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El Reino de Tudmir y la dinámica expansionista musulmana

por J. Martín Quintana

La batalla de Guadalete del año 711 marca el final del Reino visigodo de Toledo, así como el nacimieno de nuevas formaciones políticas y culturales en la Península Ibérica. Sin embargo, a pesar de la profunda crisis política, económica, social y moral que sacudía al Reino visigodo y del rápido derrumbamiento de las estructuras políticas y militares, resultado de una creciente disolución institucional y territorial del reino, no podemos hablar de una ruptura radical: La conservación durante siglos de diversos elementos culturales y jurídicos, desde Córdoba a León, y desde Toledo a Barcelona, puede servir de elocuente testimonio de ello. Pero uno de los casos más reveladores en este sentido, es la pervivencia durante casi medio siglo del llamado Reino de Tudmir.

A fin de enmarcar un poco mejor el contexto en el que se enmarca la constitución de tal formación política, no está de más recordar aquí, siquiera sucintamente, los acontecimientos que condujeron a la batalla de Guadalete y con ella, al final del Reino visigodo de Toledo.

A principios del año 710 fallecía el rey Witiza, reuniéndose el concilio o asamblea de nobles laicos y eclesiásticos para proceder, conforme a lo establecido en los concilios del S. VII, a la elección de un nuevo monarca, siendo honrado con tal ministerio Rodrigo, quizás duque de la Bética.

Sin embargo, el clan witizano, liderado por Oppas y Sisberto, hermanos del anterior monarca, esperaba que fuera uno de los hijos de Witiza el que se sentara en el trono toledano, por lo que, contrariados, recurrieron al legendario conde D. Julián de Ceuta, para que se pusiera en contacto con los poderosos árabes de Kairwán, con cuya ayuda esperaban elevarse al poder a cambio de cederles alguna cantidad de oro o quizás las propiedades de sus adversarios.

Sea como fuere, aprovechando que el rey Rodrigo se encontraba en campaña contra los díscolos vascones, Tarik, lugarteniente de Muza, procedió a desembarcar sus tropas en la zona de Gibraltar, ante lo cual, el ejército real emprendió la marcha hacia el sur, encontrándose a orillas del Guadalete con las tropas musulmanas, momento en el que  los witizanos consumarían su traición, al huir y dejar expuestos los ejércitos leales al rey.

El inesperado y contundente éxito de las fuerzas musulmanas, abría las puertas de Hispania a unos ejércitos que pasaron de ser aliados de una facción rebelde, a ser invasores del reino, dado que es de suponer que los witizanos esperaban entrar en Toledo para coronar como monarca a uno de los suyos, si bien hubieron de conformarse con las tierras que formaban parte del patrimonio regio y algunos cargos de importancia, aunque en la práctica inoperativos, como la sede primada de Toledo, que fue para Oppas, o el de «conde de los cristianos», cargos que sólo les daban cierta preeminencia sobre la que no era sino una población romano–goda sometida y degradada a la situación de dimmí.

Sorprendentemente, a diferencia de lo que ocurriera en tiempos de Atanagildo y Suíntihla, cuando los godos cerraron filas frente a unos amenazadores bizantinos y francos llamados por una facción rebelde, en 711 los witizanos colaboraron de manera activa con los musulmanes, lo que ha llevado a algunos personajes a afirmar que nunca se produjo invasión ni conquista musulmana alguna1.

Ciertamente, la debilidad institucional, el grave deterioro de la situación económica, social y moral, la división interna y el proceso de disolución territorial, contribuyeron decisivamente a que el avance musulmán fuera más rápido y cómodo, pero no podemos ignorar que los musulmanes estaban interesados en Hispania mucho antes incluso de que Witiza muriera: Ya en 682, Uqba ben Nafi al–Fihri, fundador de Kairwán, pregunta al conde Don Julián sobre las posibilidades de pasar a Hispania, y poco antes de la definitiva invasión de 711 se contabilizan hasta cinco importantes incursiones en la zona de Algeciras. Aunque Chalmeta considera que la invasión del Reino visigodo de Toledo responde más bien a una iniciativa personal de Tariq, lo cierto es que éste mismo autor señala: “Obsérvese la absoluta coincidencia entre las campañas occidentales y orientales, reveladoras de que estámos ante la aplicación local de una dirctriz general: la política expansionista de Walid”2, tendencia que sólo se ve paralizada cuando estallan luchas intestinas en el seno del Imperio islámico, reactivándose con más fuerza cuando se alcanza de nuevo la estabilidad política.

Emilio Cabrera, por su parte, nos da una intersante clave para conocer los auténticos proyectos de los musulmanes con respecto a Hispania: “Las campañas de los musulmanes en el norte de África (con la conquista de Cartago y, posteriormente, de la Península Ibérica) son, en gran parte, el resultado de una nueva orientación estratégica como consecuencia de su fracaso ante los muros de Constantinopla”3. Es de nuevo Chalmeta el que asevera que “el problema esencial que se plantea entonces, por todo el orbe musulmán, será una cuestión de reajuste entre las tropas y el fluir contínuo de nuevos inmigrados árabes”.

Efectivamente, y a tenor de la carrera expansionista cuyos inicios, por qué no, podríamos ya situar en torno al año 624, – cuando los partidarios de Mahoma atacaron una caravana de comerciantes en Najla4 – resulta, cuanto menos, fuera de lugar considerar que las actividades llevadas a cabo desde 711 hasta 732 no constituyeron acciones de naturaleza conquistadora. La necesidad de obtener botín, esclavos y tierras donde asentar a las belicosas tribus y guerreros que se habían ido sumando a los conquistadores desde Arabia a la Tingitana, precisaba de nuevas conquistas en una dinámica que se retro–alimentaba de manera contínua, de manera que, cada conquista exigía la invasión de nuevas tierras, y como los musulmanes no pudieran progresar por Anatolia o Grecia, decidieron reorientar su eje de avance hacia el Norte de África, en dirección a Ifriqya y Tingitana, y desde allí hacia la Hispania visigoda y la Galia franca.

No obstante, aunque ciertamente los árabes contaron con la activa colaboración de diversos elementos de la población o al menos con su indiferencia, también se dieron numerosos casos de numantina resistencia, siendo uno de los casos más destacados el de Mérida, que resistiría el asedio musulmán hasta el año 713. Pero el caso más fascinante es, sin duda, el del dux Tudmir o Teodomiro .

La primera referencia que tenemos relacionada con éste personaje nos la ofrece la Crónica Mozárabe, que según algunos autores pudo estar escrita en Murcia, donde se señala5 que en 697 y 698 Teodomiro, como dux o gobernador militar de Murcia, habría rechazado sendas incursiones bizantinas en el contexto de la lucha que mantenían con los árabes por Cartago6. Lo cierto, es que no era la primera vez que ésta zona se veía sacudida por ataques bizantinos, bereberes o musulmanes, por lo que es de preveer que allí habría una importante concentración de tropas. De hecho, Orlandís señala que algunas provincias tendrían un “peculiar carácter castrense”7, de manera que al frente de las mismas estaría un dux al mando de un fuerte contingente militar, lo que explicaría la capacidad de resistencia del duque Teodomiro.

Efectivamente, Teodomiro habría logrado salir victorioso en varios encuentros habidos con las huestes musulmanas, dirijidas por los hijos de Muza, Abd–el–Aziz y Abd–Allah, pero dado que sus posibilidades para reponer tropas o recursos estarían más bien limitadas en comparación con la capacidad del Imperio musulmán, el duque visigodo se vio forzado a negociar finalmente con los musulmanes, suscribiendo en 713 un pacto con Abd–el–Aziz, pacto que se ha venido conociendo como Pacto de Teodomiro, cuyo texto ha sido objeto de  variadas traducciones y diversas interpretaciones.

Siguiendo la traducción de Simonet, el cual sigue la versión del Diccioanrio biográfico de al–Dabbí, Teodomiro se habría sometido a capitular, “aceptando el patronato y la clientela de Dios y la clientela de su Profeta (...) con la condición de que no se impondrá dominio sobre él ni ninguno de los suyos; que no podrá ser cogido ni despojado de su señorío (...)”.

Felipe Maíllo Salgado, por su parte, siguiendo a Ibn Idarí, traduce “los suyos”, como «súbditos» de Teodomiro, lo cual implicaría una noción de soberanía, y en consecuencia, que el dux murciano no habría sido despojado de su dominio. No obstante, quizás el pacto se esté refiriendo a las propiedades particulares del duque y los magnates de la zona, y no tanto al territorio como entidad administrativa o jurisdiccional.

Lo cierto es que el texto parece hacer de Teodomiro un protegido sujeto a chizya, la capitación pagada por los dimmíes. Sin embargo, Alfonso Carmona González considera que este pacto constituye un documento de sulh que “según la legislación islámica significa «un pacto mediante el que se llega a la eliminación del conflicto», y desde el punto de vista político, «supresión de la guerra de acuerdo con unas condiciones estipuladas»8.

¿Estámos, por tanto, ante una capitulación o más bien ante una especie de armisticio?. El caso de Ifriqiya, por cercanía en el tiempo y el espacio, puede ser sumamente significativo: Tras ser derrotadas en el campo de batalla las tropas bizantino–bereberes al mando del gobernador Gregorio, los musulmanes someten a asedio a al–Djem que sólo es levantado al concluir “una tregua o suhl con Ibn Abi Sarh, entregando una capitación anual de 300 quintales de oro (...) a cambio de que (los musulmanes) se retirasen del país”9 lo que, efectivamente hicieron.

Tenemos, pues, que el establecimiento de un sulh y la exigencia de tributos, no implica la imposición de la soberanía califal y ni siquiera la ocupación del territorio, de manera que en el caso de Tudmir, podríamos estar más ante una tregua que ante una capitulación y que, por lo tanto, no estámos ante un transpaso de soberanía.

Además, la imposición de tributos es una práctica que vemos desde los tiempos de las invasiones bárbaras del Imperio Romano: El emperador bizantino Constantino IV, por ejemplo, se vio obligado a pagar tributo a los búlgaros, pero no por eso dejaba de ser soberano. Los reyes leoneses de la segunda mitad del S. X también se vieron obligados a pagar tributo al poder califal, y después al amirí, quedando degradado León a la condición de protectorado, pero no dejaba de ser por ello una entidad política soberana.

Por su parte, el hecho de que el pacto estipule que Teodomiro no podrá ser despojado de su señorío, implica una profunda diferencia con la figura del conde de los mozárabes que había en Córdoba: Éste no es más que un intermediario entre el poder musulmán y los súbditos cristianos, no pasa de ser un representante de la comunidad mozárabe y un perceptor de impuestos para el gobernante musulmán, un funcionario cuyo cargo está a disposición del valí, emir o califa. Su jurisdicción afecta exclusivamente a los cristianos, de una manera personal, no territorial, y no podemos hablar de ejercicio de poder soberano sobre los mismos, dado que el único soberano es el emir o el califa. Sin embargo, Teodomiro no parece ejercer un poder delegado, su cargo no está a disposición de las autoridades musulmanas, puesto que éstas no le pueden despojar de su señorío a voluntad, de manera que no es un mero representante de una comunidad sometida. 

El pacto explicita que su señorío, ese que no puede ser enajenado a voluntad por parte de las autoridades musulmanas, se extiende desde Alicante hasta Lorca y de Orihuela a Mula, de manera que su jurisdicción no parece limitarse a los individuos, sino que tiene un carácter territorial: ¿Podemos hablar entonces de un poder política y administrativamente autónomo con jurisdicción de carácter territorial y soberana?.

Ciertamente, Teodomiro no puede ser despojado de su señorío, siempre y cuando cumpla con una serie de cláusulas que condicionan sus relaciones exteriores, de manera que su soberanía queda mermada en la práctica, pero esto no implica que Teodomiro no ejerciera funciones soberanas, al menos como duque de Orihuela, de la misma manera que, por ejemplo, los emperadores romanos no dejaron de ser soberanos cuando los vándalos condicionaron coactivamente su sistema de alianzas.

De ser esto así, tendríamos que durante el S. VIII no hubo una única entidad política soberana libre del dominio musulmán y de cierta relevancia, sino dos, la cántabro–astur y la murciana, a cuyo frente se habrían puesto dos duques del que fuera Reino de Toledo, Alfonso y Teodomiro.

Sin embargo, el pacto sulh parece poseer un carácter provisional, estableciéndose por parte de los musulmanes cuando resulta imposible someter un territorio y hacerlo parte de Dar–al–Islam, en una concepción de relaciones intenacionales que nos recuerda a la taqiya en las relaciones personales: Cuando el equilibrio de fuerzas se decanta a favor del Islam, se considera lícito arremeter de nuevo contra el territorio protegido por el pacto, dado que dicho territorio no deja de ser Dar–al–hurb, territorio de guerra, un espacio que ha de ser incorporado al dominio islámico.

Además, el estallido de profundas tensiones internas y fuertes convulsiones políticas, étnicas, religiosas, sociales, etc. que sacudirán la recién conquistada al–Andalus a lo largo del S. VIII no contribuiría demasiado a salvaguardar la integridad de un pequeño y rico enclave cristiano pegado a los dominios musulmanes.

Efectivamente, a fin de sofocar la revuelta jarichí protagonizada por los berberiscos que se había extendido por el Magreb y al–Andalus, el Califa Hisham enviaría sus últimas reservas, las tropas del chund o distrito militar sirio, las cuales, tras la batalla del río Sebú (741), se vieron obligadas a refugiarse en Ceuta. En al–Andalus, mientras tanto, la situación era confusa: Tras la derrota de Poitiers y la muerte del virrey al–Gafiqí, Abd–el–Malik se había puesto al frente de las tropas, pero el califa de Damasco no le confirmó en el cargo, encargando a Uqba tomar posesión del valiato. Abd–el–Malik entonces aprovechó la presencia de las tropas sirias en Ceuta, que necesitaban víveres desesperadamente, para pactar con ellas: Abd–el–Malik les proporcionaría los anhelados víveres a cambio de ayuda para sofocar la revuelta y consolidar su poder, y la promesa de regresar al norte de África para terminar de sofocar la revuelta jarichí, a lo que los sirios accedieron encantados.

Sin embargo, una vez aplastada la revuelta berberisca en la Península, los sirios asaltaron Córdoba y proclamaron valí a su jefe, Balch, desatando una sangrienta represión e imponiendo un abusivo régimen. La oposición andalusí, formada fundamentalmente por yemeníes y muladíes, se vió obligada a pedir ayuda al gobernador de Kairwán, por cuya intermediación fue enviado Abu–l–Jattar, el cual, dotado de plenos poderes, se dispuso a organizar la que todavía era provincia de al–Andalus, empezando por aplacar a las díscolas tropas sirio–egipcias con el reparto de tierras y rentas entre las mismas, pero no con las tierras de los clanes y grupos de interés musulmanes cuyas luchas habían ensangrentado el suelo andalusí, sino proyectando las energías de todos ellos hacia fuera, hacia un enclave cada vez más débil, pero a la vez rico y fértil, y cuya condición de enclave cristiano neutralizaría todo recelo y agravio entre musulmanes.

Corría el año 743 y reinaba en Murcia Atanagildo, hijo de Teodomiro. Según Simonet, Teodomiro habría acedido a que una guarnición musulmana se estableciera en el castillo de Orihuela10, que servía de capital y residencia del duque, lo que indicaría una clara sumisión por parte de éste al poder musulmán. Sin embargo, más adelante afirma que el “egregio Príncipe Atanagildo [...] había ascendido con universal aprobación de patricios y plebeyos al trono fundado por su padre Teodomiro, muerto en 743”, de manera que su posición no parece depender de poder alguno, sino del apoyo de sus súbditos – especialmente de los magnates laicos y eclesiásticos, tal y como se había estilado en Toledo, así como del derecho sucesorio basado en el parentesco, tal y como se había intentado con desigual éxito durante el período visigodo –.

Que Atanagildo también administrara a placer las rentas propias, y lo que es más importante, las del Estado, refuerza la idea de que el rey de Orihuela era soberano, al menos si tenemos en cuenta que el conde de los mozárabes de Córdoba podía administrar algunas rentas pagadas por los miembros de su comunidad, pero no las del Estado. 

Pero, como dijimos más arriba, ésta situación dependía del equilibrio de fuerzas y la llegada de miles de sodados sirios y egipcios a la Península inclinaba decisivamente la balanza del lado musulmán: Es por esto que Abu–l–Jattar, ante la falta de buenas tierras donde instalar a las amenazadoras tropas orientales, resolvió unilateralmente asentarlas en la cuenca del Segura, es decir, en las tierras que formaban parte del reino de Orihuela. Aunque dichas tropas quedaban como aparceros de los cristianos, Atanagildo protestó ante lo que consideraba una violación del pacto de 713, pero en esos treinta años las cosas habían cambiado y ahora los musulmanes habían reforzado su poder, de manera que, aunque el califa Suleymán confirmó el pacto,11 el valí impuso a Atanagildo una cuantiosa multa que dejaba a las claras la expuesta posición del reino cristiano12; Y es que, como señala Dozy13, “cuando los árabes vieron asegurada su dominación, observaron los tratados con menos rigor que en la época en que su poderío estaba aún vacilante”14.

Sería, no obstante, una nueva conmoción en el seno del Islam, lo que habría de dar la puntilla final al Reino de Orihuela: En 750 triunfaba la sublevación de los abbasidas y Abu-l-´Abbas al–Safar fundaba un nuevo Califato, lo que produjo la huída del último Omeya, Abd–el–Rahman, a la que no había sido sino una alejada y semi–independiente provincia del Imperio, esto es, al–Andalus, donde el jóven Omeya fue proclamado emir a princpios de 756.

Sin embargo, las tensiones y conflictos entre distintos grupos de interés sacudían el país, situación que se vino a complicar con los intentos abbasidas de someter a la que había sido una provincia del Imperio y con la necesidad de Abd–el–Rahman de asegurar su posición: El Reino de Orihuela, todavía extenso, fértil y situado en una zona muy expuesta, iba a jugar un papel fundamental en el drama.

No es, seguramente, casualidad que en torno al año 778, Abd–el–Rahman ben Habib Al–Fihri, gobernador de Ifriqiya, escogiera las costas de Murcia para desembarcar sus tropas para, en nombre de los Abbasidas y coordinadas con las de Carlomagno, acabar con el último reducto omeya. Necesitado de aliados, es probable que Al–Fihri desembarcara en Murcia en calidad de tal, tratando con una entidad política más o menos soberana y autónoma y todavía lo suficientemente poderosa como para suponer un sensible debilitamiento de las fuerzas omeyas. A diferencia de otros líderes andalusíes que sólo representaban a grupos de interés clánicos, étnicos o religiosos, Atanagildo sería soberano de un territorio y por eso al–Fihri podía contar con una base territorial y de poder considerable y estable, a diferencia de la mayor parte de los líderes andalusíes cuyo poder se encontraba allí donde tenían a sus tropas y que dependía de fluctuantes alianzas e intereses.

Pero el fracaso de al–Fihri, supuso la ruina de Atanagildo, puesto que Add–el–Rahmán I consideró que el príncipe cristiano había transgredido el pacto de 715, al acoger a los enemigos de los Omeyas, por lo cual, “ocupó ciudades y fortalezas, desarraigó de allí las prepotentes familias cristians, y amarró a perpetuo y duro yugo las fértiles y un tiempo libres y venturosas comarcas del Segura, el año de 779”15, si bien todavía ciudades como Bigastro o Ello se resistieron durante largo tiempo a la dominación musulmana.

No obstante, la ocupación del Reino de Orihuela parece responder, no tanto a la denuncia del pacto, como a la nueva situación creada en al–Andalus con la llegada y proclamación como emir de Abd–el–Rahmán I, hecho que atrajo a gran cantidad de exiliados y clientes (maulas) orientales a la Península a los que había que instalar sin provocar conflictos con los grupos de interés musulmanes ya asentados: “Esa «sed de tierras», provocada por la necesidad de proveer al sustento de omeyas y mawali recién llegados de Oriente, implica un intento de recuperar todas las propiedades estatales [...] y no podía por menos que afectar a los protegidos (lo que supuso) la supresión del enclave de Tudmir/Atanagildo” 16.

El despojo sufrido por Ardabasto, descendiente de Witiza que, precisamente en virtud a un pacto de capitulación habría recibido numerosas propiedades, es una muestra de que Abd–el–Rahman no despojó a Atanagildo tanto por prurito legalista, como por necesidad de asentar a sus fieles y las bases de su poder a costa de unos cristianos que conservaban aún considerables propiedades, pero que no podían oponer resistencia a las decisiones del nuevo emir, tal y como se manifiesta en la forzosa conversión de la catedral de Córdoba en mezquita.

Es así como, el Reino de Orihuela, el último vestigio del Reino visigodo de Toledo, se incorporaba a Dar–al–Islam: «Permamsit regnum Gothorum annis CCCLXX; destructum est a Sarracenis»17

Ciertamente, la cuestión del reino de Teodomiro ha sido objeto de una antigua y profunda discusión por parte de los especialistas pero, sea como fuere, parece evidente que fue la propia dinámica expansionista y predatoria musulmana, las tensiones y divisiones internas que desgarraban al Islam andalusí y la necesidad de los dirigentes de al–Andalus de consolidar su poder mediante la proyección de las energías sobre la minoría débil, sobre “el otro”, es decir, sobre los mozárabes y las formaciones políticas cristianas, lo que condujo a la ruina de la última entidad política directamente ligada al Reino visigodo de Toledo, en una acción equiparable a la conquista del Reino musulmán de Granada de 149218, de manera que los “nuevos” witizanos deberían ser más prudentes a la hora de ensalzar a los “tolerantes” andalusíes y de cargar con las más negras tintas a los “oscurantistas conquistadores del Norte”, puesto que una y otra visión son, cuanto menos, matizbles.

·- ·-· -······-·

J. Martín Quintana

Notas [1] Aunque la siguiente consideración pueda ser juzgada como anacrónica, lo cierto es que, durante la II Guerra Mundial, la actitud witizana hubiera sido calificada como de colaboracionista y, como ocurriera con los partidarios de los alemanes en países como Francia, Bélgica o Noruega, habrían sido encarcelados y ahorcados por traición y colaboración con el invasor. No obstante, para los defensores de la penetración pacífica de los musulmanes en Hispania, resulta que la existencia, por ejemplo de un Vidkum Quisling implicaría que los alemanes jamás invadieron Noruega, y no digamos el caso de Petáin en Francia, que además había sido investido con todos los poderes por parte de un Parlamento legítimo y democráticamente elegido .

[2] Pág. 94, Chalmeta

[3] Pág. 86,  Cabrera

[4] Pág. 65, Vernet

[5] infra. Orlandís

[6] Pág. 264, Orlandís.

[7] Pág. 202, Orlandis

 [8] Pág. 5, Molina Rueda.

 [9] Pág. 80, Chalmeta

[10] Pág. 27, Simonet

[11]cifr. pág 200, Simonet

[12] Para Chalmeta, la posibilidad de hacer frente a tal pago indicaría que Atanagildo era un poderoso propietario, dando así por hecho que ese dinero provendría de ssu rentas particulares y no de la Hacienda estatal o ducal. 

[13] cit. por Simonet

[14] Pág. 201, Simonet.

[15] Fernández–Guerra, citado por Simonet en pág. 244

[16]Pág. 362 – 363, Chalmeta

[17] Pág. 245, Simonet

[18] No entro a valorar aquí la existencia de las construcciones ideológicas astur–leonesa y castellana relacionadas con la restauración del ordo gothico y la «recuperación de España», por las que se justificaría el concepto de Reconquista.

Bibliografía Álvarez Palenzuela, V.A. y Suárez Fernández, L. La España musulmana y los inicios de los reinos cristianos (711 – 1157) en Historia de España                Madrid            1991

Cabrera, E.      Historia de Bizancio                                                    Barcelona        1998

Chalmeta, P.    Invasión e islamización. La sumisión de Hispania y la formación de al–Andalus                                                                                               Madrid            1994

 

Molina Rueda, B. Aproximación al concepto de paz en los inicios del islam

Instituto de la Paz y los Conflictos   Universidad de Granada (en internet)

 

Orlandis, J.      Época visigoda (409 – 711) en Historia de España    Madrid            1999

Simonet, F.J.   Historia de los mozárabes de España  Madrid 1983

Vernet, J.         Los Orígenes del Islam  Madrid 1990



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