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Elogio de la afectividad (2): ¡Adentro!

por Tomás Melendo y Mª Esperanza Aguilera

Muy probablemente, el intento de justificar la conveniencia de llevar a cabo un análisis de la afectividad, anteponiéndolo o incluso dejando de lado otras dimensiones del sujeto humano, resulte innecesario. Como escribe von Hildebrand: … tener un corazón capaz de amar, un corazón que puede conocer la ansiedad y el sufrimiento, que puede afligirse y conmoverse, es la característica más específica de la naturaleza humana.

¿La afectividad?

El corazón es la esfera más tierna, más interior, más secreta de la persona [1] .

Se apuntan, de todos modos, algunas de las razones de más peso para realizar ese estudio.

Propia y característica de cada ser humano

 En primer término, hemos de conocer las emociones o sentimientos porque, de hecho, se trata de algo constitutivo e irreemplazable en cada uno de nosotros; de algo que, con más o menos conciencia, todos experimentamos y que influye poderosamente en la orientación de nuestra existencia, en nuestra conducta global y en cada uno de nuestros quehaceres.

Y no de cualquier modo: la afectividad —lo que por ahora llamamos sentimientos, pasiones, emociones, estado de ánimo, temple, etc.— penetra y da un tono particular y único, exclusivo de ella, a los restantes ámbitos que conforman al varón y a la mujer y a cada uno de sus actos, en las distintas etapas de su vida.

Prácticamente en todo lo que hacemos o dejamos de hacer, en lo que pensamos, en lo que anhelamos o queremos o rechazamos o menospreciamos… está presente, con más o menos vigor y conciencia, para bien o para mal, un factor sentimental o emotivo.

Precisamente en el inicio de su pequeña obra inédita, Ordo amoris, había escrito Scheler:

Me encuentro en un inmenso mundo de objetos sensibles y espirituales que conmueven incesantemente mi corazón y mis pasiones. Sé que tanto los objetos que llego a conocer por la percepción y el pensamiento, como aquellos que quiero, elijo, produzco, con que trato, dependen del juego de este movimiento de mi corazón [2] .

Algo parecido, aunque más matizado, afirma Yepes:

El puesto de la afectividad y los sentimientos en la vida humana es muy central. Son ellos los que conforman la situación anímica interior e íntima, los que impulsan o retraen de la acción, y los que en definitiva juntan o separan a los hombres. Además, la posesión de los bienes más preciados y la presencia de los males más temidos significan eo ipso que nos embargan aquellos sentimientos que dan o quitan la felicidad [3] .

Y, para cambiar totalmente de escenario, copiamos unas palabras de Tom Morris, en su conocido libro: Si Aristóteles dirigiera la General Motors. Al parece, también la productividad económica se relaciona estrechamente con la liberación de afectos positivos:

La belleza libera. Renueva, vigoriza e inspira. Todos los ejecutivos lo saben y a veces obran en consecuencia, y por eso eligen escenarios de gran belleza para las reuniones de suma importancia. Para agasajar a un cliente o para planificar el futuro se necesita el mejor entorno posible, un lugar que nos lleve a dar lo mejor de nosotros mismos. A nivel intuitivo, todos sabemos que la belleza desempeña un papel que no puede compararse con nada más en su impacto en el espíritu humano, ya que libera todas nuestras energías y reflexiones más profundas y nos conecta con nuestros afectos más elevados [4] .

Con gran influjo en nuestro modo de percibir la realidad

 Pero hay más. Muy frecuentemente, nuestro primer contacto con el mundo y con cada uno de sus componentes, nuestra la percepción inicial de todo ello, es de tipo sentimental o emotivo; bastante a menudo, nuestra afectividad selecciona, canaliza y modula de entrada cuanto llega hasta nosotros, haciendo que lo conozcamos de un modo u otro… o que no le prestemos la menor atención.

 1. Si nos encontramos ante realidades que a primera vista nos agradan, ese sentimiento intensifica nuestro discernimiento y nos permite apreciar detalles de bondad o belleza o virtud que a otros pasarían inadvertidos, o bien impide que captemos aspectos negativos patentes.

 2. Por el contrario, el surgir de una sensación de repulsa ante aquello que se nos presenta como molesto o desagradable, hace que ni siquiera reparemos en algo o alguien, que apartemos la vista o que distorsionemos su conocimiento y obtengamos de ellos una imagen deformada y empobrecida.

Con palabras de un notable psicólogo y neurólogo argentino, Abelardo Pithod, al que citaremos con frecuencia en estos ensayos:

Desde el sentimiento de autoestima que acompaña —o no— a una persona, a las distorsiones en la percepción del prójimo debido a oscuros sentimientos de antipatía, la afectividad es un ingrediente decisivo en la “construcción” de nuestro mundo. Como dice J. Nuttin, en términos de análisis fenomenológico, el Yo (el self de la psicología norteamericana) se “llena” de contenidos provenientes del Mundo en el que habita y al que él mismo ha contribuido a construir. Así, la realidad es percibida como amenazante por la persona con tendencias paranoides, como triste por el depresivo, o como carente de sentido, y tantos otros modos de proyección del estado afectivo del Yo. Es aquello de que todo es del color del cristal con que se mira [5] .

 3. Y aún más: la primera impresión de las personas, objetos o situaciones, que habitualmente se halla condicionada o incluso determinada por los sentimientos, con bastante frecuencia acaba por convertirse en definitiva.

  3.1. No es extraño que, al ver acercarse a alguien, antes incluso de hablar con él o después de intercambiar una mirada o un par de frases, se instale en nosotros un sentimiento de agrado o desagrado (me cae bien o mal), de confianza o desconfianza (es o no es de fiar), de admiración o menosprecio (qué suerte haberlo conocido; ni siquiera vale la pena cambiar con él dos palabras), etc.

  3.2. Y esta opinión, no rara vez injustificada e incorrecta, no la sabemos, queremos o podemos eliminar… justo por la presión que ejercen nuestros sentimientos. Cosa que, como leíamos en la cita de Pithod, llega a límites insospechados en las personas con un desajuste psíquico más o menos grave: neuróticos, paranoicos, etc.

A todo ello apuntan, de manera global pero significativa, y aplicadas a un estado de ánimo o sentimiento concretos, las palabras que siguen:

… las emociones pueden afectar con gravedad los principios que dirigen la conducta. De esta forma «al hombre afectado por una pasión le parecen las cosas mayores o menores de lo que son en realidad»; su juicio es severamente lesionado y, consiguientemente no puede actuar. Tal es el caso, por ejemplo, del hombre triste, afectado por un mal presente: «todo lo elegible se hace menos elegible por causa de la tristeza (...) y todo lo que debe huirse se torna más repulsivo a causa de ella».

La tristeza es una de las pasiones más graves y dañinas para la naturaleza humana; tiene varios efectos nocivos, entre los que Tomás de Aquino destaca: la privación de la facultad de aprender; la pesadez del ánimo, contrariando con ello a la voluntad; el debilitamiento de toda operación, interior y exterior; y, por si fuera poco, perjudica gravemente la salud corporal. Sin embargo, «la tristeza respecto de todo mal digno de evitarse es útil, pues tiene una doble causa de huida, puesto que el mal debe huirse por sí mismo, y de la tristeza todos huyen, como todos apetecen el bien y la delectación en el bien» [6] .

Testimonios cualificados

 Cuanto hemos esbozado hasta ahora no es un fenómeno coyuntural, sino algo que baña —con matices y variaciones de tono— toda la historia de la humanidad en cada uno de sus miembros, y que ha sido reconocido por pensadores, literatos, artistas, sociólogos, psicólogos… de cualquier tiempo y condición.

 1. Platón, por ejemplo, concedía una enorme importancia al influjo de la afectividad en el conjunto de la vida humana.

 2. Aristóteles, por su parte, venía a afirmar que un aspecto muy relevante de la educación —tal vez su clave— consistía en con-formar los sentimientos (darles forma) y ponerlos de acuerdo con la razón, para que, de manera casi natural, las personas se sintieran atraídas por lo realmente bueno y pudieran realizarlo prontamente, sin error, con el mínimo de esfuerzo o, en el culmen, con sumo gusto y agrado: es el núcleo de la doctrina de las virtudes, tan ligadas a la afectividad.

 3. Agustín de Hipona escribe sin vacilar:

Si algunos tienen a gala no verse exaltados o excitados, ni dominados o doblegados por sentimiento alguno, en lugar de obtener la serenidad verdadera, pierden toda la humanidad. Porque no se es recto por ser duro, ni se alcanza un estado de ánimo perfecto por ser insensible [7] .

 4. Y algo muy similar sucede con Tomás de Aquino.

Para él, según explica Paul J. Wadell:

… la integridad moral requiere […] que aprendamos a amar lo que es realmente bueno y a odiar el verdadero mal, y hacer ambas cosas con pasión y entusiasmo. La gente virtuosa siente fervor para lo realmente bueno; del mismo modo que aborrece apasionadamente el mal y la falsedad. Su virtud no es insulsa, sino inspirada. Estas personas no hacen el bien por un sentido del deber ni por temor, sino porque realmente aman el bien, de la misma manera que evitan el mal porque lo desprecian [8] .

 5. Muchos siglos más tarde, después de los vaivenes experimentados en el aprecio de los sentimientos (a veces ensalzados hasta el extremo y otras vilipendiados o despreciados), Lewis recoge la idea platónico-aristotélica, y defiende con ardor la necesidad de educar la afectividad, como una de las exigencias primordiales de la formación global y radical de la persona.

Así, en el contexto concreto de los primeros años de vida escolar, afirma, por ejemplo:

Por cada alumno que precisa ser protegido de un frágil exceso de sensibilidad hay tres que necesitan que se los despierte del letargo de la fría mediocridad. El objetivo del educador moderno no es el de talar bosques, sino el de irrigar desiertos. La correcta precaución contra el sentimentalismo es la de inculcar sentimientos adecuados. Agostar la sensibilidad de nuestros alumnos es hacerlos presa fácil del proselitista de turno. Su propia naturaleza les empujará a vengarse, y un corazón duro no es protección infalible frente a una mente débil [9] .

 6. En la misma línea, aunque el texto incluya afirmaciones que matizaremos más adelante, se mueve López Ibor, cuando escribe:

Existe una forma de contacto superior, a través de la más pura vida del espíritu; pero existen contactos más inferiores a través de los instintos y de los afectos. Su inferioridad no le quita importancia, sino todo lo contrario, ya que en la vida cotidiana, instintos y afectos la integran y aun la dominan en buena parte.

Es más fácil penetrar en un ser a través del plano afectivo que a través del plano de la pura razón. Aquel ofrece una permeabilidad especial. Incluso algo más que permeabilidad, un ansia de contacto, que no es tan ingente en el plano racional, menos dinámico y de arquitectura más contemplativa. Amistad, amor, odio y toda la variada escala de los sentimientos son vía de penetración en nuestros semejantes [10] .

 7. A lo que cabría añadir, como el mejor colofón, si atendemos a la popularidad de su pensamiento en este campo, las siguientes palabras de Dietrich von Hildebrand, también necesitadas de correcciones:

Mientras respete la cooperación […] entre el corazón, el intelecto y la voluntad, la afectividad nunca puede ser demasiado intensa. Y en un hombre cuyo centro de respuesta al valor y al amor ha superado victoriosamente el orgullo y la concupiscencia, la afectividad nunca puede ser demasiado grande. Cuanto más grande y profunda sea la capacidad afectiva del hombre, mejor. No hay un grado en la capacidad de amar que pueda constituir un peligro o, más bien, lo constituye en la misma medida que una gran fuerza de voluntad o una elevada capacidad intelectual. Cuanto más grande es el hombre, más profundo es su amor, como dijo Leonardo da Vinci [11] .

II. Por qué la afectividad hoy

Ensalzamiento de la afectividad en la civilización contemporánea

  En la época actual —es decir, ahora, cuando estás leyendo estas líneas—, existen motivos complementarios para conocer de una manera especial en qué consisten nuestros sentimientos y emociones; cuál es su naturaleza en general y cómo se modula y manifiesta cada uno: temor, pánico, vergüenza, ansiedad, alegría, gozo, satisfacción, despecho, inquietud, embeleso, rencor, exultación, resquemor, envidia, zozobra, desazón, pena, entusiasmo, delirio, frenesí, éxtasis…

 1. Tales razones podrían resumirse diciendo que la afectividad ha alcanzado hoy un relieve inusitado, en los estudios teóricos y, sobre todo, en la vida vivida de la mayoría de nuestros contemporáneos.

 2. O, con otras palabras, bastaría recordar que una gran porción de los ciudadanos de nuestro mundo actúa más en función de lo que siente o experimenta (placer, dolor, tristeza, atracción, repugnancia, agrado, desprecio, satisfacción, inquina, resentimiento…) que de la bondad o maldad objetivas de su conducta, que debería percibir a través de la inteligencia, pero que bastante a menudo no advierte, justo porque lo impiden los sentimientos.

 3. Lo que arroja el siguiente saldo: en la actualidad se cuentan por miles los artículos y libros (ensayos, novelas, tratados…), y por millones las personas que, a sabiendas o no, hacen de los sentimientos el punto de referencia fundamental de sus decisiones y del conjunto de su obrar, aquello que real y definitivamente los lleva a comportarse de uno u otro modo.

En semejante sentido, con gracejo y eficacia, ya en el 2003 sostenía Choza:

El hombre del siglo XX es un animal sentimental. Por eso la fenomenología puede analizar su estructura ontológica desde el punto de vista de los sentimientos, y por eso la teología moral contemporánea puede tomar los sentimientos como punto de partida [12] .

Y ejemplificaba:

Ana Karenina y Madame Bovary, mucho más que Romeo y Julieta, están en el mismo frente de batalla que su contemporáneo Nietzsche, proclamando las mismas tesis que él, y, por eso, en el mismo frente que Husserl, Heidegger y Scheler, cuando proclaman que la vivencia es anterior a la ciencia, que la realidad de las cosas y del mundo es lo que aparece en la vivencia y no lo que se recoge en las teorías científicas, y que la afectividad, el ordo amoris, como Scheler lo denomina, el orden del sentir y del querer, es lo que determina el orden del pensar, del actuar y del ser [13] .

Nuestras dificultades

 Todo lo anterior sería más que positivo —puesto que la afectividad lo es—… si no hubiera que añadir algo de particular categoría, que invierte la situación y la hace incluso peligrosa: se trata del hecho capital de que la afectividad se encuentra hoy bastante mal-tratada, en la teoría y en la vida.

 1. Dicho con otras palabras y en perfecta consonancia con lo apuntado en páginas anteriores: al ser la afectividad algo estupendo, su desarrollo y ejercicio constituyen una ayuda incomparable para el conjunto de la vida humana y para el logro de sus fines… siempre que se sitúe en la dirección adecuada.

Ahora bien, precisamente por su enorme potencial perfeccionador, cuando se la entiende y despliega de forma incorrecta, su capacidad de dañar al hombre resulta también muy grande.

Cuestiones que multiplican la conveniencia de estudiar con el máximo detenimiento cuanto atañe a la afectividad.

 2. Pero a esto hay que añadir un nuevo motivo: si es verdad lo que acabamos de sostener, si la percepción y el manejo de los sentimientos no es hoy el que le corresponde, probablemente el lector —igual que los que escriben estas líneas, hasta que cayeron en la cuenta de su despiste— participará de ese modo de entenderla y vivirla, con lo que le resultará más complejo aceptar las correcciones que propondremos en esta serie de artículos.

Y eso lleva, de nuevo, a pedir comprensión, paciencia y apertura de ánimo, antes de juzgar quién y hasta qué punto tiene la razón… en la medida en que alguien la tenga y seamos capaces de advertirlo.

En cualquier caso, nadie podrá «quitarnos lo bailao», como se dice en Andalucía: es decir, lo aprendido al reflexionar juntos sobre un ámbito tan relevante de nuestra vida y personalidad.

La afectividad maltratada o «desbocada»…

 Expongamos primero el hecho.

 1. Ante todo, en el ámbito de la experiencia asequible a cualquiera de nosotros.

  1.1. Basta echar una mirada a nuestro alrededor para advertir, por ejemplo, que demasiadas personas reaccionan o reaccionamos vehementemente ante estímulos que, considerados con cierta imparcialidad, no parecen proporcionados a la violencia de la respuesta: ante un coche que se cruza sin aviso previo, ante el empujón involuntario cuando se detiene un autobús, ante el viandante que impide el paso por andar con excesiva parsimonia…

La agresividad parece haberse disparado en la civilización que nos acoge, en el plano individual y de las sociedades y distintas naciones.

  1.2. E igualmente descubrimos, sin pretenderlo siquiera, un buen número de varones y mujeres aquejados por la tristeza, el desaliento, la insatisfacción, el desamparo… o que parecen simplemente soportar resignados la vida que llevan, pese a que en ella abunden a menudo los deleites y placeres que deberían proporcionar la felicidad.

 2. Si nos trasladamos ahora a los dominios de los expertos, son ya un buen número los psicólogos y psiquiatras que, interrogados sobre los conflictos de nuestra civilización, y como fruto de su experiencia clínica, aseguran que una proporción notable de los trastornos psíquicos deriva de la falta de conocimiento y de habilidad para habérselas con los propios afectos: para relacionarse con ellos y manejarlos, atemperarlos o provocarlos, tenerlos más o menos o nada en cuenta, según requieran las circunstancias.

Y otros muchos profesionales ocupados directamente del trato con personas, así como pensadores y ensayistas de relieve, concuerdan en sostener que una mala comprensión y un uso incorrecto de la afectividad destrozan hoy día multitud de vidas.

Y hondamente modificada

 Señalan, además, otro asunto, que también es un estímulo para analizar despacio los sentimientos tal como suelen vivirse hoy día. Se trata de que la afectividad contemporánea —y, muy en particular, la de la mujer—, en la casi totalidad de sus componentes, pero sobre todo en los relacionados con la libido, ha cambiado de forma bastante neta con motivo de la revolución sexual de fines de los 60 y del conjunto de movimientos derivados o aparejados a ella.

En este sentido, como recuerda Pithod, muchas de las afirmaciones clásicas respecto a lo más o menos específico de la sensibilidad femenina merecen una revisión a fondo, que lleva también a poner entre interrogantes la veracidad de lo que —probablemente debido a razones no del todo objetivas— se venía calificando como lo propio de la mujer en este campo (el «eterno femenino») y, por simetría, lo más característico del varón (a lo que se hacía menos caso).

Por acudir a un solo detalle, normalmente se ha sostenido —tras las huellas de Aristóteles y, en general, de la mayor parte de los clásicos griegos y sus sucesores— que, en lo que atañe al ejercicio de la sexualidad, la mujer es más pasiva y el varón más activo: que este suele tomar y llevar la iniciativa.

Si tal observación parecía confirmada por los hechos hace tan solo cuarenta años, hoy es casi obvio que culturalmente ha cambiado, al menos en Occidente; y que bastantes mujeres, no solo por la forma de vestir y de moverse o simplemente de estar, sino también en lo que atañe al inicio y despliegue de la conquista o seducción, se muestran más diligentes que muchos varones y, con frecuencia, bastante más agresivas (cosas que, hasta no hace mucho, se consideraban típicamente masculinas).

No intentamos decir con ello que semejantes comportamientos hayan pasado a formar parte de la nueva naturaleza de la mujer, o que le resulten beneficiosos o dañinos, o que el conocimiento pretérito atribuía a su modo de ser lo que no pasaba de ser incidencia de la cultura…

Ni eso… ni lo contrario. Nos limitamos a constatar que, por los motivos que fuere, un muy alto porcentaje de las mujeres actuales sienten y, como consecuencia, se comportan de manera distinta a las de hace unos decenios.

Además, según Pithod:

… este cambio no se limita al solo sexo, abarca la afectividad toda. Es toda la dinámica instintivo-emocional la que muta de signo. El cambio en la actitud sexual interesa también a la actitud maternal (o paternal, pero sobre todo a aquella). Se extiende a la concepción del matrimonio, a la relación marital monogámica, a la estabilidad conyugal, etc. Las mujeres casadas “miran” cada vez más libremente a otros hombres que no son sus maridos. A su vez los hombres se sienten halagados si los otros hombres miran a sus mujeres… [14]

No está de más averiguar el porqué de todo ello. Es lo que pretendemos esbozar, siquiera en sus líneas más básicas y elementales, en los epígrafes que siguen.

III. Motivos complementarios y/o más desarrollados

En la teoría

 Desde el punto de vista teórico, y sin entrar en excesivos detalles, algunas pinceladas sobre la historia del tratamiento de la emotividad en las épocas inmediatamente precedentes a la nuestra ayudarán a esclarecer lo que sucede hoy día.

En resumen y simplificando bastante:

 1. La afectividad como tal fue olvidada y casi despreciada durante el largo período que conocemos como racionalismo. Para los representantes de esta corriente de pensamiento —Descartes y Hegel, entre otros— la realidad entera debía poder interpretarse y conocerse racionalmente.

Como consecuencia, lo que no se adecuaba férreamente a las leyes lógicas de la mente humana, lo que no resultaba «claro y distinto» (y la afectividad es más bien indefinida y brumosa), fue expulsado del mundo de lo existente o considerado irrelevante: o bien se lo tachaba de no propiamente humano o bien se transformaba en un remedo de lo racional —«una idea confusa», por ejemplo—, cuya importancia era por lo mismo nula y a la que no valía la pena prestar atención ni en la vida vivida ni en la investigación y el estudio.

 2. Durante el Romanticismo, por el contrario, la dinámica afectiva, vivida con intensidad, reforzada por todos los medios y constantemente perseguida, magnificada y engrandecida, ocupa el lugar central en las biografías y en los anhelos de las personas.

 3. Y a lo largo de los siglos XIX y XX, por fijar una fecha un tanto aproximada, ese claro redescubrimiento de la emotividad, engrandecido por la conciencia culpable de haberla olvidado en épocas precedentes, lleva a muchos estudiosos a centrar su atención en ella.

En virtud de lo que popularmente se denomina la ley del péndulo, la mayoría de estos expertos le concede una importancia muy superior a la que de hecho posee, llegando casi a hacer de ella un absoluto, sin que con esta afirmación pretenda negar —ya he repetido lo contrario— el gran relieve de que en efecto goza en el conjunto de nuestras existencias.

Entre esas apreciaciones desmesuradas —y a título de simple ejemplo— incluiría estas de Powell… no muy distantes, en apariencia, de las de otros autores que antes transcribimos:

La vital importancia de todo esto resultará evidente si se considera por un momento: 1) que casi todos los placeres y sufrimientos de la vida están profundamente relacionados con las emociones; 2) que, en la mayoría de los casos, la conducta humana es resultado de fuerzas emocionales (aun cuando todos sintamos la tentación de dárnoslas de intelectuales y explicar a base de motivos racionales y objetivos todas nuestras preferencias y acciones; y 3) que la mayoría de los conflictos interpersonales provienen de tensiones emocionales (p. ej., ira, celos, frustraciones, etc.), y la mayoría de los “encuentros” interpersonales se logran mediante algún tipo de comunión emocional (p. ej., empatía, ternura, sentimientos de afecto y de atracción...). En otras palabras, tus emociones y el modo que tengas de afrontarlas probablemente determinen tu éxito o tu fracaso en la aventura de la vida [15] .

En la misma teoría, reforzada por la vida

 A su vez, tal como dijimos, la mayoría de la gente de la calle, de los ciudadanos de a pie, ha ido acogiendo y acentuando el planteamiento recién bosquejado.

 1. Y de esta suerte, los teóricos, apoyados en gran medida por los medios de comunicación, realimentan su visión del asunto, con lo que se produce una especie de círculo o espiral, que acaba por transformar la vida afectiva —lo que cada quien siente en un momento u otro— en el núcleo en torno al que gira toda nuestra existencia.

Es la época en que se ponen de moda expresiones como «actúa según lo que te dicte el corazón»; o en la que los anuncios más diversos, igual que hoy, comienzan a utilizar como reclamo el «date un gusto o un respiro», «dedícate un minuto», «tú te lo mereces», «alégrate la vida», «vive a tope», «sácale todo su jugo al instante»… y expresiones muy similares.

 2. Todo lo cual adquiere tintes un tanto trágicos —como venimos advirtiendo— porque, al adoptar perspectivas reduccionistas, el mundo de los sentimientos resulta a menudo mal-tratado: así, la fisiología, representada entre otros por William James, asegura que las emociones —un fenómeno en realidad muy rico y complejo— no son sino la percepción de los propios cambios fisiológicos; y de manera similar proceden, entre otros, ciertos neurólogos y una enorme cantidad de filósofos «abstractos».

Mas ninguno de ellos logra alcanzar resultados concluyentes, que de veras nos ayuden a disfrutar más de nuestra existencia. Y esto, por un motivo muy claro, cuyos escollos estamos intentando evitar en las presentes páginas:

  2.1. Falta una adecuada antropología, una visión del hombre como persona, que permita situar la vida afectiva en el lugar que le corresponde en el conjunto de la existencia humana, así como explicar su enorme complejidad.

  2.2. Precisamente por eso, una de las tareas principales de estos escritos es encontrar el lugar adecuado de la afectividad en el conjunto o integridad de nuestras personas y de nuestras vidas, consideradas justo como todos-globales en los que los distintos elementos y mecanismos —y, de manera muy incisiva, la afectividad— inter-actúan decisivamente unos en otros.

Al respecto, afirma Polo, con expresiones un tanto técnicas, pero certeras e inteligibles:

El hombre no es una máquina; por tanto, la antropología no puede plantearse analíticamente [estudiando los elementos por separado]. Para alcanzar la verdad del ser humano es preciso atenerse a su complejidad. Sin duda, cabe estudiar analíticamente al hombre (en otro caso, por ejemplo, no habría medicina), pero así no se considera realmente su plenitud (el hígado, enfocado analíticamente, separado del cuerpo, no es el hígado vivo). Lo característico de la verdad del hombre es su integridad dinámica. El hombre es una unidad que no se reconstituye partiendo de su análisis. Las diferencias en el hombre son internas, tanto si lo consideramos somática como anímica y espiritualmente. Un punto no tiene ni puede tener intimidad; el hombre es intimidad antes que composición.

Los posmodernos dicen que el hombre es desde fuera. Pero con ello niegan la evidencia, porque es evidente que el hombre es desde dentro. Tenemos pruebas de la interioridad humana que ni Derrida puede negar: los sentimientos no son exterioridades. No se puede tener una idea clara y distinta del sentimiento, porque es bastante confuso desde el punto de vista analítico. La antropología tiene que plantearse el problema de la unidad, que es a la vez el problema de lo radical, pero no analíticamente. Si no lo hace, no hay tal antropología [16] .

De nuevo en la práctica

 Como fácilmente podemos comprobar y ya se ha sugerido, bastantes de nuestros contemporáneos toman sus decisiones, desde las más menudas hasta las más trascendentes, con base exclusiva en lo que sienten; o, con las expresiones que más suelen utilizarse, según lo que «les apetece», «les agrada», «les interesa», «les mola»… o sus contrarios.

A la vista del descalabro afectivo generalizado al que venimos aludiendo, parece que sería preferible que esto no ocurriera. Pues, según afirma María del Rosario González Martín:

… los sentimientos no son el criterio verdad, ni de autenticidad: son algo que nos sucede a la vez que parte de uno mismo [17] .

Pero, de hecho, es lo que hay.

En este sentido, vale la pena contar una anécdota nimia, pero significativa, de uno de los dos firmantes de este escrito.

Cuando en cursos y conferencias comenta que tiene siete hijos, es bastante habitual que algunas personas, en general desconocidas, le pregunten o afirmen: «a ti te gustan mucho los niños, ¿no?». Suele hacer una pausa, mirarlas directamente durante largos segundos, y después, según el sitio y las circunstancias, añadir en tono de broma: «gustarme, gustarme, a mí lo que verdaderamente me gusta es el jamón de pata negra y el rioja» (manjares exquisitos en España: cambie cada cual, según sus preferencias culinarias o las costumbres del lugar).

La reacción suele ser cordial, y no le cuesta mucho hacerles entender que un hijo —¡una persona!— no debe nunca convertirse en cuestión de gustos, antojos o apetencias. «A mis hijos —agrega de inmediato— los quiero con toda el alma» (y «querer» expresa un acto muy serio y profundo, radicado en la voluntad y que afecta a la persona entera, como hemos explicado otras veces).

A continuación expone que, para no distorsionar la realidad, conviene que exista proporción entre el verbo empleado (manifestación a su vez de los ámbitos de nuestra persona que ponemos en juego) y aquello a que lo referimos.

 1. Y es que, en ocasiones, el que algo me apetezca o no, justifica de sobra mi elección y mi conducta: como, hasta cierto punto y según los casos, en lo que atañe a la comida y la bebida, la marca y el color de un automóvil o de una habitación, el modo de vestir o de arreglarse.

 2. En otras, sin embargo, es preciso poner en juego dimensiones más altas, conjugar con plena conciencia el «quiero» y el «no quiero», cargados de honda hondura y densa densidad: así debe hacerse, en principio, con cuanto se refiere al matrimonio, el número de hijos, las líneas fundamentales de su educación, el voto en la vida política, un cambio de trabajo, la elección de los propios amigos, la religiosidad o la falta de ella…

El peligro

 Sea como fuere, lo que podría preocupar de cuanto estamos esbozando es que buena parte de quienes viven de la manera indicada —aun cuando no se sientan felices actuando así— considera esa primacía prácticamente absoluta de los sentimientos como normal e incluso, en cierto modo, como ineludible y lo más característico o lo único de auténtico valor del ser humano: lo que lo distingue de otras realidades.

 Por apelar a un detalle que parecería banal, pero lleno de resonancias, es muy frecuente que en las películas de ciencia-ficción se dé por supuesto que los replicantes conocen intelectualmente y tienen cierta voluntad… aunque programada o dirigida (lo cual da también una idea de la pobreza de nuestra cultura a la hora de concebir lo que es el entender y el querer libre).

Como consecuencia, y siempre de acuerdo con el pensamiento más habitual, lo que marca la diferencia entre ellos y nosotros es que puedan o no sentir, destacando entre los sentimientos, como el más característico y diferenciador, el amor. Si un mutante llega a sentir amor… cambia radicalmente de condición y, en virtud de ese sentimiento —pues como tal se considera—, entra con todo derecho en la esfera de los humanos.

Un paréntesis ineludible

 Por su enorme relevancia y porque suele afirmarse lo contrario, advertimos de nuevo que, aunque muy relacionado con ellos, en su sentido fuerte y cabal, el amor no es un sentimiento ni un simple conjunto, más o menos abigarrado, de afectos o emociones, sino que coloca su núcleo más específico, lo radicalmente indispensable, en otra esfera muy superior: en los dominios activos de la voluntad, caracterizadores de la persona en cuanto persona. Y que esta confusión teórico-práctica está en la base del malestar que aqueja a muchos de nuestros contemporáneos.

4. Hacia el fondo de la cuestión

Ruptura de la armonía

 Pero ahora interesa dejar claro uno de los motivos de más peso que, a nuestro parecer, explican «el desvarío y la hipertrofia de la afectividad» ya dos veces mencionados.

Sabemos por experiencia que la «propuesta» resulta difícil de aceptar, y por eso pedimos excusas y un poco de paciencia y la serenidad suficiente para atender a las razones que siguen, aunque uno se sienta personalmente interpelado, tocado o incluso ofendido, cosa que, como es lógico, no responde a nuestras intenciones.

Nos arriesgamos a ello por puro amor a lo que consideramos verdadero y apto para ayudar a los demás, aunque no esté de moda incluso entre personas muy queridas. Como afirmaba Aristóteles, «si Platón es mi amigo, más lo es la verdad: amicus Plato, sed magis amica veritas».

  1. En la raíz de cuanto antecede, nos parece descubrir cierta ruptura de la armonía entre los distintos elementos que integran a la persona humana, algunos de los cuales han crecido de manera desmesurada, mientras que otros se han quedado raquíticos y disminuidos.

Concretando más, y por ir directamente al grano, diríamos que la hipertrofia o el despliegue incontrolado de la afectividad, tal como se la entiende y vive hoy día, acompaña a (¿o se deriva de?) una mengua o adormecimiento de dos facultades —el entendimiento y la voluntad—, que bastantes de nosotros apenas hemos desarrollado o, al menos, no de la forma más certera.

  1.1. Y esto, en lo que atañe a la inteligencia, a pesar del presunto espíritu crítico tan de moda, que no raramente es justo el fruto de la manipulación de quienes pretenden imponer un totalitarismo teorético y vital.

(Somos conscientes de que lo dicho suena duro y ofensivo, y por eso pedimos disculpas, calma y la paciencia para seguir leyendo y, sobre todo, comparando lo que se estudia con la realidad).

  1.2. Por otra parte, probablemente a causa de los equivocados planteamientos kantianos, la voluntad goza en nuestros días de muy mala prensa: se la asocia de manera casi instintiva al esfuerzo sin sentido y al voluntarismo drástico y frío, casi inhumano, y se entiende —en consecuencia— como falta de espontaneidad y de autenticidad.

Un simple indicio. No hace todavía muchos años, solía hablarse en España de «la satisfacción del deber cumplido». Hoy es difícil escuchar semejante afirmación, sobre todo entre los más jóvenes. Si volvemos a Kant, y a su errónea defensa del «deber por el deber», que le lleva a sostener que un comportamiento deja de ser moralmente lícito en cuanto quien realiza esa acción experimente un mínimo de gozo, bienestar o placer, y si se piensa que la voluntad consiste en eso —en obrar a palo seco y contracorriente, cabría decir—, ¿quién podría no protestar airado contra ella y repudiarla?

Más a fondo todavía

 Pero existe un error de comprensión aún más radical y más difundido, ya también entre los pensadores y los distintos expertos en estos temas. Debido a causas diversas de orden histórico, filosófico y cultural, se ha olvidado algo de la mayor importancia, que no cejaremos de repetir… como el sufrido lector está ya comprobando. A saber, que:

 1. El acto por excelencia de cualquier voluntad y, en particular, de la voluntad humana, no es el empeño ni la constancia ni la fortaleza ni ninguna otra actividad dura e implacable de ese tipo, sino el amor, recio y jugoso al mismo tiempo.

De nuevo, pues resulta clave: el acto fundamental de la voluntad es el amor, en el sentido más noble de este término, ya antes recordado. Afirmar el ser, querer el bien del otro en cuanto otro y entregarse a él… con o sin esfuerzo: esto, que nos cueste más o menos, es muy, pero que muy secundario, aunque hoy día tienda a dársele una importancia desmesurada, casi exclusiva.

 2. Pero la voluntad humana es limitada, como cualquiera puede advertir por propia experiencia; y de ahí que el amor meramente voluntario (el-simple-acto-de-voluntad), por más sincero que fuere, resulte insuficiente y deba ser completado, prolongado y reforzado:

 2.1. Por determinados afectos, como la ternura, la delicadeza, la compasión, el cariño…

 2.2. Por manifestaciones externas de esos sentimientos: caricias, miradas de amistad y gratitud, peticiones de comprensión y perdón o expresiones de simpatía o de condolencia…

 2.3. Y, sobre todo, por las obras o actividades que efectiva y eficazmente construyen los bienes que queremos otorgar al ser querido y que son las que muchas veces exigen constancia, tenacidad, superación costosa de los obstáculos, tensiones, etc.

De hecho, si no sentimos nuestro amor y lo expresamos mediante los gestos oportunos es probable que realmente no queramos a quien decimos amar o, al menos, que no lo amemos con la intensidad y del modo en que debemos hacerlo.

Y, si ese amor no se concreta en obras, también es muy posible que se reduzca a meras palabras vacías: «obras son amores y no buenas razones», afirma con razón el refrán popular.

Y más aún

 Retomando la cuestión de fondo, conviene aclarar, en contra de lo que a menudo se afirma, que la bondad de un acto no reside ni primaria ni esencialmente en el esfuerzo o dificultad que lleva consigo ni, mucho menos, como algunos se empeñan en repetir, en una especie de oposición a la naturaleza.

Tomás de Aquino, por citar a un autor poco sospechoso al respecto, sostenía sin tapujos, aunque con el lenguaje propio de su tiempo, que

… la esencia de la virtud reside más en el bien que en la dificultad [18]

… y que,

… por tanto, no todo lo que es más difícil es más meritorio, sino que [para que valga más], si es más difícil, ha de serlo de tal forma que sea al mismo tiempo mayor bien [19] .

En esta misma línea, no duda en recordar que lo propio de la virtud (una palabra hoy no muy de moda) es hacernos dueños de nuestras inclinaciones naturales, de forma que podamos seguirlas sin dificultad, con menos posibilidad de equivocarnos y disfrutando al obrar de la manera adecuada.

En términos más actuales, cabría resumir la esencia de la ética diciendo que su misión es facilitar y hacer agradable e incluso divertido el ejercicio del bien.

Confusión vital

 Como se habrá advertido, el error de base —fuente a su vez de otros muchos desaciertos y malestares— consiste en concebir de forma incorrecta la voluntad:

 1. En abrir un abismo insalvable entre ella y su acto más propio, que es el amor, como si nada tuvieran que ver una y otro.

 2. Y en entenderla, al modo kantiano, como una instancia férrea e inhumana que se opone y tiende a fastidiar a las tendencias naturales, en particular, las sensibles; y, como consecuencia, sofoca lo mejor y más auténtico que existe en cada hombre y lo obliga a realizar acciones poco o nada agradables, arbitrariamente calificadas como buenas… ¡en función casi exclusiva del esfuerzo o incluso de la repugnancia que llevan consigo!

Las consecuencias prácticas de este error son muchas. Por ejemplo:

  2.1. Lo que hoy se califica equivocadamente como educación de la voluntad tiene poco o nada que ver con el amor, y mucho con la fortaleza o con la fuerza de voluntad, al estilo espartano, estoico… o hitleriano.

  2.2. Y el uso de esta potencia se confunde sin razón con el tan justamente denostado voluntarismo o con el cerrilismo seco, irracional, fanático e intransigente, a los que más tarde volveremos a aludir.

  2.3. Con lo que se origina, de manera instintiva y arraigada, un radical rechazo de cuanto huela o suene a voluntad… sin sospechar siquiera que su acto más propio es justo el amor.

Como consecuencia, en los asuntos que más afectan a nuestra vida vivida, bastantes de nosotros quedamos al arbitrio de los sentimientos en estado puro, desligados de la inteligencia y de la voluntad; y, por eso, por carecer de una guía que lo oriente de manera estable y coherente, nuestro comportamiento se transforma en fuente de desilusiones y molestias, cuando debería serlo de disfrute y dicha.

¡La represión!

 Aunque merecería un estudio más detallado, nos limitaremos a sugerir una de las manifestaciones más netas de esa afectividad desasistida del entendimiento y, sobre todo, de la voluntad, del auténtico amor.

¡Ojalá logremos explicarnos, porque la cuestión tiene su interés!

El término represión se utiliza hoy día con mucha frecuencia, como fruto de una incorrecta divulgación de los hallazgos de psicólogos y psiquiatras. Y el matiz que la acompaña es claramente negativo: reprimir… ¡lo que sea! va siempre seguido —según se dice— de consecuencias prácticamente irreparables.

Y, ¡mire usted por dónde!, nos da la impresión de que esa afirmación es acertada. Lo que ya no lo es tanto es el modo indiscriminado con que se aplica el vocablo «reprimir». Y, en el fondo y como acabamos de señalar, la confusión proviene de no entender correctamente lo que es la voluntad, cómo es su ejercicio y cuál su acto más propio.

Pues, en realidad, y sin utilizar términos muy técnicos ni difíciles, hay represión, con las consecuencias que suelen señalarse u otras parecidas, cuando un apetito sensible en busca de su objeto y del correspondiente deleite resulta violentamente sofocado por otra instancia, ¡también sensible!, pero de signo contrario.

 En términos tradicionales, cuando los apetitos irascibles sofocan a los concupiscibles. Con expresiones más corrientes, cuando algo que me apetece o interesa dejo de hacerlo porque sí, sin descubrir las razones que aconsejan su omisión ni buscar y dejar claros los motivos de amor que inducen a obrar de ese modo. Es decir, justo cuando no intervienen la inteligencia ni la voluntad amorosa… por más que a eso se le llame «voluntarismo».

Sin embargo, el carácter agresivo y los frutos lamentables desaparecen cuando la acción prevista deja de llevarse a cabo porque el entendimiento advierte que, en fin de cuentas, su realización acarrearía daños a mí mismo y a las personas queridas y, justo por ese motivo, ¡por amor!, decido abstenerme del placer que me atrae o, en el extremo contrario, opto por llevar a cabo algo que me molesta e incomoda. Es decir, justo cuando interviene la voluntad con su acto más propio: amar.

Aunque el ejemplo no es todo lo bueno que quiere, la primera situación es similar a la de un hermano de 10 ó 12 años que, por la fuerza y sin aducir razones, impide a otro de 5 ó 6 llevar a cabo algo que este desea pero que al mayor le parece equivocado; la segunda, a la de un buen amigo que, haciendo ver los males que se seguirían de ello, induce a otro a no hacer —¡porque, tras asimilar los argumentos ofrecidos por su amigo, ya no quiere hacerlo!— lo que, en fin de cuentas, desembocaría en un mal.

Como no cabe extenderse más, aducimos el testimonio de dos especialistas: A. Pithod, un psicólogo-neurólogo, y G. Torelló, psiquiatra [20] .

Pithod:

Hay una afectividad sensible y una afectividad espiritual, que deriva de la voluntad, pues toda inclinación lleva consigo una afección o emoción. […] La actividad sensible puede integrarse con la afectividad superior. Pero en el caso de que en lugar de asunción haya represión, sub-desarrollo o malformación, aparecerán perturbaciones […] La represión que del concupiscible puede hacer el irascible sin intervención del apetito racional, es causa de perturbaciones [21] .

Torelló, aplicado a un tema donde la acusación de represión suele ser más frecuente, asegura:

La observación libre de prejuicios del comportamiento humano ha hecho posible que la psicología más reciente reconozca que la represión [léase dominio] del instinto es tan humana y natural como la satisfacción del mismo, y que la una y la otra son causa de salud o enfermedad, de serenidad o de inquietud, de placer o de disgusto, según la relación que mantienen con la entera escala de valores específicamente humanos. Respecto al llamado “instinto” sexual, tiene el “amor” un papel decisivo: la continencia “por amor” produce calma y libertad de espíritu, lo mismo que la relación sexual llevada a cabo también “por amor”. La disposición íntima de la persona, que plasma y colorea el mundo entero, se traduce en las relaciones interpersonales y, especialmente, en el modo de ser y de existir-con-el-otro-del amor [22] .

Advertencia final

 1. Repetimos, porque lo expuesto en los últimos párrafos pudiera inducir a extraer la conclusión contraria, que nada de ello elimina el papel positivo e indispensable de la afectividad en la vida humana y, como consecuencia, la necesidad de cuidarla y desarrollarla.

 2. Recordamos con von Hildebrand que no existe

… ninguna duda sobre el hecho de que la afectividad es una realidad importante en la vida de la persona [23] .

  3. Y añadimos, para que quede aún más claro, que incluso un exceso cuasi patológico de emotividad puede tener también, junto con otros menos deseables, sus efectos positivos.

Con palabras de Pithod:

El neuroticismo puede ser fuente de cierta particular superioridad, por ejemplo en las actividades estéticas, pues disponer de un alto grado de emotividad (que es como el meollo de la persona neurótica) puede coadyuvar al arte. De hecho muchos talentos musicales, literarios, artísticos en general, han mostrado históricamente signos de nerviosismo o emotividad extrema en sus distintas manifestaciones. Dentro de ciertos límites puede ser un concomitante eventualmente útil a la vida estética [24] .

Y, para casos más graves, valga el testimonio de Heinz Kohut, citado también por Pithod:

Algunas personas pueden llevar vidas satisfactorias y creativas a pesar de la presencia de conflictos neuróticos serios y, a veces, incluso a pesar de la presencia de una neurosis invalidante. Y, por el contrario, existen otras que, a pesar de la ausencia de conflictos neuróticos, no están protegidas contra la sensación de falta de significado de su existencia, incluyendo, en el campo de la psicopatología propiamente dicha, la agonía de la desesperanza y el letargo de la depresión vacía generalizada, esto es, en forma más específica... de ciertas depresiones del final de la edad media de la vida [25] .

·- ·-·-······-·
Tomás Melendo y Mª Esperanza Aguilera



[1]Hildebrand, Dietrich von, El corazón, Ed. Palabra, Madrid 1997, p. 15.

[2]Scheler, Max, Ordo amoris, Caparrós Ed., Madrid 1996, p. 21.

[3]Yepes Stork, Ricardo, Fundamentos de antropología, Un ideal de la excelencia humana, Eunsa, Pamplona 1996, p. 59.

[4]Morris, Tom, Si Aristóteles dirigiera la General Motors, Planeta, Barcelona, 2005, p. 94.

[5]Pithod, Abelardo, Psicología y ética de la conducta, Editorial Dunken, Buenos Aires 2006, pp. 176-7.

[6]Roqueñi, José Manuel, Educación de la afectividad, Eunsa, Pamplona, 2005, p. 45.

[7] Agustín de Hipona, De Civitate Dei, 14, 9, 6.

[8]Wadell, Paul J., La primacía del amor, Palabra, Madrid 2002, p. 171.

[9]Lewis, Clave Staple, La abolición del hombre, Ed. Encuentro, Madrid 1990, p. 18.

[10]López Ibor, Juan José, Rebeldes, Rialp, Madrid 1965, p. 78.

[11]Hildebrand, Dietrich von, El corazón, Ed. Palabra, Madrid 1997, p. 111.

[12]Choza, Jacinto, en AA.VV., Sentimientos y comportamiento, Fundación Universitaria San Antonio, Murcia 2003, pp. 36-37.

[13]Choza, Jacinto, en AA.VV., Sentimientos y comportamiento, Fundación Universitaria San Antonio, Murcia 2003, p. 35.

[14]Pithod, Abelardo, Psicología y ética de la conducta, Editorial Dunken, Buenos Aires 2006, p. 61.

[15]Powell, John, ¿Por qué temo decirte quién soy?, Sal Terrae, 15 ed., 1989,  p. 64.

[16]Polo, Leonardo, Quién es el hombre, Rialp, Madrid 1997, pp. 47-48.

[17]González Martín, Mª del Rosario, La educación de los sentimientos, en AA.VV., Sentimientos y comportamiento, Fundación Universitaria San Antonio, Murcia 2003, p. 232.

[18]Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, 123, 12, ad 2.

[19]Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, 27, 8, ad 3.

[20] Elimino de la citas, a veces sin utilizar corchetes, lo que de momento resultaría no inteligible.

[21]Pithod, Abelardo, Psicología y ética de la conducta, Editorial Dunken, Buenos Aires 2006, pp. 138-140.

[22]Torelló, Juan Bautista, Psicología abierta, Rialp, Madrid 1972, pp. 91-92.

[23]Hildebrand, Dietrich von, El corazón, Ed. Palabra, Madrid 1997, p. 58.

[24]Pithod, Abelardo, Psicología y ética de la conducta, Editorial Dunken, Buenos Aires 2006, p. 84.

[25] Cit. por Pithod, Abelardo, Psicología y ética de la conducta, Editorial Dunken, Buenos Aires 2006, p. 100.



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