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Las biografías de María: manipulación, tergiversación y maniobras contra la Fe y la Iglesia

por Francisco Torres García.

No deja de sorprender el número de títulos que se pueden encontrar en los expositores de las librerías con referencias a Jesús, María, Magdalena, Judas o Pablo, entre otros nombres bíblicos. En la mayor parte de los casos no se trata de textos trascendentes; son simples reconstrucciones noveladas, con desigual fortuna y soporte histórico, destinadas al consumo masivo de un público ávido en tales temas. Lo único que indica esta proliferación  es que en Occidente existe una curiosidad, derivada de su fundamento cultural cristiano, sobre Jesús y cuantos le rodearon.

No es difícil que en alguna conversación salgan a relucir los temas que esta literatura está planteando. No es solamente fruto del debate abierto por el popular y escasamente original Código da Vinci, alimentado por sus ventas millonarias, sino de la continua aparición de datos que, merced a campañas sensacionalistas, se convierten en novedosas revelaciones que nadie lee, pero que permanecen en la memoria colectiva como pequeños terremotos capaces de sembrar dudas con respecto a la veracidad de lo que conocemos de la vida de Jesús y sus discípulos. Arquetípico es lo acontecido con el denominado “Evangelio de Judas”, cuyo texto, salvo interpretaciones de escaso valor y rigor intelectual, carece de trascendencia religiosa. ¡Qué decir de la riada de títulos sobre María Magdalena!

Probablemente sólo la ley del mercado, el interés de los lectores, la retroalimentación que provocan los propios títulos, puede explicar la proliferación de ediciones o reversiones tanto en Europa como en América. Entre los textos publicados, sin embargo, es necesario diferenciar, al menos, tres grupos: primero, los estrictamente religiosos o históricos que no cuestionan, ponen en tela de juicio o someten a debate los fundamentos del cristianismo y de la Iglesia; segundo, las reconstrucciones noveladas o meras exégesis bíblicas sin mayor intencionalidad; tercero, aquellos textos que, desde la novela, el análisis histórico o la crítica literario-lingüística buscan romper creencias, atacar a la Iglesia, poner en almoneda dogma de la Fe o reducir a dimensiones puramente histórico-humanas a Jesús o a María.

Resulta sospechosamente recurrente, entre estos autores de desigual fortuna, el tema de la instauración de la Iglesia. Parece evidente que el objetivo común de muchos de estos textos, de forma explícita o implícita, es desvincular la instauración de la misma tanto del mandato del propio Jesús, como de circunscribir su fundación a los intereses de ambición o de poder de los apóstoles, especialmente del grupo de Pedro. Planteamiento que, curiosamente, dista mucho de la originalidad, pero que trata de sintonizar con la idea extendida entre millones de creyentes de tener fe en el Creador pero no creer en la institución eclesial, poniendo así en entredicho el Magisterio de la Iglesia; lo que en su planteamiento más extremo conduciría a una tergiversación del mensaje. Ideas utilizadas, además, por quienes ven en este recurso el caballo de Troya con el que separar a los católicos de Roma.

Lo novedoso de la maniobra quizás sean los toques feministas incorporados. En este sentido cobrarían especial relevancia dos mujeres: María, la madre de Jesús, y María Magdalena. Ambas representarían la “verdadera” Iglesia instituida por Cristo, que moraría en cada persona (gnosticismo). María, además, en su lecho de muerte transmitiría a la Magdalena la dirección del grupo. Serían pues las maniobras de los apóstoles las que primero relegarían a un segundo plano a las mujeres de Jesús, a la familia de Jesús; después, en un segundo tiempo, la nueva jerarquía, se encargaría de eliminar aquellas partes no convenientes del mensaje, entre ellas estaría el “Evangelio de María”.

Este es el planteamiento esencial de la tesis que recogen, de un modo u otro, muchos de estos autores. Sobre el mismo se ha ido incorporando todo un cúmulo de tonterías ahistóricas como la relación entre la Magdalena y Jesús, el linaje de Jesús surgido de esta relación y un largo etcétera de disparates que han encontrado, sin embargo, cierta acogida. Pero, también contamos con nuevas revisiones biográficas que tratan de avalar algunos puntos de la tesis general cuestionando, al mismo tiempo, dogmas o verdades de la Fe.

María, madre de Jesús, y María Magdalena ocupan un lugar central en esta maniobra contra la Iglesia. Dos personajes de los que, en realidad, se tienen muy reducidas referencias históricas y que, como en el caso de la Magdalena, presentan hasta dificultades para su correcta identificación. Dos personajes sobre los que es posible fabular, siempre que se tenga la capacidad para hacerlo con cierta dosis de verosimilitud. Cierto es que para ello resulta esencial -esto es lo que se hace- ignorar dos elementos fundamentales: primero, que, en ningún caso, los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles o cualquier otro texto descubierto posteriormente fueron escritos como relato histórico, las mínimas pinceladas históricas que aparecen sólo son un marco para el desarrollo teológico; segundo, obviar que, en muchas ocasiones, lo que se aborda no son cuestiones de razón humana sino de Fe; aprovechando y explotando así la incredulidad del “hombre moderno” para realizar esta aintelectual maniobra de ocultación.

Sirva este marco para introducirnos en la discusión sobre María, madre de Dios, que ha popularizado Jacques Duquesne en dos textos de amplia difusión, Jesús (1995) y Marie (2004). Los dos son el resultado de un intento de recopilación de cuanto se ha descubierto sobre sus vidas, de análisis histórico, lingüístico, filológico y literario de las fuentes. En el caso de María, y en la misma línea pero para el público americano, además, debemos referirnos a la obra de Lesley Hazleton Mary. A flexh-and-blood biography of the Virgen Mother (2004), quien también se había acercado al tema de la Magdalena. Nadie duda de que el avance en el conocimiento histórico de Jesús y María sea trascendente para la Fe, ya que ese conocimiento contribuye a afianzarla; pero es imposible tratar de establecer, como de hecho se hace, una disociación entre el personaje histórico y su realidad de Hijo de Dios o de Madre de Dios.

Las fuentes sobre María como realidad histórica son muy limitadas y, en ningún caso, permiten una reconstrucción histórica de su vida. Ni el antes, ni el durante, ni el después de Cristo de María cuenta con notas suficientes para trazar una biografía. Sí contamos con infinidad de aportaciones para trazar el significado de María para la Fe, la Iglesia, la devoción y la salvación, pero esta faceta no suele interesar a sus pretendidos biógrafos. Esta realidad nos conduce a una deducción lógica: el objetivo de gran parte de estos estudios, que nada tienen que ver con los escritos marianos, no es otro que debatir sobre la Inmaculada Concepción, la Encarnación, la Virginidad o la Asunción de María. Tratar de relativizar, como hace un enrabietado Duquesne, afirmaciones como las del propio Ratzinger: “los cuatro dogmas sobre María tienen claro fundamento en la Escritura”. Estaríamos ante un reverdecer de quienes, a lo largo de los siglos, desde dentro y desde fuera, han sostenido una enconada oposición al papel de María en la Fe. Algo lógico, si tenemos en cuenta el impulso mariano de Juan Pablo II o las posiciones del actual Papa. Disidencias que perviven desde antes del Concilio de Éfeso (431) cuando María fue proclamada Theotokos, Madre de Dios.

Escasas son las notas sobre la María histórica: unas pocas frases recogidas en los Evangelios; los relatos de la Anunciación; algunas referencias detalladas en el Evangelio de San Mateo y su presencia citada en algunos episodios de la vida pública de Jesús. Más amplias son las aportaciones contendidas en los denominados Evangelios apócrifos, cuyo contenido no tiene nada de secreto y pueden adquirirse con suma facilidad. Especial atención merece el protoevangelio de Santiago. Estos textos, que contienen muchas estampas de la vida de la Virgen, tienen mucho de relato fantasioso lo que no ha sido problema para que fueran muy utilizados, hasta hace poco tiempo, para explicar a los niños, por lo que han formado parte de la memoria colectiva de los cristianos hasta tal punto que algunos de los pasajes se entiende que están en los Evangelios. También otros apócrifos aportan notas contradictorias sobre el camino de María después de la Crucifixión y Resurrección de Cristo hasta la Dormición, que tendría lugar en el monte Sión, fuera de las murallas de Jerusalén. Lugar donde se erigió la basílica de la Dormición; no lejos de la tumba vacía que existe en el valle de Jehoshaphat.

La notoria imprecisión cronológica, geográfica e histórica de los Evangelios es incontrovertible. No es fruto de su redacción tardía, ni de la pérdida de transmisión de datos orales, sino de la falta de interés que para los redactores tenían. Los evangelistas no eran ni Herodoto ni Flavio Josefo, su interés era puramente teológico. Por otra parte, el modelo de transmisión oral, para el que se utilizaban técnicas de memorización muy habituales entre los rabinos de aquella época, hace muy probable que la pérdida real de datos fuera mínima. Sobre todo si tenemos presente que alguna de las copias de los textos que nos han llegado son del siglo I y nada permite dudar que se realizaran otras anteriores.

La crítica histórica ha permitido incorporar una datación más exacta, sobre todo porque el calendario cristiano data del siglo VII. Hoy se sitúa el nacimiento de Cristo entre los años 4 a.C. y 6 d.C. Sin embargo, lo más probable es que Cristo naciera en el año 6 d.C., durante el gobierno de Herodes Antipas, si nos atenemos a la cuestión del censo. También es evidente que Cristo nació en la primavera o en el verano. Con respecto a María los datos parecen claros: debió nacer entre el 17 y el 7 a.C. muriendo en torno al 45-46 d.C. Los datos históricos nuevos han sido escasos, lo que ha abierto espacio para todo tipo de suposiciones.

Sorprende lo ingenuamente que los autores que, como en este caso, abordan la historia de María utilizan los razonamientos, las suposiciones y hasta la genética para tratar de conducir al lector hacia un único punto: la negación. La negación de la Inmaculada Concepción, de la Virginidad y de la Encarnación. En consecuencia, María habría sido mitificada concediéndole, por interés, papeles que no le corresponden como el de intercesora, corredentora, Madre de la Iglesia… Para asentar sus tesis, autores como Duquesne, recurren al análisis de “la caja de herramientas intelectuales” de los evangelistas, ya que esa “caja” es la que explica el porqué de los pasajes y nos da la clave de la realidad. Igual recurso utiliza Hazleton para mostrar como los evangelistas procuraron adecuar la realidad a las profecías.

¿Quién era María? Ésta es la primera pregunta que autores como Duquesne o Hazleton tratan de responder analizando el entorno de una joven de la Judea de entonces. La primera respuesta es: una pastora, porque esa era una de las funciones usuales en aquel tiempo, en aquellas comunidades y en aquellas tierras. Vive en Nazareth en un tiempo en el que en la zona se producen levantamientos contra los romanos, a los que suceden violentas represiones.  Según el protoevangelio de Santiago, María fue entregada al templo a la edad de tres años.

María, según Hazletón sería, en realidad, una partera y una curandera que transmitiría su conocimiento a su hijo.  Nos encontraríamos así con el retrato de una mujer decidida que tiene, cría y enseña a Jesús. José sería entonces una “ficción”; José sería el elemento que utilizan los evangelistas para  enlazar con las profecías. Algo similar trata de fundamentar Duquesne cuando habla de “los promotores de la virginidad de María” y reduce la Anunciación (las anunciaciones) a la categoría de mito o leyenda: “el relato de la Anunciación de Lucas pertenece al ámbito de lo simbólico” (Duquesne); aunque según Juan Pablo II el relato “rezuma verdad” pues proviene de quienes vivieron los hechos y de la propia María. Forzando la duda, Duquesne, plantea objeciones a la Inmaculada Concepción porque ésta entra en contradicción, según su crítica, con la aceptación por parte de la Virgen de lo anunciado, pues no se trataría de una afirmación sino de una predestinación; para el autor cualquier explicación que no entre en este razonamiento es fruto de una “acrobacia intelectual” de la que tanto gustan los teólogos (“No se puede alabar el sí de María al arcángel Gabriel y creer a la vez en la Inmaculada concepción”). Lo hace, sin darse cuenta que, jugando con las palabras y los interrogantes, se puede plantear la misma irresoluble cuestión a la inversa ya que la Inmaculada Concepción no implica directamente la aceptación de la Anunciación.

El análisis de la Anunciación, que suele ocupar páginas y páginas, conduce al debate sobre la Virginidad de María. Estamos ante una cuestión de Fe y ese es el punto que autores como Duquesne prefieren obviar. Para ellos, la Anunciación y la Virginidad estarían en relación con la mentalidad de la época. Algo que aprovechan los evangelistas para propagar, por asimilación el cristianismo. Nos encontraríamos con una inmersión consciente de los textos en la tradición de las relaciones mitológicas de los dioses con las mortales y en las historias de las vírgenes fecundadas propias de Oriente; porque de lo contrario estaríamos vulnerando las leyes de la genética, pues si Jesús era hombre necesitaba de los cromosomas X e Y, por tanto de María y de José. La virginidad se circunscribiría, según estos autores, a la pureza del alma frente a la corrupción del mundo.

La no aceptación de la virginidad de María y los ataques a la Encarnación son muy antiguos. La Virginidad de María se extendió pronto por las comunidades cristianas, aunque no fuera reconocida como dogma hasta el Concilio de Letrán en el siglo VII. En el siglo II ya se difunden los ataques a la misma. Tenemos constancia de la diatriba, usual entre quienes atacaban al cristianismo, que hablaba de la violación de María por parte de un soldado romano llamado Partenos (en realidad era el nombre de la Legión situada en la zona); también, en función de la tradicional imagen de María servidora del templo, se recurrió al argumento de la violación realizada por parte de un sacerdote, quien para ocultar los hechos buscó un marido a María. Los que tratan de explicar el porqué de la idea de la virginidad de María en clave terrenal, en función de las creencias y usos del momento histórico llegan, a veces, a sorprendentes  conclusiones: “un himen intacto tenía, sin embargo, un valor especial: garantizaba que el primogénito era realmente el hijo del padre. En una cultura campesina como la de Maryam, donde la continuidad en la posesión de la tierra era el valor fundamental, el himen era el único seguro sobre la paternidad”, así pues la virginidad de María  era “para la futura identidad de Jesús: una garantía de filiación divina” (Hazleton).

Tan frágiles son los argumentos ante una cuestión de Fe que muchos autores han buscado reforzarlos con las referencias a la familia de Jesús, a los otros hijos de María. Para ello se amparan en unas pocas citas en los Evangelios. No es necesario entrar en grandes precisiones para sostener la tesis de la Iglesia. El término hermanos en modelos familiares no nucleares, como lo eran en tiempos de Jesús, se aplica a todos los primos; incluso, en la comunidad, al jefe se le llama padre y entre ellos se llaman hermanos. Pero admitir esta realidad, algo a lo que obliga el rigor intelectual, destruiría una parte de la argumentación; presentar a María como madre de familia numerosa, a pesar de que en la época las tasas de supervivencia de la madre y de los hijos a los partos sucesivos eran muy bajas, es un recurso muy efectista para atacar la virginidad de María.

Poco han avanzado las críticas contra María desde el siglo II. Cuando leemos trabajos como los que nos ocupan, desde el presente hacia el pasado, es fácil percibir la intencionalidad que tienen: inducir que María, mejor dicho que los dogmas sobre María son artificios creados por la propia Iglesia a lo largo de los siglos, fruto de la presión de un lobby poderoso. Estos autores y quienes los promocionan no perciben, sin embargo, que en su propia crítica es fácil encontrar la razón de la proclamación de María como Madre y Esposa de la Iglesia, tal y como la concebía Juan Pablo II.

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Francisco Torres García.



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