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Progresismo y violencia de género

por Miguel Ángel Loma

Por enésima vez saltan las alarmas tras una nueva oleada trágica de mujeres asesinadas en sucesos encuadrados dentro de la denominada "violencia de género", un problema de difícil solución porque, a la luz de la doctrina progresista y feministoide oficial, se sigue errando tanto respecto al análisis de los hechos, como en el tratamiento a aplicar sobre su posible prevención.

Como ejemplo de este erróneo planteamiento rescato unas palabras de Manuel Chaves, presidente del PSOE y de la Junta de Andalucía, pronunciadas este mismo año con motivo del Día Internacional de la Mujer, durante la entrega de los premios de Igualdad, Clara Campoamor. Decía Chaves que «en pleno siglo XXI la lucha que protagoniza el colectivo femenino tiene como coste insoportable la violencia de género, un arma al que algunos hombres recurren cuando ven que la mujer está asumiendo parcelas de la vida cotidiana a las que antes no tenía acceso».

Recupero las palabras del político ceutí porque, quien le escribiera el discursito, sintetizaba con ellas el meollo argumental de la doctrina políticamente correcta sobre el problema de la violencia sobre la mujer, doctrina repetidamente difundida pese a que la cruda realidad se empeñe en demostrar otra cosa. Pero al progresismo zetaperino las demostraciones palmarias le resultan indiferentes; lo que importa es machacar el argumento hasta que inunde y cale en la opinión pública transformándose finalmente en un nuevo dogma sociológico. Convencidos de que nos están construyendo un mundo felicísimo, nunca admitirán que se equivocan en un problema como éste, que crece y se dispara hasta extremos insoportables.

¿Pero de verdad se puede sostener que cuando un hombre se degrada hasta convertirse en una mala bestia que asesina a su esposa o ex esposa, amiga o ex amiga, pareja o ex pareja, se debe a que no llegó a asimilar que su víctima asumiera «parcelas de la vida cotidiana a la que antes no tenía acceso»? Me temo que no, que el problema obedece a causas más complejas y que su análisis exige mayor rigor y esfuerzo que el de continuar repitiendo ideologizados tópicos y sesgadas interpretaciones.

Sin negar que existan supuestos como el descrito por Chaves, posiblemente constituyan éstos los casos de violencia contra la mujer de menor trascendencia numérica, por lo que elevar dicha categoría como supuesto de referencia de este género de violencia es errar gravemente en el análisis y diagnóstico sobre la esencia del problema. Porque, en pura lógica, si la cosa fuera así, el mayor número de casos de violencia de género no sería la cometida por parejas hacia sus ex parejas, sino la ejercida por machos destronados y desplazados en sus puestos de trabajo, o dominados y sometidos por féminas en sus relaciones profesionales y sociales. Y los números no indican precisamente eso. Aun admitiendo que una parte de esa «parcela de la vida cotidiana», a la que se refería Chaves, la constituyese la creciente iniciativa por parte de la mujer de disolver la relación, tampoco es esa la principal causa de la llamada violencia de género.

Si recordamos las razones que el progresismo esgrimía para explicarnos las raíces del problema, todo era consecuencia de la educación franquista, machista, patriarcal y nacionalcatólica. En resumen, lo de la consabida y terrible herencia no ya de un régimen, sino de siglos de dominación cultural cristiana y católica. Pero cuando la realidad social en nuestro país ha cambiado tanto que a España ya no la conoce ni la madre que la parió, y tanto víctimas como verdugos pertenecen en muchísimos casos a generaciones educadas en el antifranquismo más feroz, en el feminismo más radical y en los fundamentos sociales y éticos más alejados del denostado nacionalcatolicismo, lo de la cacareada herencia se viene abajo. Y eso, dejando al margen el dato de que cada vez son más frecuentes los crímenes de este género sucedidos en nuestro suelo cuyos protagonistas se criaron y educaron en países de cultura «tan católica y franquista» como, por ejemplo, la Rumanía del comunista Ceacescu... Y es que la realidad se muestra a veces muy desobediente con los dogmas progresistas.

La llamada violencia de género es una clara manifestación, otra más, de la descomposición actual de nuestra enferma sociedad, donde la violencia se instala y multiplica en todos los ámbitos y en todo género de relaciones. Aumenta la violencia en las aulas, tanto entre los propios alumnos, como la de éstos y sus padres hacia los profesores; aumenta la violencia en el deporte, tanto entre jugadores como entre el público; aumenta la violencia en las relaciones familiares, de hijos contra padres y de padres contra hijos, aunque tampoco se escapan ya los abuelos. Aumenta la violencia en las relaciones laborales y en la política, aumenta la violencia (y la crueldad) en los tipos de delito y en los tipos de delincuente. En fin, que aumenta la violencia allí donde el ser humano puede ejercerla abusando de su posición y demás circunstancias que la hacen posible. Violencia ejercida como instrumento inmediato para satisfacer pretensiones, o para «cobrarse» frustraciones y fracasos. Y lógicamente, cómo no, aumenta la llamada violencia de género porque en la relación entre hombre y mujer, ésta (salvo excepciones) es físicamente más débil y menos violenta, por su propia naturaleza, que el hombre. Pero aun así, no podemos ignorar que también aumenta la violencia de la mujer contra los hijos y contra el hombre; e incluso la violencia de mujer contra mujer en las relaciones lésbicas, aunque este dato se silencie como se silencia el de la violencia en las parejas homosexuales masculinas que, por supuesto, también aumenta.

Y no se puede reducir a un supuesto único ni a una sola causa la generación de la violencia específica sobre la mujer, porque las causas y supuestos son bastante más complejos que los que dictamina el progresismo oficial, sus oráculos y sus Observatorios de vigilancia, por más que se introduzcan en el mismo saco casos absolutamente heterogéneos. Por ejemplo, uno de los casos más crecientes respecto al caso clásico del macho herido, engañado o despechado en su vanidad que se revuelve contra la mujer, es el del hombre desesperado, que considera perdida toda posibilidad de rehacer un nuevo proyecto vital tras la experiencia de un fracaso sellado con la pérdida de la patria potestad sobre sus hijos. Y en este tipo de casos no nos encontramos ante la tópica desesperación machista por perder su sagrada parcela hasta entonces inaccesible o por haber sido destronado (como apunta la doctrina oficial en palabras de Chaves), sino ante la vaciedad de unos sujetos con un horizonte vital roto y sin ilusión alguna por comenzar nada nuevo. Obviamente, este sentimiento de impotencia y de vacío vital no justifica en absoluto ningún acto de violencia, pero supone algo muy diferente del clásico macho despechado.

Pero admitir esta visión del asunto entra en contradicción con otra consigna progresista igualmente dogmática: la de que las rupturas matrimoniales o cuasimatrimoniales son algo trivial; la de que cualquier compromiso vital puede romperse sin pasar factura, sin vencedores ni vencidos; la de que después de un fracaso, existan o no hijos de por medio, siempre puede rehacerse la vida; la de que las cosas son como aparecen en los programas del corazón donde cada uno tira para un lado y a la semana siguiente aparecen todos muy felices y esnifando perdices; la de ignorar, en fin, que un componente fundamental del ser humano es el equilibrio y la estabilidad emocional, y de que después de un gran diluvio no todos son capaces de secar sus sentimientos, levantarse y rehacerse, y menos aún, cuando se carece de unos mínimos apoyos y referentes morales para sobrevivir. Si a ello añadimos el conocido efecto emulador que se produce impepinablemente tras la publicidad de crímenes rodeados de cierta morbosidad, y el progresivo consumo de alcohol y demás sustancias «consoladoras» como supuesto recurso evasivo ante las dificultades (y que suele estar presente en muchos de estos sucesos), obtendremos un panorama de futuro verdaderamente preocupante.

Porque la dura realidad demuestra que el mundo feliz y de imparable progreso que nos están construyendo, falla ostensiblemente por la base: por el elemento humano. Un mundo aparentemente muy feliz donde, a quien carece de sólidos referentes que orienten su vida más allá del fracaso y del dolor, todo se le puede venir abajo en un momento. Y en ese campo de batalla los más débiles, como siempre, son carne de cañón.

Y este problema, desgraciadamente, no se soluciona (ojalá fuera así) sacando nuevas leyes o reformando las existentes cada seis meses, ni con más jueces, ni con más Observatorios de la violencia, ni multiplicando las campañas institucionales de alerta; ni con la imposible práctica de colocar un policía detrás de cada mujer amenazada; entre otras cosas, porque cada vez son más numerosos los episodios criminales donde ni siquiera hubo amenazas previas a la consumación de la agresión (circunstancia ésta que desconcierta bastante a los analistas oficiales del progresismo). Cuadra muy bien con la doctrina oficial el típico caso de quien, tras amenazar y maltratar reiteradamente a su pareja, acaba un desgraciado día asesinándola, pero estos casos, para los que sí tendrían efecto las medidas previstas en la actual legislación, no encierran la variedad y complejidad de todos los supuestos. Y lo que resulta más grave es que la aplicación del tratamiento legal previsto para los anteriores casos, cuando se proyecta sobre otros supuestos no sólo puede resultar contraproducente, sino que genera incluso más violencia. La legislación actual en esta materia sienta prácticamente la presunción de culpabilidad sobre cualquier hombre que sea objeto de una denuncia por su pareja, facultando a la autoridad judicial para tomar de forma inmediata unas medidas durísimas como si se tratase de un temible potencial asesino, cuando en la mayoría de los casos la situación se podría reconducir, (por no hablar de las falsas denuncias que inundan cada vez más los tribunales en estos asuntos). Expulsado del domicilio conyugal, apartado de sus hijos, con el sueldo embargado (si es que todavía mantiene su trabajo tras la publicidad de la acusación), señalado por todos como un criminal, y sin más horizonte vital que rumiar su odio contra la que hasta hace sólo unos días era su mujer, más de uno acaba asumiendo el papel con que la ley le trató.

Para atisbar el camino que podría llevarnos a solucionar éste y otros graves problemas sociales, sería necesario revisar los ideologizados fundamentos sobre los que nos construyen el «mundo feliz», poniendo en cuarentena unas ideas que hoy casi nadie se atreve a cuestionar y recuperando principios y valores morales pretendidamente superados y marginados al desván por una modernidad incapaz de sustituirlos porque forman parte de la constitución humana. Limitarse a repetir errados diagnósticos es una comodidad intelectual impropia de quienes tienen la responsabilidad de legislar y combatir los males sociales, y si no se acepta que en este tema se navega en el error, quizás se deba a que ello implicaría atacar directamente los pilares en que se fundamentan demasiados dogmas «de progreso». Pero mientras se continúe con los mismos planteamientos el problema no sólo no se frenará, sino que continuará multiplicándose.

No cabe duda de que lo fácil es continuar repitiendo siempre lo mismo: que todo cambiará con una mayor dotación de medios materiales y personales, y denunciando incluso a quien ose mirar de un modo poco amigable a la mujer con la que convive (imagino que el siguiente paso será la instalación obligatoria de micrófonos en todos los hogares conectados permanentemente a la comisaría más cercana, para que salte una alarma cuando las voces superen un número prudente de decibelios). Pero lo fácil casi nunca suele ser lo más acertado.

El problema no es sólo español, de acuerdo, pero aquí, que vamos de avanzadilla del progresismo y que nos han convertido en los ratones de laboratorio de las más novedosas y remodernas experimentaciones sociales, si no nos replanteamos urgentemente la situación podemos llegar también en esto a cotas inimaginables de «progreso». De hecho, los últimos datos publicados al respecto (datos referidos al período comprendido entre el 2000 y 2003) situaban ya a nuestro país con la segunda mayor tasa de crecimiento en este tipo de violencia. Y dado que el número de asesinatos ha seguido aumentando desde entonces, fácil es prever que a fecha actual continuamos «progresando» adecuadamente.

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Miguel Ángel Loma



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