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La presencia del mal en el Mundo y en la Argentina: Perspectiva teológica

por M. Estanislao E. Karlic

Tras una introducción sobre el Misterio de piedad y misterio de iniquidad se entra en la explicación de que es el mal, su relación con la existencia de Dios, la providencia divina y la libertad creada. Después traza la historia del mal en el mundo y en especial en Argentina y termina ofreciendo la verdad de la esperanza en el combate de la existencia

Introducción

En el mundo y en la Argentina se experimenta una presencia del mal muy profunda y difundida. Las guerras y el terrorismo, la anomia moral, o más exactamente, el individualismo egoísta que constituye para cada persona la norma absoluta e inapelable, las pasiones desatadas y amenazantes, la fragilidad de la familia, la crisis de la democracia, las posiciones filosóficas que proclaman la muerte de Dios y la del hombre, que enseñan el fin de la verdad, constituyen parte de la lista de problemas enormes de nuestro tiempo. Se llega a temer un choque de civilizaciones. El hombre experimenta muy vivamente que él es el único ser de este mundo visible en el que dentro de su ser se juega su ser -en palabras de Heidegger-, es el único ser que tiene en sus manos la conducción de su vida, según la revelación divina: “Mira, yo pongo ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia” (Deut 30,15).

¿Es una época de términos, de acabamientos, de ocasos, en la que el mal triunfa, o es el comienzo de una nueva cultura con formas nuevas del bien y la felicidad del hombre y de los pueblos? ¿Comienza una nueva era?

En este marco dramático, debemos tratar un problema tan antiguo como el hombre: el mal. En realidad, es el problema del bien y del mal, no sólo del mal, es decir, de lo que buscan los seres humanos para que la vida sea plena y feliz, y de lo que evitan para no dañar o perder su existencia y su gozo.

Los cristianos miramos nuestro ser y nuestro destino con los ojos naturales de la inteligencia y con los ojos sobrenaturales de la fe, por la que acogemos la revelación de Dios, una luz que nos capacita para conocer a Dios y sus designios sobre toda la creación. Me permito recordar estas verdades fundamentales del cristianismo, porque el diálogo, que siempre debe ser sostenido en el ámbito de la mutua confianza y la mutua benevolencia, exige la cristalina identificación de los dialogantes. Los cristianos creemos que “el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado”, según las palabras luminosas del Concilio Vaticano II (Gaudium et Spes 22), y queremos compartir el gozo de esta visión, que hoy nos permite reflexionar acerca del misterio del mal, de su tremenda realidad y de la dureza del combate que debemos librar para que triunfe el bien en nuestras vidas y en la de todos los hombres.

Las primeras páginas del Génesis narran la creación como obra exclusiva de Dios, sólo de Dios. Al final de cada etapa, el Génesis repite: “Y vio Dios que era bueno! (1,4.11.18.21.25). Y cuando, coronando su obra, Dios creó al hombre “a su imagen y semejanza” dice el texto bíblico: “Y vio Dios todas las cosas que había hecho y eran muy buenas” (1,31). Por lo tanto, la fe nos enseña que el ser mismo de la creación, de cada creatura, nada tiene de malo, porque es obra de Dios, el Bien infinito. Las creaturas espirituales y las materiales, por pequeñas que sean, en sí mismas son buenas.

Por otra parte, el creyente aprende por revelación que el mal, -el mal moral, no simplemente el físico-, aparece ya en la historia de los primeros padres. Ellos sufrieron la tentación del demonio y cayeron, apartándose del mandato de Dios (Gen 3, 1-7). El mal moral es, pues, una acción libre de la creatura, que elige un camino diverso al establecido por el designio de amor del Creador. El hombre se opone a su Creador, de quien, habiendo recibido la vida y la libertad, recibe también en el mandato, el conocimiento del camino de su vida. El mandato es un nuevo don que le muestra el camino a su destino. El mandato divino era no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, es decir, no pretender ser capaces de decidir y establecer por sí mismos qué es bueno y qué es malo. Esto pertenece a Dios, como creador y señor de todo. El crea dando a todos alguna participación de su infinita bondad. La cuestión del bien y el mal es tan profunda como la cuestión del ser. Dios , en el señorío de su amor infinitamente sabio, poderoso y bueno, da participación en su ser y su bondad. Dios, como da el ser, da el mandato del camino de su crecimiento. El hombre, su creatura, que gratuitamente y por amor recibe el ser, recibe como complemento de ese amor la ley de su plenitud, la ley moral: haz el bien, evita el mal.

No nos extrañe la magnitud de los males, puesto que el motivo del mal moral es el ponerse la creatura en el lugar de Dios, el pretender la primacía absoluta. La tentación del demonio daba como razón falsa de la prohibición de Dios a Adán y Eva, el que ellos pudieran llegar a ser como dioses. Dice el Génesis: “Es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él (el árbol de la ciencia del bien y del mal), se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal” (3,5). Aunque los pecados empiecen pequeños, el dinamismo de la acción mala se orienta hacia la profundización y la universalización de su propósito, porque el motivo último es enorme. También en este dinamismo malo se manifiesta la condición propia del espíritu, que en su desorden puede continuar rechazando los límites de la ley para dar lugar a una mayor arbitrariedad.

Sin embargo, el misterio del mal tiene su ámbito mayor y propio en el misterio de piedad. El mal tiene su límite y encuentra la razón de su realidad en el bien que Dios ha querido como proyecto determinante y definitivo.

I. Misterio de piedad y misterio de iniquidad

La primera causa de la negación de la existencia de Dios es la existencia del mal en la historia. Así lo expresa Santo Tomás, entre otros grandes pensadores [1] . Muchos son los que dicen que siendo Dios infinitamente bueno y potente, no puede aceptar que haya mal en el mundo. Se llega a afirmar que la muerte de un solo inocente es razón suficiente para ser ateo. El cristianismo responde a esta gran cuestión de modo absolutamente único, con su fe y su doctrina sobre Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, principio y fin, alfa y omega del designio divino..

La revelación, al enseñarnos el misterio de Dios y del hombre, y de su relación mutua nos muestra también la existencia del mal y su origen. Recordábamos que todo es bueno pues todo es obra de Dios bueno, y que cuando hubo creado al hombre, vio Dios que todo era “muy bueno”. Cuando pecaron Adán y Eva, el Señor inmediatamente y por iniciativa de su amor les promete la salvación (Gen 3, 1-15), comenzando así la historia de pecado y redención, de pecado y misericordia. En un único designio divino, todo lo acontecido hasta Cristo fue preparación; toda la vida de Cristo, centralmente su muerte y resurrección, fue su plena realización; el tiempo posterior, el de la Iglesia, es de comunicación de la vida de Cristo glorioso, la vida de hijos de Dios, a todos aquellos que se abren libremente a la invitación del Señor, hecha a todos los hombres. Dice el Concilio Vaticano II: “el Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre” (Gaudium et Spes, 22). Dios, que sostiene a cada hombre con su omnipotencia, lo llama siempre con su gracia, para que se abra a la plenitud de la vida que le quiere regalar en Cristo su Hijo. Nadie está lejos de Dios si él mismo no se aleja. El misterio de iniquidad se esclarece en el misterio de piedad.

Es claro para la fe y la Teología que desde los primeros padres el mal ha tenido presencia, en el mundo. La libertad los hizo capaces de orientar su vida entera hacia su destino y plenitud, o de desorientarla por el camino de la soberbia y la pretensión de ser como dioses, como si absolutamente se bastaran a sí mismos. Dios que los creó libres, puso en sus manos la opción del bien o del mal. Dios respetó la libertad que él mismo les dio. En este contexto hubo pecado desde el principio. Después del pecado, la libertad sigue siendo respetada por Cristo que sigue llamando y ayudando a todos con su acción salvadora. El que creó al hombre no deja de interpelarlo. San Agustín enseña: “Dios que te crió sin ti, no te salvará sin ti”. Por eso, más que de respeto de Dios por la libertad, hay que hablar del designio divino, un designio de libertad ordenada al bien y a la obediencia conciente y sabia de la ley moral. Dios, que ordena todo a la gloria eterna, exige del hombre el amor de su libertad, que es decir toda su vida, no algo menor. Y lo exige porque la gloria de Dios es la plenitud del hombre, - “La gloria de Dios es el hombre que vive”, decía San Ireneo-, una plenitud que es lograda, con auxilio del Espíritu de Cristo, de su gracia, que Dios da a todos, lo sepan o no lo sepan. Dice San Pablo que Dios “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Tim 2,4).

La Iglesia tiene el deber de anunciar a todas las generaciones, que siempre tendrán acciones malas en su historia, el misterio gozoso del triunfo de Cristo salvador, hecho hombre por el amor sobreabundante de su Padre, justo y bueno.

II. ¿Qué es el mal?

Preguntémonos simplemente: ¿qué es el mal? El mal no se define por algo positivo. Es una privación. Es un mal la enfermedad porque está en lugar de la salud en una persona. No es sólo la ausencia de algo bueno, como la falta de visión en el mármol. Es la carencia de un bien que le es debido a una creatura, como la ceguera en el hombre, al cual le es propia la vista.

Para iniciar nuestra reflexión es oportuno recordar algunos grandes pensadores que tuvieron parte destacada en la historia de la filosofía y teología del mal.

En el pensamiento griego, quien tiene muy especial importancia es Plotino (205-270). El trató explícita y ampliamente el tema del mal, al cual definía como “privación, falta de bien”. Pero añadía – y en esto se equivocaba- que la materia era su causa: “La materia no tiene ni siquiera el ser que le permitiría tener parte en el bien; si se dice que ella “es”, es por equívoco; en realidad es un no ser... la falta total del bien, es el mal” [2] . Estas expresiones manifiestan una posición muy lejana a la del cristianismo.

En el pensamiento judeo cristiano la revelación de que Dios crea todo desde la nada, excluye totalmente la posición de aquellos que sostienen la sustancialidad del mal, al afirmar la existencia de dos principios absolutos, uno bueno y otro malo. Así era la doctrina del parsismo, del gnosticismo y del maniqueísmo. La revelación de la creación ya está al principio de la Biblia, en el Génesis (1,1), es repetida en otros textos del Antiguo Testamento, y es coronada en el Evangelio de San Juan, cuando pone al Verbo de Dios actuando junto al Padre: “El estaba al principio en Dios. Todas las cosas fueron hechas por él, y sin él no se hizo nada de cuanto fue hecho” (1,3). La creación es una verdad de fe que marca toda la revelación, y está vivamente presente en la conciencia creyente de los cristianos. Ella estuvo en el fundamento de la elaboración de la doctrina sobre el bien y el mal que desarrollaron los Padres de la Iglesia. Ellos, con sus reflexiones, legaron a la cultura mundial una definición del mal extraordinariamente valiosa, que ha ayudado a acercarse a su misterio.

De entre los Padres Griegos recordamos especialmente a Orígenes (185-254). El dice explícitamente que “el mal es carecer de bien” [3] , que no es una cosa, que si Dios no elimina un mal, es porque prevé que de él saldrá algún bien [4] . Estas ideas son ya germen de la teología del mal.

San Basilio (329-379), por su parte, escribe: “No vayas a suponer que Dios es causa de la existencia del mal, ni a imaginarte que el mal tiene una subsistencia propia. La perversidad no subsiste como si fuera algo vivo; no podrá ponerse nunca ante los ojos su sustancia -ousía- como existiendo verdaderamente: porque el mal es la privación –stéresis- del bien” [5] .

Entre los Padres Latinos cabe destacar a San Ambrosio (340-397) que, recogiendo la tradición cristiana, asumiendo la enseñanza de los Padres Capadocios y no la de Plotino, dice que “el mal es la indigencia de un bien”, que “la ciencia del bien es la que hace discernir el mal”, que en Dios no hay mal alguno, y que, “el mal no es una sustancia viva, sino una perversión del espíritu y del alma” [6] .

Pero el Padre de la Iglesia que más ha estudiado el misterio del mal es San Agustín (354-430), quien tuvo por una parte la experiencia fuerte de su maniqueísmo y por otra el encuentro profundo con San Ambrosio en Milán, que fue tan determinante en su vida y su pensamiento.

San Agustín es quien ha sacado plenamente a luz la definición del mal. “No sabía, dice el Santo, que el mal no es sino la privación de un bien, y que tiende hacia lo que no es de ninguna manera” [7] .

El Cardenal Journet, en su gran obra sobre el mal, afirmaba que “la definición del mal como privación se ha elaborado bajo la influencia del cielo cristiano... Permite dejar al mal un lugar inmenso, reconocerle en toda la extensión de su dominio. Pero al mismo tiempo, pone al desnudo su miseria ontológica. Afirmando que el mal existe, pero sin sustancia, supera el dilema en el que sucumben, por un lado, los que niegan la realidad del mal... y de otro, los que niegan la bondad y el poder infinito de Dios” [8] .

En la teología católica no se puede dejar de recordar la doctrina del mal de Santo Tomás de Aquino, quien escribió una obra monumental dedicada a este tema, es la Cuestión Disputada “Acerca del mal”, amplísima, además de haber tratado este misterio en sus otras grandes obras [9] .

Santo Tomás en quien se descubren las ideas centrales de San Agustín, explica el mal subordinándolo al bien: el error no es una realidad en sí misma sino privación de la verdad; la fealdad es privación de belleza; la nada es privación absoluta de ser.

Para acercarnos más al conocimiento del misterio del mal, hemos de usar las referencias de que se vale Santo Tomás, la existencia de Dios, la Providencia divina y la libertad de la creatura [10]

1. El mal y la existencia de Dios

Recordemos la clásica y fuerte objeción: si Dios es infinito en su bondad y en su poder, no debe existir el mal. Si hay mal en el mundo, Dios no existe.

La certeza de la existencia de Dios, por el contrario, de Dios infinito en su bondad misericordiosa y en su poder, es la razón de la fortaleza y serenidad con que el cristiano enfrenta el problema del mal: “Dios no permitiría el mal si no fuese de tal manera omnipotente y bueno que saque bien aun del mal” [11] , decía Santo Tomás citando a San Agustín. La certeza de la existencia de Dios es no sólo del orden sobrenatural de la fe, sino también del orden natural de la razón, porque desde las cosas visibles, por analogía, podemos conocer la realidad de Dios invisible [12] .

Aceptar que existe Dios, infinitamente bueno, excluye absolutamente un mal infinito. Infinito es sólo Dios. Infinito es sólo el bien. El mal, que existe, sólo puede ser finito. No decimos que sea pequeño, pero sí que es siempre finito, siempre tiene límites, y aunque no podamos conocerlo exhaustivamente, los creyentes tenemos la certeza de que no escapa al señorío de Dios.

Porque Dios es creador de todas las cosas, éstas son por sí mismas buenas. Por lo tanto, no se puede aceptar la concepción de Leibnitz (1646-1716) quien ha llamado mal a la limitación que tiene toda creatura -mal metafísico-. [13] La limitación de la bondad no es una privación sino la distancia de Dios infinito con su creatura que en lo que es, es por la bondad y la belleza que le ha sido comunicada. Así se explica el Cántico de Daniel: “Creaturas del Señor, bendecid al Señor” (Daniel 3,57). Así se explica también a San Francisco en su Cántico a las creaturas: ¡Alabado sea, mi Señor, en todas las creaturas tuyas, especialmente el señor hermano Sol, por quien nos das el día y nos alumbras!

Y ésta es una razón profunda que mueve a admirar a Teilhard de Chardin (1881-1955) en sus ideas sobre la relación del Cosmos y Cristo. Aunque puedan ser discutidas en parte, estas ideas constituyen una visión espléndida del universo que invitan a la contemplación y a la reflexión.

A las realidades creadas les puede faltar alguna perfección natural que le es debida. Por ejemplo, al hombre, la vista, cuando es ciego, la salud, cuando está enfermo. Es lo que se ha llamado mal físico. Este mal, que es una real privación de ser, no es sin embargo, el mayor, por grande y doloroso que sea, aun la muerte. El mal mayor es el mal moral, la acción libre de la creatura espiritual por la cual elige un bien particular como razón última de su conducta. La elección es mala si es hecha con conciencia de su desobediencia a la interpelación interior a obrar bien. Entonces el mal moral, el pecado, es aversión, rechazo del llamado que llega desde un bien, desde un valor, en definitiva desde Dios, y es conversión, es vuelta hacia una creatura limitada, a la que se le da el lugar de Dios, de razón última. Es clásica la definición usada en la Teología católica: aversión a Dios, conversión a las creaturas -aversio a Deo, conversio ad creaturam-. Es lo que el tentador presentaba a los primeros padres como el ejercicio propio de su libertad: por el rechazo de la norma divina, los hombres serían como dioses.

La mentira del demonio, la primera herida inferida a la verdad en la historia del mundo, es la que tiene eco, decimos los cristianos, en cada pecado de la historia humana. Esta es la enorme gravedad del mal moral. Pero, es necesario añadir, su densidad ontológica no es sino un desorden de la acción. No tiene realidad en sí mismo, sino que desordena la acción libre que debe tener siempre como destino a su fin último que es Dios, y no una creatura.

El mal ético tiene su expresión máxima, según nuestra fe, en la muerte de Jesús. Cuando el pecador tuvo a mano a Dios por la encarnación, lo mató. En Cristo que muere crucificado por los hombres, los cristianos encontramos la culminación del misterio de iniquidad, pero también la del misterio de bondad. Aquí muestra Dios Padre que la muerte que permite es para la gloriosa resurrección de su Hijo y para salvación del mundo. Este es el designio de Dios, maravilloso y superior a lo que podemos imaginar en un plan sin pecado y sin muerte.

2. El mal y la Providencia divina

En la misma línea de San Agustín, Santo Tomás dice: “Si se quitara el mal a alguna parte del universo, su perfección disminuiría notablemente, porque la belleza surge de la ordenada conjunción de los bienes y de los males, dado que los males provienen de ciertos bienes deficientes y sin embargo de ellos proceden otros bienes por la providencia divina, así como la interposición de silencios hace más agradable la melodía” [14] .

En el todo de la providencia divina, de su designio misterioso, cuanto acontece es para bien de aquellos que cumplen con la ley de Dios: “Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rom 8,28). No lo podemos explicar con claridad en cada caso, pero lo afirmamos si somos creyentes en un Dios que nos lo ha revelado. Todo concurre al bien espiritual. Los males físicos y hasta los pecados son permitidos por Dios para que nos encontremos con El y entre nosotros. La presencia de Dios en la historia es descubierta por quienes viven más intensamente su vida de fe y por quienes han obedecido a su conciencia hasta dar su vida por amor. Esos grandes hombres y mujeres, de corazón limpio, son los que levantan el espíritu de sus semejantes para seguir construyendo la historia. Casos ejemplares han sido los de Juan XXIII y Pablo VI, Mahatma Gandhi y Martin Luther King, Teresa de Calcuta y Juan Pablo II. Por cierto que por su mediación en medio de grandes males llegaron grandes, muy grandes bienes al mundo: el Concilio Vaticano II, la independencia de la India, la igualdad ciudadana en Estados Unidos de América, el amor a los pobres, la libertad de los pueblos y el diálogo entre las religiones.

El mal sigue siendo un gran misterio, pero el misterio de piedad de Dios misericordioso ilumina con el esplendor de su amor la experiencia del mal y sostiene al creyente en su vida de libertad y esperanza. Dios puede sacar bien del mal, porque puede crear desde la nada, también desde la nada provocada por el pecado.

 

3. El mal y la libertad creada

a. La libertad creada es falible

Es propio de la libertad creada el ser falible. Es capaz de mérito si elige bien y de culpa, si elige mal. El mal, siempre limitado, es permitido por Dios en el marco de su designio universal para un bien mayor. No hay duda, proclamamos los cristianos, que tener por principio de la humanidad nueva a Jesucristo es un bien mayor, sin comparación, que tener en el mismo lugar a Adán, el hombre viejo, que protagonizó el drama del pecado original. Refiriéndonos al pecado de Adán, cantamos en nuestra liturgia pascual: ¡Feliz culpa, que mereció tal Redentor!.

La magnitud del bien elegido por Dios en su designio se descubre en Jesucristo, rostro divino del hombre. Cuando el hombre obra incorrectamente, con plena conciencia y firme elección, pierde el derecho a su plenitud bienaventurada en la gloria, aunque no pierda su propio ser ni deje de lograr una parcial realización propia. Tampoco deja de recibir el llamado misericordioso de Dios que permanece fiel en la interpelación a la conciencia del pecador, para que se arrepienta y cambie su conducta. Es verdad que la acción mala debilita la claridad y la fuerza del llamado, pero no lo anula. La parábola del pastor que sale afanosamente en busca de la oveja extraviada ilumina la presencia de Dios salvador en toda situación de mal moral [15] .

La razón última a la cual se refiere Santo Tomás para explicar la permisión del mal en el orden universal no es tanto que el mal nunca es infinito, sino que la misericordia de Dios es infinita y fiel a sus promesas de auxilio [16] .

El Pseudo Dionisio decía: “La providencia de Dios hace buen uso de los males, algunas veces para utilidad de los mismos que los padecen” [17] .

La aparente victoria del mal escandaliza a muchos y los debilita en su lucha contra el mal. Es una prueba también para el cristiano. Su recurso para la respuesta es siempre en la fe. Por la fe sabe que Dios ve todo y lo juzga permanentemente en un juicio que será universal y definitivo sólo al final de la historia. La escatología, la eternidad será el momento de la justicia plena para las acciones de los hombres. Sólo entonces conoceremos la verdad entera del designio de Dios y el significado acabado de la historia de la libertad. Pero ya hoy, en el hoy de cada día, el Señor va haciendo el juicio de la respuesta de cada hombre a sus mandatos, sea el juicio de la elección de los auténticos valores que van ir enriqueciendo la existencia de cada uno, sea el de las malas acciones que va cometiendo. La conducta moral es exigida como respuesta del amor del hombre al amor de Dios. Si no vivimos la alianza de libertad y amistad que nos propone Dios, vivimos mal. No ser socios, no ser amigos, es haber entrado en el ámbito del mal. Tener con Dios el trato de hijos es permanecer en su amor en alianza filial, esperando con paz la eternidad, porque Dios es amor.

Las alianzas entre los hombres deben estar precedidas por la alianza del hombre con Dios. Esto vale también para el no creyente, porque todo hombre tiene en su conciencia el llamado de Dios: Haz el bien, evita el mal. El hombre no se dio a sí mismo la conciencia. La recibió como un don. En este sagrario, todo hombre se encuentra con Dios y le responde. A veces siguiendo el llamado, a veces contradiciéndolo, a veces intentando callarlo. Dios quiere que todo hombre por su libertad sea artífice de su historia como historia de verdad y de bien.

 

b. El mal tiene origen en la creatura

Para la fe cristiana es absolutamente cierto que el mal no tiene origen sino en la creatura. Dios es santo y no puede ser principio del mal. La creatura es, pues, el principio del mal, pero sólo si actúa como persona, es decir, con conciencia y libertad. Sus operaciones que no son concientes y libres, las que no son emitidas desde su inteligencia y su voluntad libre -como es su vida vegetativa- no caen directamente bajo su responsabilidad y por lo tanto en sí no son ni buenas ni malas moralmente. Por lo tanto, el mal ético es realmente tal, sólo si cumple las condiciones necesarias. Sólo entonces se puede atribuir mérito o culpa al sujeto que actúa. En este caso, sus acciones son personalmente propias. Ninguna persona creada puede merecer por otra, ni pecar por otra. La posibilidad de pecar está favorecida por un hecho que sólo los cristianos reconocemos por nuestra fe. Los hombres de nuestro mundo y nuestra historia, todos, estamos afectados por una fragilidad profunda en nuestra libertad, fragilidad que heredamos de nuestros primeros padres y que llamamos pecado original. No damos razón suficiente del mal inmenso presente en la historia, si sólo hacemos referencia a la debilidad propia de la creatura por ser creatura, o a las circunstancias que pueden favorecer el acto inmoral. Debemos considerar en cada ser humano el misterio del pecado original, pecado que no es cometido por cada uno, pero sí es heredado.

¿En qué consiste? Es, dice la doctrina de la Iglesia, la carencia de la justicia y santidad que tenía Adán y debió ser comunicada a sus herederos. Esta carencia nos hizo incapaces de cumplir los mandamientos de la ley de Dios sin un nuevo auxilio redentor. Por esa herencia quedamos sujetos a la concupiscencia, al sufrimiento y a la muerte.

El hombre, por lo tanto, se experimenta sumergido en un combate espiritual en el que el mal es un enemigo tremendo, imbatible, si no se lo enfrenta con humildad recibiendo la gracia del mismo Dios bueno, que fue rechazado por el primer pecado y que está cumpliendo su promesa de salvación. Para el cristianismo, el combate por el bien es un acontecimiento salvífico, cuyos protagonistas fundamentales son la libertad creada del hombre necesitado del auxilio divino, y la libertad de Dios, que es fiel a su promesa redentora.

En este drama de la vida moral, el hombre, esencialmente social, recibe influencias desde los otros seres espirituales, para inclinarlo al bien o al mal. Las influencias para el mal soy muy fuertes, por el vigor que tiene la palabra y más aún el mal ejemplo, y por la particular eficacia que pueden tener las estructuras de pecado, como ser, las leyes que facilitan la conducta inmoral.

Pero debemos recordar que la ayuda divina está pronta para todo hombre, porque el Hijo de Dios hecho hombre, precisamente por encarnación redentora, ha tocado a todo hombre en su espíritu, no es extraño a ninguno y lo fortalece, si no lo rechaza, para que cumpla el mandato de su conciencia. Para los creyentes, además, la Iglesia acude con el auxilio de su acompañamiento, de su exhortación y de la dispensación de los sacramentos.

Siempre, sin embargo, la cuestión planteada es entre Dios y la persona. La comunidad que responde en la victoria contra el mal es una comunión de personas en la que cada una conserva su identidad en la comunión. Nunca podrá responder sino en comunión con Dios y los buenos, pero siempre será ella quien decida y elija a Dios como su destino y a los caminos que El le señala.

Pero para explicar el origen del mal moral no basta lo que hemos dicho. La profundidad y la extensión del mal lleva a muchos a admitir la presencia de otros seres malignos que obran en la historia de los hombres. Los cristianos sabemos que éstos existen, creaturas que incitan a los seres humanos a la mala conducta. La Iglesia nos protege con bendiciones y exorcismos, advirtiéndonos de su presencia y educándonos a la prudencia y a la certeza de la protección de Dios y de la capacidad de rechazo de nuestra libertad.

Últimamente se publicó el Ritual Romano de los Exorcismos (22.XI.1998) que contiene muy claras ideas al respecto. En el Preámbulo dice el importante documento: “A lo largo de la historia de la salvación, se hacen presentes las criaturas angélicas, ya sea como servidoras del plan divino, ya sea llevando ayuda continua en la Iglesia, de manera poderosa; también aparecen criaturas espirituales caídas, llamadas diabólicas, que, opuestas a Dios y a su voluntad salvífica consumada en Jesucristo, se esfuerzan por asociar al hombre en su propia rebelión contra Dios (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn 332, 391, 414, 2851)... El Diablo, llamado Satanás, “serpiente antigua” y “dragón”, seduce él mismo a todo el orbe y lucha contra quienes guardan los mandatos de Dios y también contra quienes dan testimonio de Jesús (cfr. Apoc 12, 9-17). Se lo designa “adversario de los hombres” (cfr. 1 Pe 5,8) y “homicida desde el comienzo” (cfr. Jn 8,44), cuando por el pecado hace al hombre sujeto a la muerte”. Recuerda el documento que también se lo llama “tentador”, “mentiroso” y “padre de la mentira” (cfr. Jn 8,44), “príncipe de este mundo” (cfr. Jn 12,31 y 14,30). La dura lucha contra el poder de las tinieblas durará hasta el final de la historia, pero Cristo “nos libró de la esclavitud del diablo y del pecado” (cfr. Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, n. 22)”.

Creemos que la victoria final llegará felizmente, y antes siempre tendremos auxilio suficiente de Dios. Si a pesar de todo, el hombre hace el mal, el origen es él, no otra creatura, por muy influyente que sea.

El preámbulo del Ritual renovado muestra el corazón lleno de bondad de la Iglesia al decir: “Con todo, dado que la contraria y dañosa acción del Diablo y de los demonios afecta a las personas, cosas y lugares, y aparece de diversas maneras, la Iglesia, conocedora de que “estos tiempos son malos” (Ef 5,16), oró y ora para que los hombres sean librados de las insidias diabólicas”.

En Dios está la sabiduría, el amor, la libertad y el poder. El cristiano sabe que Dios ha puesto límite al mal con la encarnación redentora de Jesucristo, su Hijo. Por eso el hombre, con la gracia, el nuevo auxilio que llega de Cristo glorioso, siempre podrá, en el ejercicio de su libertad, elegir lo bueno y justo, y rechazar lo malo, aunque no conozca a Cristo y aunque haya pecado.

El combate espiritual es dramático pero no desesperado. San pablo nos lo expresa estupendamente en la Carta a los Romanos: “Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco... ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?” Y exclama, agradecido por la redención realizada por Jesucristo: “¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!” (7, 15.24-25).

 

c. El mal actúa por el bien al que hiere

Dice Jacques Maritain. “El mal existe en las cosas... terriblemente. El mal es real, existe realmente como una herida o una mutilación del ser”. Tiene el poder del bien sobre el que actúa como parásito. Es eficaz “por el bien deficiente y desviado, cuya acción es entonces desviada”. “¿Cuál es entonces el poder del mal?”, pregunta el filósofo francés, y responde: “Es el mismo poder del bien al cual hiere y sobre el cual actúa. Cuanto más poderoso sea este bien, tanto más poderoso será el mal - no en virtud de él mismo, sino en virtud de este bien-. Por eso no hay mal más poderoso que el ángel malo” [18]

El mal es tremendo porque priva al hombre de la amistad con Dios, porque es su rechazo; priva de la amistad universal con los hombres, porque es su menosprecio y priva de la bondad del universo, porque es su manipulación para beneficio del egoísmo del pecador, y no su administración honesta para bien de todos en todos los tiempos.

En realidad más que del mal, hay que hablar de la persona mala, de la persona, buena por creación, mala por su libre elección, cambiada en egoísta y mentirosa, alejada de su auténtico bien, y de su puesto en la construcción de la historia para felicidad de todos.

 

III. El mal y la historia

1. En el mundo

La historia es siempre historia de los hombres conducida por su voluntad libre. El acto humano, de amor o de odio, es el que teje la trama de la vida cotidiana de la humanidad.

Dice San Agustín en un texto elaborado a lo largo de los años en la luz de su sabiduría: “Dos amores han fundado dos ciudades: el amor de sí hasta el desprecio de Dios ha generado la ciudad terrena; el amor de Dios hasta el desprecio de sí ha generado la ciudad celeste. La primera se gloría de sí misma, la segunda en Dios... En aquella domina la concupiscencia del dominio; en ésta se sirven recíprocamente en la caridad, los jefes mandando y los súbditos obedeciendo” [19] .

Los cristianos recibimos la luz de la palabra de Dios para orientarnos en la historia en que actúa el misterio de iniquidad. La revelación de este misterio que afecta a todos, se encuentra a lo largo de toda la Escritura. “No hay un rasgo del mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la cuestión del mal”, dice el Catecismo (309). Los no creyentes que no acogen el auxilio de la revelación, tienen en su conciencia la voz de Dios fiel a su creatura, quien le reclama hacer el bien y evitar el mal en cada acto de libertad. La libertad se siente siempre en sus opciones, reclamada por la dignidad de la responsabilidad. Sólo cuando la persona misma tuerce su decisión, se hace culpable. Sólo entonces.

El misterio de iniquidad es tan profundo que solamente al final de la historia se nos revelará plenamente. Cuando llegue la plenitud de la vida, cuando llegue la plenitud de los dones de Dios, que es Dios mismo en la inmediatez de la visión, sólo entonces se comprenderá el abismo de maldad que fue el rechazo del amor primero y gratuito de Dios misericordioso y fiel. Sólo entonces se conocerá definitivamente el abismo de maldad que separa el amor de Dios y el odio de la creatura. Hasta entonces, en los siglos de nuestro tiempo, el mal que seguirá operante deberá ser combatido en el claroscuro de la fe, de la que cada uno debe vivir personalmente, en la distancia del hombre peregrino, fiel a los reclamos de su conciencia. Los cristianos nos decimos que el mal es enfrentado con la certeza del triunfo sólo si se camina sinceramente en la luz de la conciencia auténtica, en la fortaleza de la humildad esperanzada y en la donación de sí en el servicio del amor fraterno, o en términos explícitamente cristianos, sólo si se camina en la fe, la esperanza y la caridad.

Esta actitud es coherente con la espiritualidad del martirio, en que la muerte se descubre como paso triunfal a la vida eterna. Lo que triunfa es el amor desconcertante de quien confía absolutamente en la bondad de Dios, y sabe que ese amor total y definitivo es capaz de vencer el odio y la muerte y capaz de llevar al hombre a la vida que no pasa, a la comunión con Dios vivo.

Pasó el nazismo, pasó el fascismo, pasó el esplendor del marxismo, sabemos que han de pasar el suficiente y pragmático olvido de Dios, la muerte del hombre, el ocaso de la razón, el fin de la verdad, y tantos otros males. No pasó ni pasará la justicia y el amor de los justos que permanecen para siempre. El que amó, triunfó para siempre. La última palabra de la historia será la gloria del amor y de la paz de Dios, así como la primera fue el amor gratuito de la creación. Mientras tanto, en el correr del tiempo, tiene la palabra el hombre con su sabiduría y su libertad, capaz de bien, aunque amenazado por el mal.

Para explicar la permanencia del bien y del mal en la historia, Juan Pablo nos dice en el libro que acabamos de citar: “Cómo nazca y se desarrolle el mal en el terreno del bien, es un misterio. También es una incógnita esa parte de bien que el mal no ha conseguido destruir y que se difunde a pesar del mal, creciendo incluso en el mismo suelo. Surge de inmediato la parábola evangélica del trigo y la cizaña [20] . Cuando los siervos preguntan al dueño: ¿Quieres que vayamos a arrancarla?, él contesta de manera muy significativa: “No, que podríais arrancar también el trigo. Dejadlos crecer juntos hasta la siega” [21] .

 

2. En la Argentina

Entre los males que padecemos en nuestra tierra, quiero destacar fuertemente uno: el relativismo en las ideas y en la conducta. Los relativistas afirman que toda verdad es relativa y que sostener verdades absolutas es principio de intolerancia y fundamentalismo, causa de discriminación y división. Estamos convencidos, en cambio, que esa afirmación es contradictoria y por lo tanto, un error y un mal para la inteligencia. En efecto: no se puede decir que todo conocimiento es relativo, sin conocer clara, cierta y firmemente qué es verdad, qué es absoluto y qué es relativo. En realidad se está diciendo: “Es una verdad absoluta que toda verdad es relativa”. Esto es contradicción evidente. Nunca estamos tan apartados de la verdad que no sepamos algo con certeza. San Agustín decía: “Si me equivoco, existo” (Si fallor, sum).

Debemos poner en claro que rechazar el relativismo no significa apartarse del diálogo ni sostener que en toda afirmación gozamos de certeza absoluta de su verdad. Sólo queremos sostener que en todo conocimiento tenemos certezas que lo justifican, es decir, que nunca dejamos de conocer verdades fundamentales, y que estamos llamados a conocer siempre mejor y con mayor certeza, aunque nunca tendremos un conocimiento exhaustivo del misterio del hombre, del bien y del mal. Es más, cada vez que se sabe más, se descubre mejor el límite del conocimiento de la creatura. El crecimiento de la auténtica sabiduría va acompañado de la mayor conciencia de la infinitud del misterio que nos supera. Pero que no nos supera para sumergirnos en las tinieblas del relativismo escéptico, sino para llevarnos a la inmensidad de Dios y de su obra. La inteligencia humilde se abre siempre a la fascinación de la verdad del infinito.

Reconociendo que el pluralismo cultural del mundo globalizado ha extendido el relativismo a la sociedad argentina en todos sus estratos, debemos convencernos de que se lo puede superar sólo con la proposición humilde y franca de la verdad vivida, y con la proposición respetuosa y seria del mandato moral - “haz el bien y evita el mal”-. En definitiva, el cristianismo “no es obra de persuasión sino de grandeza”, decía San Ignacio de Antioquía [22] . La superación del pensamiento débil y la conducta anómica sólo se logra si el sujeto afectado se abre humildemente, decide el cambio, se orienta y se convierte hacia la verdad y el bien. La familia, la escuela, los medios de comunicación, han de transmitir verdad y bien, con la libre, firme y serena opción por los grandes valores, sin silenciar a Dios para llenar con ellos la cultura. Es preciso que el esplendor de la verdad provoque el asombro, fascine a la persona y así obtenga la respuesta que asimile los valores ofrecidos. Decía Edith Stein, monja carmelita de origen judío muerta en el campo de concentración de Auschwitz: “¡No acepten como verdad nada que esté privado de amor. Y no acepten como amor nada que esté privado de verdad! Lo uno sin lo otro se convierte en una mentira destructora” [23] .

Sin duda que la vía del amor es el camino mejor. Nos hace auténticos testigos. En el amor la verdad se hace espléndida. La verdad muestra las entrañas de su misterio en el amor [24] . El diálogo, por la amistad en que se debe desarrollar, hace semejantes a los dialogantes en los bienes que se comunican.

IV. La verdad de la esperanza en el combate de la existencia

Cuanto hemos dicho nos muestra la profundidad del drama del hombre. Llamado a gozar del amor íntimo de Dios y de los hermanos hemos elegido muchas veces, y seguimos eligiendo, no la verdad de nuestro destino sino la mentira de nuestro egoísmo, no la vida sino la muerte: pretendemos ser como dioses y sumergirnos en la nada y el dolor de nuestro pecado. No debemos negar el drama de los hombres y de los pueblos, siempre actual y siempre con nuevos protagonistas en cada persona que es concebida, para quien empiezan entonces todos los problemas y a quien se le debe toda nuestra ayuda. Cada libertad es sujeto capaz de amor o de odio, de bien o de mal. Puesto que existir es capacidad y acto de libertad, debemos sellar la cultura de nuestro tiempo con valores y verdades que iluminen los caminos posibles de cada generación, que atraigan con su bondad y su belleza, que interpelen la responsabilidad de todos y cada uno, y que ilusionen con la vida del amor.

El relativismo ético y gnoseológico es una herida cultural profundísima, de dimensión global, que sólo es superada desde el interior del hombre. El hombre se hace y se deshace desde su interior. Es padre de sí mismo por sus opciones.

El mal, que tiene su sujeto en la libertad de la creatura, no es superado sino por el mismo sujeto. El auxilio de Dios, no es exterior sino interior; no es para suplir a la persona, sino para robustecerla en su autonomía. Cuando hablamos de auxilio divino no debemos entender una disminución de responsabilidad o de libertad, sino una potenciación de las mismas. Así fue en Cristo como hombre y, en forma semejante, en los santos, los hombres grandes del Evangelio.

El combate por el bien, para la derrota del mal, es cuestión de personas, de conciencias, de libertades, de amores.

Nietzsche decía que la noción del mal fue inventada por los débiles para combatir la voluntad de poder de los superhombres que los dominan y los tienen como esclavos: el mal está ligado a la moral de esclavos. El superhombre, en cambio, anula todo mal con su voluntad de poder. El mal no existe.

Nosotros, en cambio, decimos que aceptar realmente en nuestra conducta la condición de creatura, es salir de nuestra pequeñez haciendo propios los destinos que Dios nos regala al darnos su ley. En verdad los mandamientos son signo de la urgencia del amor de Dios. El bien es antes el Bueno, Dios. El mal es antes el maligno, el hombre malo, la creatura mala.

El drama del mal existe, pero es más potente el bien, porque Dios existe, y es infinito en su bondad. Es El quien ha establecido el misterio de piedad que nos abarca a todos. En él nos llama al encuentro con El en la verdad y en la libertad, en el gozo y la paz.

Dios funda la esperanza por la fidelidad de su promesa de compañía de buen samaritano: “Yo estoy con ustedes hasta el fin de los siglos” (Mt 28, 20). Dios nos sostiene, no nos sustituye como individuos ni como pueblo. La historia es de Dios para que sea nuestra. El designio de Dios es misterio de amor. El misterio de los hombres, en cada época, puede y debe ser misterio de verdad y de amor. Puede y debe ser. El deber de hacer el bien y evitar el mal acaba de revelar la fuerza de nuestra familiaridad, de nuestra imagen y semejanza con Dios, que es nuestra dignidad. La elección libre del verdadero bien en el amor acaba de realizar nuestra dignidad. El mal no tiene la última palabra y no será la última de la historia, porque Dios, que dijo la primera, El, el Dios justo y bueno, se ha reservado pronunciar la última al término de los siglos, cuando seremos juzgados por el amor.

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M. Estanislao E. Karlic



[1] Cfr. Suma Teológica, I, q.2, a.3.

[2] Plotino, 1° Enneada, 8° tratado, c.5.

[3] Orígenes, De principiis, l.2

[4] Cfr. Comm. Ad Rom. L.8, n.13, PG XIV, col. 1200

[5] PG, XXXI, col. 341

[6] Cfr. De Isaac et de Anima c.7, n. 60 y 61; c.8, n. 30 y 31, P.L. XIV col. 525, 139 y 140.

[7] Quia non noveram malum non esse nisi privationen boni, usque ad quod omnino non est. Confesiones, L. III, c. 7, n.12

[8] Journet, Ch., El mal, Madrid, 1965,p. 24.

[9] Comentario a las Sentencias (I, d.46, q,1; II, d.34, q.1); la Suma contra los Gentiles (III, c. 4-15); la Cuestión Disputada “Acerca de la Verdad” (q. 3, a.4); la Suma Teológica (I, q. 48-49) y el Compendio de Teología (c. 114-122).

[10] Cfr. Mondin Battista, Dizionario Enciclopedico del Pensiero di San Tommaso d´Aquino, Bologna, 2000, p. 408s.

[11] S.Th. I q. 2, a.3, ad 2

[12] Cfr. Rom 1, 18-20.

[13] Leibnitz llega a decir: “Un bien menor tiene razón de mal” (Minus bonum habet rationem mali), en Essais de Théodicée sur la bonté de Dieu, la liberté de l´homme et l´origine du mal, n° 194.

[14] Contra Gentes III, c. 71.

[15] Cfr. Lc 15,1s.

[16] Cfr. Santo Tomás, In Ep. Ad Rom VIII, l.6,696.

[17] Santo Tomás, In Div. Nom. IV, l. 23.

[18] Maritain, J., De Bergson a Santo Tomás de Aquino, Buenos Aires, 1946, trad. española, p. 201.

[19] San Agustín, Civ. Dei 14,28.

[20] Cfr. Mt. 13, 24-30.

[21] Juan Pablo II, Memoria e Identidad, 3° edición argentina, 2005, p. 14.

[22] Epist. a los Rom. 3,3.

[23] Citada por Juan Pablo Ii en la Homilía de la Canonización, 14.10.1998, en L´Osservatore Romano, ed. semanal española, 42, 16.10.1998.

[24] Cfr. Consejo Pontificio para la Cultura, “¿Dónde está tu Dios?”, La fe cristiana ante la increencia religiosa”, II, 3. p.86



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