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Madre Dolores se presenta.

por Inmaculada Dutrús Echevarría

En una “autopresentación”, como recurso literario, la autora, . Religiosa Filipense, biografía a la fundadora de su congregación, la Madre Dolores Márquez Romero de Onoro, que murió el 31 de julio de 1904, en Sevilla. Su Santidad el Papa Benedicto XVI reconoció que vivió en grado heroico las virtudes cristianas, y la declaró Venerable el 29 de abril de 2006.

Queridos Hermanos:

Me piden que me presente a vosotros. No sé cómo hacerlo, ya que no tengo títulos de nobleza, ni títulos académicos que presentar.

Bueno, lo intentaré: Soy Madre Dolores Márquez Romero de Onoro. Pero me gusta que me llamen Madre Dolores.

Nací en Sevilla. Sevilla es mi tierra, pero todo el mundo es mi país.

Cuando nací, el poeta romántico Zorrilla tenía pocos meses de vida.

Reinaba en España Fernando VII. Poco antes había dejado sin valor la Constitución de las Cortes de Cádiz, y perseguía a los liberales.

Como mi padre era juez y liberal, supe lo que es tener a mi padre en el exilio, y lo que es ser vigilado por la policía. Más tarde, tuve la suerte de ver cómo reconocían la honradez y valía de mi padre, y pudimos pasar a vivir de nuevo en Sevilla.

En los tiempos difíciles murió mi madre, y yo sólo tenía diez años. Le pedí a la Virgen María que, desde el cielo, fuera mi madre; ya que ahora yo tendría que ser como la mamá de mis hermanas pequeñas.

Enfermó mi padre y le cuidé hasta su muerte. Después, como no teníamos familia en Sevilla, las cuatro hermanas nos volvimos a Constantina, donde vivían nuestros tíos.

Pasamos, de casi ser independientes, a depender de los hermanos de mi madre, que, la verdad sea dicha, nos trataron muy bien.

Al poco tiempo murió mi hermana pequeña con veinte años y se casaron las otras dos. Quedé sola con mi tío el cura y mis tías. Yo no me casé. Aunque había tenido un novio, a mi padre no le gustó, así que tuve que dejarle (¡cosas de la época!, pero no me arrepiento en absoluto).

Cuando mis tíos se hicieron mayores, yo les cuidé, hasta que murieron. He oído decir que ahora muchas personas dejan a sus padres en residencias porque dicen que “no tienen libertad”, aunque otros lo hacen para que estén mejor cuidados.

Yo no sé si habría dejado a mis tíos. La verdad es que me sentía muy bien cuando me sonreían y aunque casi ya no podían hablar, se alegraban cuando mis hermanas venían a casa con sus hijos.

En fin, también iba a la parroquia, daba catequesis y pertenecía a un grupo de señoras que ayudaban a los que lo pasan peor.

Mi vida era más bien normalita.

Llegó el día en que me quedé sola, y durante casi un año experimenté lo que es poder hacer lo que quieres, ir donde quieres y no depender de nadie. Estaba muy a gusto.

Pero …

Algo dentro de mí me hacía sentir un cosquilleo que no me dejaba tranquila. Dios quería algo más de mí.

Así que … me lié la manta a la cabeza y me decidí: quería ser de las esposas que siguen al Cordero, como dice el libro del Apocalipsis.

Y me fui a Sevilla otra vez. Ahora para ser monja de clausura en el convento de las Carmelitas Descalzas. Santa Teresa de Jesús me caía muy bien.

Aún teníamos la casa en la Plaza Nueva; desde allí comencé las “negociaciones” para entrar en el Carmelo.

Ya casi lo había conseguido, cuando me hablaron de un curita joven, del Oratorio de San Felipe Neri, que hablaba muy bien y confesaba y aconsejaba muy bien.

Fui a conocerle.

Cada vez que lo pienso… lo veo más claro, Dios escribe derecho con pautas torcidas.

Esa confesión cambió totalmente el rumbo de mi vida.

El Padre Tejero (que así se llamaba) me habló de una casa de acogida para muchachas jóvenes que querían salir del mundo de la prostitución, pero no tenían a nadie que les ayudara.

A mí, una mujer de clase social alta, puritana, con deseos de vivir en el silencio de la clausura, me chocaba mucho el tratar con estas jóvenes. ¿No me contagiarían algo?

La verdad, me daba bastante miedo, y más que miedo, algo de repugnancia. Pero el Padre Tejero me siguió hablando…

Son almas las que queremos salvar…
La vida ha sido muy dura con ellas…
Atrévete a conocerlas, verás que no es tan fiero el león como lo pintan…
Son un tesoro, son nuestro tesoro…
Son nuestra confianza delante de Dios…

La cosa cambiaba, así que me pregunté: y ¿por qué no?, ¿por qué no darles una oportunidad?, ¿por qué no probar?... ¿y si era eso la voluntad de Dios para mi?, ¿y si por eso yo había tenido que hacer de madre desde los diez años?

El caso es que probé. Fui a la casa y conocí a Rosario Muñoz, que era la otra Señora de la que el Padre Tejero me había hablado. ¡Y vaya señora!, ¡vaya valiente!

Desde que entré por la puerta lo sentí: Estaba en casa.

Por fin había encontrado el lugar definitivo para vivir hasta que fuera una viejecita. Con estas jóvenes me sentí familia desde el primer momento. ¡Hasta dejó de importarme no ser monja de clausura!

No os podéis imaginar cómo sentó eso entre mi familia y mis amigas… ¡Era un escándalo! ¡Me había vuelto loca!

Creo que sí, que me volví loca, aquellas chiquillas me robaron el corazón y se lo quedaron.

Un día empezaron a decirnos a Rosario y a mi que éramos sus “madres”, que nos portábamos con ellas mejor que lo habían hecho sus madres… y se les ocurrió la locura de llamarnos Madre Rosario y Madre Dolores.

Ahí ya no quedó nada de mí que no estuviera loco.

Pasaba el tiempo, y empecé a notar que el cosquilleo de “ser monja” volvía a aparecer; y no sólo por la rabia que me daba que por la calle nos dijeran de todo y nos tiraran piedras y nos gritaran pidiéndonos una “cita”.

No, no era sólo eso. Dios quería que yo me consagrara a Él del todo. Ya no bastaba con vivir con las jóvenes. Dios quería algo más.

Lo hablamos Madre Rosario, el Padre Tejero y yo; todos habíamos sentido lo mismo: Dios quería que la Casa de Arrepentidas se convirtiera en una Congregación religiosa.

Dicho y hecho.

Bueno, no fue tan fácil, ni tan rápido. Pero poco a poco se fueron juntando jóvenes que querían consagrarse a Dios. Poco a poco el Padre Tejero fue escribiendo las Reglas que nos habían de regir. Poco a poco fuimos haciendo de nuestra vida de familia una vida de familia religiosa, con unas madres, unas hijas y un padre.

¡Qué tiempos!

Costó mucho encontrar casa. Ya sabéis lo que dice el refrán: “el casado, casa quiere”, y nuestra familia necesitaba una casa grande. Y nuestra familia necesitaba legalizarse.

Así que viajé a Madrid.

Me volvió a “salir” novio, y tuve que pararle los pies: “caballero, le dije, soy señora sola y no recibo visitas”. ¿Qué le haría pensar que yo quería ligar? Aún no lo entiendo. Menos mal que la dueña de la fonda me ayudó.

Y vi a la reina Isabel II muchas veces. Tantas que en una ocasión me prohibieron entrar, porque había estado ya el día anterior.

Y me volaron las balas sobre la cabeza durante la revolución de septiembre de 1868. Uff. Esa vez lo pasé realmente mal. Y no me podía meter en ningún portal, porque todos los habían cerrado los vecinos. Hasta que llegué a la fonda creí que me mataban.

Estaba en Madrid, y no sabía nada de Sevilla. Menos mal que pude volver, porque al Padre Tejero le habían mandado a Gibraltar expulsado de España.

Pero no hay mal que por bien no venga (muy refranera me estoy poniendo, me vais a tener que disculpar).

Bueno, lo que decía, no hay mal…

Fue la Junta Revolucionaria de Sevilla la que dio una casa definitiva para las Arrepentidas. Parecía mentira. Primero las balas, después echan a los Padres del Oratorio Filipense, y terminan dándonos la propiedad del Convento de Santa Isabel. ¡No lo podía creer!

¡Dios esta vez se había pasado! Desde luego, a generoso no le gana nadie. Derecho con pautas torcidas… Quién me iba a decir.

Pasaban los años… La política se estabilizó (bueno, un poco).

La Congregación ya fundada caminaba bien.

Fundamos Casas para la acogida, escuelas para niñas pobres y escuelas taller para jóvenes que querían tener una profesión.

Pronto, las Reglas que el Padre Tejero había escrito, y que eran tan buenas, se mostraron pequeñas para el tamaño que iba adquiriendo la Congregación.

Lo que es sólo para una casa y una ciudad no sirve para muchas. Y cada una de nosotras daba su opinión, cada una pensaba de una manera.

En el año 1880 tuvimos que cambiar las Reglas y añadir dos puntos más.

No debíamos ser más que una Congregación, con un solo corazón; y nos estábamos convirtiendo en algo diferente.

Pensé que con esos cambios estaría arreglado todo. Pero Dios seguía escribiendo…

En 1886, el grupo de Hermanas que pensaban que había que cuidar sobre todo a las niñas que podían pagar el colegio se había hecho más fuerte.

Como yo viajaba mucho para poder estar en todas las Casas que se habían fundado, decían que no prestaba a la Congregación la atención que se merecía. ¡Sólo Dios sabe!

Tendría que haberme dado cuenta. Cuando me ofrecí a seguir a Jesús hasta el final, lo hice de corazón.

¡Y Dios me tomó la palabra!

Menos mal que en la oración fui comprendiendo que lo realmente importante no es el resultado que se ve, sino el amor que se pone.

Así, cuando el 31 de diciembre de 1886 Madre Salud fue elegida Superiora de la Congregación, me alegré. ¡De veras!. Madre Salud, que entró muy jovencita, se había hecho una mujer, y ya había sido superiora de varias casas. Pensé que lo haría bien.

Yo ya era mayor; debía dejar paso a generaciones más jóvenes.

Y pasé a ser una Hermana más en la Casa de Málaga. ¡Era bonito volver a vivir con las niñas haciendo vida de familia y siendo una Madre para ellas!

Había llegado el momento del silencio; el tiempo de dejar hablar a Dios, y callar.

Durante mi estancia en Málaga aprendí lo efímeras que son las cosas y las obras.

Aprendí a diferenciar lo verdaderamente importante de lo que no lo es.

Medité mucho sobre mi vocación, y comprendí que no podía más que dar gracias a Dios. Él me había elegido, como a María, para hacer Su Obra.

Él me había llamado, y yo, como María, le dije sí.

Y ahora, como a María, me pedía que estuviera de pie junto a la Cruz.

No era la misma Cruz, eran cruces de niñas y jóvenes rotas por dentro.

No era el mismo Crucificado, eran débiles y pequeñas niñas; pero había algo que pienso que sí era igual…

A veces pedía a Dios que me ayudara a quitar los clavos que martirizaban a mis niñas. Pero … ¡si la Virgen no pudo quitar los clavos a su Hijo! Qué tonta era, yo tenía que ser como la Madre Dolorosa, padecer la pasión del Hijo.

Si María fue para Jesús la prueba de que Dios no le había abandonado en el momento de la desgracia; yo debería ser lo mismo para mis niñas.

¡Cómo me iba yo a quejar de nada, si ellas me estaban mirando!

¡Cómo iba yo a pedir nada para mi, si lo tenía todo con ellas!

Vivir rodeado de sufrimiento te puede convertir en un sádico. Pero también te puede ayudar a comprender la importancia de lo pequeño y de lo inútil.

Comienza el siglo XX. Ya hay luz eléctrica, los viajes en tren ya son algo normal…

Año 1900. El tren me lleva de vuelta a Sevilla, a mi querida Santa Isabel. Al convento regalado por los revolucionarios.

Desde la estación voy caminando a la Casa… todo me trae recuerdos.

Voy sola, no me han ido a esperar. ¡No sabrían que llegaba!.

Sevilla sigue siendo tan bonita como cuando era niña. ¡Qué luz! Ojalá mi corazón tuviera tanta luz.

¿He dicho que iba sola? Perdón; no, no iba sola. Dios volvía conmigo a Santa Isabel. Íbamos hablando.

¿Cómo estarán todas?, ¿y las niñas?, ¡ya estarán hechas unas mujeres! ¡Cómo pasa el tiempo!...

Cuando llegué, las niñas, que estaban limpiando la iglesia me reconocieron…

¡Madre!, ¡es la Madre!, se pusieron a gritar de tal modo que hasta a mi me dio apuro… ¡estaban en la iglesia1. La Hermana que estaba con ellas les tuvo que regañar.

¡Niñas, silencio, que estamos en la iglesia!

Pobrecitas, no tenía yo que haber entrado por ahí. Pero, la verdad, me hizo ilusión que se acordaran de mi.

Había envejecido sin darme cuenta. Ya me costaba andar, escribir, ¡yo que jugaba con la caligrafía!

¿Qué podría hacer una vieja como yo en la Casa de Santa Isabel que no fuera molestar?

Me dieron una habitación un poco apartada de las demás… ¿sería para que no me molestaran los ruidos? Pusieron a Sor Aurora para que me cuidara. ¡Qué paciencia tenía conmigo! Escuchaba las batallitas de esta pobre vieja y me pedía que le contara más cosas.

Quería saberlo todo y a mi me encantaba hablar… Los viajes, los trabajos… Pero sobre todo me gustaba contarle cómo era Madre Rosario, mi fiel compañera, la valiente que empezó; y cómo era al principio nuestra familia.

Era muy joven Sor Aurora. Y, como todos los jóvenes, quería cambiar el mundo…

Madre, me decía, a usted la están tratando muy mal.

Madre, esta no es una habitación buena.

Madre…

Siempre tenía que mandarle callar. Todo era bueno, todo estaba bien. Si Jesús había muerto en la Cruz, que era la muerte más mala… ¿pretendía yo vivir más regalada que mi Señor?

Aurora, hija, le decía, no digas esas cosas; todo está bien…

Todas son mis hijas, a todas las amo como Madre.

Pero no se convencía. ¡Esta juventud no termina de entender las cosas de Dios!

Espero que cuando se vaya haciendo mayor lo comprenda.

Hoy ha venido el Señor Arzobispo (El Beato Marcelo Spínola ) a verme. ¡Y sin avisar!

Como cada vez me cuesta más levantarme, no había podido recoger algunas cosas que había por medio. ¡Me parece que no le ha gustado mucho!

Pero ha sido tan amable… Me ha escuchado en confesión. Le he dicho… (¿se podrá decir lo que he dicho en confesión? no creo que importe mucho, ya pronto moriré)

Le he dicho que tan sólo quiero ser toda de Dios. Le he dicho que cuando yo muera, espero que mis Hijas tengan por principal amor a Dios en la Oración, y al Prójimo en las Obras, queriendo como a propias hijas a todas las acogidas, principal fin de nuestra Congregación.

Me ha preguntado si estaba a gusto… ¡Claro que estoy a gusto! ¿No estoy consagrada al que murió en el madero?

Bueno… me parece que, para presentarme a vosotros, he dejado volar demasiado la pluma. Perdonad a esta pobre anciana que lo único que ha querido en esta vida es ser de Dios y ser Madre.

Sólo puedo deciros de corazón:

Contad conmigo para lo que necesitéis. Si me necesitáis estaré junto a vuestras cruces. Apoyáos en mí y os ayudaré a convertirlas en resurrección.

Vuestra Madre, que os ama y os abraza,

Dolores.

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Inmaculada Dutrús Echevarría



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