriquecida.

Como consecuencia, desligadas de ese amor, las manifestaciones pseudounitivas de los animales irracionales han de presentarse como carentes de sentido, por cuanto la simple reproducción se llevaría igualmente a cabo, y con mayor economía de medios, sin todo ese acompañamiento.

De lo que resulta que es el amor lo que confiere su significado último a la concreta y determinada modalidad que el sexo adquiere en los individuos humanos (y que deja su «reflejo» en las animales).

Un amor, además, que, por su intrínseca fecundidad, asegura una perpetuación propiamente personal —¡amorosa!— de la raza humana.

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Tomás Melendo
www.masterenfamilias.com



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