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El amor, principio, medio y fin del quehacer educativo

por Tomás Melendo

Padre y madre son, por naturaleza, los primeros e irrenunciables educadores de sus hijos… aunque en los momentos actuales a veces dé la impresión de que pretenden ignorarlo.

Esta especie de resistencia resulta más que comprensible. Y es que la misión paterno-materna de educar no es nada fácil. Está llena de contrastes en apariencia irreconciliables:

- a lo largo de toda su existencia, los padres han de acoger a cada hijo —único e irrepetible, en virtud de su condición personal— tal como es, aun cuando en ocasiones no responda a sus expectativas… o incluso «les caiga mal»;

- han de saber comprender, pero también exigir, sin ceder inoportunamente;

- respetar la libertad de los chicos y hacerla crecer, pero a la vez guiarles y corregirles;

- ayudarles en sus tareas, pero sin sustituirlos ni evitarles el esfuerzo formativo y la satisfacción que el realizarlas lleva consigo, y que robustece su autoconocimiento y su autoestima…

De ahí que los padres tengan que aprender por sí mismos a serlo… y desde muy pronto.

En ningún oficio la capacitación profesional comienza cuando el aspirante alcanza puestos de relieve y tiene entre sus manos encargos de alto riesgo: no ocurre así ni en la albañilería, la mecánica, las artes gráficas o el diseño; tampoco en medicina, en la arquitectura, en la ingeniería, en la informática, en el derecho, en la carrera militar, la política, la administración o en el seno de una empresa…

¿Por qué en el «oficio de padres» debería ser de otra forma? ¿Tal vez porque su responsabilidad es menor que la de quienes trabajan en una profesión «convencional»? Da la impresión de que no, sino más bien al contrario.

¿Acaso, entonces, porque se trata más de un arte que de una ciencia? Aunque se pudiera estar de acuerdo en este último extremo, en ningún arte bastan la inspiración y la intuición; es menester también instruirse, formarse, ejercitarse… como confirman justamente los artistas que en apariencia trabajan apenas sin esfuerzo: cuanto más «natural» parece la obra maestra, más trabajo (en ocasiones, previo y sedimentado a modo de habilidades) ha llevado consigo.

Por otro lado, aprender el «oficio» de padre y educador no consiste en proveerse de un conjunto de recetas o soluciones ya dadas e inmediatamente aplicables a los problemas que van surgiendo. Ni tampoco de un racimo de técnicas infalibles.

Tales recetas y tales técnicas no existen. Hay, por el contrario, principios o fundamentos de la educación, que iluminan las distintas situaciones: los padres deben conocerlos muy a fondo, hasta hacerlos pensamiento de su pensamiento y vida de su vida, para con ellos —y casi sin necesidad de deliberaciones— encarar la práctica diaria.

Y no se trata, tampoco, de una tarea sencilla.

Teniendo esto claro, y sin demasiadas pretensiones, ofreceré un memorando, el más accesible y concreto que se me ocurre, de los principales criterios y sugerencias sobre «el arte de las artes», como ha sido llamada la educación.

En la confluencia de tres amores

Planteando el asunto del modo más hondo y radical posible, las claves de la educación, y de todas las tareas que lleva consigo, se encierran en un solo término:

amar…

y en los dos corolarios que de ello se siguen:

¡aprender a amar!, sin dar nunca por supuesto —en contra de lo que a menudo sucede— que uno ya sabe hacerlo…

y sin imaginar tampoco que va a lograrlo como por arte de magia, sin poner de su parte cuanto fuere necesario para querer cada vez mejor.

1. Amor a los hijos

La primera cosa que los padres necesitan para educar es un verdadero y cabal amor a sus hijos.

Según escribe G. Courtois en El arte de educar a los muchachos de hoy, la educación requiere, además de «un poco de ciencia y de experiencia, mucho sentido común y, sobre todo, mucho amor». Con otras palabras, es preciso dominar algunos principios pedagógicos y obrar con sensatez, pero sin suponer que baste aplicar una bonita teoría para obtener seguros resultados. Todo ello sería insuficiente sin el elemento indispensable de un amor auténtico y cabal.

¿Por qué? Entre otros muchos motivos, porque «cada niño —justo por su condición de persona, como ya advertí es una realidad absolutamente irrepetible», distinta de todas los demás. No se trata de un caso más entre muchos. De ahí que ningún manual sea capaz de explicarnos ese presunto «caso» concreto. Hay que aprender, pues, a modular los principios a tenor del temperamento, la edad y las circunstancias en que se encuentren los hijos.

Y solo el amor permite conocer a cada uno de ellos tal como es hoy y ahora y actuar en función de ese conocimiento:

- aun concediendo la parte de verdad que encierra el dicho de que «el amor es ciego»,

- resulta mucho más profundo y real sostener que es agudo y perspicaz, clarividente;

- y que, tratándose de personas, solo un amor auténtico nos capacita para conocerlas con hondura… y tratarlas en consecuencia.

De hecho, será el amor el que enseñe a los padres a descubrir las cualidades que deben potenciar en sus hijos, en lugar de fijarse e insistir monótona, reiterativa y exclusivamente en la corrección de sus defectos; a advertir el momento más adecuado para «estar» —simplemente «estar»— y para «desaparecer», para hablar y para callar; el tiempo para jugar con los niños e interesarse por sus problemas sin someterlos a un interrogatorio y el de respetar su necesidad de estar a solas… con su propia intimidad; las ocasiones en que conviene «soltar un poco de cuerda» y «no darse por enterados», frente a aquellas otras en las que procede intervenir con decisión e incluso con resuelta viveza y una pizca de agresividad fingida…

Y, según apuntaba, en todo este difícil arte los padres resultan irreemplazables.

Un matrimonio muy agobiado por su trabajo profesional buscaba en una tienda de juguetes un regalo para su niño: pedían algo que lo divirtiera, lo mantuviese tranquilo y, sobre todo, le quitara la sensación de estar solo. Una dependiente inteligente les explicó: «lo siento, pero no vendemos padres».

2. Amor mutuo

La primera cosa que el hijo necesita para ser educado es que sus padres se quieran entre sí.

«Hacemos que no le falte de nada, estamos pendientes hasta de sus menores caprichos, y sin embargo…». Expresiones como esta las oímos a menudo, proferidas por tantos padres que se vuelcan aparentemente sobre sus hijos —alimentos sanos, reconstituyentes y vitaminas, juegos más y más sofisticados, vestidos y demás prendas de marca, vacaciones junto al mar o en la nieve, diversiones sin tasa ni de tiempo ni de precio, resolución de problemas o de gestiones que deberían realizar los hijos, trasportes en coche cuando lo mejor es que tomaran el autobús, etc.—, pero se olvidan de la cosa más importante que precisan los críos: que los propios padres se amen y estén unidos.

El cariño mutuo de los padres es el que ha hecho que los hijos vengan al mundo. Y el mismo afecto recíproco debe completar la tarea comenzada, ayudando al niño a alcanzar la plenitud y la felicidad a que se encuentra llamado.

El complemento natural de la procreación, la educación, ha de estar movido por las mismas causas —el amor de los padres— que engendraron al hijo.

Hace ya bastantes siglos que se dijo que, al salir del útero materno, donde el líquido amniótico lo protegía y alimentaba, el niño reclama imperiosamente otro «útero» y otro «líquido», sin los que no podría crecer y desarrollarse; a saber, los que originan el padre y la madre al quererse de veras.

Por eso, como fruto natural de su amor recíproco, cada uno de los esposos debe:

- engrandecer la imagen del otro ante los hijos y

- evitar cuanto pueda hacer disminuir el cariño de estos hacia su cónyuge.

Desde que los críos son muy pequeños, además de manifestar prudente pero claramente el afecto que los une —con gestos y palabras: «nunca agradeceré lo bastante a mis padres el que se besaran con cariño delante mía», me comentaba el otro día una chica de unos 25 años—, los padres han de prestar atención a no hacerse reproches mutuos ni comentarios irónicos delante de ellos, a no permitir uno lo que el otro prohíbe (la pregunta refleja, ante una consulta del hijo o la hija ha de ser: «¿qué te ha dicho papá o mamá?», aunque luego deban hablar a solas para ponerse de acuerdo), a evitar de plano ciertas aberrantes recomendaciones al niño, que le llevaría a desconfiar del otro cónyuge: «esto no se lo digas a papá o a mamá», etc.

3. Enseñar a querer

Como acabamos de ver, el principio radical de la educación es que los padres se quieran entre sí y, como consecuencia de ese amor, que quieran de veras a sus hijos; el fin o meta de esa educación es que los hijos, a su vez, vayan aprendiendo a querer, a amar… pues esa es la actividad más propia y que más perfecciona a cualquier persona.

Curiosamente y en compendio,

- educar es amar,

- y amar es enseñar a amar…

(pues no es otro el destino del ser humano ni la clave de su felicidad).

Por consiguiente, educar equivale a enseñar a amar.

Según afirma Philippe, «en el plano psicológico y espiritual la necesidad más profunda del hombre es el amor: amar y ser amado».

A lo que añade C. Singer: «El amor es lo que queda cuando ya no queda nada más. En lo más hondo de nosotros, todos lo recordamos cuando —más allá de nuestros fracasos, de nuestras separaciones, de las palabras a las que sobrevivimos— desde la oscuridad de la noche se eleva, como un canto apenas audible, la seguridad de que, por encima de los desastres de nuestras biografías, más allá incluso de la alegría, de la pena, del nacimiento, de la muerte, existe un espacio que nadie amenaza, que nadie ha amenazado nunca y que no corre ningún peligro de ser destruido: un espacio intacto que es el del amor que ha creado nuestro ser».

Y, en cierto modo como resumen, explica Rafael Tomás Caldera: «La verdadera grandeza del hombre, su perfección, por tanto, su misión o cometido, es el amor. Todo lo otro —capacidad profesional, prestigio, riqueza, vida más o menos larga, desarrollo intelectual— tiene que confluir en el amor o carece en definitiva de sentido»… e incluso, si no se encamina al amor, pudiera resultar perjudicial.

El entero quehacer educativo de los padres ha de dirigirse, en última instancia, a incrementar la capacidad de amar de cada hijo y a evitar cuanto lo torne más egoísta, más cerrado y pendiente de sí, menos capaz de descubrir, querer, perseguir y realizar el bien de los otros.

Solo así contribuirán eficazmente a hacerlos felices, puesto que la dicha —como muestran desde los filósofos más clásicos hasta los más certeros psiquiatras contemporáneos… y la experiencia sincera de cada uno de nosotros— no es sino el efecto no buscado de engrandecer la propia persona, de mejorar progresivamente: y esto solo se consigue amando más y mejor, dilatando las fronteras del propio corazón.

Con otras palabras: pese a cualquier apariencia en contrario, la felicidad es directa y exclusivamente proporcional a la capacidad de amar de cada persona, expresada en obras:

- quien ama mucho, es muy feliz;

- quien tiene un amor mediocre, nunca alcanzará una dicha completa;

- y quien no sabe o no quiere amar, por más que triunfe en los restantes aspectos de la existencia humana, será —aunque a veces pretenda encubrirlo o desconocerlo: ¡cuántos famosos acaban por reconocer que llevan una vida insufrible!— un auténtico desgraciado.

De ahí que San Juan de la Cruz pudiera sostener la conocida frase: «en el atardecer de nuestra existencia, se nos examinará del amor»… ¡y de nada más!

El amor encarnado

Cualquier acción educativa tendrá validez en la exclusiva medida en que el motor de lo que se aconseja hacer o dejar de hacer, de lo que uno hace o no hace, sea

- un amor auténtico hacia la persona que se pretende formar o, con otras palabras,

- el bien real de esa persona, que siempre habrá de prevalecer sobre el bien propio.

4. Padre ejemplares… por amor

Los niños tienden a imitar las actitudes de los adultos, en especial de los que quieren o admiran. En concreto, jamás pierden de vista a los padres, los observan de continuo, sobre todo en los primeros años. Ven también cuando no miran y escuchan incluso cuando están (o parecen estar) super-ocupados jugando. Poseen una especie de radar, que intercepta todos los actos y las palabras de su entorno.

Por eso los padres educan o deseducan, ante todo,

con su ejemplo.

Además, el ejemplo posee un insustituible valor pedagógico, de incitación, de confirmación y de ánimo: no hay mejor modo de enseñar a un niño a tirarse al agua que hacerlo con él o antes que él; e igualmente a comer de todo (¡el «no me gusta» debería desterrarse —comenzando por los padres— de cualquier familia!), a poner y quitar la mesa, el lavavajillas, a ir al supermercado; a mantener en el hogar un tono de corrección —en el vestir y en el hablar, pongo por caso—, a controlar los enfados y las rabietas, a no volcar su mal humor sobre el primero que encuentre en su camino, a estar más pendiente de sus hermanos que de sí mismo (el test definitivo de la marcha de un hogar no es lo que un hijo esté dispuesto a hacer por sus padres —normalmente, mucho o todo—, sino lo que uno de los hermanos es capaz de hacer por los restantes… sobre todo cuando la tarea en cuestión «le toca» a otro hermano), etc.

Las palabras vuelan, pero el ejemplo permanece, ilumina las conductas, despierta… y arrastra.

En el extremo opuesto la incongruencia entre lo que se aconseja y lo que se vive —junto con la falta de amor recíproco: esposo-esposa— es el mayor mal que un padre o una madre pueden infligir a sus hijos.

Cosa que ocurre, sobre todo, a determinadas edades, cuando el sentido de la «justicia» se encuentra en los chicos rígidamente asentado, sobre-desarrollado… y dispuesto a enjuiciar con excesiva dureza a los demás.

Para evitar que esto pudiera suceder, o, dicho en positivo, si queremos ser unos padres ejemplares, existe una especie de precepto cuya importancia resulta imposible exagerar. El mejor modo de mantener y fomentar la armonía de un hogar y el crecimiento de los hijos consiste en:

- reducir cuanto sea posible el número de normas por las que se rige su conducta;

- que esos criterios fundamentales respondan a la verdad y la bondad objetivas, y no a preferencias o caprichos de los cónyuges (y, por tanto, han de ser cumplidos tanto por los padres como por los hijos: también, pongo por caso, el uso de la tele, del ordenador y aparatos similares, o la visión de determinados programas);

- que en todo lo demás se respete exquisitamente la libertad de los chicos (igual que la del cónyuge), aunque el modo como actúen, siempre que sea éticamente lícito, choque frontalmente con las preferencias del padre o de la madre (lo que importa es el hijo, no los caprichos de los padres).

5. Amar: animar y recompensar

Como antes apuntaba, solo un amor auténtico y desprendido sabe descubrir la verdadera grandeza y las aptitudes de cada uno de nuestros hijos y, sin necesidad de excesivas palabras, ponerlas ante su vista como el ideal al que han de aspirar.

Por el contrario, cuando ese amor no es lo suficientemente hondo y desinteresado, fácilmente les trasmitiremos la impresión de que valen más bien poco… y les «instaremos», sin advertirlo, a adecuar su comportamiento a esa imagen degradada y empequeñecida.

El niño es muy receptivo. Si se le repite con frecuencia que es un maleducado, un egoísta, un vago que no sirve para nada, se creerá y será verdaderamente maleducado, egoísta, e incapaz de realizar tarea alguna…«aunque no fuera —suelo explicar, con una punta de humor y de ironía— sino para no defraudar a sus padres».

Análogamente, si por una excesiva insistencia en sus defectos e ignorancia de lo que realiza bien, damos la impresión de que solo estamos con él para regañarle, seguirá actuando mal, incluso de forma inconsciente, con el único fin de recibir la atención que necesita:

paradójicamente, las regañinas se transforman entonces en refuerzo psicológico para aquellos modos de obrar que pretendemos que evite.

Por lo común, es mejor que el chico tenga un poco de excesiva confianza en sí mismo, que demasiado escasa. Cosa que conseguiremos si logramos hacerle apreciar que nuestro amor es incondicionado y que, aunque deseemos que dé lo mejor que sí, en ningún caso le retiraremos nuestro afecto si, por falta de voluntad, de capacidad o de interés, no alcanza tales niveles.

En consecuencia, si lo vemos recaer en algún defecto, resultará más eficaz una palabra de ánimo que echárselo en cara y humillarlo.

Mostrar al hijo que confiamos en sus posibilidades —lo que lleva consigo el esfuerzo previo de descubrirlas e incluso, si es el caso, de ponerlas por escrito y repasarlas con frecuencia… o pedir a nuestro cónyuge que «nos pase revista de ellas» cuando lo vemos todo negro— es para él un gran incentivo; en efecto, el pequeño —como, con matices, cualquier ser humano— se encuentra impulsado a llevar a la práctica la opinión positiva o negativa que de él se tiene y a no defraudar nuestras expectativas al respecto.

Es cierto que los hombres somos los únicos seres que obramos no según lo que somos, sino lo que creemos que somos o, incluso, lo que creemos que creen que somos y, por tanto, lo que esperan de nosotros.

Por eso, según recuerda un eminente pensador francés,

- la clave de la educación consiste en ver y querer en cada momento a aquel a quien amamos…

- un poco mejor de lo que en realidad es.

Por idénticos motivos, cuando un hijo hace una observación correcta, incluso opuesta a la que nosotros acabamos de comentar o sugerir, no hay que tener miedo a darle la razón. No se pierde autoridad; más bien al contrario, la ganamos, puesto que no la hacemos residir en nuestros puntos de vista, sino en la misma verdad objetiva de lo que se propone… y en la calidad personal que con ese gesto —reconocer que el hijo tiene más razón que nosotros— ponemos de manifiesto.

Al animar y elogiar es preferible estar más atentos al esfuerzo hecho que al resultado obtenido. En principio, y en contra de una actitud hoy demasiado frecuente, no se debe recompensar al niño por haber cumplido un deber o por haber tenido éxito en algo, si el conseguirlo no le ha supuesto un empeño muy especial. Un regalo por unas buenas calificaciones es deformante. Las buenas calificaciones, junto con la demostración de nuestra alegría por ese resultado, deberían ser ya un premio que diera suficiente satisfacción al niño.

Tampoco es bueno multiplicar desmesuradamente las gratificaciones.

- Por un lado, porque se le enseña a actuar no por lo que en sí mismo es bueno, sino por la recompensa que él recibe: o, lo que es idéntico, a pensar más en sí mismo (en su recompensa) que en los otros; en definitiva, a anteponer el amor propio desordenado al debido amor hacia los demás… que es donde se cumple la auténtica perfección de cualquier persona.

- Y además, porque cuando tales «premios» vinieran a faltar, el pequeño se sentirá decepcionado: recompensar reiteradamente lo que no lo merece, equivale a transformar en un castigo todas las situaciones en que esa compensación esté ausente.

En resumen: conviene no olvidar una ley básica: educar a alguien no es hacer que siempre se encuentre (superficialmente) contento y satisfecho, por tener cubiertos todos sus caprichos o deseos, sino ayudarle a sacar de sí (e-ducir), con el esfuerzo imprescindible por nuestra parte y la suya, toda esa maravilla que encierra en su interior y que lo encumbrará hasta la plenitud de su condición personal… haciéndolo, como consecuencia, muy dichoso.

6. La autoridad, manifestación de «buen amor»

Por lo mismo, para educar no son suficientes el cariño, el buen ejemplo y los ánimos;

- es preciso también ejercer la autoridad,

- explicando siempre, en la medida de lo posible, las razones que nos llevan a aconsejar, imponer, reprobar o prohibir una conducta determinada.

La educación al margen de la autoridad, en otro tiempo tan pregonada, se presenta hoy como una breve moda fracasada y obsoleta, contradicha por aquellos mismos que la han sufrido.

El niño tiene necesidad de autoridad y la busca y nos la pide, aunque se niegue aparentemente a reconocerlo (cada vez oigo con más frecuencia frases del estilo: «mis padres no me quieren —“pasan” de mí— porque me dejan hacer lo que me da la gana»; y las pronuncian chicos que protestan airadamente —como es su «deber»— cuando se les niega lo que han pedido). Si no encuentra a su alrededor una señalización y una demarcación, se torna inseguro o nervioso. Incluso cuando juegan entre ellos, los niños inventan siempre reglas que no deben ser transgredidas.

Por lo demás, todos sabemos lo antipáticos, molestos y tiránicos que son los hijos de los otros, cuando están malcriados, habituados a llamar siempre la atención y a no obedecer cuando no tienen ganas.

Pero tratándose de los propios, es más difícil un juicio lúcido. No se sabe bien si imponerse o abajarse a pactar y dejar hacer, para no correr el riesgo de tener una escena en público…, o acabar la cuestión con una explosión de ira y una regañina (que después deja más incómodos a los padres que al niño).

Pero ¡cuidado!: por detrás de esta inseguridad, hay muy a menudo una extraña mezcla de miedos y prevenciones. El horror a perder el cariño del chiquillo, el temor a que corra algún riesgo su incolumidad física, el pavor a que nos haga quedar mal o nos provoque daños materiales.

En definitiva, aunque no lo advirtamos ni deseemos, nos queremos más a nosotros mismos que al chico o la chica, anteponemos nuestro bien al suyo. De ahí que, si por encima de tantos temores prevaleciera el deseo sincero y eficaz de ayudar al crío a reconocer los propios impulsos egoístas, la codicia, la pereza, la envidia, la crueldad, etc. (¿no la tienen sus hijos?: los míos y, sobre todo, yo, por supuesto que sí), no existiría esa sensación de culpa cuando se lo corrigiera utilizando el propio ascendiente.

Con base en lo expuesto hasta aquí, y aun cuando no esté de moda,

- es menester reiterar de modo claro y neto la imposibilidad de educar sin ejercer la autoridad (que no es autoritarismo)

- y exigir la obediencia desde el mismo momento en que los niños empiezan a entender lo que se les pide.

E igualmente es importante que los padres, explicando siempre los motivos de sus decisiones,

- indiquen a los niños lo que deben hacer o evitar,

- no dejando por comodidad caer en el olvido sus órdenes,

- ni permitiendo que los niños se les opongan abiertamente.

Como consecuencia, según ya advertí, un criterio básico en la educación del hogar es que deben existir muy pocas normas y muy fundamentales y nunca arbitrarias, lograr que siempre se cumplan… y dejar una absoluta libertad en todo lo opinable, aun cuando las preferencias de los hijos no coincidan con las nuestras.

Y la razón, que antes no expuse, es que, de nuevo en virtud de su singularidad personal, ¡ellos gozan de todo el «derecho» —o más bien, de la obligación— de llegar a ser aquello a lo que están llamados… y nosotros no tenemos ninguno a convertirlos en una réplica de nuestro propio yo, a hacerlos «a nuestra imagen y semejanza»!

A veces, sin embargo, se prohíbe algo sin saber bien por qué, qué es lo que encierra de malo, solo por impulso, por las ganas de estar tranquilos o de «afirmarnos»… o porque uno se siente nervioso y todo le molesta. Se compromete así la propia autoridad sin necesidad alguna, abusando de ella… y se desconcierta a los muchachos, que no saben por qué hoy está vedado lo que ayer se veía con buenos ojos.

Cualquier niño sano tiene necesidad de movimiento, de juego inventivo y de libertad. Interviniendo de manera continua e irrazonable se acaba por hacer de la autoridad algo insufrible. Como aquella madre de la que se cuenta que decía a la niñera: «Ve al cuarto de los niños a ver que están haciendo… y prohíbeselo».

Por otro lado, la convicción del niño de que nunca hará desistir a los padres de las órdenes impartidas posee una extraordinaria eficacia, y, además de simplificar en gran medida nuestra actividad formadora y a no «quemarnos», ayuda enormemente a calmar las rabietas o a que no lleguen a producirse.

Como ya he insinuado, lo más opuesto a esto es repetir veinte veces la misma orden —lávate los dientes, dúchate, vete ya a dormir…— sin exigir, con la misma suavidad que decisión, que se cumpla de inmediato: provoca un enorme desgaste psíquico, tal vez sobre todo a las madres, que suelen pasar mayor parte del día bregando con los críos, al tiempo que disminuye o elimina la propia autoridad.

(Antes de dar una orden o de imponer un castigo, conviene pensar dos veces si uno está dispuesto a hacerla cumplir… aunque eso suponga la molestia de levantarse, dejar lo que me ocupaba o distraía, tomar al crío o la cría de la mano y, con idéntica calma y paz que determinación, sin elevar el tono, «hacer que haga» lo que debe hacer.)

Y todavía resulta más dañino que la madre «tire la toalla» y amenace al chico con la que va a suceder «cuando venga tu padre».

Con esa conducta, y sin pretenderlo en absoluto, transmite el mensaje de que ella no goza de capacidad para dirigir ese hogar.

- Y, además, transforma al marido en una suerte de ogro, encargado fundamentalmente de castigar las malas actuaciones de los hijos…

- o en un irresponsable, porque no puede o no quiere o no sabe corregir aquella actuación que ni ha presenciado ni a veces es oportuno censurar después de tanto tiempo desde que fue llevada a cabo, ya que difícilmente el muchacho —sobre todo si es muy pequeño— establecerá la relación adecuada entre su mal comportamiento ya casi olvidado y la punición de ahora, que advertirá como un arbitrio.

Vale asimismo la pena estar atentos al modo como se da una indicación.

- Quien ordena secamente o alzando sin motivo el volumen de la voz deja siempre traslucir nerviosismo y poca seguridad.

- Un tono amenazador suscita con razón reacciones negativas y oposiciones.

Demos las órdenes o, mejor, pidamos por favor, con actitud serena y confiando claramente (¡de veras!, no por táctica) en que vamos a ser obedecidos. Reservemos los mandatos estrictos para las cosas muy importantes… ¡y evitemos de raíz los gritos y la pérdida del propio control! Para las demás peticiones resultará preferible utilizar una forma más blanda: «¿serías tan amable de…?», «¿podrías, por favor…?», «¿hay alguno que sepa hacer esto?».

De este modo, se estimulará a los críos para que realicen elecciones libres y responsables, y se les dará la ocasión de actuar con autonomía e inventiva, de sentirse útiles… y experimentar la satisfacción de tener contentos a sus padres.

A veces es necesario pedir al hijo un esfuerzo mayor del acostumbrado; convendrá entonces crear un clima favorable.

- Si, por ejemplo, sabéis que vuestro cónyuge está particularmente cansado o lo atenaza una jaqueca insufrible, hablaréis a solas con el niño y le diréis: «Mamá (o papá) tiene un fuerte dolor de cabeza; por eso, esta tarde te pido un empeño especial para hacer el menos ruido posible…».

- Quizá sea oportuno darle una ocupación, y dirigirle una mirada cariñosa o una caricia, de vez en cuando, para recompensar sus desvelos… sin olvidar que en este, como en los restantes casos, hay que arreglárselas para que el niño cumpla su obligación.

Firmeza, por tanto, para exigir la conducta adecuada, pero dulzura extrema en el modo de sugerirla o reclamarla… o incluso imponerla.

7. Regañar y castigar… también como prueba de amor

Los ánimos y las recompensas no son normalmente suficientes para una sana educación. Un amable reproche o una serena punición, dados de la manera oportuna, proporcionada y sin arrepentimientos injustificados (lo cual implica unos momentos de reflexión antes de «pasar a la acción»), contribuirá a formar el criterio moral del muchacho.

Sensata e inteligente debe ser la dosificación de las reprimendas y de los castigos. Pero de vez en cuando resultan imprescindibles. La política del «dejar hacer» es típica de los padres o débiles o cómplices. También en la educación, la «manga ancha» viene dictada a menudo por el temor de no ser obedecido o por la comodidad («haz lo que quieras, con tal de dejarme en paz»)… que no son sino otros tantos modos de amor propio desordenado: de preferir el propio bien (no esforzarse, no sufrir al demandar la conducta correcta) al de los hijos.

Es decir: de anteponer el amor propio al que debemos al hijo y que nos debe llevar a buscar su bien, aun a costa de nuestro esfuerzo o malestar.

Pero resultaría pedante, o incluso neurótico, un continuo y sofocante control de los chicos, regañados y castigados por la más mínima desviación de unos cánones despóticos establecidos por los padres de manera arbitraria y cambiante.

Para que una reprensión sea educativa ha de resultar clara, sucinta y no humillante. Hay, por tanto, que aprender a regañar de manera correcta, explícita, breve, y después cambiar el tema de la conversación.

En efecto, no se debe exigir que el hijo reconozca de inmediato el propio mal y pronuncie un mea culpa, sobre todo si están presentes otras personas (¿lo hacemos nosotros, los adultos?).

Convendrá también elegir el lugar y el momento pertinente para reprenderle; a veces será necesario esperar a que haya pasado el propio enfado, para poder hablar con la debida serenidad y con mayor eficacia.

Por otro lado, antes de decidirse a dar un castigo, conviene estar bien seguros de que el niño era consciente de la prohibición o del mandato. Como es lógico, hay que evitar no solo que la sanción sea el desahogo de la propia rabia o malhumor, sino también que tenga esa apariencia. Tratándose de fracasos escolares, conviene saber juzgar si se deben a irresponsabilidad o a limitaciones difícilmente superables del chico o de la chica.

Cuando se reprenda, es menester, además, huir de las comparaciones: «Mira cómo obedece y estudia tu hermana…». Las confrontaciones solo engendran celos y antipatías.

Tener que castigar puede y debe disgustarnos, pero a veces es el mejor testimonio de amor que cabe ofrecer a un hijo: el amor «todo lo sufre», cabría recordar con san Pablo,… incluso el dolor que surge en nosotros al provocar el de los seres queridos, siempre que tal sufrimiento resulte necesario.

En tal sentido, cabe sostener que la eficacia de la educación es directamente proporcional a la capacidad de los padres «de sufrir por hacer sufrir al hijo», siempre que ello sea imprescindible.

Ningún temor, por tanto, a que una corrección justa y bien dada disminuya el amor del hijo respecto a vosotros. A veces se oye responder al muchacho castigado: «¡No me importa en absoluto!». Podéis entonces decirle, con toda la serenidad de que seáis capaces: «No es mi propósito molestarte ni hacerte padecer».

8. Formar la conciencia: enseñar a amar lo bueno y bello

En nuestra sociedad, los niños resultan bombardeados por un conjunto de eslóganes y de frases que transmiten «ideales» no siempre acordes con una visión adecuada del ser humano, e incapaces por tanto de hacerlos dichosos. La solución —más a medida que van creciendo— no es un régimen policial, compuesto de controles y de castigos, sino lo que solemos conocer como «formar su conciencia».

Es menester que los hijos interioricen y hagan propios los criterios correctos, que formen su conciencia, aprendiendo a distinguir claramente lo bueno de lo malo.

E igualmente, que tengan la fuerza de voluntad —y el cortejo de virtudes necesarias— para llevar a cabo aquello que estiman que deben hacer, por más que les resulte molesto o costoso.

Para ninguna de las dos cosas basta con decirles: «¡Esto no está bien!» o, menos todavía, «¡Esto no me gusta!». Se corre el riesgo de transformar la moral en un conjunto de prohibiciones absurdas, carentes de fundamento. Por el contrario, es muy importante «educar en positivo», como se suele afirmar; lo cual equivale, en mi opinión, a mostrar la belleza y la humanidad de la virtud alegre y serena, desenvuelta y sin inhibiciones.

Hemos de hacerles ver, ¡y previamente, estar nosotros mismos convencidos!, de que vivir bien resulta mucho más atractivo y gozoso que obrar incorrectamente, aun cuando una mirada superficial, amplificada en muchos casos por el ambiente, llevara a pensar de entrada lo contrario.

Para lograr todo ello, hay que esforzarse por vivir la propia vida, con todas sus contrariedades, como una entusiasta aventura que vale la pena componer cada día. En tales circunstancias, al descubrir la hermosura y la maravilla de hacer el bien, el niño se sentirá atraído y estimulado para actuar de forma adecuada: para amar y desear lo bueno, y para rechazar lo malo.

Además, interesa hacer comprender lo decisiva que es la intención para determinar la moralidad de un acto, y ayudar a los hijos a preguntarse el porqué de un determinado comportamiento. A tenor de sus respuestas, se les hará ver la posible injusticia, envidia, soberbia, etc., que los ha motivado.

El denominado complejo de culpa, es decir, la obscura y angustiosa sensación de haberse equivocado, acompañada de miedo o de vergüenza, nace justo de la falta de un valiente y sereno examen de la calidad moral de nuestros actos.

- Por el contrario, como muestran también los psiquiatras más avezados, es necesario y sano el sentido del pecado.

- La clara percepción de las propias concesiones y faltas, con las que hemos vuelto las espaldas a Dios, provoca un remordimiento que activa y multiplica las fuerzas para buscar de nuevo el amor que perdona.

Para formar la conciencia puede también ser útil comentar con el niño la bondad o maldad de las situaciones y hechos de los que tenemos noticia, así como sugerirle la práctica del examen de conciencia personal al término del día, acaso ayudándole en los primeros pasos a hacerse las preguntas adecuadas.

A medida que crece, hay que dejarle tomar con mayor libertad y responsabilidad sus propias decisiones, diciéndole como mucho: «Yo, de ti, lo haría de este o aquel modo» y, en su caso, explicándole brevemente el porqué.

9. Un amor equivocado lleva a malcriar a los niños

Se malcría a un niño con desproporcionadas o muy frecuentes alabanzas, con indulgencia y condescendencia respecto a sus antojos. Se lo maleduca también convirtiéndolo a menudo en el centro del interés de todos, y dejando que sea él quien determine las decisiones familiares.

- Un pequeño rodeado de excesiva atención y de concesiones inoportunas, una vez fuera del ámbito de la familia se convertirá, si posee un temperamento débil, en una persona tímida e incapaz de desenvolverse por sí misma.

- Si, por el contrario, tiene un fuerte temperamento, se transformará en un egoísta, capaz de servirse y aprovecharse de los otros… o de llevárselos por delante.

Por eso, frente a los caprichos de los niños no se debe ceder: habrá simplemente que esperar a que pase la pataleta, sin nerviosismos, manteniendo una actitud serena, casi de desatención, y, al mismo tiempo, firme. Y esto, incluso —o sobre todo— cuando «nos pongan en evidencia» delante de otras personas.

Nosotros no contamos.

Su bien (¡el de los hijos!) debe ir siempre por delante del nuestro.

Esta —la atención prioritaria al otro, con olvido de uno mismo— es la regla por excelencia de la educación… y de toda la vida humana.

10. Educar la libertad… por amor y para el amor

En este ámbito, la tarea del educador es doble:

- hacer que el educando tome conciencia del valor de la propia libertad, y

- enseñarle a ejercerla correctamente.

Pero no resulta fácil entender a fondo lo que es la libertad y su estrecha relación con el bien y con el amor.

Aunque no sea ahora el momento de fundamentarlo, la libertad se resuelve, en fin de cuentas, en querer el bien del otro en cuanto otro, en amar.

Lo libre se entiende a menudo por oposición a lo necesario y exigido o predeterminado:

- y como los instintos animales obligan a perseguir el propio bien,

- la libertad se concreta, por oposición, en querer lo que no resulta obligado por nuestros instintos-tendencias: el bien del otro… en cuanto otro.

¿Quién es auténticamente libre?: el que, una vez conocido, hace el bien porque quiere hacerlo, por amor a lo bueno. Al contrario, va «perdiendo» su libertad quien obra de manera incorrecta. Un hombre puede quitarse la vida porque es «libre», pero nadie diría que el suicidio lo mejora en cuanto persona o incrementa su libertad.

Educar en la libertad significa por tanto ayudar a distinguir lo que es bueno (para los demás y, como consecuencia, para la propia felicidad), y animar a realizar las elecciones consiguientes, siempre por amor.

Conceder con prudencia una creciente libertad a los hijos contribuye a tornarlos responsables. Una larga experiencia de educador permitía afirmar a San Josemaría Escrivá: «Es preferible que [los padres] se dejen engañar alguna vez: la confianza, que se pone en los hijos, hace que ellos mismos se avergüencen de haber abusado, y se corrijan; en cambio, si no tienen libertad, si ven que no se confía en ellos, se sentirán movidos a engañar siempre».

En definitiva,

- igual que antes afirmaba que el objetivo de toda educación es enseñar a amar,

- puede también decirse —pues en el fondo es lo mismo— que equivale a ir haciendo progresivamente más libre e independiente a quienes tenemos a nuestro cargo:

- que sepan valerse por sí mismos, ser dueños de sus decisiones, con plena libertad y total responsabilidad.

El Amor de los amor

11. Recurrir a la ayuda de Dios

El breve y rapsódico conjunto de sugerencias ofrecidas hasta el momento estarían aún más incompletas si no dejáramos constancia de este «último» y muy fundamental precepto, que debe acompañar y «arropar» a todos y cada uno de los precedentes.

Educar procede de e-ducere, ex-traer, hacer surgir. El agente principal e insustituible es siempre el propio niño. De una manera todavía más profunda, Dios, en el ámbito natural o por medio de su gracia, interviene en lo más íntimo de la persona de nuestros hijos, haciendo posible su perfeccionamiento.

>Sabemos, o deberíamos saber, que ningún hijo es «propiedad» de los padres; se pertenece a sí mismo y, en última instancia, a Dios.

- Por tanto, y como apuntaba, no tenemos ningún derecho a hacerlos a «nuestra imagen y semejanza».

- Nuestra tarea consiste en «desaparecer» en beneficio del ser querido, poniéndonos plenamente a su servicio para que puedan alcanzar la plenitud que a cada uno le corresponde: ¡la suya!, única e irrepetible.

Como consecuencia, el padre o la madre, los demás parientes, los maestros y profesores… pueden considerarse colaboradores de Dios en el crecimiento humano y espiritual del chico; pero es este el auténtico protagonista de tal mejora.

A los padres en concreto, en virtud del sacramento del matrimonio, se les ofrece una gracia particular para asumir tan importante tarea.

Por todo ello es muy conveniente:

- que, sobre todo en momentos de especial dificultad, pero no solo en ellos, invoquen la ayuda y el consejo de Dios…

- y, cosa mucho más difícil y costosa, que sepan abandonarse en Él cuando parece que sus esfuerzos no dan los resultados deseados o que el chico —en la adolescencia, pongo por caso— enrumba caminos que nos hacen sufrir.

Además, no debe olvidarse el gran servicio gratuito del Ángel Custodio, a quien el propio Dios ha querido encargar el cuidado de nuestros hijos. Y recordar también que la Virgen continúa desde el cielo desplegando su acción materna, de guía y de intercesión.

Enseñarles a tener en cuenta la acción insustituible de Dios puede constituir la herencia más valiosa que, en el conjunto íntegro de la educación, los padres leguen a sus hijos.

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Tomás Melendo



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