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Elogio de la afectividad (5): El ambiguo valor de las emociones

por Tomás Melendo y Antonio Porras

Se establecen una suerte de criterios, que nos permitan distinguir cuándo y con qué condiciones la afectividad sirve de apoyo al desarrollo personal y cuándo, por el contrario, constituye más bien un freno para lograr tal plenitud y la consiguiente dicha.

I.  A modo de conclusión provisional

Introducción

Quizás nada como estas palabras de Ricardo Yepes para resumir lo expuesto hasta ahora y preparar el balance anunciado:

Los sentimientos son importantes, y muy humanos, porque intensifican las tendencias. El peligro que tenemos respecto de ellos es más bien un exceso en esta valoración positiva, el cual conduce a otorgarles la dirección de la conducta, tomarlos como criterio para la acción y buscarlos como fines en sí mismos: esto se llama sentimentalismo, y es hoy corrientísimo, sobre todo en lo referente al amor [1] .

Como podemos ver, encontramos en este juicio:

1. Una afirmación sin reservas de la enorme importancia de la vida afectiva.

2. Una exposición sencilla y somera del papel de los sentimientos: aumentar la eficacia de las tendencias que nos conducen a obtener nuestro fin como personas.

3. Una denuncia del riesgo que corremos hoy día… que es justo el que anunciamos en los primeros pasos de este estudio.

Sentimentalismo

Tal vez recuerde el lector que las páginas inaugurales de este conjunto de escritos insinuaban que la hipertrofia o aprecio desmesurado de las emociones se veían agravados por el hecho de que bastantes profesionales del obrar humano —psiquiatras, psicólogos, filósofos, pedagogos, educadores…— conceden carta de ciudadanía y refrendo científico a este modo de encarar la propia existencia, presidida de manera casi absoluta por los sentimientos.

1. Así ocurre en cuestiones globales y de notable envergadura, como la desmesurada importancia que se otorga a una mal entendida autoestima, a un equivocado sentimiento de la propia valía, con sus ventajas… y con las confusiones y peligros que hemos estudiado en otros lugares [2] .

2. En la búsqueda del placer y, más todavía, en la huida a toda costa del dolor y sufrimiento.

Es este, en la civilización que nos acoge, uno de las caracteres más patentes y, a la par, más demoledor, pues paradójicamente consigue el efecto contrario al que persigue: un aumento del malestar, de visitas al psicólogo y al psiquiatra, etcétera.

Podemos considerarlo en tres pasos.

2.1. De manera aún genérica, sostiene Frankl:

… el placer no puede ser “intentado”, es decir, ser objeto de un intento, sino que ha de resultar, venir espontáneamente sin ser perseguido directamente, quiero decir, ha de derivarse en el sentido de una consecuencia. Porque cuanto más uno se esfuerza en buscar el placer, tanto más se aleja del mismo. El placer elevado a prin­cipio, y mantenido consecuentemente como tal, fracasa en sí mismo, porque a sí mismo se cierra el camino. Cuanto más ansiosamente buscamos algo, tanto más dificultamos el conseguirlo. Y si antes decíamos que la angustia realiza aquello mismo que teme, ahora podemos decir que el deseo vivido con excesiva intensidad ahoga aque­llo mismo que tanto anhela [3] .

2.2. De forma más concreta y aplicada a nuestros días, lo explica Edith Weisskopf-Joelson, profesora de Psicología en la Universidad de Georgia:

nuestra actual filosofía de la higiene mental enfatiza la idea de que las personas deberían ser felices, por ello la infelicidad resultaría un síntoma de desajuste. Este sistema de valores puede ser responsable, ante la realidad de la infelicidad inevitable, del incre­mento del sentimiento de desdicha por el hecho de no ser plenamente feliz [4] .

2.3. Y yendo ya hasta el mismo núcleo de la cuestión, sostiene Bruckner:

… el hombre de hoy en día sufre también por no querer sufrir, igual que podemos enfermar a fuerza de buscar la salud perfecta. Por otra parte, nuestra época cuenta una extraña fábula: la de una sociedad entregada al hedonismo a la que todo le produce irritación y le parece un suplicio. La desdicha no solo es la desdicha, es algo peor: el fracaso de la felicidad [5] .

3. El desmesurado predominio de los sentimientos se manifiesta asimismo en la relevancia que ha adquirido el concepto de calidad de vida, también falsamente interpretado —con distintos matices— como mero bienestar físico-psíquico, o incluso simplemente físico… pensando que este es la raíz del equilibrio psíquico y espiritual.

¿Resultados? Entre muchos otros, «tabaco-fobia» desproporcionada, obsesión auténtica, y a veces letal, por una dieta sana, por mantenerse en forma… origen incluso de enfermedades, como la anorexia o la bulimia, la vigorexia y bastantes más.

4. Dentro de la familia, ámbito principal de la forja de caracteres, semejante huida del dolor vicia a veces el proceso educativo.

Los padres, por motivos no siempre conscientes, a menudo inconfesables y nunca atinados, se plantean como objetivo supremo el evitar contrariedades y sufrimientos a sus hijos, adelantándose a sus caprichos y satisfaciendo todo lo que les demandan: el resultado suelen ser jóvenes carentes del vigor e imperio sobre sí mismos, incapaces de resistir más tarde a las solicitaciones del ambiente y soportar el más leve contratiempo.

Y es que, según explica Pithod,

… el alternarse de las experiencias placenteras y desagradables es […] un factor de importancia primaria en el desarrollo de la vida afectiva (y aun del pensamiento y de la acción). Spitz afirma que el disgusto constituye para la maduración una experiencia tan importante como la del placer y condena los criterios de educación del niño inspirados en la absoluta gratificación, incluso en el primer año de vida [6] .

5. Una última manifestación de este desorden es la costumbre de establecer la valía de una persona en función exclusiva de sus buenos sentimientos.

Y así, se oyen a menudo frases del estilo: «mi hijo (o mi nieto… o mi sobrino) es buenísimo; lo que ocurre es que no estudia».

Ante lo que a menudo se experimenta una fuerte inclinación a corregir: «lo siento, señora (o señor, tanto da), pero si su hijo no cumple con una de sus principales obligaciones, la de estudiar, será bondadoso o bonachón o buenecito ¡o como prefiera llamarlo!; pero, desde luego, nunca podrá convencerme de que es “bueno”, si esta afirmación pretende tener algún sentido serio» [7] .

6. El peligro que todo lo anterior lleva consigo resulta patente en estas nuevas palabras de Yepes:

La conducta no mediada por la reflexión y la voluntad, es decir, la conducta apoyada únicamente en los sentimientos, el sentimentalismo, produce insatisfacción con uno mismo y baja autoestima: adoptar como criterio para una determinada conducta la presencia o ausencia de sentimientos que la justifican genera una vida dependiente de los estados de ánimo, que son cíclicos y terriblemente cambiantes: las euforias y los desánimos se van entonces sucediendo, sobre todo en los caracteres más sentimentales, ya la conducta no responde a un criterio racional, sino a cómo nos sintamos. El ejemplo más claro son “las ganas” (de estudiar, de trabajar, de discutir, de dar explicaciones, etc.). Las ganas como criterio de conducta no conducen a la excelencia [8]

II. Sobre sentimentalismos, subjetivismos y egoísmos

La inmersión en el yo

Para hacer frente a la situación descrita, en lo que tiene de mejorable, y para sacar todo el partido posible a sus aspectos de más valor, debemos intentar conocer sus causas más íntimas.

Existen unas afirmaciones de von Hildebrand que nos sitúan tras la pista correcta. Él las atribuye a ciertos «enfermos de sentimentalismo», pero tal vez describan el tono general de nuestra época… enferma precisamente de sentimentalismo.

Von Hildebrand explica que existen dos modos fundamentales de vivir mal la afectividad. Y añade que, frente a lo que en sus tiempos solía calificarse como histeria y hoy normalmente como neurosis, que es el primero de ellos,

… otro tipo de falta de autenticidad afectiva está causado por una profunda inmersión en uno mismo. Este tipo no es retórico, no es dado a frases ampulosas y no se deleita en la de­clamación y en la gesticulación de respuestas afectivas, pero disfruta del sentimiento en cuanto tal. El rasgo específico de esta falta de autenticidad estriba en que, en lugar de centrarse en el bien que nos afecta o que origina una respuesta afectiva, la persona se centra en su propio sentimiento. El contenido de la experiencia se desplaza de su objeto al sentimiento ocasio­nado por el objeto. El objeto asume así el papel de un medio cuya función es proporcionarnos cierto tipo de sentimien­to. Un típico ejemplo de esa falta de autenticidad introvertida lo constituye la persona sentimental que goza conmoviéndose hasta las lágrimas como medio de procurarse un sentimiento placentero. Mientras que “conmoverse”, en su sentido genuino, implica “concentrarse” (being focused) en el objeto, en la persona sentimental [sentimentaloide, diría yo] el objeto queda reducido a la función de un puro medio que sirve para originar la propia emoción. Lo que debería ser algo que nos afecta intencionalmente, queda así degradado a un puro estado emocional originado o activado por un objeto [9] .

Formularemos, entonces, no sin cierta prevención, la pregunta clave: ¿qué característica del mundo contemporáneo deja una huella más profunda en el modo de (mal)-entender y (mal)-vivir la afectividad?

Dicho en pocas y muy graves y un tanto ofensivas palabras, aunque sin afán de molestar a nadie, lo que hay es un predominio exacerbado del yo, una especie de egocentrismo (y egolatría y, a veces, egoísmo) disparatado y universal, que contraría a lo más elevado del ser humano —que, por su condición de persona, se encuentra llamado a amar a los demás y entregarse a ellos— y llega a producir, por eso, incluso enfermedades mentales severas.

El testimonio de la medicina

No extraña, entonces, que la escuela de psiquiatría varias veces mencionada —la logoterapia, fundada y dirigida durante años por Viktor Frankl— haya acentuado, con notable insistencia, la necesidad de poner remedio a este desenfoque: la conveniencia absoluta de recuperar la grandeza de nuestra condición de personas, es decir, de apartar la mirada y la atención del propio ego para dirigirlas hacia el entorno y, muy en particular, hacia las personas que nos rodean.

Por la enorme relevancia existencial del problema, se aducen algunos ejemplos textuales, entre muchísimos posibles, respecto a la actitud adecuada a la persona humana, para desarrollarse como tal e incluso para no enfermar psíquicamente:

1 . Del propio Frankl:

La segunda capacidad humana, la de la auto-trascendencia, denota el hecho de que el ser hu­mano siempre apunta y se dirige a algo o alguien distinto de sí mismo —para realizar un sentido o para lograr un encuentro amoroso en su rela­ción con otros seres humanos—. Solo en la me­dida en que vivimos expansivamente nuestra autotrascendencia, nos convertimos realmente en seres humanos y nos realizamos a nosotros mis­mos.

Esto siempre me hace recordar el hecho de la capacidad del ojo de percibir visualmente el mundo que le rodea, la que irónicamente es consectaria de su incapacidad para percibirse a sí mismo. Cada vez que el ojo ve algo de sí mismo, su función está perturbada. Si yo estoy afectado por una catarata, veo una nube —mi ojo ve su propia catarata—. O si estoy afectado por un glaucoma, veo un halo como el arco iris alrede­dor de las luces, es como si mi ojo percibiera la tensión ocular aumentada producida por el glaucoma. El ojo que funciona normalmente no se ve a sí mismo, no se percibe a sí mismo.

Análogamente, nosotros somos humanos en la medida que somos capaces de no vernos, de no notarnos y de olvidarnos de nosotros mismos dándonos a una causa para servir, o a otra persona para amar. Sumergiéndonos en el trabajo o en el amor, nos estamos trascendiendo, y por tanto nos esta­mos realizando a nosotros mismos [10] .

2 . De nuevo de Frankl:

En el Diario de un cura rural, de Bernanos, hay una bella frase que dice: “Odiarse es más fácil de lo que parece; la merced auténtica consiste en olvidarse de sí”.

Si se nos permite modificar esta afirmación, podremos decir algo que tantas personas neuróticas no son lo suficientemente capaces de recordar: mucha más importante que despreciarse en demasía o considerarse en exceso sería olvidarse completamente de uno mismo, es decir, no pensar nunca más en sí mismo y en todas las circunstancias interiores, sino estar interiormente entregado a una tarea concreta cuya realización se encuentra personalmente reservada y restringida a cada uno.

No nos liberamos de nuestras dificultades personales examinándonos a nosotros mismos ni mirándonos al espejo, sino renunciando a nosotros mismos a través de la entrega a una cosa merecedora de tal obra [11] .

3 . De E. Lukas, probablemente quien mejor ha entendido, proseguido… y tal vez superado a Frankl:

La persona que encuentra un sentido en la vida —sea esta agradable o desagradable— no se interesa por los efectos aparentes de un entusiasmo artificial creado por el alcohol o las drogas o de un apaciguamiento postizo salido de una caja de pastillas. Lo que le interesa a esta persona no es otra cosa que lo real, los valores reales, las pérdidas reales, el mundo transpsíquico y no las frustraciones intrapsíquicas que, dicen, hay que quitarse de encima lo antes posible [12] .

4 . Y otra vez Lukas, pero citando a su maestro:

Por tanto, todo desarrollo sano de la identidad requiere un “salto” del auto-olvido embriagador al auto-olvido natural y abnegado. Pero ¿qué aporta este salto? La respuesta, como suele suceder en la vida, es relativamente sencilla: aporta el conocimiento de que la realidad es más importante que su aceptación por parte de nuestros sentimientos; que esta realidad sigue existiendo incluso cuando huimos de ella para refugiarnos en otro sitio; que se trata de la realidad que nos rodea porque ella es el material del impulso creativo que nos mueve desde tiempos inmemoriales; y que no podemos escabullirnos de intervenir constructivamente en la realidad, por bueno o malo que sea nuestro estado de ánimo en cada momento.

Quizá sea un discurso duro, pero esconde una sabiduría que Viktor E. Frankl reflejó, por ejemplo, en estos dos breves fragmentos.

No cabe duda de que, al fin y al cabo, siempre es mejor experimentar un malestar y que los médicos nos aseguren que no hay nada fisiológico detrás. Siempre será mejor que el caso contrario, es decir, no notar nada y, sin embargo, arrastrar una lenta enfermedad latente […].

Paciente: Todo me parece vacío, sin sentido.

Frankl: ¿Qué es lo que cuenta para usted, la manera como le parecen las cosas, o sea, vacías o llenas… o más bien lo que cuenta para usted es que todo sea importante?

La argumentación de Frankl es obvia. Por supuesto, siempre es mejor no estar enfermo aunque uno se sienta enfermo (como les sucede a los hipocondríacos) que estar enfermo y no notarlo (de momento). Siguiendo la misma lógica irrefutable, también es mejor acometer algo con sentido y sentirse (de momento) miserable (como en el “salto al auto-olvido natural y abnegado”) que hacer algo carente de sentido y sentirse de maravilla (por ejemplo, al consumir drogas). Por tanto, el mensaje que una ayuda eficiente para adictos deberá transmitir es el siguiente: el ser tiene preferencia sobre cualquier ilusión emocional.

Y, simultáneamente, de manera inadvertida y espontánea, se producirá el milagro de la obtención de identidad… [13]

III. Emotividad fecunda y emotividad desbocada

El subjetivismo engendra sentimentalismo

Todo lo anterior se encuentra resumido en esta breve sentencia de Max Scheler, que compendia en pocas palabras lo que constituye la sublime dignidad de la persona:

Solamente quien quiere perderse a sí mismo en una cosa [en una tarea, en otra persona, diríamos mejor] puede lograrse auténticamente a sí mismo [14] .

Palabras decisivas, que iluminan el tema que nos ocupa —la afectividad y su crecimiento incontrolado—, con solo advertir que la prioridad absoluta y desaforada concedida al yo provoca los siguientes efectos:

1. Exacerba la proliferación de sentimientos, que se multiplican sin fin y se transforman en el centro de nuestra atención.

2. Incrementa de forma desmesurada la importancia que se les concede.

3. Y desemboca de manera casi inevitable en sentimentalismo o sensiblería, con todas las connotaciones que ello lleva consigo.

Es lo que explica, con fundamento en largas horas de trato con los enfermos mentales, Cardona Pescador:

Cuando el hombre se obsesiona —y hoy es muy frecuente este tipo de obsesión— por hacerse “autó­nomo”, desligado de toda vinculación o dependencia que considera “alienante”, pierde su conexión con la verdad objetiva, y la consecuencia de esta actitud, es la angustia de sentirse inmerso en un mundo va­cío de valores. Ese hombre, desconectado de la rea­lidad, no hace más que buscar continuamente algo estable, un valor perdurable, escoge como único cri­terio sus sensaciones subjetivas y las absolutiza. El enquistamiento en su propio “yo” le conduce a no saber salir de sí mismo, absolutiza su propio vivir, busca lo agradable y elude todo lo desagradable. Así el principio del placer es elevado a la categoría de principio supremo.

El egocentrismo absolutiza su propio yo y, en vez de tomar el lugar que le corresponde en el sistema universal de relaciones, se hace a sí mismo centro del mundo y tiende fatalmente a construir una jerarquía de valores dictada por sus sensaciones inmanentes. Así como el sentido de la vida dice Igor Caruso solo se revela por la adhesión a una jerarquía de valo­res estables, así se oscurece más y más por el subjeti­vismo consiguiente a la precaria apoyatura en el propio yo.

Así, el criterio fundamental de valoración se deposita en la sensación, en la búsqueda de placer, que continuamente necesita nuevas comprobaciones. Tomar el placer como criterio de vida conduce for­zosamente a un profundo disgusto y a la tristeza [15] .

¿Que cómo me siento?

Para intuir el peligro que engendra la actitud recién dibujada —el sentimentalismo—, de momento bastaría rememorar que los sentimientos, afectos, emociones, etc., son siempre percepción del estado en que se encuentra el propio yo —o alguno de sus componentes, que redunda en los restantes—, aunque sea en relación a otras personas, situaciones o realidades, o incluso causado o motivado por ellas.

En lo que ahora nos importa, la manifestación de cualquier estado de ánimo comienza siempre con un «(yo) me siento…» o «(yo) me encuentro…», en los que queda claro que el primer punto de referencia de la afectividad es uno mismo, el propio yo.

Por poner ejemplos comprensibles, aunque un tanto banales, resulta muy distinto afirmar:

1. «Me arrebata la belleza de este paisaje», «sí, no me parece mal la puesta del sol» o, yendo al extremo, «la exposición será preciosa, pero a mí me importa un bledo».

2. Que sostener: «este atardecer es impresionante, aunque hoy no me diga nada», «El Quijote es la máxima expresión de la novela castellana, por más que algunos no sepan advertirlo», «la película es fantástica, sin duda, con independencia de cuántos y quiénes logren apreciarla».

En los tres primeros supuestos, el centro de interés y lo especialmente resaltado, aunque de distinto modo, es el yo.

En los siguientes, por el contrario, nuestra afirmación recae y subraya un atributo de la realidad, haciendo pasar a segundo plano, o simplemente omitiendo, nuestra reacción frente a ella y manifestando de este modo, al menos de manera implícita, que lo que a mí me suceda o deje de suceder, aunque relevante, no resulta, en fin de cuentas, lo decisivo.

Que es, como leemos en las citas precedentes, lo defendido por la logoterapia como condición de salud mental y perfeccionamiento humano.

Pues… ¡fatal!

Con otras palabras: la prioridad concedida al yo se expresa de manera muy clara en una atención exagerada a uno mismo y, para lo que nos interesa, en una percepción obsesiva de cómo me encuentro, de si me siento bien o mal, satisfecho o incómodo, pletórico o hundido, triunfante o fracasado…; es decir, en una especie de dictadura de los sentimientos.

Lo cual —aunque dicho con cierto retintín irónico— suele conducir a la hipocondría e incluso a la neurosis.

1. Como sentenciaba aquel viejo amigo: «si, cumplidos los 40 años, un día te levantas y no te duele nada, es… que estás muerto»; de ahí que, dentro de unos límites razonables, resulte preferible levantarse —y seguir levantado— sin atender siquiera a lo que a uno le duele o le deja de doler, a si ha dormido bien o mal o, simplemente, no ha dormido, al tiempo que lleva sin sentirse pletórico, etc.

2. Y es que la reiterada inquisición sobre nuestra salud o nuestro bienestar o sobre nuestra felicidad lleva consigo, de ordinario, el recrudecimiento de las molestias y la fijación y persistencia del estado de desdicha o depresión.

Nos lo aseguran los especialistas en salud mental. Allport, por ejemplo, asevera:

A medida que el foco del problema se reorienta hacia objetivos ajenos al yo del paciente, la vida en su totalidad se vuelve más plena de sentido [16] .

Algo parecido, pero más concreto, sostiene Lukas:

Es un hecho largamente demostrado que el exceso de introspec­ción resulta perjudicial. El ser humano se caracteriza por tener una naturaleza volcada hacia el mundo. Si se pega a su ego de manera hipocondríaca, cae en la vorágine de miedos propia de una criatura desvalida, mientras que la abundancia de valores salvadora desapa­rece literalmente de su alrededor. La psicología también nos enseña que las personas que no se gustan están permanentemente dedica­das a sí mismas, mientras que las que, por así decirlo, están de acuerdo consigo mismas apenas reflexionan sobre ellas. ¡Ignórate y te tendrás en cuenta! La consideración se traslada hacia el yo en cuanto uno no está seguro de sí mismo, desconfía de sí mismo o no se cree a sí mismo [17] .

Y, la misma doctora, con expresión aún más directa:

Un número de dificultades en la vida normal —enfermedades psicosomáticas, paranoia o fijación de un pensamiento—, existen mientras les prestemos atención, empeoran si cavilamos sobre ellas […], pero desaparecen cuando son ignoradas [18] .

Pero también lo descubren la experiencia y el sentido común:

2.1. Pues, por más que a los jóvenes les resulte casi imposible de imaginar, es muy difícil que en la vida de un adulto madurito no haya algo, en cualquiera de los terrenos de su existencia, que vaya mal o, cuando menos, no del todo bien.

2.2. Por eso, si se pone a buscarlo, no hay duda de que lo encontrará y ese hallazgo multiplicará sus dolencias físicas o psíquicas o ambas, mutuamente realimentadas, en una especie de espiral, cuyo término puede ser… el psiquiatra o el cementerio (elija cada cual lo más libremente que pueda, si es que, ante las opciones ofrecidas, le quedan ganas de escoger).

De nuevo con palabras de Lukas:

Las personas que viven constantemente preocupadas por su bienestar, nunca se sentirán bien, y aquellas que continuamente se observan buscándose síntomas de enfermedad, ya están enfermas.

Las personas psicológicamente sanas también tienen problemas, pero limitan sus preocupaciones a aquellos sobre los que pueden ejercer algún control; e intentan trascender sus metas, cambiando de actitud, cuando se enfrentan con una situación difícil, inalterable [19] .

Y el sentimentalismo engendra egoísmos

Habíamos llegado a esta conclusión casi sin quererlo, en el intento de poner título a este parágrafo, cuando nos encontramos con las siguientes palabras de Lukas:

Una vez, visité un hogar para niños con severo retraso mental, en compañía de dos estudiantes. Uno de ellos comentó: ¡“Qué terrible! ¡Cómo sufren estos pequeños! Yo nunca podría trabajar aquí”. El otro dijo: “Bueno, si supiera que no hay suficientes ayudantes disponibles, no me importaría trabajar aquí, porque se necesita mucho apoyo y amor”. Ambos eran compasivos, pero el primero pensó en sus propios sentimientos, el otro acerca del bienestar de los niños. Si nos damos cuenta de que somos necesarios, crece nuestra fuerza para superarnos, pero si nos concentramos en averiguar si esas energías son suficientes, atendemos más a nuestras debilidades y nos sentimos frustrados [20] .

Si nos paramos a reflexionar sobre este asunto, advertiremos hasta qué extremos la primacía de lo subjetivo-sentimental impregna casi toda la vida contemporánea, en la esfera pública y en la privada… y cuán desproporcionada resulta la preponderancia de lo mío sobre lo del resto.

1. Por ejemplo, aunque existan gloriosas excepciones y aunque con frecuencia se afirme lo contrario, lo habitual —considerado culturalmente— es que el propio interés se imponga al bien común, en el ámbito personal-familiar, nacional e internacional: expresiones del tipo «yo paso» o «ese es tu/su problema», dejan bien al descubierto el núcleo de la cuestión.

2. Y ya en los dominios afectivos, es fácil comprobar que a muchos de nosotros nos importa más cómo nos sentimos al hacer o dejar de hacer algo que si lo realizado es bueno o malo, resulta beneficioso o perjudicial para los otros.

3. Más todavía, bastantes de nuestros contemporáneos no tienen otro criterio para calificar algo como bueno o malo que la repercusión sentimental-afectiva que experimentan en sí mismos: el modo como se sienten al verlo, considerarlo, realizarlo, repudiarlo, etc.

(Según comentaban unos buenos amigos, una visita guiada a China —las visitas a China solo pueden ser guiadas— es tal vez lo que mejor ponga de manifiesto la tendencia, establecida gubernamentalmente y, según ellos, plena y libremente aceptada por los ciudadanos —¡al menos, por los guías!—, a centrarlo todo en el propio bienestar).

Una afectividad desbocada

Que todo lo anterior se deriva de una incorrecta comprensión y de un uso defectuosos de la afectividad se atisba —¡por contraste: porque en la actualidad no se atiende al «objeto» o «causa», o «motivo», sino a la pura emoción en sí!— en esta idea capital de von Hildebrand, que concreta y da su forma definitiva a cuestiones antes esbozadas:

Quizá la razón más contundente para el descrédito en que ha caído toda la esfera afectiva se encuentra en la caricatura de la afectividad que se produce al separar una experiencia afectiva del objeto que la motiva y al que responde de modo significativo. Si consideramos el entusiasmo, la alegría o la pena aisladamente, como si tuvieran su sentido en sí mismas, y las analizamos y determinamos su valor prescindiendo de su objeto, falsificamos la verdadera naturaleza de tales sentimientos. Solamente cuando conocemos el objeto del entusiasmo de una persona se nos revela la naturaleza de ese entusiasmo y especialmente “su razón de ser”. Como dice San Agustín: “Finalmente nuestra doctrina pregunta no tanto si uno debe enfadarse, sino acerca de qué; por qué esta triste y no si lo está; y lo mismo acerca del temor” (La Ciudad de Dios, 9, 5) [21] .

Concluimos con unas nuevas palabras de Scheler, también en esta ocasión necesitadas de ciertas correcciones, pero certeras en lo que atañe a la esencia de su mensaje, que me permito poner en cursiva.

En contra del uso más habitual de las expresiones, que rechaza como desviación desordenada el amor propio, mientras que considera neutro el mero amor de sí, Scheler distingue entre un legítimo amor propio y un ilícito e incorrecto amor de sí, y afirma de este último:

En el amor de sí mismo lo vemos todo, incluso a nosotros mismos, con “nuestros” ojos, y referimos todo lo dado, inclusive nosotros mismos, a nuestros estados afectivos sensibles […]. Podemos, por tanto, movido por él, hacer de nuestras más elevadas potencias, actitudes, fuerzas […] esclavos de nuestro cuerpo y sus estados. Cubiertos y arropados por un tejido de abigarradas ilusiones, entretejido con insensibilidad, vanidad, codicia y orgullo, lo aseguramos todo en el amor a nosotros mismos… [22]

Es decir, como hemos explicado en otros lugares, cada cual convierte el amor con que se quiere en fundamento y raíz de la bondad o maldad de cualquier otra persona o cosa: si me proporciona un beneficio las torno buenas; si me perjudica, por ese mismo y exclusivo motivo se transforman en negativas y malas.

Pero con ello entraríamos en un tema amplísimo, que no es posible abordar de momento.

·- ·-· -······-·
Tomás Melendo y Antonio Porras


[1] Yepes Stork, Ricardo, Fundamentos de antropología, Un ideal de la excelencia humana, Eunsa, Pamplona 1996, p. 59.

[2] Cfr. < Melendo, Tomás, Felicidad y autoestima, ya citado.

[3] Frankl, Viktor, La idea psicológica del hombre, Rialp, Madrid, 6ª ed., pp. 75-76.

[4] Cit. por Frankl, Viktor, El hombre en busca de sentido, Herder, Barcelona, 2004, p. 135-6.

[5] Bruckner , Pascal, La euforia perpetua. Sobre el deber de ser feliz, Tusquets Editores, Barcelona 2001, p. 18.

[6] Pithod, Abelardo, Psicología y ética de la conducta, Editorial Dunken, Buenos Aires 2006, p. 132.

[7] Si se añade: «mi marido es muy bueno, pero no trabaja»… normalmente no hacen falta más explicaciones.

[8] Yepes Stork, Ricardo, Fundamentos de antropología, Un ideal de la excelencia humana, Eunsa, Pamplona 1996, pp. 62-63.

[9] Hildebrand, Dietrich von, El corazón, Ed. Palabra, Madrid 1997, pp. 41-42.

[10] Frankl, Viktor, La idea psicológica del hombre, Rialp, Madrid, 6ª ed., pp. 26-27.

[11] Frankl , Viktor, Die Psychotherapie in der Praxis. Eine kasuistische einführun für Ärzte, Piper, Munich, 3ª ed., 1995, p. 229; la traducción es mía.

[12] Lukas, Elisabeth, Libertad e identidad. Logoterapia y problemas de adicción, Paidós, Barcelona, 2005, pp. 18-19.

[13] Lukas, Elisabeth, Libertad e identidad. Logoterapia y problemas de adicción, Paidós, Barcelona, 2005, pp. 42-43.

[14] Scheler , Max, Philosophische Weltanschauung, Berlín, 1954, p. 33.

[15] Cardona Pescador, Juan, Los miedos del hombre, Rialp, Madrid 1998, p. 43.

[16] Cit. por Frankl, Viktor, El hombre en busca de sentido, Herder, Barcelona, 2004, p. 148, nota 33.

[17]< Lukas, Elisabeth, Paz vital, plenitud y placer de vivir, Ed. Paidós, Barcelona, 2001, p. 65.

[18] Lukas, Elisabeth, También tu sufrimiento tiene sentido, Ediciones LAG, México D.F., 2ª reimp., 2006, pp. 37-38.

[19] Lukas, Elisabeth, También tu sufrimiento tiene sentido, Ediciones LAG, México D.F., 2ª reimp., 2006, p. 47.

[20] Lukas, Elisabeth, También tu sufrimiento tiene sentido, Ediciones LAG, México D.F., 2ª reimp., 2006, pp. 60-61.

[21] Hildebrand, Dietrich von, El corazón, Ed. Palabra, Madrid 1997, p. 36.

[22] Scheler, Max, Ordo amoris, Caparrós Ed., Madrid 1996, p. 37.



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