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Una auténtica tiranía científica

por Max Silva Abbott

La ciencia, que siempre luchó contra los dogmas, termina, curiosamente, ella misma imponiendo dogmas, al verse revestida de una autoridad casi sagrada (“lo dice la ciencia”, “es un conocimiento científico”, etc.), que está en las antípodas de su genuino espíritu de búsqueda de la verdad, que como tal, debiera estar imbuido de una profunda humildad

La ciencia siempre ha representado el esfuerzo del ser humano por alcanzar verdades de manera objetiva y comprobable. Ella representa una de las máximas pruebas de nuestra racionalidad, de nuestra sed de conocimientos y de descubrir el por qué de las cosas. Está claro que los usos que se puedan dar a los conocimientos que se adquieran con su auxilio pueden ser sumamente variados, tanto en su materia como en lo que atañe a su moralidad; mas esto constituye un problema distinto, aunque relacionado a esta sed de conocimientos que nos caracteriza. Lo importante para estos efectos, es que nuestra indigencia intelectual nos ha llevado a esforzarnos por conocer de manera seria y metódica un poco más del mundo en el que estamos insertos.

De este modo, la ciencia ha sido considerada una bandera de lucha contra la ignorancia y la superstición, y también una herramienta que debiera estar al servicio del hombre, permitiéndole vencer las dificultades de todo tipo y lograr una vida mejor.

Sin embargo, también es posible hacer un mal uso de la ciencia como saber, lo que según se ha dicho, es un problema distinto a lo que hagamos con los conocimientos que se adquieren a través suyo. Es decir, pese a sus nobles orígenes, la ciencia como actividad humana también puede corromperse, lo cual tiene efectos bastante nocivos para nosotros mismos.

Un primer problema que puede darse, es que se considere que sólo lo que la ciencia demuestra es verdadero, o si se prefiere, que lo que la ciencia no prueba, no existe. De este modo, se da la paradoja de que pese a sus afanes liberadores (puesto que “sólo la verdad nos hará libres”, como dice el Evangelio), una actitud como la señalada acaba aprisionándonos, porque a la postre, la realidad termina dependiendo de nuestros parámetros cognoscitivos, acaba siendo reducida a nuestros solos esquemas mentales. De este modo, nos erigimos, sin saberlo, en medida de la realidad, sin percatarnos de que es perfectamente posible, e incluso de la más estricta lógica, que existan realidades que se encuentran más allá de nuestras posibilidades cognoscitivas, sencillamente, porque vivimos en un mundo que no hemos creado.

Pero además de este problema, hoy muy extendido fruto sobre todo del Racionalismo de los siglos XVII y XVIII, hay otro menos ‘etéreo’, que consiste muchas veces en una verdadera imposición dogmática de los resultados a los que llega la ciencia. Esto ocurre porque también de manera paradójica, la ciencia acaba transformándose en muchos casos en un criterio de autoridad incuestionable. En otras palabras, la ciencia, que siempre luchó contra los dogmas, termina, curiosamente, ella misma imponiendo dogmas, al verse revestida de una autoridad casi sagrada (“lo dice la ciencia”, “es un conocimiento científico”, etc.), que está en las antípodas de su genuino espíritu de búsqueda de la verdad, que como tal, debiera estar imbuido de una profunda humildad.

Curiosidades de nuestra naturaleza imperfecta, sin lugar a dudas, lo que demuestra que siempre debemos estar atentos con lo que hacemos, Por eso, la ciencia, siendo útil, incluso imprescindible, no lo es todo, por lo que no debemos entregarnos ciegamente a ella.

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Max Silva Abbott



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