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La infiltración en la Iglesia.-

por F. Javier de Echegaray

La Iglesia Católica está gravemente amenazada en España: más que en las épocas de persecución abierta de las dos repúblicas, más que en sus peores trances. Porque aquel acoso era patente y abierto. No cabía más peligro que el martirio de sus fieles y ministros. La propia persecución reforzaba la fe del pueblo y sus efectos se volvían contra sus propios opresores. La de hoy es una lucha callada, sigilosa, impulsada desde el interior, que emponzoña el alma de los fieles y les empuja al exterior, donde no encuentran más refugio que las teorías gnósticas y profanas que se les ofrecen como sustitutivo. Es la persecución incansable y silenciosa de los infiltrados.

He oído en Radio María que unas prospecciones de opinión entre los jóvenes pone de relieve que la inmensa mayoría de ellos están al margen de la Iglesia, que no respetan los consejos que la Iglesia les imparte, que no profesan la religión de sus mayores ni les importa ninguna otra y que gastan sus horas libres en bagatelas venenosas como lo del “botellón”; que piensan de manera generalizada que la Iglesia está muy anclada en principios antiguos y no ha sabido adaptarse a la concepción moderna de los temas sexuales, que es demasiado rica…

Sin embargo, confiesan que sus mayores simpatías están por el deporte, por la solidaridad y por la ecología.

Comento ambas posturas, la negativa y la positiva.

Se acusa a la Iglesia, desde fuera y desde dentro, de haberse debilitado durante el franquismo por su connivencia con un régimen que atropelló las libertades, de haberse hecho un colchón blando en ese régimen en cuya comodidad se fraguó su desgaste.

La condescendencia de la Iglesia no ha sido labor de ningún factor externo: se adormeció ella sola. Y sus males se provocaron desde dentro, por sus propias gentes, por quienes la formaban y estaban obligados a cuidarla.

No es ningún régimen político el que ha dejado que se propague entre los clérigos y los fieles españoles el Catecismo Holandés, verdadera sarta de herejías de alto calibre; ni el que ha permitido que se propaguen doctrinas falsas dentro de la propia Iglesia en las que se ha desacralizado todo lo que hasta entonces era respetable, santo e intocable: los cuidados rituales con algo tan serio y tan grandioso como lo es el Cuerpo de Cristo en la Eucaristía; ni el que ha propagado la inutilidad de la confesión auricular, predicando que es suficiente una conversación íntima con Dios en la que el fiel pida de corazón el perdón de sus pecados sin necesidad de someterse al capricho de la confesión a un hombre con los elementos imprescindibles que la doctrina tradicional de la Iglesia, basada en las enseñanzas de Cristo Jesús e interpretada por los Padres de la Iglesia, ha exigido desde sus primeros tiempos. Ni partió de ningún partido político la orden de no predicar nunca sobre el Pecado Original, sobre la necesidad de la Redención, sobre el pecado personal y sobre la existencia del infierno. Y si no se trata de algo tan claro como una orden, sí, al menos, se expandió la consigna de seguir semejante comportamiento ante los fieles, difundiendo doctrinas peligrosas y heréticas en las que se ensalza un amor que no es amor si no es por Dios nuestro Señor.

Ni partió de ningún partido político la enseñanza de que los Evangelios son un invento de la comunidad y que también lo es la Resurrección del Señor.

Todo esto y muchas otras posturas y prédicas que sería difícil enumerar, es lo que ha hundido a la Iglesia española; y no, desde luego, el franquismo.

No ha sido el fautor de estos disparates ningún régimen político: han sido miembros de la propia Iglesia los que han dado pábulo a estas doctrinas heréticas y las han asentado en la Iglesia de manera que ha conseguido dos fines, ambos demoledores: echar de la Iglesia a los feligreses que, visto que se les derrumba todo el edificio ritual y doctrinal que hasta entonces venía siendo base de la práctica religiosa, entienden que todo lo demás que se les ha predicado secularmente es igualmente mentira y dejan de tener el respeto que antes les infundía esa práctica: si no era verdad que los símbolos sagrados de la Religión eran necesarios para un buen comportamiento moral y para la adscripción a un credo tan importante, ¿por qué vamos a seguir creyendo en todo lo demás?; y su fin secundario, alejar de las sanas prácticas cristianas a los que han quedado dentro porque sus convicciones eran más firmes.

Se ha criticado con fiereza también el hecho de que durante el franquismo la Iglesia y el Estado conviviesen en una simbiosis que hacía, al Estado, confesional; y a la Iglesia, politizada. Y tampoco eso es cierto ni tiene fundamento alguno: si la Iglesia tuvo deferencias para con el Estado franquista, nada de particular tiene el asunto. Solo un comportamiento como el de los políticos de la derecha católica que ganó la guerra civil, vino a salvar a la Iglesia de su destrucción total por parte del Ejército Popular, que luchó denodadamente por eliminarla. Los sacerdotes fueron perseguidos a muerte y asesinados a mansalva, torturados, sin que ninguno de ellos renegase de sus creencias religiosas; las monjas fueron violadas, igualmente torturadas y asesinadas también. Lo pone de manifiesto la misma Iglesia, que ha tenido que esperar hasta ése angel de salvación que fue S. S. Juan Pablo II para confesar la categoría de mártires y su ascensión a los altares de números muy elevados de esos santos; labor que ahora continúa S. S. Benedicto XVI. ¿Quién puede extrañarse de que la Iglesia mostrase una actitud de respeto y de preferencia por ese régimen que había evitado una destrucción irremediable de la Iglesia católica española? ¿Se puede imaginar que la Iglesia hubiese mostrado preferencia y cualquier nivel de confianza en las doctrinas disolventes y negativas que la habían perseguido y mortificado (absurdo ininteligible que sí se produjo después y ayudó inexplicablemente al juego temerario de la “transición”). En cuanto al Estado Nacional, ¿qué de particular tiene que, después de lo visto durante la Cruzada, después de las matanzas impunes por los órganos de gobierno que miraban con complacencia más o menos disimulada y dirigidas en especial a los miembros de la Iglesia; de haber tenido que luchar denodadamente y con escasez de medios, solo con la ayuda del Altísimo contra aquella horda de asesinos sanguinarios, guardase sus deferencias para la Iglesia y sus miembros? Y aquí también debemos de romper una lanza a favor del Estado confesional y en contra del laicismo estatal que se nos pregona ahora con insistencia digna de mejores causas, anclada en un mendaz liberalismo que no es más que esclavismo. El ejemplo que recibimos de los laicistas durante la II República y muy en especial durante la guerra sería bastante para convencernos de su perversidad y de sus ansias por destruir todo rastro de religiosidad y muy en especial de la católica. Pero si alguien nos dice que la mayoría de la población española no asistió a los momentos tétricos, lúgubres, macabros de la guerra, nosotros responderemos que no es necesario haber vivido la funesta experiencia: los ejemplos que ahora nos dan, en estos momentos, después de su artera vuelta al escenario político, es suficiente para desenmascarar ante cualquier persona de buena voluntad la negra entraña que guarda toda esa bagatela del laicismo, del relativismo, del subjetivismo con que vienen a destrozar los vestigios de una sana moral y de un comportamiento correcto del pueblo. Reniegan de la religión, no permiten que vivamos de acuerdo con comportamientos morales que han configurado todo bien secularmente; y pretenden imponernos una nueva religión, la de la moral del relativismo, que es mortalmente venenosa. ¿A quien extraña, por tanto, una actitud política en la que la connivencia del Estado con la Iglesia sea la tónica normal de comportamiento de ambos poderes? Y hay que hacer constar (yo viví durante los primeros treinta años de mi vida en el franquismo) que no había relación de dependencia alguna: que era una simple convivencia en paz y en buena armonía. Ni el Estado dictaba nada a la Iglesia, ni la Iglesia imponía nada al Estado: cada cual, en su esfera de acción, dejaba en paz al otro. Las interferencias no existían y solo en los últimos tiempos de aquel régimen las hubo por parte de la Iglesia, de esa Iglesia de la que hemos hablado que impartió las consignas de no prédica de verdades que son inalienables en el catolicismo; de la que publicó y difundió catecismos heréticos que han corroído las entrañas de nuestra Iglesia. Porque hubo (y hay) obispos y clérigos que difundieron doctrinas políticas disolventes y que se enfrentaron al poder político con descaro y sacando los pies de sus reales (precisamente los que venían a convencernos de la no ingerencia de los poderes, uno en otro).

En cuanto a lo de que el régimen franquista coartó las libertades, no las suprimió en la forma absoluta que se nos intenta “colar” con la frasecita: sencillamente, limitó “algunas libertades”, cosa que es sana y necesaria cuando las libertades cercenadas son aquellas que hubiesen hecho imposible la convivencia y las que atentaran contra el correcto comportamiento del pueblo, fundamentalmente en su vida pública y social. Miremos a donde miremos, todo orden jurídico o político ha limitado libertades porque la ausencia de límites daría en el libertinaje y en la barbarie que nos obligaría a defendernos a punta de pistola los unos de los otros. Pero, ¿es, acaso, que los liberales no coartan “algunas” libertades?. O es ciego o es malvado quien no lo ve. El Comunismo en la URSS de Rusia, la República donde quiera que sea, las actuales democracias de Occidente y muy en especial la tiranía partitocrática que vivimos actualmente en España, ¿no han coartado libertades? ¿Y no lo han hecho de forma harto más artera que lo hiciera el franquismo y que lo han hecho los antiguos regímenes? Creo que no es una apreciación objetiva sino una idea universal: las limitaciones que imponen los regímenes liberales y mal llamados democráticos son mucho más ciegas y más autoritarias que las que “sufrimos” con el franquismo y, lo que es más importante, el signo negativo de aquellas se opone al positivo de éstas. La opresión a que nos somete la democracia es una servidumbre que se ensaña con el débil a favor del poderoso y que, las más de las veces, impone prohibiciones para actos y usos en los que para nada debería intervenir el poder político (pónganse el cinturón, no fumen, no beban vino, no coman la hamburguesa que nosotros les trajimos del “imperio” y que ha producido pingües beneficios a los capitalistas…) cuya trasgresión es castigada con sanciones pecuniarias insoportables que tienen intención recaudatoria, nunca disuasoria. En cambio, la libertad que permiten e imponen la aplican a las materias que pueden dañar física y moralmente al pueblo: el aborto asesino, la eutanasia criminal, la consideración como matrimonio de la unión indecente y sucia de dos homosexuales, la permisividad que ofrecen a estas parejas aberrantes para que adopten y eduquen niños… ¿Quién, con esta tarjeta de visita, puede quejarse de limitación de libertades? Recomiendo un librito esclarecedor que escribió Monseñor Salvá Sardany en el último tercio del siglo XIX (1.887) titulado “El liberalismo es pecado” y que se presenta con el siguiente párrafo: “Llámese racionalismo, socialismo, revolución o liberalismo, será siempre, por su condición y esencia misma, la negación franca o artera, pero radical, de la fe cristiana” (en referencia a una carta colectiva de los Ilmos. y Rvdmos. Prelados de la provincia eclesiástica de Burgos).

Es, por tanto, la propia Iglesia quien ha desatado la confusión y la herejía que ha apartado de la fe a tantas y tantas almas de buena voluntad. Reflejo de lo cual ha sido inexorablemente el abandono de las prácticas religiosas que se transmite a través de las generaciones porque los jóvenes tienden a seguir los caminos que les han marcado sus padres. Horroriza comprobar cada domingo la soledad de los confesionarios y el tropel de fieles que se acercan a la Santa Comunión.

¿Y como podemos encuadrar eso de que hayan sido miembros de la propia Iglesia los que han dado la señal para iniciar el camino del abandono de la fe? No tiene explicación alguna: solo la de que la infiltración del enemigo en su seno es de una potencia que actualmente desconocemos. Ya lo puso de manifiesto S.S. Pablo VI cuando, clausurado el Concilio Vaticano II, en cuyos cánones no encontramos nada que sea contrario a la doctrina tradicional de la Iglesia, observó que las interpretaciones que se hacían de tales cánones eran cada vez más disparatadas y más alejadas de la auténtica doctrina, llegando incluso a la herejía manifiesta y dando lugar a la implantación de teorías tan alejadas de la sana moral católica como aquella famosa “Teología de la Liberación”, de carácter claramente materialista y, por tanto, contraria al credo católico que tan oportunamente fue declarada herética. Ante la visión de tanto desmadre creado a la sombra de las determinaciones de un Concilio que para nada mancha la recta doctrina, S. S. nos dijo algo tan claro, tan serio y tan importante como aquello de que “el humo del infierno ha penetrado en la Iglesia”.

La recta y justa dirección que S. S. Juan Pablo II imprimió a la Iglesia bajo su mandato, hizo recular a tan enconados enemigos de la fe católica infiltrados en nuestras filas; pero no creamos en ningún momento que han desaparecido de entre nosotros: siguen ahí, agazapados, como lo han estado durante tantísimo tiempo, esperando mejores ocasiones para volver al ataque.

Tampoco es nuevo para nosotros ese hecho de la sibilina infiltración en la Iglesia.

Vienen de ahí nuestros mayores males. Agudizados luego por la instrumentalización de la masonería especulativa a su servicio, con lo que la infiltración fue más solapada y menos notable, hasta nuestros días en que la situación se ha agudizado con fiereza: los jesuitas, que padecen una mortal infiltración que les ha llevado a confraternizar con la secta, creando “centros de estudios de la masonería” en cada una de sus provincias y con un elemento como el P. José Antonio Ferrer Benimeli (uno de los más cualificados masómanos, acertadísima expresión que tomo de don Ricardo de la Cierva) tratando de colar goles al Concilio durante todo su desarrollo, abogando por retirar de la condena del Código de Derecho Canónico en su nueva versión de 1983 a la masonería que estaba explícitamente nombrada y, finalmente, consiguiendo que se hiciese una mención genérica a las sectas… ¿Quién, sino la propia Iglesia es culpable de la confusión que hoy existe entre los fieles católicos por causa de una supresión tan desorientadora?

Desde luego, nadie podría explicarnos los cuantiosísimos medios que los Jesuitas dedican al “estudio” de la masonería con inexplicable benevolencia a una secta cuya organización fue la principal culpable de su aniquilación en el siglo XVIII (expulsión de la Orden de España y su disolución a nivel universal, amén de la confiscación de sus bienes). Estas aproximaciones a su trayectoria no pueden tener, por tanto, otra explicación que una macabra infiltración en sus filas.

Observamos que la Conferencia Episcopal española, que tiene una emisora de radio y otra de TV, deje la primera en manos de un hombre que se declara públicamente “no cristiano” (Federico Jiménez Losantos que, consecuentemente, debe de ser ateo) y de otro (César Vidal), que se declara abiertamente protestante. ¿Cómo van a defender la fe católica dos personajes, manijeros de la totalidad de la emisora, apartados del credo católico? Así sucede que la dicha emisora divulga programas, doctrinas y tendencias que son claramente contrarias al pensar católico. Y, en cuanto a la TV de la misma Conferencia (Televisión Popular, creo que se llama), aunque no conocemos quienes la dirigen y cual es su ideología, nos sorprende con programas de corte claramente anticristiano en los que, por ejemplo, se tratan asuntos “del corazón” (como ahora se denominan los espectáculos en los que se conculca la intimidad de las personas, se publican los peores vicios de cada quien…) y otros que dejan mucho que desear respecto del credo tradicional católico.

Una emisora de radio y otra de TV podrían ser estupendos instrumentos para la correcta formación del pueblo, propiciando su salvación. ¡Y mira que nos hacen falta estas herramientas en el bosque mediático dominado por la inmundicia, la deformación física, espiritual y moral, la basura desinformadota…! ¿Quién está consintiendo que esa emisora de radio, como ejemplo, nos sorprenda si la conectamos a media tarde (Cristina López Slichtin) con un programa rosa en el que participan los mismos maricones que luego vemos en programas del mismo jaez en la TV oficial y en las cadenas enemigas y que propagan las mismas inmoralidades? ¿Quién que el vocerío de aspaviento que nos despierta por la mañana, a pesar del fondo de verdad en que se basa, no sirva más que para granjearse la crítica sañuda y dar carta de naturaleza a cada acción enemiga, que queda potenciada por su instalación a pesar de tanto vocero? ¿Qué por la tarde-noche, un protestante hereje ensalce libros de contenido claramente contrario a la fe católica, o un arte del que no es arte y nos los presente con “arte” para convencernos de su virtud?

La única clave que puede darnos explicación a tan disparatado comportamiento es la infiltración masónica en la Iglesia, en los medios, en todos los sectores de la sociedad y muy en especial en la política, en la judicatura, en la policía… Es decir, la satanización de buena parte de nuestros pastores, jueces, gobernantes, voceros…

Acabar con esta infiltración es una necesidad perentoria si hemos de ser instrumento de conservación de la Iglesia: aunque sabemos que el mismo Cristo Jesús nos dijo que “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”; pero ya lo sabéis: a Dios rogando y con el mazo dando…

Y ruego a Dios que confirme mi esperanza de no ser mal ni maliciosamente interpretado. Ni mi aserto sobre la infiltración en la Iglesia (que es cierta a poco que se mire con los ojos del alma y está refrendada por todo un Papa como ya hemos visto) supone que sus escalas estén infectadas en su totalidad ni es esa la impresión que he querido comunicar en este artículo. Por el contrario, abundan en sus filas los hombres de inmejorable voluntad y de cualificada sabiduría que predican incansables contra las corrupciones del siglo y en pro de la auténtica doctrina de la fe católica. Solo que, ante semejante ataque que pone en peligro el alma de todo un pueblo, de la humanidad entera, parece necesario hacer hincapié en la existencia del mal que nos tiene adormecidos, denunciar en qué covachas se asienta y fragua. Pero debemos de añadir que prelados y fieles hay que luchan denodadamente contra el mal y que día a día imparten las enseñanzas correctas. Y son muy numerosos. Que los medios los oculten o los tergiversen es cosa que no puede extrañarnos ni escandalizarnos, inmersos en el acoso que padecemos. Aquí de la inteligencia (que Dios nos dio para alcanzar una mayor y más completa libertad): sopese cada quien la coincidencia de cada enseñanza con la recta doctrina secular de la Iglesia, la que tantas veces se nos ha predicado y que procede de la Patrística; y tome las determinaciones que convienen a su alma y a la salvación de todos.

Tampoco mi crítica a la debilidad los medios que se titulan católicos pretende el abandono y la clausura de sus instrumentos. Al menos, nos explican la divergencia de las decisiones del poder con nuestro sentir católico y nos ponen en guardia contra las decisiones políticas y morales de los poderes públicos. Solo he pretendido trasladar a la conciencia de los fieles un cierto novel de desconfianza hacia sus métodos. Pero quede claro que su ausencia nos enterraría en una nebulosa de silencio que tal vez fuera más dañina (¡son tantos los que escuchan y ven estos medios…!); y he querido llamar la atención de aquellos a quienes competa sobre el hecho de que se pueden conseguir muy superiores metas si se corrigen errores de bulto.

En cuanto a lo de que la juventud está hoy por la ecología, el deporte y la solidaridad, se pone de manifiesto de inmediato que la enorme mayoría de los jóvenes, ni hacen deporte, ni tienen un gusto real por las prácticas ecológicas, ni gastan su tiempo y sus esfuerzos en la solidaridad: no porque tengan otras actividades positivas, sino porque pasan la mayor parte de su tiempo sentados frente a la “caja boba” que envenena sus mentes y sus almas y en diversiones tan negativas y dañinas como ese “botellón” que los poderes públicos, ansiosos de votos, no solo admiten sino que protegen y propalan, haciendo “botellódromos” para difundir el uso de esa práctica dañina y con cargo a los fondos que el pueblo entrega a una Hacienda confiscatoria.

Nuestras soluciones no pasan porque algunos voceros de la “oposición” eleven sus gritos contra tanta práctica perversa y acaben por darle carta de naturaleza dejando que finalmente se instauren en nuestro suelo. Es una actitud pasiva y, por ende, negativa que nos condena al fracaso. Pero es la única que se empeñan en usar los partidos que se tildan de “oposición”.

Se trata de luchar enconadamente contra el dominio en que se han instalado los masones en nuestros órganos de poder: como siempre, mediante trucos electoraleros, mediante mentiras descaradas, mediante la compra de voluntades (que pagan con el dinero del pueblo, el dinero de los impuestos)… Debemos de proponer remedios para la enfermedad mortal que nos gangrena. Y debemos de inventar y poner en práctica sistemas de una lucha sin cuartel contra ellos. Si la sociedad ha anestesiado su moral y admite cualquier tipo de sugerencia del poder, por estrafalaria, falsaria, dañina, inmoral y perniciosa que sea (el aborto, el matrimonio homosexual, la eutanasia, la moral relativista que anestesia nuestra capacidad de autocrítica y un tan amplio etcétera), nosotros no hemos de caer en la misma sima, sino que hemos de prepararnos para luchar contra esa infección que nos asfixia, crear mecanismos de lucha y aplicarlos incansablemente por peligroso que resulte ahora que detentan el poder los enemigos del linaje humano.

·- ·-· -······-·
F. Javier de Echegaray



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