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Autoestimas… ¡y autoestima!

por Tomás Melendo Granados

En estas páginas se pretende considerar en qué condiciones la hoy llamada y tan valorada autoestima resulta correcta y necesaria, y en qué sentido puede transformase en algo no solo erróneo, sino profundamente dañino… a pesar de que, incluso en ambientes bienintencionados, entre autores solventes y de buena doctrina, se haya introducido como clave de salud mental y como condición de posibilidad ineludible del amor a los demás

1. La gran alternativa

a) El fundamento adecuado de la autoestima… y el orden de los amores

En una primera aproximación, nuestra condición personal es idéntica a la de cualquier otro ser humano y análoga a la de los ángeles y Dios. Por lo cual, cada uno resulta digno de ser amado… como lo es cualquier persona.

En consecuencia, no solo es bueno, sino imprescindible, el quererse a sí mismo; lo contrario sería radical y extremadamente injusto.

Estamos, si queremos expresarlo así, en el plano ontológico, del ser. Aquél en el que la razón radical y suficiente de nuestra «autoestima» es:

• por una parte, la grandeza de nuestra índole de persona; aquello que suele llamarse dignidad, ante la que la única actitud correcta, más allá del respeto y la reverencia, es justamente el amor;

• por otra, equivalente a la anterior, pero enfocada desde distinta perspectiva, hemos de querernos porque Dios nos ama con un querer infinito, por el que nos crea, nos conserva en el ser y nos destina hacia una dicha sin límite en el interior de su propia Vida.

¿Cabe un motivo mayor, más decisivo y menos mudable de auténtica y genuina autoestima?

Conviene, con todo, insistir en el fundamento o razón primigenia de este amor, que no es otro sino el ser y la bondad de las realidades queridas: en este caso, las personas.

Bajo este prisma, el ser humano, al amarse, no hace sino responder a las exigencias que plantea la realidad: una de las cuales es que lo bueno debe ser querido (aprobado, apoyado y promovido) justo en razón de su bondad… y en proporción directa a la misma; de lo que se sigue que lo primero que hay que amar, de manera absoluta y por encima de todo, es el Ser y la Bondad supremos: Dios; y a continuación, respetando el orden que marca su propia grandeza, a todas las demás personas que existen en el universo, incluidos —¡cómo no!— cada uno de nosotros.

Desde semejante consideración, salta a la vista que todos los varones y mujeres, por su estricta condición de personas humanas, se sitúan a idéntico nivel en lo que atañe a la exigencia de ser queridos.

Hasta ahora no habría ninguna razón de peso ni para que yo antepusiera el amor a mí mismo al amor a los otros… ni para que, al contrario, quisiera a los demás por delante de mí.

O, con palabras distintas: en este momento de nuestra reflexión no hemos descubierto causa alguna suficiente para inclinar la balanza a favor de una u otra de estas dos afirmaciones típicas: «el verdadero amor empieza por uno mismo»; o «el orden auténtico de los amores es: Dios, los demás, yo».

No obstante, de acuerdo con lo que concretaré de inmediato, existe un por qué muy radical para que el amor hacia los demás se sitúe por delante [según un orden no temporal, sino de naturaleza] del que me tengo a mí. Y es que el único modo de quererme bien a mí mismo es… olvidarme de mí, vertiendo toda mi capacidad de atención y cariño hacia los otros. Se trata de la conclusión más relevante y definitiva del presente escrito.

En consonancia con todo lo cual, la autoestima me lleva a quererme sin ningún tipo de condiciones, pero por la razón adecuada (mi consistencia como persona o —pues es lo mismo— el infinito Amor que Dios me otorga); según el orden debido, que ahora sí debería estar claro: Dios, los demás, yo; y de la única manera en que puedo quererme bien, que es precisamente en cuanto otro, y que se traduce como sigue: he de amarme, cuidarme y mantenerme en forma… por amor a las personas que me aman; es decir, para poder amarlas de un modo más perfecto; pues, cuanto más mejore yo, con mayor vigor y perfección podré quererlos a ellos y más les donaré con la entrega de mí mismo.

Con otras palabras, un tanto cursis si se las saca del contexto adecuado, he de quererme a mí mismo en cuanto otro: como el del amado (y ese segundo tú puede y debe ser en todo caso Dios y, además, el propio cónyuge, los hijos, amigos, etc.).

b) Cuando la autoestima amenaza con convertirse en un peligro…

Sin embargo, algunos autores trasladan este planteamiento al ámbito exclusivamente psicológico, y de manera equivocada, afirmando más o menos: «solo cuando aprendas a quererte a ti mismo, y a quererte bien, podrás empezar a querer a los demás»; «la raíz o la fuente del amor que puedes dar a los otros está en el amor que te otorgues a ti mismo».

Así, por ejemplo:

«Nuestra instalación en la existencia es la correcta desde el momento en que nos queremos a nosotros mismos y sentimos la dicha de valorar positivamente nuestra individualidad. Únicamente desde este punto de parti­da —marcado en su inicio por un cierto solipsis­mo (que no narcisismo)— la existencia de un hombre o de una mujer puede convertirse en una aventura impulsada por la alegría de vivir».

Como puede verse, en el texto, junto a afirmaciones aceptables, se introduce un elemento profundamente perturbador: la necesidad de comenzar todo amor por el que se dirige hacia uno mismo (es decir: en lugar de amar la realidad, la externa y la nuestra propia, por su bondad intrínseca —porque todos los existentes son y, por consiguiente, son buenos—, mi bondad personal se privilegia por el único y exclusivo motivo de ser la mía).

Cuestión que todavía se ve más clara en esta otra cita:

«Para querer a los demás es necesario antes quererse uno a sí mismo, porque este acto voliti­vo es unificador y vertebrador y posibilita desde el punto de vista psicológico la estructuración de la persona humana».

El «antes» lo he resaltado yo, no el autor, porque lo considero de capital importancia. En este caso, opino con toda franqueza que lo expuesto, no solo no es cierto, sino absolutamente contrario a la verdad: el amor de uno como inicio de todo amor no vertebra en absoluto la propia personalidad, sino que la disgrega y distorsiona, equiparando en cierto modo el hombre a los animales (que persiguen siempre el bien-para-sí y jamás lo bueno-en-sí ni, por tanto, para el otro en cuanto otro; y como el bien-para-mí varía en cada caso en función de circunstancias subjetivas y, muy a menudo, incluso de orden meramente fisiológico, la escala de los bienes así constituida —y constantemente re-construida— resulta incapaz de unificar ni vertebrar nada).

Y, sin embargo, el autor convierte la prioridad del amor a sí en una suerte de deber primordial, que es el de —ante todo— quererse a uno mismo y estar a bien consigo.

«La primera obligación que tenemos todos es sentirnos a gusto con nosotros mismos, lo cual supone evi­tar muchas actitudes y estrategias equivocadas y, por el contrario, propiciar comportamientos inte­ligentes y adecuados a nuestra personalidad, sin detenernos demasiado en observar qué hacen los demás, porque puede ocurrir que sean muy dis­tintos a nosotros y no nos sirvan los modelos con los que ellos se identifican».

• Antes de hacer un examen de conjunto del planteamiento, apunto simplemente que, 1) Apunto tan solo una razón aducida con frecuencia: «nadie da lo que no tiene», porque pienso haber mostrado que toda persona, también la creada, goza de una sobreabundancia de ser que no solo le permite, sino que la inclina a dar… lo que efectivamente tiene (la ruptura contra-metafísica entre ser y obrar —el considerar nuestras operaciones al margen de nuestro ser— es ahora la clave del error).

Pero incluso desde el punto de vista psicológico, si bien es difícil que un sujeto humano advierta su aptitud y exigencia de amar cuando previamente no ha sido amado en la tierra, nunca habría que olvidar que a cualquier persona que entra en este mundo Dios la amó —y la sigue amando— primero… y que esto no simplemente es bueno, sino imprescindible que se le haga saber, como la raíz más definitiva e inamovible de su dignidad y autoestima.

2) El segundo argumento se presenta como una suerte de evidencia que no necesita justificación, porque a primera vista parece absolutamente razonable e incluso de sentido común (o «de cajón», como decimos en mi tierra).

Podría enunciarse como siegue: «si no te quieres a ti mismo, ¿cómo podrías querer a los otros?». Más adelante veremos que hay un sentido en que esta afirmación es del todo correcta. Pero por desgracia, no es la que suelen darle los planteamientos que estoy intentando rectificar.

Tal como a menudo se diseña, se trata de una interpretación centrada en el tipo de amor cuyo fundamento es la simple afinidad, y que suelo denominar amor natural.

Todavía sin profundizar demasiado en la cuestión, si lo que amo es aquello que guarda afinidad conmigo, es evidente que: el primero a quien debo querer es a mí mismo, pues nada me es más afín que lo absolutamente idéntico conmigo: mi yo; y que la relación conmigo constituirá la base o el motivo de todo aquello que amo; con lo que resulta que el amor que me tengo se convierte en raíz y fundamento del amor a cualquier otra realidad.

Tampoco ahora me invento nada. La cita que expongo a continuación, extraída del mismo libro que las anteriores, resulta bastante explícita: « Se trata de tener una idea asumida de la propia identidad y sentir un auténtico afecto hacia ella, para que fruto de ese conocimiento-autoestima nazcan también unas relaciones afectuosas con los demás

Estimo que no fuerzo para nada el texto si advierto que en él el amor-afecto que me tengo es fuente y principio del que puedo dar a los demás.

Por fin, y ya sobre todo entre los creyentes, se acude al pasaje de la Biblia en que nuestro Señor resume el entero Decálogo en dos mandamientos: «Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo».

En la interpretación más común de este pasaje me parece advertir distintos errores.

• El primero, que la cita a menudo se cercena, trayendo a colación solo su parte final: «ama a los demás como a ti mismo». Con este simple hecho, inconscientemente el amor de sí tiende a transformarse en «modelo» de cualquier otro amor o, al menos, del amor a los demás seres humanos.

Sin embargo, en cuanto tomemos el texto en su totalidad, advertimos que el Amor a Dios sobre todas las cosas —nombrado en primer lugar y con carácter absoluto y en estrecha conexión con los demás amores— hace de él el precepto inicial y la razón y condición de posibilidad del amor tanto a los demás como a mí mismo.

A cada uno de ellos, igual que a mí, debo quererlo como al «amado de Dios»: amo al prójimo y me amo a mí mismo, fundamental y radicalmente, porque amo a Dios… y a cuanto Dios ama.

Con sola esta consideración resulta ya menos evidente que el amor de sí pueda tomarse como «principio» —en la acepción más amplia y comprehensiva de este término— del amor a los demás.

No obstante, incluso analizando solo la segunda parte del texto, si lo hacemos con atención, deja de resultar tan obvio que el amor de sí ocupe el lugar y ejerza la función prioritaria que suele atribuírsele.

¿Motivos?

Tal vez el primero y más claro es que, en el texto que nos ocupa, el amor hacia sí mismo no se está planteando como una obligación, al contrario de lo que sucede con el amor a Dios y el amor al prójimo.

Es más, si he leído bien, ni aquí ni en ningún otro lugar de las Sagradas Escrituras se preceptúa que me ame a mí mismo. Y, en este pasaje en concreto, más bien se da por supuesto que ya lo hago… sin necesidad alguna de que se me anime u obligue a ello.

Si no me equivoco, esto establece una clara distinción entre los «tres amores» —Dios, los demás, yo—, que, ya de entrada, dificulta hacer del amor con que me amo una suerte de modelo o paradigma del que debo otorgar a los demás.

A mi modo de ver, tal hecho resulta clave para una correcta interpretación de las palabras de la Escritura.

En concreto, parece indicar que el amor de sí del que habla Jesucristo se sitúa en el plano natural-inevitable de lo que vengo llamando amor natural, que, por lo mismo —al contrario que los otros dos—, ni necesita ni puede ser objeto de un mandato u obligación: aunque se trate solo de un ejemplo, y bien simplón, sería como si se nos mandara, como un imperativo ético, digerir los alimentos que hemos ingerido; cosa bastante absurda porque sobre ella no tenemos imperio alguno, mientras que el deber u obligación, en su sentido propio, supone siempre la libertad.

Por consiguiente, el amor de sí al que alude Jesús parece emplazarse en lo que denomino el plano natural y no ético: puesto que surge por sí solo, no puede ser objeto de obligación alguna…. y de hecho no lo es.

No sucede así con el amor a Dios y al prójimo, que nos son preceptuados porque requieren una clara lucha, mayor después de la caída original y de los yerros personales añadidos. Semejante batallar implica una muy firme determinación de la voluntad, que nos coloca en los dominios de lo libre y éticamente calificable.

Conclusión: el amor de mí no puede ser «modelo ni fuente» del que debo a los demás, pues se trata de dos tipos de amor heterogéneos.

b) Ampliando…

Ya en este contexto, para las personas creyentes y bienintencionadas, el carácter absoluto del amor a Dios no plantea excesivos problemas teoréticos, y por eso no creo necesario detenerme en él.

Sí que los despierta, por el contrario, el hecho de que el amor a los otros sea de algún modo referido al que nos tenemos a nosotros mismos. Y esto lleva a concluir, muy a menudo, una cierta (o clara y decisiva, según los casos) prioridad del amor de sí respecto al amor al prójimo.

Como acabo de esbozar, esta conclusión resulta errónea, porque no considera los dos planos en que se están moviendo los amores en juego: el natural, que me tengo a mí mismo; y el electivo, que debo enderezar a Dios, a los demás y, en tercer lugar, y con las condiciones antes descritas, también a mí.

Por el contrario, si por libre elección hago de mi yo el objeto primero y primordial de mis amores, y la razón por la que amo todo cuanto amo, ese amor (ya no propiamente «amor [natural] de sí», sino «amor propio» [electivo], con el desorden que este calificativo lleva aparejado y que denominamos egoísmo) no solo se convierte en éticamente reprobable, sino en la raíz de todo pecado.

En este plano de la libre elección y no en el meramente natural, si no yerro, se mueve la afirmación agustiniana: «Dos amores crearon dos ciudades: el amor de Dios hasta el desprecio [yo diría: olvido] de sí, la ciudad celeste; el amor de sí [amor propio] hasta el desprecio de Dios, la ciudad terrenal».

Y esa misma distinción entre lo natural y lo electivo permite interpretar el precepto evangélico de una manera mucho más coherente con el conjunto de las Escrituras, con las afirmaciones de los santos… y con la razón natural y los argumentos que he ofrecido a lo largo de este ensayo.

En esencia, tomando como punto de partida el carácter necesario del amor natural y la índole libre del electivo, se trataría de lograr (a fuerza de actos reiterados, que se van plasmando en virtudes) que el amor electivo a los otros resulte tan inevitable como el amor natural que me ofrendo a mí mismo.

Resumiendo, el precepto evangélico llevaría a querer libremente a los demás con la misma necesidad (¡adquirida a golpes de libertad!) con que naturalmente (sin poner nada de mi parte) me quiero a mí mismo.

Cosa que, por otra parte, concuerda a las mil maravillas con la explicación que Agustín de Hipona ofrece del crecimiento de la auténtica y más perfecta libertad. Al margen de la interpretación moderna que concibe la libertad como indiferencia, Agustín afirma que el cumplimiento de la libertad se da cuando, por la acumulación de virtudes, no puedo dejar de elegir y realizar lo que es bueno.

Se trata, suelo explicar, de una necesidad por exceso, cuya culminación alcanzan los bienaventurados, que aman a Dios libremente —¿en qué sentido la libertad sería un bien excelso… si estuviera destinado a perderse justo cuando logramos la plenitud de nuestro ser?—, pero con esa perfección de lo libre que impide cualquier error… y se transforma en necesidad por exceso, según acabo de sugerir.

(La libertad humana de Jesucristo se movería también, a su modo, en estos esquemas.)

En apoyo de esta interpretación se encontraría la teoría de los grandes santos y la praxis de estos y de cualquier director espiritual sensato: unos y otros aconsejan, como solución de fondo para buena parte de los problemas que plantea la vida cristiana, el olvido de sí, probablemente lo más opuesto al amor inicial a sí mismo, preconizado por algunos defensores de la autoestima.

Pero también se mueven en esa dirección bastantes afirmaciones del propio Cristo (a la luz de las cuales estimo que debe dilucidarse el doble precepto del amor del que vengo ocupándome): «el que quiera ser mi discípulo, niéguese a sí mismo…»; «el que quiera ganar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por amor mío, ese la ganará».

c)… y concluyendo

¿De dónde, pues, la oposición entre las dos interpretaciones que he resumido?

Tal como lo entiendo, el problema viene de la mano de bastantes filósofos y teólogos, muy influidos por el deseo «aristotélico» de felicidad, mal interpretado y elevado a clave y motor de toda la vida ética.

Y se da el caso, tremendamente paradójico, de que los mismos que al escribir e incluso al predicar defienden la prioridad del amor a sí, aunque solo fuera en el inicio de la vida moral, en la práctica —y con mucha mayor coherencia «teorética», que no de vida— aconsejen de manera constante justo el olvido de uno mismo.

(También hay que considerar el hecho, peligroso a mi parecer, de que estos planteamientos sobre la autoestima estén a menudo sustentados o desarrollados por psicólogos o psiquiatras, que tienen un trato preferente con personas enfermas, las cuales difícilmente pueden constituirse en punto de referencia con el que establecer una teoría aplicable al ser humano sano, aunque dañado por el pecado original y los personales.

Y en efecto, la terapia con ese tipo de personas a menudo debe comenzarse con ciertas apelaciones al amor de sí o a la felicidad derivada de la atención al yo; pero, repito, esas son excepciones… que han de ser superadas y nunca convertidas en ley general).

Dando un paso más, y sin afán de herir a nadie, la confusión más de fondo de este modo de enfocar el asunto consiste, aunque duela decirlo, en asimilar el ser humano a los animales, considerando unívocamente la noción-realidad de naturaleza, sin advertir que —en la imprescindible ampliación de la physis aristotélica llevada a cabo por los mejores de los filósofos cristianos— lo más natural para el hombre es justamente su libertad.

O, con otras palabras, en tomar como modelo el amor tal como parece que lo entiende Aristóteles. Un amor que surge siempre de las necesidades no satisfechas —lo que lleva a considerar como bienes exclusivamente aquello que las colma (los bienes-para-sí y no lo bueno-en-sí)—, y que por eso no puede darse en Dios.

O, lo que viene a ser lo mismo, en no distinguir entre el amor natural y el amor electivo, ni entre lo que es un síntoma de vida éticamente correcta y lo que constituiría su causa.

O, todavía, en no advertir que el amor, en su sentido más noble —no desarrollado suficientemente por Aristóteles—, tiene como operación más propia y determinante, no la de acaparar los bienes de que carece quien ama, sino exactamente lo contrario: la entrega de cuanto es, posee, puede y anhela ese amante.

Frente al amor desiderativo o carencial, propio de la Grecia clásica, los mejores representantes de la filosofía influida por el cristianismo descubren la plenitud del amor —el amor sin más— como amor «oblativo» o de donación.

Y la esencia de este segundo y más alto amor no consiste en perseguir necesariamente los bienes que le faltan, sino en donar libremente aquellos que posee… comenzando por la propia persona que ama (o englobados en ella).

Con palabras de Jacques Philippe:

«El amor es connatural al hombre: este ha sido creado para amar y lleva dentro de sí una aspiración profunda a entregarse».

«Aunque pocas veces seamos conscientes de ello, la necesidad más profunda del hombre es sin duda la de entregarse».

En resumen: sin insistir en que, incluso naturalmente y de un modo que no es fácil de explicar, la realidad entera, el mismo animal y el ser humano (no rebajado por el pecado original) quieren naturalmente más a Dios que a sí mismos, importa muchísimo dejar claro que el hombre se especifica por su dimensión espiritual —esa es la clave de su naturaleza humana—, y en ella lo que se quiere es el bien por su calidad de bien y no por su «cercanía» o afinidad a mí (por ser mío, más que bueno).

Por tanto, electiva o libremente, el hombre puede y debe advertir que lo más digno de ser amado no es él, sino Dios, tal como anticipé líneas arriba. A lo que se debería añadir que en la recta doctrina católica, quien no ama —al menos implícitamente— a Dios, no puede amar a nadie.

Es el amor a Dios (o de Dios en mí) lo que capacita para amar bien aquello que merece ser amado… incluido uno mismo.

No solo por su belleza, sino porque considero que resumen de maravilla —y en el contexto adecuado para este escrito— cuanto he sugerido últimamente, copio estos versos de Ernestina de Champourcin, la única poetisa conocida de la Generación del 27:

«¡Si pudiera sentir / tu dolor en mi cuerpo! / Apoyar en mis hombros / la cruz de tu silencio, / olvidar esta carne / y su terrible peso… Vivir en Ti y de Ti… / Pero siempre tropiezo / con mi sombra y conmigo / —yo implacable y poseso, / barrera opaca y muda— / cuando amar es lo opuesto / a este rumiar sin fin, / a este girar obseso / de mí sobre lo mío. // Amarte es un eterno / abandonar lo propio / por lo tuyo y tu Verbo: / es tenderse en la cruz / con los brazos abiertos»

Mientras que en la postura que estoy intentando rectificar, el Amor a-de Dios viene sustituido —¡muy a menudo, inconscientemente!— por el amor que me tengo, lo cual es expresión clara de esa inversión de rumbo en la historia de la humanidad, conocida técnicamente como inmanentismo, en la que el hombre, tantas veces sin plena advertencia, tiende a usurpar prerrogativas divinas.

Estimo que aquí viene muy a cuento lo que expone Viktor Frankl en La idea psicológica del hombre:

«Consumación del propio yo, actualización de las propias posibilidades, no son, en suma, finalidad en sí mismas, y por ello solamente a un hombre que ha malogrado el sentido real de su vida se le ocurre concebir la realización de sí mismo, no como un efecto resultante, sino como una finalidad.

»El sentido de la existencia no está, en modo al­guno, en la autorrealización o en la autoconsumación de que últimamente se ha hablado tanto y que se ha puesto de moda; por el contrario, el hombre no está ahí para consumarse o realizarse a sí mismo, sino que siempre que con relación al hombre se pue­da hablar de una autorrealización o una autoplenificación, ha de tenerse en cuenta que ambas han de resultar per effectum, no per intentionem, solamen­te en la medida en que nos damos, en que nos expo­nemos y entregamos al mundo y a las tareas y exi­gencias que de él irradian sobre nuestra vida, sola­mente en la medida en que nos preocupe lo que pasa allá fuera, en el mundo y en las cosas y no de noso­tros mismos o de nuestras necesidades, solamente en la medida en que realizamos una misión, cumplimos con un deber, llenamos un sentido o realizamos un valor, en esa misma medida nos realizamos y consu­mamos a nosotros mismos».

Nada de esto elimina, sin embargo, que la posibilidad de amarse a uno mismo y la de amar a los demás, o viceversa, estén íntimamente emparentadas.

De nuevo con palabras de Philippe: «existe un profundo vínculo de doble dirección entre aceptación de sí y aceptación de los demás. El uno propicia el otro».

De lo que se trata es de esclarecer la razón profunda de semejante solidaridad. Y esta no puede ser otra que la bondad radical, constitutiva, de todo cuanto existe y, muy en particular —a una distancia infinitamente infinita, como quería Pascal— de las personas: todas y cada una o «cada una de todas»; cuestión que remite, a su vez, y en cierto modo se identifica con el hecho de que todos hayamos llegado a la existencia gracias a un acto Infinito de Amor creador de Quien es el Bien sumo o por excelencia; o, lo que es igual, pero expresado de otro modo, de que cada uno de los seres humanos somos infinitamente amados por Dios, con independencia absoluta de nuestro modo de ser y de nuestro obrar… mientras no nos hayamos apartado definitivamente de Él, muriendo en pecado mortal.

¡De ahí deriva la solidaridad entre el amor de sí (no el amor propio) y el amor a los demás! Al amar cuanto amamos, estamos confirmando la acción divina, y el Amor con que Dios nos ama. Y si rechazamos el amor a cualquier persona creada, incluida la nuestra, repudiamos la bondad intrínseca de cada una de ellas o, si se ahonda un poco, al propio Dios que las ha creado y las ama infinitamente tal y como son.

3. La solidaridad entre los amores

a) Paradójico corolario

En este sentido, y solo en este, si no me amo a mí mismo (¡pero no antes que a los otros!) no puedo amar a nadie más… porque elimino la razón de fondo que justifica todo amor: el amor de sí y el amor al prójimo.

Y, desde el punto de vista psicológico, el desamor hacia uno mismo es tal vez la prueba más clara de que en la raíz de nuestros amores no se encuentra Dios, sino curiosamente, el amor desordenado al propio yo, que nos lleva a entristecernos y ¡a odiarnos!… por no ser «tan excelentes» como querríamos ser.

Me explico. Muy a menudo afirmo, desde el fondo del alma y entre bromas y veras, que la persona a la que más me cuesta soportar en este mundo… soy yo mismo. El conocimiento que de mí poseo después de años de lucha, la clara advertencia de que, tras tantos lustros apenas he mejorado, me llevarían a odiarme de la manera más brutal, si no estuviera convencido de que Dios me ama infinitamente… así como soy.

Consigo, pues, quererme a mí mismo justo porque sitúo como fundamento de todo amor, también del que me ofrendo, el sublime e incondicionado Amor de Dios, que me lleva a no tenerme en cuenta… «ni para bien ni para mal». ¡Dios es El que importa!… y Él me ama con locura.

Y, desde semejante perspectiva, estoy capacitado para amar a todos los demás —¡a cada uno de todos!—, también con total independencia de sus virtudes o defectos, de su modo de obrar, de simpatías y antipatías…

Lo expone con sublime belleza Philippe:

«Creo que no somos realmente capaces de aceptar­nos a nosotros mismos si no es bajo la mirada de Dios. Para amarnos necesitamos de una mediación, de la mirada de alguien que, como el Señor por boca de Isaías, nos diga: Eres a mis ojos de muy gran estima, de gran precio y te amo. En este sentido, existe una experiencia humana muy común: la jo­vencita que, creyéndose fea (cosa que, curiosamente, les ocurre a muchas jovencitas, incluso a las que son guapas), comienza a pensar que no es tan horrorosa el día que un joven se fija en ella y posa sobre su rostro su tierna mirada de enamorado.

Para amarnos y aceptarnos como somos tenemos una necesidad vital de la mediación de la mirada de otro. Esa mirada puede ser la de un padre, un amigo o un director espiritual, pero por encima de todas ellas se encuentra la mirada de nuestro Padre Dios: la mirada más pura, más verdadera, más cariñosa, más llena de amor, más repleta de esperanza que existe en el mundo. Creo que el mejor regalo que obtiene quien busca el rostro de Dios mediante la perseverancia en la oración es que, un día u otro, percibirá posada sobre él esa mirada y se sentirá tan tiernamente amado que recibirá la gracia de aceptar­se plenamente a sí mismo.

Todo lo dicho trae consigo una importante conse­cuencia: cuando el hombre se aparta de Dios, des­graciadamente se priva al mismo tiempo de toda po­sibilidad real de amarse a sí mismo».

b) Y síntesis definitiva

Por tal motivo, ambos amores —el de mí mismo y el de todos los demás— van de la mano.

Desde esta perspectiva y con este fundamento, con este tipo de amor, si no me amo a mí no puedo amar a los otros, y sin amor a los demás no puedo amarme a mí mismo.

Pero con una enorme ventaja. Tal modo de querer no me impide, sino al contrario, establecer el auténtico orden de los amores: Dios, los demás y yo… como afirman autores bien autorizados, incluidos oficialmente entre el número de los santos.

Y, además, me amo a mí mismo de la única manera en que puedo amarme bien: en cuanto otro, como el amado de Dios y el amado de quienes me quieren; y por Él y por ellos estoy obligado a quererme, cuidarme, dar lo mejor de mí… olvidado de mí mismo, pues lo que realmente cuenta, lo que tengo presente, es el Dios tres veces Personal y cualquier otra persona.

* * *

Pienso que las siguientes palabras de Philippe dan de nuevo en el clavo. Las transcribo en su totalidad, sin eludir nada relevante, porque aparentemente dan la razón a la autoestima que estoy rechazando; por el contrario, leídas con atención y calma, devuelvan las aguas a su justo cauce:

«Lógicamente, empezaremos por nosotros mismos y diremos algunas palabras sobre el lento aprendiza­je del amor a uno mismo: una tarea necesaria si que­remos aceptarnos plenamente tal y como somos.

»Primera observación: en la vida lo más importan­te no es tanto lo que nosotros podemos hacer como dar cabida a la acción de Dios. El gran secreto de toda fecundidad y crecimiento espiritual es aprender a dejar hacer a Dios: “Sin mí no podéis hacer nada”, dice Jesús. Y es que el amor divino es infinitamente más poderoso que cualquier cosa que hagamos noso­tros ayudados de nuestro buen juicio o nuestras pro­pias fuerzas. Así pues, una de las condiciones más necesarias para permitir que la gracia de Dios obre en nuestra vida es decir “sí” a lo que somos y a nuestras circunstancias».

Y, como complemento… o al contrario:

«Si no acepto a los otros tal y como son (y, por ejemplo, me paso la vida exigiéndoles que correspondan a mis esperanzas), tampoco permito al Espíritu Santo que actúe de modo positivo en mi relación con ellos o que convierta esta relación en una oportunidad para el cambio.

»Las actitudes descritas son estériles porque se en­cuentran marcadas por un “rechazo de lo real” que hunde sus raíces en la falta de fe y esperanza en Dios, que a su vez engendra una falta de amor. Todo ello nos cierra a la gracia y paraliza la acción divina».

Uniendo, por fin, ambas perspectivas:

«El secreto es muy sencillo: se trata de comprender que no se puede transformar de un modo fecundo lo real si no se comienza por aceptarlo; y se trata tam­bién de tener la humildad de reconocer que no pode­mos cambiar por nuestras propias fuerzas, sino que todo progreso, toda victoria sobre nosotros mismos, es un don de la gracia divina. Esta gracia para cam­biar no la obtendré si no la deseo, pero para recibir la gracia que me ha de transformar es preciso que me acoja y me acepte tal como soy».

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Tomás Melendo Granados



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