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Justicia, Verdad y Amor

por Arturo Zárate Ruiz

Parece fácil hablar de la virtud de la justicia. Pero es difícil hacerlo porque en la cultura contemporánea se le ha relegado a una tarea del Estado y se le ha desvinculado de la verdad y del amor. Contra corriente, en este ensayo se intenta mostrar cómo cualquier esfuerzo de justicia se pierde cuando se cede al relativismo y agnosticismo contemporáneos. Se trata de mostrar cómo se puede recuperar esta virtud en la medida que la anclemos en la verdad y el amor. Particularmente se detalla algunos indicadores objetivos de la justicia, cómo se convierte ésta en hábito, algunas de sus vertientes, y algunos consejos básicos para su enseñanza en el seno familiar.

La justicia podría ser un hábito sencillo. Consistiría en cumplir cada uno cabalmente con su responsabilidades, y en repartir premios y castigos según su desempeño. Pero con la bondad de Dios y con la colota del diablo, que quiere meterse en todo, como que se enredan las cosas. Por un lado, Dios es Amor y Justicia a la vez. Por tanto, ser justos no basta. Nos debemos además asemejar al Amor de los amores. Por otro lado, cuán difícil es practicar este “hábito de darle a cada quien lo suyo”. Desde niños nos estorba una y otra vez nuestra malicia. ¡Más de adultos! A falta de hombres buenos, el Estado surge para frenar nuestros abusos. Las primeras palabras de los bebés son menos “mamá, mamá” que “mío, mío”. Al morir, cuántos andamos ahí todavía regateándole nuestra vida a Dios.

Es, pues, complicado practicar la justicia, y aun así ineludible de querer crecer como hombres. Cicerón nos dice que en ella, “el esplendor de la virtud es máximo y por ella los hombres son llamados buenos”. [1] Santo Tomás de Aquino precisa que supera a la misma fortaleza pues ésta sirve sobretodo en tiempos de “guerra”, [2] mientras que la justicia tanto en la guerra como en la paz. [3]

Entre las virtudes cardinales, la justicia como ninguna otra rebasa el ámbito individual y define incluso a las grandes naciones. Las civilizaciones aparecen cuando las controversias sobre ella dejaron de resolverse, a lo bárbaro, con la propia mano. Surgieron cuando medió entre las partes en conflicto alguna institución imparcial, por ejemplo, el rey, o en otro momento los jueces, los tribunales, las leyes y todo el aparato del Estado. Lo que urgía entonces, por supuesto, no era relevar a los hombres de sus obligaciones personales hacia la justicia. Lo que urgía era impedir que algunos hombres cumpliesen mal esas obligaciones por ser partes interesadas en un pleito. Con el juicio ofuscado, corrupto aun por el odio, esos hombres estarían impedidos para reconocer con objetividad las demandas de la justicia. Sólo un observador imparcial y autorizado los prevendría de corromperla con caprichos. Por ello, en las naciones civilizadas el Estado se ha erguido desde hace milenios como el juez objetivo y desinteresado de las controversias.

Ahora bien, que esto sea así no debe llevarnos a pensar que la justicia sea del todo una tarea exclusiva del Estado, y menos aun que, por arrogársela el Estado al surgir controversias, la defina éste por completo sin el más mínimo fundamento en una realidad que le trasciende. De aceptarse el primer error, la justicia dejaría de ser una virtud cardinal en las persona. No tendría yo que preocuparme de ser justo: que lo haga el tribunal. De aceptarse el segundo error, la justicia ya no sería objetiva. Establecer la justicia sin observar, sin reconocer, sin atenerse a una realidad no iría más allá del capricho, ahora el del Estado mismo, justo aquello en contra de lo cual se les pidió a los jueces y reyes intervenir en el inicio de las civilizaciones. [4]

Estos errores debo denunciarlos a continuación con más detalle. Por un lado, están muy difundidos en la cultura relativista contemporánea. Por otro lado, no de otra manera puedo pasar a hablar de la justicia como virtud cardinal que todas las personas debemos practicar con base en su fundamento: Dios.

La trampa relativista

Hay sin duda algunos “hechos” que pudieran llevarnos a negar cualquier elemento objetivo de la justicia. Si justicia es “dar a cada uno su derecho”, ¿por qué un chamaco que fue el primero en su clase sólo recibe de premio una palmadita paterna en la espalda mientras otro por pasar apenas un curso lo manda su papá, ocupadísimo como está en su oficina, a Disneylandia? ¿Por qué a un niño le enseñan en el catecismo que ame a Dios sobre todas las cosas pero le prohíben, como ocurre ahora en la mayoría de los países con regímenes “laicos” y “libres”, que hable de su amor a Dios en la escuela? ¿Por qué alguna vez vestir y darle de comer a un trabajador doméstico bastaban para reclamarle lealtad completa mientras ahora debemos no sólo pagarle salario más que mínimo, sino además un fondo para la vivienda y seguro social por laborar no más de lo que la ley permite? ¿Por qué en un país se le arranca la lengua al hablador y en otro se rehabilita con psicólogos y algodones al asesino? ¿Por qué, para muchos cristianos, la pena de muerte es siempre inhumana pero la muerte eterna admisible? En fin, ¿por qué si darle a cada quien “su merecido” parecía definirse objetivamente con un simple “ojo por ojo y diente por diente”, desde siempre, según apuntan muchos historiadores, los verdugos han derrochado una creatividad lasciva en los instrumentos de castigo?

Hace años la actividad principal en mi estado de Tamaulipas era la ganadería. Por ello se castigaba duramente al chofer que arrollase con su auto a una vaca en la carretera. Hoy, como en muchos otros estados del resto de México, se castiga en cambio al ganadero que deja suelta a la vaca. Cabe preguntarse de cualquier manera por qué en un tiempo el chofer fue victimario y ahora víctima; como también preguntarse por qué en algunos países musulmanes se ha tolerado el hachís pero no el alcohol, cuando entre los cristianos es viceversa; o por qué en un tiempo a las aborteras se les llamaba brujas y se les castigaba no pocas veces con la hoguera mientras que ahora en muchos países “civilizados” se les llama “profesionales de la salud” y se les premia con financiamiento abundante del Estado; o por qué hoy en muchos lugares desayunarte un huevo de tortuga es “ecocidio” por lo cual mereces muchos años de cárcel y el repudio social, mientras que despacharte un huevo humano es parte de tus “derechos reproductivos” o incluso un conseguir refacciones excelentes en la hora de los transplantes de células o de órganos.

Según nos dice santo Tomás de Aquino, el primer precepto de ley es “Haz el bien y evita el mal”. [5] Tal precepto es correlativo al principio lógico de no contradicción y resume a la perfección nuestras obligaciones hacia la justicia. Sin embargo, cuando la justicia debido al entorno cultural nos parece no tener ni pies ni cabeza, podemos preguntarnos qué es el bien, qué es el mal, sin esperar respuesta cierta. Un gobernador mexicano alguna vez se hizo eco de muchos hombres contemporáneos que han caído ya en la trampa relativista:

"...la moral cambia con el tiempo. Era inmoral que la falda la trajeran las mujeres arriba del huesito... la falda fue subiendo y dejó de ser inmoral, ya no digamos lo que era la falda, sino que se hicieron chiquitos los bikinis hasta llegar a la tanga. Era inmoral cobrar intereses y llega un momento en que ésta es la base del sistema financiero internacional. Era ilícito para algunos países producir y beber alcohol, o por lo menos traficar con él. ¿Hasta dónde el consumo de droga es un ilícito y hasta dónde es una enfermedad? ¿Hay acaso un policía que esté persiguiendo a todos aquéllos que propagan enfermedades venéreas o de transmisión sexual como el sida?" [6]

Sin ningún estándar sólido para la justicia, cualquier asunto se relativiza, no sólo lo largo o el ancho de la falda, o la usura, o el consumo de las drogas, también las perversiones sexuales. Cobijados bajo el supuesto de que “las costumbres cambian”, ya hay abogados que incluso defienden la pedofilia, por ejemplo, Bruce Rind, Robert Bauserman y Philip Tromovitch, en el Psychological Bulletin de la Asociación Psicológica Americana. Critican allí el “uso indiscriminado” del término “abuso sexual infantil”, y de términos correlativos como “víctima” y “perpetrador”. Sugieren el poner atención a los sentimientos del niño respecto a “sus actos sexuales con los adultos”. Prescriben que “Un encuentro con reacciones positivas habría de ser etiquetado simplemente como ‘sexo adulto-infantil’” pues si “conductas como la masturbación, la homosexualidad, el felatio, el cunnilingus y la promiscuidad sexual” fueron alguna vez clasificadas como patológicas en la primera edición del Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders publicado por la Asociación Psicológica Americana en 1952, no son ya así consideradas, pues ahora se les acepta como normales—“las costumbres cambian”—. [7]

Hoy, porque “los tiempos cambian”, en no pocos países se permite ya la eutanasia, el matar a los enfermos para “evitarles sufrir”. Si es así , ¿por qué no matar incluso a los que simplemente nos lo solicitan, o aun comérnoslos hechos Hackfleisch, si nos lo demandan también. El alemán Arman Mewes se desayunó a su compatriota Bernd Jürgen, quien así se lo pidió.[8] ¿Cumplir así la voluntad de Jürgen significa darle a él lo suyo, lo que merecía su dignidad humana?

Vaciamiento de la verdad, vaciamiento de la justicia

Muchos niegan hoy poder hablar de los valores, de los bienes, objetivamente, por negar aun antes la posibilidad de la verdad. Aun así, pretenden construir sistemas de justicia aceptables por todos. Y los defienden con tal pasión que casi parecen proteger las ballenas, los piojos o aun la tuberculosis en peligro de extinción.

Para los individualistas extremos, la justicia consistiría en no meterte en asuntos ajenos para que no se metan los demás con los tuyos. “Respeta la autonomía de cada quién”, dicen, entendiendo autonomía el “derecho” de hacer cada uno de su vida un rehilete. Todos seríamos así “felices”, aseguran. Según esta perspectiva, si a mi me gusta comer tachuelas e inyectarme aserrín en la cabeza (esa es “mi verdad”), será un derecho mío hacerlo mientras no obligue a nadie más a lo mismo, ni afecte sus intereses. John Stuart Mill, por ejemplo, afirma:

El único propósito por el cual el poder puede ejercerse legítimamente sobre un miembro de una comunidad civilizada, contra su voluntad, es el de prevenir un daño a los demás. Su propio bien, ya físico o moral, no es suficiente autorización [para el ejercicio del poder]. Legítimamente no se le puede forzar a nadie que haga o soporte nada en nombre de que será mejor para él, o lo hará más feliz, o, en la opinión de algunos otros, lo hará más sabio, o incluso recto. Tales son buenas razones para reprenderlo, argüir con él, persuadirlo, o suplicarle, pero no para forzarlo ni someterlo a ningún mal en caso de que obre distinto. Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y su propia mente, el individuo es soberano. [9]

En Mill se apoyan muchos defensores del aborto, de las perversiones sexuales, del abuso de las drogas, de la eutanasia, y del uso de embriones, clones y aun humanoides híbridos como refacciones quirúrgicas. [10] Son asuntos personales, dicen, en los cuales ni el Estado ni nadie debe meter su narizota. Y añadirán, con base en mucha doctrina “ilustrada”, [11] la función del Estado no es limitar sino proteger las “libertades” de los individuos frente a las intromisiones de los demás.

Lo curioso es que quienes así defienden, por ejemplo, un churro de marihuana, de repente nos los encontramos horrorizados si fumas tabaco, ya ni digo en el restaurante, sino aun en tu inodoro. Para ellos, un cigarrito sí daña a los demás y, por tanto, debe prohibirse, como también tu desodorante que emite fluorocarbonos, por eso de la capa de ozono, o que cultives en tu clóset maíz transgénico, no vaya a cruzarse y degenerar la raza de los maíces originarios y nativos de México, nación, por otro lado, eminentemente orgullosa por su mestizaje. Son quienes con la mayor seriedad te obligarían a sacar a pasear tu tortuga dos veces al día, porque de no hacerlo maltratarías a los animales. Te censuran ya por no financiar a tu hijo de 17 años cuando va al reventón, no lo vayas a traumar, pero te felicitan por matar al nonato. Estos mismos ya te impiden pintar tu casa de mostaza porque la de ellos, tus vecinos, luce fiucha; y no tardarán en prohibirte, no digo que comas carne sino que aun oigas música de violín: creen que sus cuerdas son de hecho tripas de gato y que las obtuviste “asesinando” un minino. Su respeto a las tripas los llevará a comer “chorizos” de soya embutidos en plástico: ¡esos sí son “naturales”!

Frente a estos ejemplos que muchos podrían considerar una exagerada intromisión en asuntos ajenos, soy sin embargo incapaz de dar una respuesta adecuada cuando el supuesto es que la justicia no descansa en más que las preferencias tan diversas de los sujetos, no en el buscar la verdad. El criterio propuesto de no meterse en los asuntos ajenos para que no se metan en los propios se desvanece cuando no hay bienes objetivos para las personas, sino sólo gustos pasajeros. Que no se entrometan conmigo dependerá de lo que mis vecinos consideren qué es una intromisión o no. Muy endeble es en consecuencia la supuesta defensa que estos “liberales” hacen de las libertades individuales.

Para algunas personas este problema desaparece cuando las personas se ponen de acuerdo y, con un “contrato social” tipo Rousseau, definen qué es un asunto privado y qué es un asunto público. Algunos más añaden que el hombre es un ser social, por lo cual tiene derechos no sólo de manera individual sino también de manera colectiva. No sólo a las personas sino a grupos enteros se le debe dar lo suyo. No puedes pintar tu casa de mostaza porque arruinas el tono fiucha característico de todo el barrio. Cuando juegues solitarios hazte tonto si así lo quieres (eso sí, con cartas “políticamente correctas” de cartón reciclado), pero si juegas poker respeta las reglas porque arruinas el juego no sólo tuyo sino de todos. OK.

Pero entonces alguien podría preguntar ¿por qué poker y no bridge? ¿Qué me obliga a jugar el juego que todos juegan si no me gusta ni me satisface ni me permite hacer lo que a mí se me antoja? ¿A poco Vicente ha de ir siempre por donde va la gente? ¿No es subordinar a Billy Elliot [12] a las definiciones caprichosamente machistas de su familia el pedirle que abandone las zapatillas de ballet por unos guantes de box? ¿No es subordinar el individuo a un grupo el obligarle pintar su casa de fiucha en lugar de mostaza, o aun con caca, como él quiere? ¿Qué sigue, vestirse todos a lo Mao? ¿Si el grupo sanciona los “derechos reproductivos” estoy obligado, como médico, a practicar abortos? ¿O si aprueba los “matrimonios gay”, como trabajador social debo permitir que una de esas parejas adopten a un huérfano? ¿O si al grupo le interesa el “progreso económico” a toda costa, debo permitir la esclavitud de los obreros, como ocurre ahora en China?

Y el asunto aquí no es invocar la cláusula de conciencia. La pueden invocar quienes, con conciencia mal formada, ayudan a “bien morir” a un enfermo terminal, con el pretexto de evitarle sufrimientos innecesarios, por ejemplo, Jack Kevorkian. En un mundo en que no se reconoce nada objetivo, ¿qué es conciencia “bien formada” y qué es conciencia “mal formada”?, ¿cómo podríamos saberlo?

“Quieren ser justos, pero no saben lo que es justo”, se queja el experto en valores David Isaacs. [13] Si no hay bienes objetivos, el que un grupo los defina y no cada individuo no nos libra del capricho. La diferencia consistiría sólo en que en un caso el capricho sería individual y en el otro colectivo. Ser justos dependería no de lo que de manera razonable nos pide un grupo, sino se derivaría de lo que a éste se le antoja en un momento.

Es más, como suelen ser muchos los grupos y muchos más los antojos, ponerse de acuerdo sobre ellos en un “contrato” no consistirá ya en razonarlos con base en la verdad sino en lograr que un antojo impere sobre otros, es más, en que un grupo impere sobre los otros. “Dar a cada uno su derecho” sería resultado de lo que dicta la clase en el poder, o la clase a que, no libre sino sumiso, yo obedezca. [14] En cualquier caso, carecería de sentido hablar de “establecer la justicia”. Cuando distintas clases no coinciden en sus intereses (o en su “historia”, según el eufemismo marxista), la hiena y la leona simplemente se enfrentarán para arrebatarse sus cachorros. Entonces de lo que corresponde hablar es de “lucha de clases”. [15]

Cuando el objetivismo resulta insuficiente

Algunas personas más intentan salvar el abismo del subjetivismo reconociendo la objetividad de los bienes reales y la objetividad en su asignación a quienes los merecen. Ellos, porque conservan al menos sana una pizca de juicio, se escandalizan con razón si la hogaza calentita recién horneada por mamá no se la dan a los hijos sino la lanzan a las cucarachas del albañal; como también se escandalizan si tres lingotes de oro no los acuño en monedas ni los convierto en joyería sino los pulverizo y mezclo con 900 toneladas de arena en la playa para que luzca “más dorada”. Hay algo objetivo allí que autoriza su estupor; no surge éste simplemente por subirle o no la hormona a una persona o a un grupo. Por ello estas personas pueden también reconocer en todas las épocas y lugares que la vida se puede perder entre envidias y vanidades, y rescatar con un simple gesto de humildad y de servicio. Porque hay bienes objetivos es que mis sesos y corazón pueden establecer entonces la justicia no con caprichos individuales o de grupo sino con base en la realidad.

Hay una ley natural, eterna, que prescribe el ordenamiento de cada cosa a sus fines. [16] Por escaso y resistente a la corrosión, al oro se le hizo símbolo, moneda y adorno, no tierra para las matas. De manera similar puede hablarse del hombre, cuyo ser resplandece cuando ama de veras y rebasa la inmadurez de la autocomplacencia.

Y no son éstos meros aforismos, tristes vaguedades. El “haz el bien y evita el mal”—correlativo ético al principio lógico de la no-contrariedad—se concreta en los múltiples potenciales de la inmutable naturaleza humana. Así podemos hablar siempre en detalle de lo que corresponde al hombre hacer aun en los más cambiantes casos o circunstancias. Las transitorias leyes positivas, como cualquier accidente, no existen verdaderamente sino aunadas a su sustancia, la Ley. El mandato “Todo te está permitido, salvo ser menos hombre que lo que realmente ahora puedes”, aunque aparentemente sencillo, abarca toda la complejidad del ser humano—incluso su libre arbitrio—y ha ameritado la reflexión sensata y minuciosa de siglos. [17] Es más, sin esta Ley ningún rebelde—aun el subcomandante Marcos, el “guerrillero” de Chiapas—podría justificar, con objetividad su guerra contra las leyes. [18] Ya lo he dicho, todo quedaría en un enfrentamiento entre la hiena y la leona.

Esta Ley no es sólo objetiva, verdadera; también es buena. No viene de un Dios que manda a capricho, [19] sino de un Dios sabio que estableció un orden que es bueno y nos conviene a los hombres seguirlo. Obedecemos la Ley no como un imperativo categórico y abstracto, [20] sino porque Dios nos propone un bien que nos autorrealiza de manera muy concreta en nuestras vidas y nos libera del quedar hechos barro. [21] Es más, el bien que nos propone va implícito en el mero cumplir la Ley, [22] pues en el cumplimiento ya se disfruta el bien y no sólo en la consecuencia ulterior de obedecerla. No es como con una horrible purga que primero debemos sufrir por su posterior efecto de devolvernos la salud. Más bien, de obedecer la Ley o no depende, de inmediato, el gozarme del ser hombre. El no abrazar dicha Ley es como, pudiendo beber un buen vino, dejarlo a un lado para hartarse de vinagre; como habiendo conseguido que ella te mire, no devolverle una sonrisa; como jugando futbol y habiendo tenido la oportunidad de meter goles, no intentarlo ni siquiera. Y por favor, ¡no confundir esto con el consecuencialismo o el funcionalismo! La gloria no consiste en perforar la portería. Consiste en que, como el troyano Héctor, entregues tu vida en el intentarlo. Tal vez “pierdas el juego”, como los mártires. Pero un “fracaso” bien logrado, como el de ellos, es en sí la Gloria. Pues son esas opciones que escoges, y con que das dirección firme a tu vida, las que van definiendo, conformando, tu carácter y te marcan finalmente como hombre o como hombrecillo. Tu recompensa o tu castigo van ya implícitos en el que persigas perseverantemente ser—y por tanto seas—tal o cual persona, tal o cual comunidad, aunque no obtengas por el momento la “marca óptima”.

Todo esto suena muy bien. Hay un bien objetivo identificable por la razón y gracias al cual podemos debatir y tomar decisiones sobre nuestras vidas en lo privado y en lo público. Sin embargo, en la ausencia total de Dios—como ocurre en cualquier debate animado por el secularismo extremo contemporáneo [23] —, nuestros bienes, los de la ley natural, no se presentan a la vista sino muy imperfectos, muy difíciles de perseguir, no pocas veces aburridos para el que gusta de emociones intensas,< [24] y en cualquier caso limitados y precarios, es decir, relativos, si no en su objetividad que todos podemos verificar, [25] sí en su ser que no tiene nada en sí que garantice su subsistencia. [26]

Tengo amigos que reconocen sin ninguna duda la superioridad del matrimonio, y los goces de los hijos y del criar una gran familia. Sin embargo, aunque peinen canas y les sobren todavía oportunidades para casarse, se resisten a tan alto bien. Prefieren las relaciones precarias porque, sin reconocer a Dios, todas las relaciones les resultan igual de precarias, y en ello tendrían razón si Dios no existiera. Pues, ¿por qué amar a una mujer con amor eterno si éste se acabará de igual manera que el beso de una cortesana? ¿Por qué perseguir la Virtud cuando después de todo no sobrevivirá más que mis vicios, los cuales me cuestan menos y me ofrecen ratos si no mejores sí más intensos en deleites sensibles y aparentemente más seguros por asirlos justo en el momento que no tengo garantía ninguna que prosigan? ¿Por qué cumplir una Ley cuyo valor no supera, de no existir Dios, a la de cualquier otro instante? ¿Por qué obedecerla si, de negar a Dios, su origen no sería otro que personas tan transitorias como yo? ¿Por qué, en fin, he de programar mi vida como si fuera a vivir siempre, cuando, de no existir Dios, lo que haga hoy no tiene ningún valor mañana? El filósofo ateo Bertrand Russell afirma:

...ningún fuego, ningún heroísmo, ninguna intensidad de pensamiento o de sentimiento, pueden preservar la vida individual más allá de la tumba... únicamente sobre el fundamento firme de la desesperación inexorable, puede construirse en adelante con seguridad la morada del alma.”. [27]

¿Por qué no entonces, como proponía el Horacio, “Carpe diem quam minimum credula postero”, [28] goza el día, no confíes en el después, es más, olvídate de todo lo demás?

Si todo es efímero, si nada vale, ¿por qué no programar entonces mi vida, no según la Ley, no según incluso las leyes, aunque las reconozca objetivamente buenas, sino con cuidadoso cálculo según los placeres momentáneos, tal vez aun vulgares y perversos, que pueda gozar en lo poco que me queda de mis inciertos días? De hecho, si miramos a nuestro alrededor, sobran los hombres—aun sociedades enteras—malvados, que astutos saben y logran, mientras viven, salirse con la suya. Y si bien es cierto que con su dinero y su poder no consiguen la felicidad, ¡ah!, con qué éxito logran con ellos el imitarla.

En breve, la objetividad de la justicia, del bien e incluso de la verdad se pierde de no admitir su fundamento, Dios. Sin Él, todo se relativiza, es más, se trivializa. Todo se esfuma, aun la libertad, [29] en la nada. Sin el Ser que los sustente, los seres pierden su ser, y por supuesto la justicia humana.

Dios, fundamento de la justicia

Para bien, Dios existe. Que sea menos evidente que mi nariz no le quita que sea Él más cierto. [30] No hay razón, primeramente, para caer en la “desesperación inexorable” de Russell, sino para estallar de alegría por esperarlo todo. Ni hay razón para no reconocer no sólo la verdad y el bien objetivos de la Ley, sino aun la eternidad de esa verdad y ese bien por sustentarse en la sabiduría y el amor de Dios mismo. Esa Ley es el punto de partida para poder hablar de la justicia. No hay otro punto de partida porque de arrogárnoslo los hombres en nuestras simples leyes positivas no sólo nos abandonaríamos a lo transitorio sino cometeríamos una usurpación abominable. Solo la Ley, por ser Eterna y venir de Dios, nos saca de los caprichos, y nos da estándares seguros para cumplir con nuestras obligaciones hacia la justicia, es decir, de dar a cada uno su derecho.

Aun más, ¿cómo poder asignar a cada quien lo suyo si, por origen, sostén y fin, nada es mío, nada es tuyo, sino todo es absolutamente de Dios?

Tenemos pues que escucharlo a la hora de establecer la justicia, si no por el honor de ser su audiencia, si no por la justicia de reconocerlo Rey, si no por corresponder el amor del Amigo como deberíamos, al menos hagámoslo calculadoramente como los materialistas astutos al tomar decisiones sobre su vida: nos conviene atender lo que dice la Providencia porque nos lo da todo, incluso a su Hijo, sin nosotros merecer de hecho nada. Si la justicia de Dios hacia nosotros tiene un nombre, éste es el de Gracia, Amor, Misericordia, Generosidad, Servicio y Alegría.

Para hablar, pues, de justicia entre los hombres no podemos ignorar lo que nos enseña el Maestro acerca del tema.

Indicadores para la justicia

Si bien, por título propio no merecemos nada, debemos con todo procurar dar a cada uno su derecho según lo prescribe la sabiduría y la bondad de Dios. Así lo reconoció, tras su conversión, André Frossard, “El acto creador comunica una forma a la criatura y, con esa forma, las leyes que serán propias de su estado”. [31] En cada cosa podemos por tanto descubrir el amor del Señor hacia ella, tan así que un “inocente” niño se esconde y calla ante sus padres tras haber torturado a un gato: sin que nadie se lo tenga que decir, el niño sabe que el gato no es un alfiletero y que el corazón humano no se hizo para prodigar la crueldad.

La Ley Eterna. Hay pues una Ley Eterna inscrita en cada criatura, inscrita en nuestro corazón, la cual si después de todo no fuese lo suficientemente clara, también nos fue revelada. Su expresión primaria son los Diez Mandamientos. Y digo primaria porque éstos no son indicadores sobre cómo destacar en el juego sino simples indicadores sobre cómo no salirnos del juego. De faltar a estos mandamientos, cometemos graves injusticias que nos deshumanizan y nos hacen tratar a nuestros congéneres como algo menos que humanos, como algo menos que el diseño que imprimió Dios en sus criaturas.

Dejamos de ser justos y de portarnos como humanos, por ejemplo, cuando, contrario a nuestra excepcional capacidad de conocer y expresar la verdad, mentimos (8º Mandamiento); cuando, por ejemplo, no honramos a nuestro padre y nuestra madre y cuando, implícitos en el 4º Mandamiento, no asumimos el cuidado de nuestros hijos ni reconocemos ni respetamos ningún orden social, cual si nos hubiera parido una incubadora. Los 10 Mandamientos son pues los indicadores básicos sobre lo que cada persona debe dar a Dios porque es Dios y al prójimo porque es humano.

La carne. Parte de nuestra humanidad es nuestro cuerpo. A éste le ha impuesto Dios ciertas leyes similares a las de los animales, nos explica santo Tomás de Aquino. [32] Si tenemos hambre, por ejemplo, nos gruñen las tripas y buscamos comida. El talle de una joven hermosa no puede sino llamarnos la atención. Que sea así ocurre por un orden establecido por el Altísimo y que por tanto es bueno. Sin embargo, los seres humanos no somos sólo carne, sino también espíritu, al cual la primera debe someterse. Es decir, si bien es cierto que es obligación nuestra dar alimento a nuestro cuerpo, debemos hacerlo de manera razonable. Por tanto, no lo haremos robando la comida, sino trabajando por ella. No la comeremos como bestias, no desgarraremos la carne cruda de nuestras presas con nuestros dientes. Civilizadamente la cocinaremos y nos sentaremos a la mesa a degustar los platillos, según lo dicta el espíritu, nuestra humanidad completa, y así con cualesquiera de nuestros antojos.

Por supuesto, si hablas de que tú no eres un simple pedazo de carne, debes tratar del mismo modo a tus semejantes, por ejemplo, a tus trabajadores. No los trates como si lo único a que aspiran es a un trozo de carne cruda, como simples animales. Atiende además a los reclamos de su espíritu, a los de su humanidad completa.

Las leyes humanas. De jugar un buen partido, no nos basta conocer las reglas para que no nos expulsen del juego (los 10 Mandamientos). Debemos perseguir el destacar en él. Y Dios nos da la libertad para concebir nosotros mismos la forma de lograrlo. Así como hay infinitas maneras de patear un balón en el campo de futbol, así también hay infinitas maneras de hacer cumplir, según la prudencia y la voluntad humana, las leyes de Dios. Entre los pueblos surgen así las leyes “positivas”, las leyes humanas. Con ellas, las naciones establecen las rutas específicas que seguirán para “dar a cada quien lo suyo”.

Si la Ley Eterna es una e inmutable, las leyes humanas o caminos para hacerla cumplir son numerosísimos y muy cambiantes. Sucede así porque responden a las más diversas circunstancias, es más, al libre arbitrio del hombre. Aunque persigan hacer cumplir una Ley permanente y se deriven de ella, las leyes humanas sí se modifican en distintos tiempos y lugares porque son los medios del momento para cumplir tal fin. Es entonces que podemos entender por qué en unos países se persigue a los borrachos pero no a los marihuanos, y en otros a los marihuanos pero no a los borrachos. O por qué alguna vez en mi estado de Tamaulipas alguna vez el chofer del auto que atropellaba una vaca era el victimario y ahora es la víctima. Respecto al abuso de los estimulantes, tanto el perseguir al marihuano como el perseguir al borracho buscan promover la salud, una obligación implícita en el 4º Mandamiento de “No matarás”. Que los países varíen en sus leyes se da porque la prudencia humana dicta a uno el concentrar los esfuerzos por la salud en atacar el abuso del hachís mientras que al otro dicta atacar el abuso del alcohol. Que en algún tiempo la víctima en Tamaulipas fuese la vaca respondía a una preocupación mayor por defender la propiedad y el producto del trabajo humano, implícitos en el 7º Mandamiento de “No robarás”. Que ahora la víctima sea el chofer del auto responde a una mayor urgencia por proteger la vida humana, implícito en el 4º Mandamiento de “No matarás”.

La especificidad de las leyes humanas se extiende a las “buenas maneras”, por ejemplo, saludar con un “buenos días” a una persona cuando la vemos, cara a cara, por primera vez en el día y quitarse el hombre el sombrero al entrar a una casa o, por supuesto, a la iglesia, es más, tomar la cuchara de la sopa con la mano derecha si vivimos en México, pero con la mano izquierda si nos servimos salsa en Tailandia. Que así se extiendan las leyes humanas y que éstas tomen cursos aparentemente contradictorios y aun caprichosos no quiere decir que se desvinculen en algún momento del proyecto de Dios, su Ley Eterna. Las “buenas maneras”, y aun el “buen gusto” y las modas, responden, después de todo, a facilitar la paz y la amabilidad en el orden social, lo cual está implícito en todos los mandamientos.

El que las leyes humanas sean cambiantes no desdice que, especialmente las prescritas por el Estado, no deban seguirse puntualmente, desde la Constitución de una república a un simple reglamento sobre cómo pintar la fachada de tu casa. Como dice san Pablo en Romanos 13,1, “Todo hombre debe someterse a la autoridad constituida”. Estas leyes, después de todo, son las herramientas y los medios que el grupo social al que pertenecemos ha concebido y prescrito para mejor cumplir con las leyes divinas. Someterse a la autoridad humana en última instancia es someterse al mismo Dios.

Las autoridades . Nuestras autoridades no sólo se expresan a través de leyes generales, lo hacen incluso con órdenes y resoluciones muy específicas que indican a cada una de las personas lo que debe hacer. Debemos acatarlas no sólo porque nos conviene, sino porque es lo justo, sea legal, religioso, médico, militar... el campo de autoridad de nuestros superiores. Ellos detentan un cargo y responden por él, nosotros estamos bajo su cuidado. Es más, poseen el cargo porque se les reconoce más capaces en el elegir los mejores caminos para hacer el bien. Porque tu esposa es quien mejor sabe cómo te ves guapo, ella te manda a la hora de elegir tu corbata. Porque los juegos son de tu hijo, aun a él en cierta medida debes obedecerlo si quieres participar en ellos.

De ser tú quien detente la autoridad, por respeto a Dios y a quienes mandas, no te conformes con gozar el cargo, ejércelo además con competencia y aun soltura, responde por lo que decides, por tanto, no obres por coacción sino con el goce pleno de tu libertad moral, restringe por supuesto tus decisiones a los asuntos que te corresponden, cuida tu buena fama para no empañar dicha autoridad, y prefiere ganar con amor y tino la obediencia en vez ganarla con terror.

Todo esto que te exiges a ti, no debe ser excusa para condicionar la autoridad de otros. Si en alguna ocasión la autoridad es cuestionable, no es tu jefe el que debe probar que es jefe para que lo obedezcas. El goza de la presunción, tú del peso de la prueba. [33] Tú eres quien debe probar su incompetencia. Mientras no lo logres, a obedecer de inmediato y con buena cara.

Límites de las leyes y de la autoridad. Por supuesto, obedecer las leyes positivas y a las autoridades humanas debe darse en la medida que se sometan antes a la autoridad de Dios. Debemos sopesar, por ejemplo, el incumplir “leyes” que pudieren llevarnos a nosotros mismos o a otros a desobedecer sus mandamientos, por ejemplo, siendo maestros, el enseñar mentiras como verdades; las hay clarísimas en textos escolares obligatorios. Debemos sin duda desobedecer “leyes” que son en sí mismas una falta gravísima a los mandamientos de Dios, por ejemplo, practicar un aborto en un hospital público porque así se nos ordena, y debemos negarnos a ello aun cuando se nos castigue con la pérdida del empleo o la cárcel. Debemos en caso extremo rebelarnos contra las autoridades humanas cuando el conjunto de sus leyes sean nefandas, contrarias ampliamente a lo que prescribe Dios.

San Agustín dijo que una ley que va contra la ley natural, es decir, la Ley Eterna, no es realmente una ley, sino una corrupción de la ley. [34] Santo Tomás de Aquino fue especialmente claro sobre esto:

La ley humana es tal en cuanto está conforme con la recta razón y, por tanto, deriva de la Ley Eterna. En cambio, cuando una ley está en contraste con la razón, se la denomina ley inicua; sin embargo, en este caso deja de ser ley y se convierte más bien en un acto de violencia. [35]

El Papa Bueno, el beato Juan XXIII corroboró:

"...si los gobernantes promulgan una ley o dictan una disposición cualquiera... opuesta a la voluntad de Dios, en tal caso ni la ley promulgada ni la disposición dictada pueden obligar en conciencia al ciudadano... más aún, en semejante situación, la propia autoridad se desmorona por completo y se origina una iniquidad espantosa. [36]

Si todo esto pareciera mera “fe católica”, 46 años antes de Cristo, por tanto, sin más asistencia que su razón, el senador romano Cicerón defendió la inmutabilidad de las normas morales:

Ciertamente existe una ley verdadera, de acuerdo con la naturaleza, conocida por todos, constante y sempiterna... A esta ley no es lícito agregarle ni derogarle nada, ni tampoco eliminarla por completo. No podemos disolverla por medio del Senado o del pueblo. Tampoco hay que buscar otro comentador o intérprete de ella. No existe una ley en Roma y otra en Atenas, una ahora y otra en el porvenir; sino una misma ley, eterna e inmutable, sujeta a toda la humanidad en todo tiempo. [37]

Ahora bien, según he indicado, las leyes y las autoridades humanas son ciertamente mucho más explícitas y detalladas que los Diez Mandamientos como indicadores de justicia. No te dicen meramente “No robarás”, sino que además te advierten, como lo hace en México el Código Penal Federal, en su artículo 224:

Se sancionará a quien con motivo de su empleo, cargo o comisión en el servicio público, haya incurrido en enriquecimiento ilícito.... Cuando el monto a que ascienda el enriquecimiento ilícito exceda del equivalente de cinco mil veces el salario mínimo diario vigente en el Distrito Federal, se impondrán de dos años a catorce años de prisión, multa de trescientas a quinientas veces el salario mínimo diario vigente en el Distrito Federal al momento de cometerse el delito y destitución e inhabilitación de dos años a catorce años para desempeñar otro empleo, cargo o comisión públicos.

Con todo, las leyes humanas no son más amplias que los Mandamientos. Éstos presuponen las obligaciones mínimas que debemos cumplir para no ser inmorales, no deshumanizarnos, no ofender a Dios. Las leyes positivas, aunque más específicas, no abarcan tanto. Sólo ordenan las obligaciones mínimas para preservar un orden social que garantice la búsqueda del bien común. Santo Tomás de Aquino nos lo explica así:

...la ley humana está hecha para la masa, en la que la mayor parte son hombres imperfectos en la virtud. Y por eso la ley no prohíbe todos aquellos vicios de los que se abstienen los virtuosos, sino sólo los más graves, aquellos de los que puede abstenerse la mayoría y que, sobre todo, hacen daño a los demás, sin cuya prohibición la sociedad humana no podría subsistir, tales como el homicidio, el robo y cosas semejantes. [38]

Es más, algunas veces las naciones no decretan leyes simplemente por su incapacidad de darles vigor. Por ejemplo, aunque moralmente todos debemos ser “limpios” (preservar la salud va implícito en el 5º Mandamiento de “No matarás”), en muchas ciudades de México no se nos obliga a separar la basura en grupos porque no se cuenta con las herramientas para asegurar esa separación.

Otro límite de las leyes humanas se asemeja al de los Mandamientos. Expresan, por lo regular, lo que no debemos hacer, no lo que debemos hacer. Expresan, por lo regular, cómo no salirnos del juego, no cómo jugar definitivamente bien. Por ejemplo, una señal de tránsito no va más allá de ordenarnos “no hagas ruido frente al hospital”, no nos exige además “amar a los enfermos”.

La equidad. Entre los indicadores de la justicia, uno que entra de lleno en su campo y que no depende en gran medida de la prudencia, como las leyes, es el de la equidad.

Para entender ésta apropiadamente cabe compararla con la igualdad, que se le parece. La razón natural nos indica, sin duda alguna, que todos los hombres pertenecemos a una misma especie, es más, a una especie que se distingue por su racionalidad. Esta “igualdad” nos obliga a tratar a todos los hombres como seres “razonables” y “libres”, con personalidad propia, y no como bestias, y menos aun como cosas, aunque a nuestros pobres ojos así lo parezcan, por ejemplo, un óvulo humano, un hombre elefante, un extranjero en mi ciudad, un asesino perverso y serial, un drogadicto, un obrero, un empresario, una mujer “de la calle”, un corruptor de menores, un homosexual, un enfermo terminal.

La razón natural, sin embargo, nunca reconoce la igualdad de los hombres en todos los ámbitos. Muy razonablemente establece diferencias, por ejemplo, según nuestros méritos. Así, ningún juez competente reparte hoy premios y castigos según un falso principio de “igualdad” sino uno verdadero de “equidad”: darle a cada quién según merece, es decir, ya desde la perspectiva cristiana, según administre cada persona los talentos que recibió de Dios.

De allí que la equidad nos obligue a dar a cada quien por igual en cuanto que pertenece al genero humano, pero distinto según lo merece cada cual tras ejercer una serie de talentos que Dios le dio y de los cuales es administrador, no dueño.

Fieles a la equidad sopesamos lo que corresponde a cada persona según los criterios de responsabilidad, de necesidad, de mérito, de diversidad, de suficiencia y de disponibilidad de bienes.

Responsabilidad. En el perseguir metas tenemos cada uno de una manera o de otra nuestras responsabilidades. Que al fontanero, al estudiante, al albañil, al legislador, al empresario, al carpintero se les asigne cumplir, cada cual, con lo suyo, se les pida cuentas sobre ello, y se les premie y castigue según su desempeño.

Necesidad. Todos, por ejemplo, necesitamos resguardar nuestra intimidad. Por eso le debemos dar ropa y un espacio mínimo propio aun al asesino condenado en la cárcel. Los prisioneros perderán sus derechos civiles pero jamás sus derechos humanos porque jamás dejan de ser hombres. Hay, por supuesto, diferencias en las necesidades. Debemos darle abrigo, de comer, educación y aun un hogar a un niño abandonado: necesita todo. A un adulto, de no ser cuestión de vida o muerte, debemos más bien ayudarle a conseguir trabajo.

Mérito. En lo que se refiere al mérito, se da a cada cuál según ponga a trabajar los dones recibidos de Dios. Un maestro de escuela no reparte dieces a diestra y siniestra sino que califica según el desempeño de cada alumno, es más, penaliza el incumplimiento con mayor rigor sobre quien mejor pudo. El mérito particularmente pesa a la hora de remunerar los frutos del trabajo.

Diversidad. La diversidad nos indica que cada quien debe recibir según sus diferencias, sus circunstancias particulares. He aquí un ejemplo tal vez extremo: los retretes públicos no pueden ofrecerse con igual diseño para los hombres, las mujeres o los discapacitados. Deben respetarse las diferencias. De haber alguna vez hambruna en Israel, tengamos el tacto de no enviar allí chorizo o jamón como alimentos. No nos exijas a los católicos a participar en una gran fiesta el Viernes Santo o no cantar villancicos en Navidad.

Suficiencia. En cuanto a suficiencia, no se le debe ni se le puede dar a nadie más de lo que tiene capacidad de recibir, aun por sus reconocidísimos méritos o faltas. Si el niño “bueno” ya comió suficiente, no debe dársele de comer mucho más que al “travieso”: revienta. En la resolución O’Neil v Vermont, el juez norteamericano Field se opone a la acumulación excesiva de castigos según un simple recuento de las violaciones a la ley:

El estado podría, de hecho, hacer del beber una gota de licor una ofensa castigable con la cárcel, pero sería una inconcebible crueldad si éste hubiese de contar las gotas de un solo vaso y hacer de ello mil ofensas, y así extender el castigo por beber un solo vaso de licor un encarcelamiento de indefinida duración. [39]

Para Field, la justicia no se encajona en meros formulismos de si x es igual a 1, entonces 1000x es igual a 1000. Luego, 1000x no puede ser igual sino a un número suficiente pero no superior al fin de corrección perseguido.

Disponibilidad de bienes. En la justicia distributiva, y aun en la conmutativa, la asignación de bienes a quienes lo merecen debe estar en cierta medida atada a su disponibilidad, sea ésta escasez o abundancia. Si los hay, que se repartan prudentemente en abundancia; si no los hay, que lo escaso se pague sin detrimento de la dignidad humana del deudor.

La equidad es un indicador que sirve para asignar tanto derechos como deberes.

E ilumina no sólo a la justicia distributiva sino también a la conmutativa. Si se descarta la equidad, un contrato puede considerarse como injusto.

Hijos de Dios. La revelación cristiana nos dice que no sólo somos iguales en naturaleza sino en hermandad. Somos verdaderamente hermanos por la adopción que hace Dios de nosotros a través de Cristo Jesús. No sólo poseemos una misma naturaleza, también gozamos de un mismo Padre.

¿Qué implicaciones tiene esta revelación a la hora de obrar con justicia? Primero, debemos caer en cuenta que nuestro vecino no es simplemente nuestro vecino. Es también nuestro hermano. Y así ocurre con el drogadicto de la siguiente esquina, con la prostituta del arrabal, con el muchacho afectado por el síndrome de Down, con el político que malgasta la hacienda de la nación y desgobierna el país, e incluso con tus enemigos. Por tanto, no basta que los trates como miembros de tu misma especie según el principio de equidad. Debes tratarlos además con el cariño, ternura y cuidado personal que les debes a todos tus hermanos, pues lo son. Pero la obligación es aun mayor. Tu hermandad con ellos no reside en meros lazos biológicos. No son tus hermanos porque sean hijos también de tu madre. Lo son porque, como tú, son hijos de Dios. En consecuencia, si la justicia consiste en dar a cada quién lo suyo, trata a cada uno como merece un príncipe del Cielo.

Mandato del amor y las obras de misericordia: Un indicador final para la justicia es el mandato del amor que no dejó Jesús. En una primera expresión nos dice:

Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas.[40]

En una segunda expresión señala:

"Os doy un nuevo mandamiento: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, os améis también los unos a los otros. Si os amáis los unos a los otros, todos reconocerán que sois mis discípulos”. [41]

La primera expresión es un resumen de “toda la Ley y los Profetas”. La segunda expresión es un “nuevo mandamiento” pronunciado por Jesús mismo. En la primera expresión, el amor a Dios precede en importancia al amor a mí mismo y a mi hermano. En la segunda expresión, mi amor a Dios lo manifiesto amando a mi hermano. En la primera expresión, la medida del amor es todavía humana: a Dios, “con todo mi corazón”, y al prójimo “como a mí mismo”. En la segunda expresión, la medida es divina: que os améis los unos a los otros “como yo os he amado”, es decir, hasta la muerte y una muerte de Cruz, sin distingos de a justos o a pecadores. Según este mandato, debo amar a cada uno de los hombres, aun al más inicuo, con la misma medida de Amor que Jesús nos ofreció a todos en el Calvario.

“Sed perfectos como mi Padre Celestial es perfecto” [42] ¡Pero parece imposible! rebasa ciertamente nuestra miseria humana.

Con todo, fortalezcámosnos con sus sacramentos, permitámosle que Él obre a través de nosotros, permitámosle así que su reino de justicia se establezca en los cimientos de su Amor. [43] Revistiéndonos de Cristo, [44] somos ricos. Se termina el “mío, mío” de los escuálidos que no buscan sino su propio bien porque creen carecer de todo; empieza el “Todo Tuyo” de quien se sabe y confía rebosante de bienes y por tanto le sobra qué dar. Revistiéndonos de Cristo no nos conformamos con cierta filantropía y auto-complacencia que convierte el hacer el bien en pasarela de “cuán bueno soy yo”. Revistiéndonos de Cristo se vuelven habituales, inevitables, en nosotros, las Obras de Misericordia en las cuales muero como grano de trigo para florecer según Dios manda, y en donde se funden mi mirada amorosa con la de mi hermano amado. Revistiéndonos de Cristo, nos es entonces imposible no tratar a los demás en la medida de la Gracia, Amor, Misericordia, Generosidad, Servicio y Alegría divinas. Revistiéndonos de Cristo, empezamos a vivir el Cielo que nos tiene prometido, pues vivimos ya según el Orden que Él con infinita sabiduría y bondad dispuso, el Orden del Amor. En éste no sólo se resume sino se cumple de lleno su Ley Eterna, el Orden de Plenitud que Él concertó para nosotros desde toda la eternidad. En el Cielo todo Verdad, todo es Amor.

Una justicia tan perfecta, por supuesto, sólo es posible concebirla y realizarla desde la perspectiva y plataforma evangélica. “Justicias” ya no digo sin Cristo, sino incluso sin Dios no pueden sino llevarnos de vuelta al “mío, mío”, jamás al amor.

El hábito de la justicia

Hay que poner, pues, manos a la obra y alegrar al mundo con la justicia. Los indicadores que aquí he enlistado nos preparan para iniciar nuestra tarea.

Sea costumbre nuestra buscar, según estos indicadores, la verdad de cada caso y dar con base en ello a cada uno su derecho. Por limitada que sea nuestra inteligencia, la tarea no es imposible. Padres de familia, maestros, jefes de oficina, árbitros de futbol, autoridades muy diversas tanto en el ámbito público como en el privado, y aun muchachos y niños la desempeñamos todos los días de excelente manera. Nadie, salvo los necios, anda con melindres y poses, tipo Pilatos, de “¿Qué es la verdad?” Si por afectación posmoderna presumes de escéptico, piensa que dudar de la capacidad del hombre ordinario para conocer las verdades que le guíen a establecer la justicia es simplemente dudar de la democracia.

Terminada la averiguación, no forzados sino libremente, [45] seamos obedientes, ingeniosos y diligentes en asignar y en cumplir cada quien lo que nos corresponde. Si no sabemos cómo, aprendámoslo o concibamos el instrumento adecuado. Mi hijo Daniel se excusaba de no saber barrer cuando debía recoger la basura suya. Pues a aprender a barrer y a hacerlo. Para poder trabajar en una universidad americana tuve que contratar un seguro de vida foráneo. No aceptaban dinero en efectivo y no contaba yo con cheques o tarjeta de crédito. Pues a ingeniármela a pagar con giros postales.

Coronemos, por supuesto, cada una de estas tareas cumpliendo con el Mandato del Amor. El amor es liberador si lo asociamos con la justicia. Todos debemos ser buenos, justos. Pero muchos, leamos a san Pablo, lo son por obligación, a regañadientes, como esclavos. Con amor, la justicia es libre y se vuelve alegría porque no nos mueve la obligación sino el regocijarnos de hacer el bien.

Que aun en el entregar la vida no haya tristeza sino alegría. Porque dando vigor a la justicia somos sembradores de la paz. Ésta consiste en la tranquilidad y alegría que disfrutamos cuando impera el orden establecido por Dios. En este orden reside la paz porque se alimenta de la sabiduría y bondad divinas.

¡Qué bueno que no sólo cada hombre sino aun naciones enteras procuren y defiendan este orden y lo garanticen en sus constituciones con leyes, tribunales y un reconocimiento expreso de los derechos humanos! Recordemos, sin embargo, que esos derechos no nos los otorgan los hombres sino Dios mismo tras crearnos según un orden que el mismo estableció. Gracias a ello, estos derechos no se nos pueden quitar ni agregar según caprichos de multitudes.

De manera personal debemos además recordar que estos derechos, es más, todos los bienes de que gozamos se originan en Dios. No nos vienen por mérito o título propios sino por la gracia y generosidad divinas. Con humildad reconozcamos nuestra pobreza y abracémosla. Por supuesto, procuremos y defendamos el derecho, aun el nuestro, que al hacerlo defendemos los derechos de todos. Pero ¡jamás blasfememos! Siempre que perdamos los bienes “propios” confesemos como Job: “Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allí. El Señor me lo dio y el Señor me lo quitó: ¡bendito sea el nombre del Señor!” [46] Y no esperemos al triunfo o a los honores para prorrumpir en un Te Deum.

Vertientes de la justicia

Santo Tomás de Aquino pone atención especial en su Suma Teológica a varias vertientes de la justicia. Y las resume así:

Los preceptos del decálogo son los primeros principios de la ley, a los que la razón natural asiente inmediatamente como a principios evidentísimos... fue necesario que los preceptos del decálogo pertenecieran a la justicia. Así, los tres primeros versan sobre los actos de la religión, que es la parte más excelente de la justicia; el cuarto, sobre el acto de piedad, que es la segunda parte de la justicia; y los otros seis preceptúan sobre los actos de la llamada justicia común, que se da entre iguales. [47]

La primera, y más importante, vertiente de la justicia es pues la de nuestros deberes directos hacia Dios. Vivir la religión es cumplir con los tres primeros mandamientos a tal punto que quede claro que amamos a Dios sobre todas las cosas, y que suyo es el Reino, de nosotros la obediencia, suyo el Poder, de nosotros la dependencia, y suya la Gloria, de nosotros el adorarlo.

Santo Tomás de Aquino asocia la piedad no sólo a los deberes hacia nuestros padres (4º Mandamiento) sino también a los deberes hacia nuestra patria. Quizá la mejor manera de practicar entonces la justicia es obedecer puntualmente las leyes de nuestro país a punto de estar dispuestos, de ser necesario, a entregar la vida por ellas.

El Doctor Angélico asigna el resto de los mandamientos a lo que él llama “justicia común”, es decir, la que se practica entre iguales. Además de dichos mandamientos, el santo destaca ciertos componentes de la “justicia común”. Deudores del entorno social en que estamos inscritos, hemos de considerar a cada uno de nuestros semejantes como nuestros personales bienhechores. Por tanto, seamos agradecidos con ellos, respetémoslos, venerémoslos y tratémoslos con amistad afable. Citando el Eclesiástico, santo Tomás nos recuerda que “todo animal ama a su semejante” y que está prescrito “no te alejes del que llora, llora con quien llora”, [48] ríe con aquél que bien ríe.

Un componente crucial para hacer posible la justicia común es la veracidad. No hablar con la verdad es un grave desorden social. Además de dar falso testimonio, destrozamos el vínculo que hace posible la convivencia humana: el lenguaje. Quienes niegan la posibilidad de la verdad, los promotores del relativismo y los manipuladores del lenguaje no nos conducen sino a Babel. [49] Si niego el conocimiento, ¿cómo puedo presumir entonces la posibilidad de comunicarlo? [50]

He aquí unos temas que no pueden ignorarse al hablar de justicia: la guerra, los castigos y aun la defensa personal. Éstos parecen contrarios al amor y por tanto contrarios a la justicia. No lo es siempre si al ejercerlos nos mueve no el odio y la venganza sino la verdad y el bien y el amor hacia nuestros semejantes. Tan así que castigar es superior a tolerar. Lo primero se da por la posibilidad de corregir a nuestros hermanos, mientras que lo segundo se da porque no nos es posible corregirlos. De cierto modo, el infierno no es tanto un castigo, sino la tolerancia de Dios hacia quienes definitivamente no quisieron entrar en su reino. Respetando la libertad de los pertinaces, Dios no los destruye sino les asigna un lugar muy distinto [51] al Cielo que les hubo comprado con su misma sangre.

Movidos por esa Sangre, mantengamos siempre abiertas las fuentes del perdón y de la misericordia. Si éstas no fluyen, que no sea nuestra falta sino la del obstinado.

Recomendaciones finales

Vengan finalmente algunas recomendaciones muy básicas para educar a nuestros hijos en la justicia.

Practiquemos junto con ellos el hábito de la religión. Así, unidos de la mano, nos acercaremos y conoceremos a Dios, fuente de la justicia.

Conozcamos así sus Mandamientos y aun todas las leyes y procesos. En el conocerlos y obedecerlos consiste en gran medida el hábito de dar a cada uno su derecho.

Busquemos y enseñemos a nuestros hijos a buscar la verdad. Que no la consideren imposible. A la mano se nos ofrece en medida suficiente si nos acercamos con humildad a ella. Sólo con la verdad es posible establecer la justicia.

Entrenémosnos con ellos en la equidad a través de su práctica cotidiana dentro de la familia y la comunidad, sea en la casa, en la escuela, en los jardines públicos y, por supuesto, los juegos y deportes. Que nuestras relaciones y las relaciones de nuestros hijos sean entonces con muchas personas, muy estrechas y muy frecuentes. Entonces no sólo las reglas generales del juego se aprenderán al aplicarse día con día, sino incluso se aprenderá el resolver casos particulares según su diversidad de circunstancias.

Eminentemente enseñémosles a nuestros hijos el santo hábito de la caridad. Tras venir Cristo, no nos es posible practicar la justicia sin ella. Acostumbremos, pues, a nuestros hijos a las obras de misericordia, practiquémoslas junto con ellos, hagámoslo, en fin, con la ternura y el trato personal de un hermano, en personas de quienes no podemos esperar nada a cambio por ello. Por ejemplo, visitemos de manera cotidiana a los enfermos del hospital, a los ancianos del asilo, incluso a los convictos en la cárcel.

Por ello sobresale el Cristianismo: sólo en él “la misericordia y la justicia se besaron”. Establezcamos así el reino de la Justicia en los cimientos de la Verdad y del Amor.

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Arturo Zárate Ruiz



[1] Cicerón, De Officiis I, vii.

[2] Podríamos bien entenderlo “en tiempos de lucha” o “de esfuerzo”.

[3] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q.58, a.12.

[4] Este segundo error es el de todo positivismo legal: no hay más ley que la que dicta el Estado.

[5] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, 94, a. 2 c.

[6] Ver, Enrique Lomas, “Cuestionan el combate antidrogas”, El Norte (Monterrey: 6 de abril del 2001) 13A.

[7] Bruce Rind, Robert Bauserman, Philip Tromovitch, “A Meta-Analytic Examination of Assumed Properties of Child Sexual Abuse Using College Samples” Psychological Bulletin (APA, julio de 1998).

[8] Revisad los periódicos de diciembre del 2003.

[9] John Stuart Mill, On Liberty, 1869. Esta idea, por supuesto, no es nueva. Entre los nuestros, Cervantes afirmó: “Debajo de mi manto, al rey mato”. Ver el “Prólogo” del primer Quijote. Ciertamente lo dijo con humorismo, pero el humor no le quita la severidad a esa proposición.

[10] Si la verdad no es objetiva sino algo que establece individualmente cada persona, cualquier cosa puede entonces afirmarse, por ejemplo, que los niños abortados, los nonatos manipulados para dar refacciones quirúrgicas, o aun, como creyó Hitler, los judíos no son seres humanos. Por tanto, no pertenecen al grupo de “los demás” de quienes debemos evitar hacerles daño. Por supuesto, si no existe la verdad, podemos aun preguntarnos sin esperar respuesta, ¿qué es “hacer daño”, y “quiénes son los demás”?

[11] Cfr., por supuesto, a Juan Jacobo Rousseau, El Contrato Social, 1762. Cfr., Tomás Hobbes, Leviatán, 1651, quien en cierto modo redujo la función del Estado a prevenir que los hombres nos matásemos los unos a los otros. “Homo homini lupus”, dijo, quitándole lo cómico a la frase del comediante latino Plauto.

[12] Personaje de la película homónima producida por la compañía Universal, dirigida por Stephen Daldry y escrita por Lee Hall (2000).

[13] David Isaacs, La educación de las virtudes humanas, (México: Ed. Minos, 1983), 304.

[14] Sin base en la razón, esta obediencia es sumisa. En cambio, la obediencia cristiana es siempre libre por descansar en la razón.

[15] Aunque haya caído ya el muro de Berlín, no pensemos que por ello el marxismo ha muerto. De hecho, tiene gran influencia en la teoría “democrática” contemporánea a través de herederos suyos como Antonio Gramsci y Norberto Bobbio, quienes abrazan el materialismo, proscriben a Dios de los asuntos públicos, niegan su Ley Eterna, y abandonan la verdad y la ley al relativismo y al capricho de las mayorías y a la lucha de clases. Sobre el “vaciamiento” he escrito ya más ampliamente en mi libro La Ley de Herodes y la “guerra” contra las drogas, (México: Plaza y Valdez, 2003) 187–269.

[16] No se confunda la ley natural (que estudia la ética) con las leyes de la naturaleza (que estudia la física). Éstas explican, por decirlo de alguna manera, los “mecanismos” que gobiernan los seres, mientras que aquéllas prescriben que cada ser se ordene a sus fines. Una cosa es que la hogaza para fermentar necesite levadura y otra que el fin de la hogaza sea comerla calentita a la mesa.

[17] Como ejemplos del reconocimiento explícito de la ley natural entre los antiguos véase de Sófocles su Antígona 450–460; de Cicerón su Pro Milone iv, su De Republica III, xxii, su De Legibus I,v–II,vii. Si hay dudas sobre los detalles alcanzables en esta Ley, consúltense a los escolásticos, por ejemplo, santo Tomás de Aquino, Summa Theológica I–II, qq. 90–97, san Roberto Bellarmino, Tratado sobre el gobierno civil; Francisco Suárez De Legibus II, 1–15, Juan, el Cardenal de Lugo, máximo exponente de la casuística, De justitia et jure y Responsorum morialum libri sex, las obras morales de san Alfonso María Ligorio, etc.

[18] Ver, por ejemplo, Francisco de Vitoria, De indiis et de iure belli reflectiones, 1542.

[19] En el siglo XIV, Guillermo de Occam elucubró sobre un Todopoderoso, el cual, si fuese Su Voluntad, sería capaz de hacer que nos engañemos sobre cuanto creamos poder juzgar. Se opuso así a la doctrina tomística de que, porque Dios es bueno, no puede engañarnos.

[20] Esto es lo que propone Emanuel Kant en su Crítica a la razón práctica, 1788.

[21] Esto iría más en tono con lo que propone Aristóteles en su Ética a Nicómaco.

[22] Según el utilitarista Jeremy Bentham, toda ética no se funda en la bondad intrínseca de nuestros actos sino en las consecuencias placenteras o no de nuestros actos. Ver The Principles of Morals and Legislation (1789) I, 1.

[23] Este secularismo prácticamente es ateo, es más, “cientifista”, pues suele reducir todo conocimiento racional a las “ciencias”, y reduce éstas a lo empírico-matemático. Erwin Schródinger, Premio Nobel de Física en 1925, admitiría: “Por lo general, la ciencia se proclama atea... Si su imagen del mundo no contiene siquiera a lo azul, lo amarillo, lo amargo, lo dulce, ni la belleza, el placer o la pena, si la personalidad queda convencionalmente excluida de ella, ¿cómo podría contener la idea más sublime que puede concebir la mente humana?” (Citado por Ignacio Sánchez Cámara, “Ciencia y sentido de la vida”, ABC Cultural (Madrid: 9 de febrero del 2002).

[24] El cardenal Poupard lamenta que “La emoción es el nuevo nombre de la ‘evidencia’. Cuanto más intensa es la emoción, tanto más fuerte es la certeza de la ‘verdad’ experimentada”. Ver Paul Poupard, “La misión de los Centros Culturales Católicos, un servicio al Evangelio que refuerza la identidad católica”, Encuentro de Responsables de Centros Culturales Católicos del Cono Sur, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, 17 de septiembre 2003.

[25] No estaría aquí en discusión la bondad objetiva de la Ley Natural misma. No es simplemente buena porque Dios la mande, sino Dios la manda porque es buena. Dios manda el matrimonio, por ejemplo, no por ser Él simplemente un mandón, sino porque, comparado con la unión de hecho, sólo el matrimonio exige el compromiso y entrega completos, o por decirlo de otra manera, sólo el matrimonio impone al hombre y a la mujer el reto de ser plenos. Lo que está en discusión es que, sin Dios, esa Ley Natural se vuelve precaria porque, por sí sólo, el hombre y cualquiera de sus proyectos, aun los más conformes a su naturaleza, son tan precarios que cabe preguntarse si valdría la pena esforzarse por ellos.

[26] Sólo Dios es Substancia, pues sólo Él por sí mismo subsiste. Las demás substancias subsisten sólo en sí mismas, en la medida que, por voluntad del Ser, persistan en sí sus esencias. La Creación, notaría G. K. Chesterton (ver “La ética en el país de los elfos” Ortodoxia), no se reserva al Génesis, sino que se extiende a cada instante en que Dios sigue pronunciando el “Fiat Lux”. De otra manera no sería posible que siguiera existiendo ni la luz ni el universo. El ser sólo lo da y garantiza el Ser.

[27] Bertrand Russel, “A Free Man’s Worship”, Mysticism and Logic, (Nueva York: Longmans, Green & Co., Inc., 1918) capítulo III.

[28] Parece así este poeta latino contradecir su Non omnis moriar, su “no moriré del todo”.

[29] Algunos seguidores de Nietzsche se alegran de la “muerte de Dios”. Entonces, dicen, ningún hombre ni ningún ser están atados a la Ley Eterna estipulada por el Ser. De allí que el hombre se ve “libre” para decidir que quiere ser él mismo y aun qué quiere que sean los demás seres. Por ejemplo, según los proponentes de “género”, ser hombre o ser mujer no es algo que venga en nuestra naturaleza. “No la hay”, dicen. Por no estar mi ser predeterminado por Dios, entonces puedo yo decidir ser lo que se me dé la gana: heterosexual, homosexual, trasvesti, bisexual, etc. Sin embargo, un ateo hasta cierto punto coherente, como Jean Paul Sartre, concluye: “la libertad coincide en el fondo con la nada”. Ver Jean Paul Sartre, El ser y la nada (Buenos Aires: Ed. Losada, 1976) 545. Sin Ser que lo sustente, todo ser se queda en nada, y cualquier opción que de éste tengamos apuntará en fin a la nada. O por decirlo de otra manera, si negamos la realidad como base de nuestras decisiones, éstas en consecuencia no tendrán ningún sustento real, ni abrazarán nada real. Mis libertad no me llevará a más que la nada.

[30] Por supuesto, la existencia de los seres, los cuales no se explican a sí mismos, presupone algo más cierto, su sustento, el Ser, según podríamos resumir las vías de santo Tomás de Aquino para darse uno cuenta de que existe Dios. Por supuesto, para reconocer esto se requiere más una voluntad firme en el asumir los compromisos con la Verdad que dos dedos de inteligencia.

[31] André Frossard, Dios existe, yo me lo encontré, (Madrid: Ediciones RIALP, S. A., 2005) 94.

[32] Cfr., Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I–II, 91, 6.

[33] Cfr. Richard Whately, “Rhetoric”, Encyclopaedia Metropolitana, 1828

[34] Ver De libero arbitrio I, v, 11.

[35] Suma de Teología. I-II, 93, 3.

[36] Pacem in Terris n. 51.

[37] De Re Publica, III.

[38] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, 96, 2.

[39] O’Neill v Vermont 36 L Ed 450, 458.

[40] Mateo 22: 34–40.

[41] Juan 13: 34–35.

[42] Mateo 5: 48.

[43] Cfr. Salmos 85: 11.

[44] Cfr. Gal 2: 20.

[45] De practicar a fuerzas la justicia, no seríamos entonces nosotros los que la practicáramos sino quienes nos fuerzan a cumplirla.

[46] Job: 1, 21

[47] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, 122, 1.

[48] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II–II, 114, 1.

[49] En gran medida la “revolución cultural” promovida por Gramsci eso busca.

[50] El resultado de no creer en la verdad, más que un relativismo, es un escepticismo total, como el de Gorgias: “Nada es real. Si algo lo fuera, no lo podrías conocer. Y si algo pudieras conocer, aun así no lo podrías comunicar”. Hoy se dan pensadores que, sin la coherencia de Gorgias, prefieren sostener un relativismo “no-escéptico”. Niegan poder reconocer la existencia de ninguna realidad, y sin embargo, afirman poder comunicar esa realidad a otros. Son los apóstoles de la “intersubjetividad”. Ver, por ejemplo, al teórico de la ciencia Thomas S. Kuhn, Structure of Scientific Revolutions, 2ªed., aumentada, (University of Chicago, 1979).

[51] A quien no abrazó la Verdad, el Bien y la Belleza, ciertamente se le asignará, respetando su propia elección, otra cosa.



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