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Dimensiones personales de la sexualidad humana

por Tomás Melendo

Análisis de algunas de las consecuencias que brotan, para la sexualidad humana, del hecho de encontrarse incardinada en un ser espiritual y ejercerse en un clima exquisito de amor interpersonal

1. Esenciales o constitutivas

Las primeras, las que nacen de su relación con el alma espiritual, podemos calificarlas como propiedades esenciales o, quizá mejor, constitutivas.

Sabemos que la sexualidad es en el hombre diferente y muy superior al sexo meramente animal. Y que sus discrepancias y preeminencia se encuentran determinadas por los caracteres que distinguen al espíritu de la materia: se configuran como una cierta participación de tales rasgos.

Ahora bien, las notas fundamentales por las que un ser espiritual se eleva abismalmente por encima de cualquier realidad inferior pueden reducirse a dos, bien conocidas:

+ por una parte, su intrínseca y constituyente dignidad (que la sexualidad manifiesta), a la que va ligada la libertad;

+ por otra, su pronunciada singularidad, su índole irrepetible, que la dota, como sabemos, de mayor capacidad de comunicación.

Como consecuencia, estas dos prerrogativas se hallan participadamente en la sexualidad humana, por el hecho de ser la sexualidad de un compuesto de espíritu (imperfecto) y materia: lo que a veces se denomina, de modo no excesivamente correcto, un «espíritu encarnado» (más bien: un espíritu-imperfecto y, como tal, necesariamente encarnado; o, mejor aún: un compuesto de un alma —o forma sustancial— espiritual y de un cuerpo adecuado a ella).

a) Libertad de la sexualidad humana

La libertad, en su sentido más propio, afecta al sexo (para elevarlo) en mucha mayor proporción que a los demás instintos —o tendencias— inscritos en el hombre. Lo que constituye una nueva prueba de que la esfera sexual del ser humano se encuentra más íntima y estrechamente incorporada a las dimensiones estrictamente espirituales (o personales) de la persona; o más bien, que las dota de una característica muy peculiar, de modo que toda la persona humana es intrínseca y constitutivamente sexuada, como persona masculina o femenina.

Y de ahí que las tendencias sexuales resulten, como acabo de sugerir, las formalmente más libres, por encima de otras inclinaciones.

Como la libertad «señala» y caracteriza a la persona en cuanto tal, lo más personal resulta más libre, y lo menos personal, menos libre.

Y, así, a la hora de satisfacer las necesidades de comida y bebida, el hombre puede ejercer una cierta libertad, que lo discrimina ya de los animales inferiores.

+ No solo tiene la posibilidad de elegir entre los variados tipos de alimento, sino que, además, y en última instancia, es capaz de sustraerse a la solicitación del apetito, y abstenerse de probar bocado o de ingerir líquido alguno, aun cuando el hambre o la sed sean acuciantes.

+ Pero esta libertad, relacionada con el instinto de conservación, es relativamente escasa, pues tiene un límite muy claro:

- el hombre no puede decidir dejar de sustentarse más allá de un determinado lapso de tiempo, so pena de que la «dieta» acabe por afectar gravemente a su salud o, incluso, le acarree la muerte;

- en lo que atañe a la nutrición, el ser humano participa escasamente de la libertad de su propio espíritu, quedando en parte aherrojado por las leyes que determinan el dinamismo de lo estrictamente biológico.

Lo cual es un índice, como acabo de señalar, de que la tendencia a comer y beber afecta menos a la persona en cuanto tal, en cuanto persona, y resulta menos impregnada de «personeidad» —menos personal— que el ejercicio de su sexualidad… que por eso participa más de las condiciones estrictamente personales.

Soy consciente de que me repito en este extremo, pero resulta imprescindible ir dejando claro hasta qué punto la condición sexuada es constitutiva de la persona humana.

Con el sexo no ocurre lo mismo: la sexualidad humana es mucho más libre que el resto de las tendencias que se dan en el hombre.

+ Por naturaleza, este tiene la capacidad de ejercerla con relativa independencia de sus impulsos, sin que ello —a pesar de cuanto se haya dicho en contra— provoque la más mínima perturbación de su equilibrio vital y psíquico.

+ El ser humano puede conservar enteramente la plenitud de su salud y su vida, aun cuando se abstenga de llevar a cabo la unión sexual en esta o aquella circunstancia o, incluso, de manera absoluta: la renuncia completa al uso de la genitalidad no constituye la más mínima traba para su desarrollo físico y psíquico.

Utilizando adrede términos de origen freudiano, para que sus afirmaciones resulten más netas, sostiene un experimentado psiquiatra, con muchos años de vuelo en la Europa Central: «La observación libre de prejuicios del comportamiento humano ha hecho posible que la psicología más reciente reconozca que la represión del instinto es tan humana y natural como la satisfacción del mismo, y que la una y la otra son causa de salud o enfermedad, de serenidad o de inquietud, de placer o de disgusto, según la relación que mantienen con la entera escala de valores específicamente humanos. Respecto al llamado “instinto” sexual, tiene el “amor” un papel decisivo: la continencia “por amor” produce calma y libertad de espíritu, lo mismo que la relación sexual llevada a cabo también “por amor”. La disposición íntima de la persona, que plasma y colorea el mundo entero, se traduce en las relaciones interpersonales y, especialmente, en el modo de ser y de existir-con-el-Otro-del amor».

Conclusión: por estar más estrechamente asociada al dinamismo espiritual del individuo humano, por participar más estrictamente de ese tipo de alma, la sexualidad se reviste con las prerrogativas propias de semejante espíritu, entre las que destaca —como acabamos de ver— la libertad.

b) La sexualidad humana, orientada hacia la persona singular

Pero lo mismo ocurre con la singularidad.

La sexualidad humana madura es, siempre, una sexualidad personalizada, singularizada: concentrada en una persona particular y única.

Y en esto se diferencia también, abismalmente, de lo que ocurre en las realidades inferiores.

«En el mundo animal —nos dice de nuevo Jean Guitton—, la selección no se realiza atendiendo a la interioridad. Cuando el lobo devora a la oveja o se aparea con la loba, solo necesita que se hayan cruzado en su camino. Es la oveja general la que le interesa, y no esta determinada oveja, la loba y no una cierta loba. Y así sucedería en el hombre si este fuera solo un animal más refinado».

Al no serlo, el sujeto humano tiene la posibilidad —y el deber— de personalizar el uso de su sexualidad: singularizarlo y ejercerlo en un exquisito clima de amor, que culmina en la entrega para siempre a una sola persona del sexo complementario (hasta el punto de que, hablando en rigor, para quien está verdaderamente enamorado las demás personas de ese otro sexo acaban por «desaparecer»… en cuanto sexuadas: en cuanto tal, solo existe una).

Se trata de una cuestión explicada con gran profundidad en la cita que sigue: «La persona es un ser que vale en sí y por sí, es un todo en sí y por , parte de un todo del cual derive su valor. Metafísicamente hablando, no forma parte y no puede “formar parte” de ninguna serie. La especie humana existe solo para la biología. Desde el punto de vista metafísico esta realidad no existe: existe la “naturaleza humana”, que no es la misma cosa. En este sentido, cada uno de nosotros, cada persona, es un unicum . Esta “unicidad” debe ser reconocida a toda persona: a la propia y a la de cualquier otro. Es el precepto ético fundamental o norma personalista: “ama al prójimo como a ti mismo”.

Sin embargo, una vez descubierta esta particularidad de la persona, una vez advertido que cada persona es distinta de otra, irrepetible e insustituible, resulta espontáneo preguntarnos: ¿No exige esta singularidad una correspondiente forma de reconocimiento? ¿No debería haber una forma de reconocimiento del todo excepcional y única? ¿Única y excepcional porque es dada a una persona singular y no a otra? Ahora bien, si reflexionamos seriamente sobre la experiencia del encuentro sexual, vemos que implica, como su fuente última, precisamente esto: el reconocimiento del otro. La unidad en la carne, en el cuerpo, apunta a este reconocimiento (es su intentio ; lleva en sí mismo esta finalidad.

Unicidad del otro y, por tanto, imposibilidad de sustitución: “tuyo/tuya para siempre” puesto que ningún otro podrá tomar tu puesto. Esta es la definición misma del matrimonio monogámico e indisoluble en su íntima esencia ética».

También en este caso se advierte una mayor interiorización de la tendencia sexual respecto a los instintos inferiores. Porque, continúa Guitton, «cuando queremos alimentarnos no distinguimos entre tal o cual perdiz, tal o cual trucha. El paladar más delicado distingue la cosecha y acaso el plantío, pero no el viñedo ni el racimo. La individualidad de la materia se nos escapa, y nos contentamos con el pan y el vino como el lobo se contenta con la oveja. Y lo mismo ocurriría con la generación si el hombre no fuera espíritu y libertad antes de ser carne».

Como lo es, por el contrario, la sexualidad puede ser personalizada. Y ello va unido a la libertad que la configura intrínsecamente, en virtud de su incardinación en un ser espiritual:

Precisamente porque no estamos obligados a ejercer nuestra genitalidad ni a entregar la sexualidad a ningún individuo determinado (porque no respondemos a un instinto, sino a una tendencia: por lo tanto, controlable), podemos libremente escoger el término personal, intransferible, de ese ejercicio y de ese don; está en nuestras manos personalizar la sexualidad.

c) Libertad y singularidad «sexuales», al servicio del amor

Y, como consecuencia de tal personalización, el sexo es capaz de participar activa y abundantemente en el dinamismo constitutivo del amor:

Podemos amar también con el sexo, comunicarnos o entregarnos gracias a él, elevándolo infinitamente por encima del ejercicio que del mismo hacen los animales irracionales.

Debido a su pertenencia a ser espiritual, la sexualidad humana puede transformarse, formalmente, en don, en culminación de la entrega propia del amor.

En relación con este extremo, conviene no olvidar lo que ya vimos: que amar era corroborar en el ser a la persona querida, con todas las consecuencias que esa confirmación lleva consigo; y que consistía también, desde una perspectiva casi coincidente con la anterior, en elegir el término de nuestros anhelos, ratificarlo en su estricta individualidad irrepetible… y entregarse a él de por vida.

Víctor Frankl lo recuerda con palabras claras, que constituyen un cierto eco de cuanto estudiamos al hablar del amor.

«El amor —nos dice— no tiene nada que ver con un compañero anónimo de relaciones instintivas; por ejemplo, un compañero que se puede cambiar a menudo por otra persona que tenga propiedades idénticas.

En el caso del individuo elegido instintivamente no se busca a la persona, sino un tipo (...). El compañero en una relación puramente instintiva (también el compañero en una relación social) es más o menos anónimo.

En cambio, al compañero en una relación de amor verdadero se le trata como una persona, se le considera como un tú.

Por tanto, podríamos decir que amar significa poder decirle “tú” a alguien; pero no solo esto, sino poder decirle también “sí”: esto es, no solo aprehenderlo en toda su esencia, en su individualidad y unicidad, tal como hemos dicho anteriormente, sino aceptarlo en todo lo que vale.

Así pues, no consiste en ver solo el “ser-así-y-no-de-otro modo” de una persona, sino en ver al mismo tiempo su 'poder-ser', esto es, ver no solo lo que realmente es, sino también lo que puede ser o lo que deberá ser.

En otras palabras, citando una hermosa frase de Dostoiievski: “Amar significa ver a la otra persona tal como la ha pensado Dios”».

Y, al advertirla según el boceto divino, surge en nosotros el impulso razonable, sumamente generoso, de ponernos radicalmente a su servicio: tiene lugar la entrega, resello conclusivo de la corroboración del ser.

Pues bien, el sexo humano puede hacer todo eso, puede decir un «tú» y un «sí» plenos, radicales, y puede entregarse, en la misma medida en que, por pertenecer a una realidad espiritual, obtiene la posibilidad esencial de ser personalizado.

Pero, para que efectivamente actúe de esa manera, para que pronuncie el «tú» y el «sí» que corroboran a la persona querida (en cuanto sexuada), se requiere que, existencialmente, en la vida diaria, se encuentre englobado bajo una corriente cardinal de amor libérrimo.

Solo con esa condición la sexualidad humana se verá enaltecida y elevada, hasta integrarse en la actividad más noble y definitiva que puede realizar la persona: el amor, en el que el hombre y el sexo conquistan definitivamente, y actualizan, su intrínseco y constitutivo carácter terminal de don.

2. Y existenciales o de la vida diaria

a) Requisitos

Y ahora podríamos preguntarnos: ¿cuáles son, existencialmente, en el discurrir de cada día, los requisitos que permiten hablar de una sexualidad personalizada, ejercida por amor, de una sexualidad transformada o capaz de trasformarse en don?

Cabría deducirlos, una vez más, de la definición aristotélica que nos sirvió de punto de partida en nuestros análisis del amor. Amar, decía entonces, es «querer el bien para otro».

Ahora bien, en la sexualidad humana —y en lo que a este punto respecta— podríamos reseñar tres componentes:

+ el placer que acompaña al ejercicio del sexo;

+ la atracción, fundamentalmente psíquica, por la que se tiende a completar la propia indigencia con la ayuda de la persona del sexo complementario que se ha transformado en el propio cónyuge;

+ y el amor hacia esa misma persona, que, por su carácter conyugal, inclina a hacer completa la donación a ella: en el alma y en el cuerpo.

De esos tres elementos, los dos primeros miran fundamentalmente a la propia satisfacción y cumplimiento, mientras que solo el tercero —el amor electivo— instaura con vigor la «dialéctica del tú», afirma radicalmente al otro… y nos hace salir de nosotros mismos y, así, crecer y desarrollarnos.

(Curiosamente, como hemos visto en otros momentos, la gran paradoja de la condición de la persona —que solo vive en plenitud al des-vivirse— también está presente aquí: de modo que, cuando en la unión íntima alguien persigue el propio contentamiento —placer y consuelo emocional, por resumirlo en un par de expresiones— no es cuando propiamente da pie a la propia mejora y felicidad; sino que esta tiene lugar, al contrario, cuando el fin de nuestros actos es el amor al otro en cuanto otro: la búsqueda de su bien, en las diferentes modalidades que adopta en la unión íntima

De nuevo con palabras de Benedicto XVI, «la promesa más profunda del “eros” puede madurar solamente cuando no solo buscamos la felicidad transitoria y repentina. Al contrario, encontramos juntos la paciencia de descubrir cada vez más al otro en la profundidad de su persona, en la totalidad del cuerpo y del alma, de modo que, finalmente, la felicidad del otro llegue a ser más importante que la mía. Entonces, ya no solo se quiere recibir algo, sino entregarse, y en esta liberación del propio “yo” el hombre se encuentra a sí mismo y se llena de alegría» ).

Por eso «querer el bien para otro» lleva consigo, en este caso, articular los tres ingredientes recién enunciados de manera que el más noble y altruista —el amor voluntario— se constituya en motor y guía del afán de complementación y del placer derivado de la cópula.

Y el peligro, lo que impediría la personalización existencial, radica precisamente en que esa necesaria jerarquía puede desintegrarse, de modo que el placer se transforme en único móvil de la vida conyugal o sexual, o que, trascendiendo levemente esa perspectiva, en el trato matrimonial se busque en exclusiva el propio contento o la propia perfección como persona.

En ninguno de estos dos casos podrá decirse que «se quiere el bien para otro».

¿Cuándo, por el contrario, puede establecerse fundadamente esa afirmación? Antes de avanzar una respuesta, querría hacer una observación casi innecesaria: los dos integrantes del uso del matrimonio que el amor ha de supeditar a sí, personalizándolos, en modo alguno deben ser calificados como ilegítimos ni, en consecuencia, han de quedar excluidos de la vida conyugal.

Cada cual es bueno —en el sentido más cabal de este término— en su propio orden. El deseo de la propia plenitud es bueno, además de inevitable; el placer derivado del coito es bueno, además de natural.

Pero ambos, para personalizarse, han de ser reducidos a la categoría de corolario: esto es, subordinados al amor personal, a la búsqueda lúcida y voluntaria del bien del otro en cuanto otro. Por otra parte, los bienes más altos no deben someterse a los de menor calibre y entidad.

b) Síntesis

En consecuencia, una vida sexual ejercida bajo los auspicios del amor, una vida sexual enriquecida por el don, por la entrega, una vida sexual jerarquizada y ordenada, desde los puntos de vista ontológico, antropológico y ético, establece la siguiente gradación (un tanto esquematizada, por razones puramente didácticas):

1) En primer término, se debe buscar el bien del cónyuge en cuanto persona y en cuanto cónyuge: que sea, que sea bueno, como esposo, como padre y educador, etcétera; y, para lograr tal fin, hay que ponerse totalmente a su disposición, a su servicio: en el alma y en el cuerpo.

(Más adelante matizaré este extremo).

2) A continuación, se puede procurar el propio bien personal, sin anteponerlo nunca al de la persona con quien se está unido en matrimonio; más aún, según acabo de sugerir, hay que tener de nuevo en cuenta que lo que perfecciona al hombre como persona, lo que hace de él un ser plenamente humano, es la búsqueda del bien ajeno y la entrega amorosa que esa solicitud lleva consigo.

3) En tercer lugar, cabe establecer como meta el proporcionar el placer de la unión al propio cónyuge: semejante deleite es antropológica y éticamente bueno, y puede y debe ser procurado, siempre que no se anteponga o, menos todavía, elimine la consecución de bienes más altos, como podrían ser el auténtico amor o la fecundidad conyugal, los hijos.

4) Por fin, en última instancia, y supeditado a los otros tres bienes, resulta legítimo andar en pos del propio placer; instalado en el lugar que le corresponde —el que señala una correcta antropología de la vida sexual— es también algo bueno y deseable.

(Aunque, como es obvio, esta especie de «complicada jerarquía» no se plantee explícitamente en cada relación, que es mucho más natural y espontánea, sino que constituya la disposición habitual del buen amor entre los esposos… que se unen íntimamente, «sin tener que pensar más», cuando el conjunto de las circunstancias los conduce a ello.

Por otra parte, tampoco estimo necesario detenerme a explicar que la especie de fragmentación de elementos que he llevado a cabo es el resultado de una «abstracción» o separación de hechos que en la realidad se interpenetran mutuamente y en los que se pone en juego, como me gusta repetir, toda la biografía (en este caso, individual y de los cónyuges).

Recojo un par de citas al respecto: «… “subjetivamente”, los estados psíquicos que acompañan este comportamiento se sitúan […] en muchos otros momentos y situaciones psíquicas de la vida afectiva y emotiva de la persona y de la pareja. Mirándolo bien, la “psicología”, es decir, la vida interior que en el individuo subyace en la relación sexual, va siempre más allá del tiempo y del espacio del momento dado, llevando consigo el “pasado” y el “futuro”, ampliándose a toda la relación entre las dos personas y, en ese instante, al “modo” en que el individuo está viviendo esa especial relación, que quedará después grabada en él. Además, por mucho que se quiera describir esta realidad en términos generales, en cada pareja y “en su presente histórico” será siempre distinta y única».

«En la pareja enamorada, es evidente que el placer, por todo lo que el sexo brinda en la relación de amor, es mucho más amplio que el placer meramente físico que les puede ofrecer el acto sexual en sí. Cuando la sexualidad se expresa, en el momento oportuno, buscando “también” el placer de la relación sexual y, al mismo tiempo, adaptándose a la intencionalidad del amor, es decir, en una relación profunda y activa, de comunicación del ser de la persona con el de la persona amada, aquella desarrolla entonces toda su fuerza positiva»).

En definitiva, todo resulta, una vez más, cuestión de orden.

Y es el orden que acabo de esbozar el que permite existencialmente, en la vida vivida, elevar la sexualidad a la noble categoría de expresión y ejercicio del amor, del don personal genuino; a esa categoría cuya conquista ha sido esencialmente posibilitada por la incardinación del sexo en un ser dotado de espíritu.

c) Un apéndice fundamental

Y todo ello, puesto al servicio del engrandecimiento personal-humano de cada uno de los cónyuges.

Como antes apunté, a través del trato mutuo —también del íntimo— la mujer descubre y hace crecer ulteriormente su feminidad, de manera análoga a como el varón va percibiendo e incrementando su masculinidad… que son la forma propia en que una y otro pueden desplegar su condición personal (masculina o femenina, pues la persona-humana sin más constituye una abstracción).

Según escribí en otro lugar:

1) La mujer acaba de desvelar y desarrolla su personeidad femenina en contacto y relación con el varón en cuanto tal;

2) de manera análoga, el varón pone al descubierto la riqueza de su masculinidad y es capaz de engrandecerla gracias a la presencia de las mujeres y, de forma muy particular, de aquella con quien especialmente se relaciona.

3) En ese juego de complementariedad irremplazable:

+ van saliendo a la luz y tomando forma todas las prerrogativas y atributos de lo humano, suscitados cada uno de ellos preferentemente por la mujer o por el varón…

+ para hacerlo conocer al otro cónyuge y ayudar a que lo encarne a su manera,

+ con el fin de llevar a su (relativa) plenitud la perfección de «lo humano», que, como sabemos, surge y se implementa solo en la complementariedad sinérgica de lo femenino y lo masculino: es dual, según suele decirse.

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Tomás Melendo



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