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Si quieres puedes autoengañarte, pero si no ya tienes elementos más que suficientes y experiencias previas para saber que "voto útil" y "mal menor" es lo mismo que aborto, sodomía y "realidades nacionales" impulsadas desde el Gobierno y el Parlamento

Elogio de la afectividad (6): La afectividad propiamente dicha

por Tomás Melendo y Carmen Martínez Albarracín

Después de la sumaria aproximación a la vida sentimental realizada en los artículos que preceden, y en consonancia con lo allí afirmado, se inicia ahora un análisis más detallado y preciso —y esperamos que más fecundo— de la afectividad.

I. Dimensiones humanas desatendidas

Como apuntamos en su momento, para entenderla a fondo, igual que para comprender muchas de las afirmaciones que irán surgiendo en este y los ensayos sucesivos, es imprescindible poseer un conocimiento ajustado de la persona humana y, muy en particular, de su grandeza o dignidad incomparables.

Aunque algunos de esos puntos ya han sido esbozados o saldrán de nuevo a colación, aconsejamos, para quien lo necesite, la lectura o el estudio de algún tratado de conjunto sobre la persona [1] .

El hombre redivivo

Dentro de tal contexto, y por los motivos que a continuación se esbozarán, concedemos una muy especial relevancia a la afirmación y el análisis de los distintos niveles de sentimientos que se dan de ordinario en el ser humano, frente a la pretensión casi generalizada, al menos hasta hace cierto tiempo y en la mayoría de los autores, de que la vida afectiva se desarrolla exclusiva o muy fundamentalmente en un solo plano —el psíquico—, que serviría de enlace o bisagra entre las dimensiones sensibles y las propiamente espirituales, en las que, por consiguiente, no habría ni afectos, ni emociones o sentimientos, ni estados de ánimo…

Y lo estimamos de importancia extrema porque el planteamiento más común —afectividad-psiquismo… y para de contar—, no hace justicia a la condición ni a la grandeza de la persona humana, por lo que, en fin de cuentas, resulta erróneo y plantea aporías insolubles desde el punto de vista teórico y problemas vitales difíciles o imposibles de superar.

Vale la pena leer esta extensa cita de Pithod, que ayuda a comprender bastante bien, y de manera intuitiva, todo lo que hemos perdido y en este artículo intentamos recuperar:

1. La unidad del ser humano, encarnada simbólicamente en el corazón

Con el corazón es con el que se acaba de entender, porque en él se junta el saber y el sentir; el saber y el sentir de los sentidos y el saber y el sentir del espíritu. El saber y el sabor de la sabiduría. El corazón es, en efecto, sede de la sabiduría por causa de este encuentro. Porque en él se junta la cogitativa y la razón, la ratio particular y la ratio abstractiva, la afectividad sensible y la afectividad espiritual. ¿A quién se le pudo ocurrir que el espíritu no sentía, que no tenía afectos, que solo sentían los sentidos? ¿Acaso el amor es solo el amor sensible? ¿Solo amor el concupiscible?

2. Espiritualidad, universalidad y grandeza del amor

El amor es también y sobre todo espiritual. Porque, al fin, todo es amor, el amor es como la energía sustancial del universo, su energía primordial. Amor, el que mueve el sol y las estrellas. Amor, la esencia divina. Por eso el que no ama, no entiende. Es a la razón sin amor a la que Pascal achacaba ser ciega. Por carencia de esprit de finesse. Pero la razón que ama entiende las razones del corazón y el corazón unido a ella intelige lo que oscuramente vivencian los afectos.

3. De nuevo la unidad, ahora enriquecida

Así, se comprende que verdaderamente hay un conocimiento afectivo que abarca a todo el hombre, conocimiento experiencial (vivencial), el más profundo al que nuestra humana existencia llega. Conocimiento que nos hace uno con lo amado, porque el amor es unitivum sui: “El amante se transforma en el amado y de algún modo se convierte en él”. La unión del amor es como la de la materia y la forma, porque el amor hace que el amado sea la forma del amante… Conocimiento de amor que supera la antigua rencilla entre razón y corazón, entre el esprit de finesse y el esprit géométrique, entre ciencia y sabiduría, razón y poesía, meditación y contemplación, entre inteligencia que conoce y voluntad que ama. En fin, entre espirituales e intelectuales [2] .

No es cierto, pues, que la vida afectiva se desarrolle exclusiva o fundamentalmente en un solo plano —el psíquico—, que serviría de enlace o gozne entre las dimensiones sensibles y las propiamente espirituales.

El espíritu redescubierto

Ni extraña, por eso, que —tras asistir a las clases de Freud y de Adler, y convertirse en uno de sus más destacados discípulos y colaboradores— Viktor Frankl reaccionara vivamente contra semejante reducción del hombre, que elimina lo más exclusivo y elevado de él, lo que propiamente lo caracteriza como persona.

Transcribimos algunas citas al respecto, en espera de desarrollos ulteriores.

El primer testimonio es de E. Lukas, probablemente la mejor discípula de Frankl. La afirmación no puede ser más neta:

Tras su separación de Adler, Frankl desarrolló una antropología propia cuya declaración principal rezaba: la per­sona se caracteriza por una dimensión existencial (es decir, específicamente humana) que la diferencia del resto de seres vivos y a la que no se pueden trasladar los diagnósticos del ám­bito biopsíquico. Frankl la llamó dimensión «noética» (del grie­go nóus: «espíritu», «inteligencia»). A partir de entonces, sus in­vestigaciones se centraron en cómo fertilizar esta dimensión noética para aliviar y superar los trastornos mentales [3] .

Siguen unas palabras del propio Frankl, con las que se distancia de forma expresa de la visión de Freud, tanto la común —que todo pretende reducirlo a sexo— como la de los auténticos conocedores y expertos, que poseen una visión más certera y matizada.

Según Frankl, y frente a lo que sostiene la psicodinámica, el ser humano no es arrastrado solo por instintos, sino que también se mueve a sí mismo por razones o motivos, que apelan a su libertad:

Propiamente hablando, el Psicoanálisis no ha sido nunca pansexualista. Y hoy lo es menos que nunca. De lo que en realidad se trata es de que el Psicoanálisis, más en concreto el psicodinamismo, describe al hombre como un ser accionado exclusivamente por instintos: y el que sea el Yo puesto en acción por el Ello o por un Super-yo —en otros términos, el que el hombre sea impulsado solo desde abajo o que lo sea desde abajo y desde arriba— es una cuestión accesoria. Porque en ambos casos no deja de ser el hombre un ser a quien solo mueven los instin­tos, un ser cuya esencia consiste en satisfacer instintos [4] .

Y añadimos otro texto, todavía más explícito, donde Frankl se apoya en la autoridad de dos de los psiquiatras de más renombre de su época:

Dentro del marco de la antropología psicodinámica se nos ha ofrecido el cuadro de un hombre accionado solo por instintos, el cuadro del hombre como un ser aplacador de instintos y tendencias del Ello y del Super-yo, como una esencia orientada al compromiso entre las instancias conflictuales del Yo, Ello y Super-yo. Este bosquejo psicodinámico de una imagen del hombre está, sin embargo, en directa oposición a la idea que la humanidad tiene sobre el ser del hombre, y de un modo particular a su idea sobre lo que cons­tituye la característica primaria y fundamental del hombre, que es su impronta espiritual y su orientación a un sentido. Esto es una caricatura, un retrato que desfigura y deforma la verdadera imagen del hombre, pues —volviendo por última vez y resumiendo la crítica a la antropología im­plícita en el psicodinamismo— en lugar de la primaria orientación del hombre a un sentido se ha puesto su pretendida determinación por los instintos, y en lugar de su tendencia a los valores, que tan característica es del hombre, se ha pues­to una tendencia ciega al placer. […]

Mas ahora resulta que, en realidad, todos los instintos están personalizados, asumidos en y por la persona. Pues los instintos del hombre —en oposición a los del animal— están siempre inva­didos y gobernados en su dinámica interna por el espíritu; todos los instintos del hombre están siem­pre incorporados dentro de esta «espiritualidad», de suerte que no solo cuando los instintos son fre­nados, sino también cuando se les ha dado rienda suelta, ha tenido que actuar el espíritu; él ha teni­do que decir la última palabra, o por el contrario, se la ha callado. No impulsan los impulsos a la persona; estos impulsos están siempre inundados en su ser por la persona; a través de ellos oímos el eco de su voz. La impulsividad humana está siem­pre «gobernada de un modo personal» (W. J. Revers). Indudablemente hay «mecanismos apersonales» en el hombre (V. Gebsattel), pero no nos está permitido situarlos donde en realidad no están; no pretendamos buscarlos en el ámbito de lo psíquico, cuando los podemos encontrar en el de lo somático [5] .

Más sintético, y tal vez más claro, es el testimonio de Cardona Pescador:

Hoy se impone con urgencia reinstaurar la concep­ción tridimensional (biológica, psicosocial y espiri­tual) del hombre si se quiere evitar los reduccionis­mos unilaterales que pretenden dar explicación de las diversas distorsiones psíquicas recurriendo a determinismos biogenéticos, psicologistas o ambientalis­tas [6] .

II. Raíces de la afectividad propiamente dicha

Y el surgir de la «afectividad»

Recuperación, por tanto, explícita y consciente, con pleno conocimiento de causa, de un dominio humano —el noético-espiritual— olvidado y rechazado en aquel entonces por psiquiatras muy reconocidos.

Y recuperación absolutamente imprescindible para este trabajo, por dos motivos, a cual más significativo:

1. El primero, que solo en los dominios del espíritu se da la distinción clave entre los dos tipos de amor que más de una vez hemos mencionado: el amor como sentimiento o inclinación y el amor como acto o elección, que es el específico y exclusivo de la persona como tal.

2. El segundo, que esa reconquista de la dimensión superior, junto con la unidad íntima del hombre —sustentada en el acto personal de ser propio de cada sujeto humano—, respalda y justifica no solo la orientación de estos escritos, sino hasta su mismo nombre: Elogio de la afectividad… y no meramente de los sentimientos, de las emociones, etc., aunque hasta el momento se hayan utilizado casi como sinónimos.

Lo específico de la afectividad

Para esclarecer a qué denominamos afectividad en su sentido más propio, traeremos a colación una nueva cita de un experto en la materia.

Afirma Roqueñi, en conformidad con lo que a nuestro modo hemos realizado hasta el presente:

Hasta ahora hemos venido analizando [sobre todo] la noción de pasión como mo­vimiento que procede de una potencia sensible [7] .

Prosigue, de acuerdo con nuestra propia intención:

Intentaremos, pues, avanzar en su definición considerando la intervención que hacen las potencias superiores sobre ella [8] .

Y añade:

Así, a partir de ahora no hablamos ya únicamente de pasión, pues interesa ver tal fenómeno en conjunción con las demás facultades, y en particular con la voluntad; por ello se habla aquí de afec­tividad como aquella relación existente entre pasión y razón —inteligencia y voluntad— que hace tender al sujeto a la acción [9] .

La afectividad es, por tanto, para Roqueñi, un fenómeno más complejo y abarcador que las simples emociones y sentimientos, al que dota de un carácter específico y propio al menos por tres motivos de intensidad creciente:

2.1. Porque reconoce de manera expresa la presencia del espíritu en toda la dinámica emotivo-sentimental del ser humano.

2.2. Porque son los complejos resultados de ese influjo los que llevan a hablar de afectividad, como algo global y propia y estrictamente humano-personal, y no simplemente de emociones, sentimientos, pasiones… o incluso afectos.

2.3. Y porque justo así, en cuanto penetrada por la inteligencia y la voluntad, la afectividad da razón de buena parte del dinamismo humano, con las características que le son propias.

La afectividad, en su acepción más propia

Haciendo nuestro este planteamiento, entendemos por afectividad el complejo fenómeno que deriva de la fusión-tensión entre las emociones, del tipo que fueren, y las dos potencias humanas superiores o estrictamente espirituales: el entendimiento y, sobre todo, la voluntad.

O, si se prefiere, al resultado de la modificación que introduce en los sentimientos humanos la presencia del espíritu y, en concreto, de la inteligencia y, más aún, de la voluntad.

La cuestión puede perfilarse, copiando y comentando las palabras de otros dos especialistas, que también cita Roqueñi.

1. El primero afirma:

La afectividad es un fenómeno que abarca la totalidad del hombre. En la vida humana "existen factores aparte de la razón que influyen pode­rosamente en nuestra vida (...) son los sentimientos, la vida afectiva, o si se prefiere, emocional" [10]

De acuerdo, excepto que de ningún modo preferimos llamarla emocional, sino justamente vida-afectiva o, mejor, afectividad (¿qué habríamos ganado, de lo contrario?).

2. Leamos al segundo:

La afectividad es aquella "zona intermedia en la que se unen lo sensible y lo intelectual, y en la cual se comprueba la indiscernible unidad de cuerpo y alma que es el hombre" [11]

Y ahora ya no tan de acuerdo.

2.1. Porque, como se ha apuntado de manera expresa, la afectividad no es en modo alguno una zona intermedia, colocada no se sabe dónde: ¿qué es lo que habría entre el alma espiritual y el cuerpo, capaz de hacernos comprobar la unidad entre una y otro?

2.2. Sino que —fundamentada, en fin de cuentas, en un acto de ser único y en la elevación del cuerpo por el alma espiritual que la informa— abarca en indisoluble unidad los «sentimientos» que penetran los tres ámbitos a los que nos referiremos una y otra vez: el intermedio [12] , el inferior ¡y el superior!, pero en cualquier caso teñidos por lo que es propio de cada sujeto humano y que deriva, como acaba de recordarse, de la unicidad de su acto personal de ser.

Pues, justo en virtud de ese único acto de ser, cada sujeto humano es una persona indisolublemente compuesta de cuerpo y alma espiritual, única e irrepetible, que deja su huella personal, peculiar y exclusiva, en todo cuanto realiza o experimenta.

Hablamos, entonces, de afectividad porque, en función del único actus essendi de cualquier varón o mujer, todo cuanto en ellos se da o cuanto ejercen se encuentra teñido y penetrado de un modo particular de ser, que es justo el de cada persona humana, distinta no solo de los animales, sino de cualquier otro género de personas… así como de cualquier otro varón o mujer

Asentado lo cual, y con conciencia de repetirnos, por ser este uno de los momentos-clave de nuestros ensayos, describimos lo que a partir de ahora entenderemos por afectividad.

La tensión hacia lo infinito…

En primer término, conviene dejar claro que la afectividad es una realidad estrictamente personal, que, en su sentido más cabal y propio, corresponde a las personas creadas y, más concretamente, a las personas humanas, varón o mujer.

Con otras palabras, dentro de los dominios de los sentimientos, afectos, emociones, etc., tal como hasta ahora los hemos considerado:

1. La afectividad se constituye allí donde existen tendencias limitadas, pero que admiten un desarrollo o intensificación sin límite.

2. Y su tarea específica es la de contribuir a ese crecimiento, apoyando y reforzando tales tendencias.

… que impregna a toda la persona

Como consecuencia, y atendiendo a lo que iremos explicitando, existe propiamente afectividad:

1. En los espíritus puros (que la tradición cristiana llama «ángeles»)…

Por cuanto su entendimiento y su voluntad:

1.1. Están abiertos a toda la verdad y a todo el bien, que, sin embargo, nunca alcanzan ni alcanzarán con una sola operación.

1.2. Lo que no excluye, sino al contrario, que progresivamente se acerquen a la plenitud de lo verdadero y bueno, justo con el recto ejercicio de tales facultades —el conocimiento y el amor—, que va originando en ellas hábitos operativos buenos, cuyo papel es el de incrementar su vigor y favorecer y hacer más gozoso el ejercicio de las mismas.

1.3. Dentro de semejante marco, los sentimientos placenteros, que se derivan del recto uso de las potencias y hábitos a los que venimos aludiendo, componen un estímulo o acicate para la reiteración de actos cada vez más intensos y perfectos.

2. Y, de manera análoga, en los seres humanos.

Análoga, por cuanto también gozan de entendimiento y voluntad, pero inferiores a los de los puros espíritus y necesitados del complemento de las facultades sensibles, intrínsecamente ligadas a la materia, aunque potenciadas o elevadas por su continuidad con el alma espiritual y sus respectivas facultades.

2.1. Hablando de nuevo de forma hipotética, en la sensibilidad humana, considerada aisladamente, pueden darse pasiones, afectos, sentimientos… o como prefiramos denominarlos, de manera similar a como existen en los animales.

2.2. Pero tales supuestos afectos no compondrían ninguna afectividad porque no servirían de refuerzo para el incremento del vigor y alcance de sus facultades y, en fin de cuentas, de la operatividad terminal y definitiva de cada varón o mujer, considerados como un todo unitario.

2.3. Y no darían lugar a afectividad alguna porque, igual que en el animal, el placer derivado del ejercicio aislado de las facultades sensibles inclinaría a repetir las correspondientes operaciones, de una manera cualitativamente idéntica a las anteriores y, en cualquier caso, definitivamente limitada por las condiciones que marca el sustrato orgánico y su también determinado y restringido despliegue (orgánico).

2.4. Con otras palabras: por sí mismas, las facultades sensibles no pueden trascender las fronteras que señalan las condiciones originarias establecidas para cada una de ellas, aun cuando tales condiciones admitan el desarrollo derivado de la maduración preestablecida de los órganos de esas facultades… ¡y nada más!

En conclusión

Por eso, siguiendo a Tomás de Aquino, Roqueñi distingue con claridad el simple afecto, sentimiento o pasión de lo que, ajustadamente, debe calificarse como afectividad:

… en la identificación del fenómeno pasional es funda­mental distinguir a este de los actos propios de la voluntad así como de las respuestas motoras. En sentido estricto, las pasiones son movimientos elícitos del apetito sensitivo que se dan tanto independientes al imperio de la voluntad, como sujetos a él; efectivamente, aunque se hallan estre­chamente relacionados, la pasión es un movimiento que "se halla más propiamente en el acto del apetito sensitivo que en el acto del apetito intelectivo" [13] .

Volviendo sobre lo antes sugerido, a partir de ahora denominaremos afectividad al resultado de la relación existente entre pasión y espíritu-nóus —inteligencia y voluntad, abiertas a lo infinito—, que hace tender al sujeto a la acción y hacia operaciones cada vez más nobles y perfectas.

Variedad en la infinitud

Tal vez convenga insistir en el atributo más decisivo de la afectividad en cuanto tal, al menos, como aquí se entiende, al margen de la mayor o menor idoneidad del término: el hecho de que refuerza unas facultades virtualmente abiertas e inclinadas a actos cada vez más intensos, vigorosos, enriquecedores y cercanos al infinito.

1. Y esto, en los dos ámbitos:

1.1. En el propiamente espiritual, de manera directa. Pues el gozo que surge al conocer la verdad y amar el bien, junto con las operaciones que lo provocan, modifican progresivamente el entendimiento y la voluntad y los habilitan para llevar a cabo actos de conocimiento y amor más perfectos, origen a su vez de nuevos o más intensos hábitos, derivados también del reflujo gozoso —de los sentimientos— que generan esas operaciones cada vez más nobles.

Con palabras más sencillas: quien va conociendo más y mejor se capacita y anima, por ese mismo motivo, para seguirlo haciendo, igual que quien experimenta el inefable deleite del amor se siente impulsado, casi sin advertirlo, a entregarse más todavía al objeto de sus amores.

1.2. En la esfera psíquica, de forma indirecta, gracias a su participación en la infinitud virtual de las facultades espirituales. Por cuanto la misma sensibilidad resulta en cierto modo tocada por tal infinitud, como enseguida veremos. Y, de forma quizá más definitiva, en la medida en que, en el hombre, incluso las operaciones formalmente espirituales resultarían incompletas —cuando no imposibles— sin el apoyo de los dominios sensibles, así como los sentimientos propios del espíritu son perfeccionados por los afectos psíquico-sensibles.

2. Con lo que asimismo resaltan dos modos principales de participación de lo psíquico en la afectividad personal:

2.1. Como complemento ineludible del ejercicio de las facultades superiores.

2.2. Como impulso y aliento para tales operaciones y, más propiamente, para las de todo el compuesto: impulso y aliento que nacen, tal como ahora los contemplo, de los sentimientos placenteros de la propia psique, que, según hemos comentado más de una vez, suelen ser los más notorios para el hombre contemporáneo.

Con lo que cabría concluir que tanto la afectividad psíquica como la estrictamente espiritual contribuyen a impulsar al hombre hacia su destino final de amor inteligente.

III. Afectos espirituales

Asentado lo cual, retomamos la calma de la exposición, afirmando sin reservas y en primer término…

… la afectividad del espíritu…

No hemos encontrado en Frankl un desarrollo explícito de la afectividad espiritual, que sin duda es coherente con sus hallazgos y con su defensa de la integridad y plenitud humana, e incluso exigido por ellos. Pero las bases, al menos, se encuentran más que puestas, por lo que Lukas puede sostener:

El concepto de Frankl, del ser humano como una unidad tridimensional, implica que el gozo y la emoción no pertenecen exclusivamente a la dimensión de la psique. El gozo es también una parte del espíritu y afecta al organismo. Cualquier cosa que influya en nosotros afecta las tres dimensiones humanas [14] .

La misma inspiración, e incluso ampliada, la hallamos en otros autores.

Por ejemplo, en D. von Hildebrand, para quien

… la esfera afectiva comprende experiencias de nivel muy di­ferente, que van desde las sensaciones corporales a las más al­tas experiencias de amor, alegría santa o contrición profunda [emplazadas, como él mismo repetirá a menudo, en los dominios espirituales] [15] .

Por tanto, aun no habiéndolo todavía mostrado, nos gustaría insistir en que el espíritu del hombre goza de una muy rica e intensa vida afectiva… bastante difícil de denominar; y que el desconocimiento o el desprecio de este hecho tergiversa enormemente en la teoría lo que es la persona humana (en particular, su grandeza), y puede llevar consigo errores prácticos tan graves como para arruinar toda una existencia.

El primer extremo, el de la existencia de una afectividad propia del espíritu, es afirmado de manera tajante por Antonio Malo en su Antropología de la afectividad, atribuyéndolo expresamente a Tomás de Aquino:

… existe un amor, una esperanza y un gozo pura­mente espirituales. Estos afectos, sin embargo, no deben ser considerados pasiones, pues nacen directamente de un acto de la voluntad. Por ese mo­tivo, el Aquinate habla de amor y gozo no solo en el hombre, sino tam­bién en los ángeles e, incluso, en Dios, pues el amor y el gozo “expresan un simple acto de la voluntad por una semejanza de afectos, pero sin pasión” [16] .

… la necesidad de tenerla en cuenta

Los errores teorético-prácticos que lleva consigo la ignorancia de este estrato de la vida afectiva constituyen un lugar común de la logoterapia. Veamos un par de textos:

El ser humano está relacionado espiritualmente con el mundo (e incluso con el otro mundo) y orientado al logos. Si, erróneamente, lo reducimos al nivel inmediatamente in­ferior, se reflejará en el terreno psicológico-sociológico como un sistema cerrado en sí mismo, compuesto de funciones y reacciones psicológicas. Entonces, la autotrascendencia de la persona pierde su transparencia. No cabe duda de que, en el terreno puramente psíquico, el placer y la ausencia de placer, el instinto y la satisfacción del instinto son realmente los mo­tores que impulsan a un ser vivo, aunque sea dentro de una jerarquía de necesidades tan compleja como la «pirámide de Maslow», que llega hasta la cima de la realización perso­nal. Pero ni siquiera la idea de la realización personal supe­ra ideológicamente al ego y permanece presa de los con­ceptos homeostáticos. Por ello, tal como hemos dicho, la logoterapia se desvincula de la psicología humanista y aboga por una «psicoterapia humana».

Solo desde un pensamiento reduccionista se puede va­lorar la satisfacción de las necesidades propias como el bien más preciado. Pero, de esta manera, el ser humano se de­gradaría a la altura del hombre de las cavernas. Desposeer­lo de su orientación existencial hacia un sentido equivale a humillarlo, porque supone deshumanizarlo [17] .

Y otro, tanto o más claro:

Según el modelo reduccionista, el amor de padres a hi­jos no es «nada más que» egoísmo: los primeros satisfacen su instinto paterno en los segundos. La amistad entre dos personas del mismo sexo no es «nada más que» una subli­mación curiosa de las tendencias homosexuales de ambas. Con su trabajo, los cooperantes en países del Tercer Mundo sacian su placer de viajar; con sus acciones, los ecologistas satisfacen su deseo de notoriedad; y así sucesivamente. Es, pues, inevitable que en tales modelos de interpretación, que única y exclusivamente distinguen —negando el sentido— motivos entre la obtención de placer y la evitación de la ausencia de placer, se llegue a una desvalorización de to­dos los ideales espirituales. Al final solo quedan momentos de placer que hay que coger al vuelo y momentos de ausen­cia de placer martirizadores que controlarán el conjunto de la vida humana a causa de la increíble sobrevaloración de su importancia.

Cada vez que preguntamos cómo se puede llegar a una simplificación de este calibre, es decir, a una «reducción» de la imagen del ser humano aún vigente desde hace tiem­po en la psicología actual, nos vemos obligados a responder con nuestra declaración: a través de la proyección de fenó­menos noéticos en el plano subnoético, o dicho de otro mo­do, a través de la proyección de fenómenos humanos en el plano subhumano. El reduccionismo es un proyeccionismo, o aún más, un subhumanismo [18] .

Esclarecimientos ineludibles

Con objeto de aclarar estos puntos, y comprender mínimamente a qué nos referimos al aludir a afectos espirituales, resulta oportuno recordar algunas distinciones antes esbozadas. En concreto, las que se dan: 

1. Entre el sentimiento y aquello que lo origina

1.1. Por una parte, encontramos el sentimiento, afecto o emoción, que consiste en la percepción de una excitación o trepidación interna de más o menos calibre, de la calma que le sucede o, en casos menos frecuentes, de la serenidad que reina habitualmente en una persona… reposo al que, justo por ser habitual y no llevar consigo nada de sorprendente, no solemos prestar atención o incluso nos pasa inadvertido.

1.2. Por otra, la raíz de esas sacudidas o quietudes del ánimo, origen que a veces nos resulta desconocido y en cualquier caso, como sucede con cualquier afecto o emoción, nunca se identifica con el sentimiento tal como se lo advierte.

2. Entre la causa y el motivo de una emoción o sentimiento

A la anterior conviene sin duda añadir una distinción que ya se ha hecho clásica: la que distingue entre causa y (razón o) motivo de una emoción.

Quizás nada tan claro como esta cita de Frankl, que, además, sitúa esa diferencia en el contexto más pertinente para nuestros fines:

Tan pronto como proyec­tamos al ser humano a la dimensión de una psi­cología que sea concebida en forma estrictamente científica, lo recortamos, lo separamos del medio, de las motivaciones potenciales. Lo que queda, en lugar de razones y motivaciones, son causas [interpretadas en sentido eficiente-mecánico-determinista]. Las razones me motivan para actuar en la forma que yo elijo. Las causas determinan mi conducta inconscientemente, sin saberlo, tanto si las conoz­co como si no. Cuando al cortar cebollas lloro, mis lágrimas tienen una causa, pero yo no tengo una razón, un motivo para llorar. Cuando pierdo a un amigo, tengo una razón para llorar [19] .

Diferenciemos, por tanto:

2.1. La causa orgánica o cuasi eficiente, situada de ordinario en el origen de la percepción de un estado fisiológico, como el cansancio, pero que también puede dar pié a un sentimiento más rico y menos localizado, como el aburrimiento endémico o la apatía y a otros, muchísimo más complejos, como los mencionados por el neurólogo Oliver Sacks en varios de sus sugerentes estudios.

2.2. El motivo de una emoción o sentimiento, con el que se alude por lo común a un suceso o actividad, cuyo conocimiento (de ahí que a veces se califique como razón) provoca en nosotros una determinada trepidación o genera un estado de ánimo, pero que asimismo produce con frecuencia una excitación orgánica o fisiológica.

Se trata de un fenómeno habitual, que cualquiera puede reconocer en sí mismo o en quienes lo rodean. Por ejemplo, la noticia de la muerte de un ser querido, motivo más que fundado de profunda tristeza, puede hacer que disminuya el riego sanguíneo o provocar una pérdida de tono muscular e incluso un desvanecimiento; un acto de generosidad de alguien que considerábamos egoísta, y que despierta nuestro asombro y posterior alegría, lleva consigo a veces un incremento de la fuerza física o «la sensación» de que ese vigor ha crecido, y algo relativamente parecido sucede ante la presencia de un ídolo de la canción, del deporte, de la televisión, etc.; el descubrimiento de que falla uno de los motores del avión en que viajamos, origen del sentimiento de pánico, suele ir acompañado de sudoración, palpitaciones, y un largo etcétera.

3. La interacción entre los distintos ámbitos

Por fin, conviene señalar la interacción mutua entre los tres planos recién resumidos. A este respecto, y sin necesidad de ahondar más en el asunto, baste por ahora apuntar, acudiendo a la experiencia propia o ajena, que: 

3.1. A menudo un estado psíquico-espiritual de abatimiento tiene un origen exclusivamente orgánico, como puede ser el agotamiento físico o una anomalía en la transmisión neuronal; y uno de euforia o de éxtasis, que incluye elementos psíquico-espirituales, es a veces el fruto de la ingesta —consciente o no— de sustancias químicas, entre las que ocupan un lugar destacado las conocidas habitualmente como drogas.

3.2. O, al contrario, que las fuerzas físicas aumentan realmente como consecuencia de una alegría, de la asunción de un gran ideal… o, de manera diferente aunque con efectos similares, de un arrebato de ira o de indignación.

3.3. Como, también, que existen neurosis noógenas (de origen psíquico-espiritual o estrictamente espiritual), así como estados de buena salud o de enfermedad, incrementados o disminuidos por el vigor del alma.

3.4. O, por acudir a muestras más sencillas y cotidianas, que una mala digestión entorpece la capacidad intelectual y el gozo que suele ir aparejado al buen funcionamiento del intelecto o a la conversación con un amigo; que la correcta circulación de la sangre incrementa el bienestar físico-psíquico… y mil ejemplos más de todos conocidos.

Con palabras de un especialista contemporáneo:

La estructura vital de la personalidad está integrada por diversas dimensiones configurativas (orgánica, psíquica y espiritual) que establecen íntimas relacio­nes de interdependencia, de tal forma que el daño o deterioro de una repercute necesariamente, en mayor o menor grado, sobre las otras. Así, un dolor cor­poral predispone a la tristeza, y la tristeza, a su vez, induce al hombre a la represión de sus tendencias espirituales, a modo de replegamiento defensivo y de mecanismo de autoprotección. En sentido inverso, a una mayor plenitud espiritual se sigue una distensión física y psíquica que facilita superar el dolor y la tristeza [20] .

O con las de un filósofo medieval:

Tomás de Aquino enseña que aquellas "pasiones que implican un movimiento del apetito con cierta huída o re­traimiento, se oponen a la moción vital no solo en cuanto a la cantidad, sino también en cuanto a la especie de movimiento, y, por lo mismo, son en absoluto dañosas". De esta forma, el temor puede afectar al hombre tanto en su naturaleza sensible como en la espiritual.

Efectivamente, como inminente efecto el temor produce en primer lugar una paralización de la actividad corporal: temblor y contracción ha­cia el interior en la propia disposición por medio de la cual el sujeto rehúye de la actividad. Así "por parte de los instrumentos corporales, el temor, cuanto es de suyo, tiende siempre a impedir la operación exterior". Sin embargo, en segundo término —y es su efecto más grave— el temor realmente "impide la operación aun por parte del alma", de mo­do que trasciende a la totalidad del ser personal, pues "la falta de valor para hacer frente a las injurias y para consumar la entrega de sí debe ser contada entre las más profundas causas de enfermedad psíquica" [ Pieper, Josef, p. 208]. Tal fenómeno se da especialmente cuando el apetito sensitivo —de manera incidental— no obedece a la voluntad de forma que el sujeto huye de sí mismo, temiendo su propio temor sin poseer capacidad real para recha­zarlo [21] .

IV. Confirmación autorizada… y sumamente relajante

Para ilustrar lo recién afirmado, transcribimos algunos párrafos de un simpático e interesante libro sobre relajación, cuyo autor es el ya fallecido Dr. Eugenio Herrero Lozano.

En primer término, una introducción sencilla a lo que pretende exponer:

Quiero comentaros ahora un concepto que estable­ció, a principios de este siglo, un farmacéutico francés llamado Dr. Coué. Él hablaba de «psicoplasia» y la definía como el fenómeno por el cual todo pensamiento tiende a transformarse en acto. Hay experiencias inte­resantes de cómo aquello que uno está pensando, involuntariamente tiende a transformarse en acto. Y de hecho esto tiene que ver con lo que hemos estado haciendo hasta ahora. Habéis pensado que los mús­culos se iban a relajar y lo han hecho, habéis pensado que las arterias se iban a relajar y lo han hecho.

En eso consistiría la «psicoplasia»: en que el pen­samiento tiende a convertirse en acción, aunque algunas veces llega a ser acto y otras no [22] .

De inmediato, la primera aplicación, en perfecta consonancia con el núcleo de este escrito, a saber, la importancia y la capacidad de modular los propios sentimientos:

Si esto es así, y parece que lo es, fijaos en la impor­tancia que tiene el cómo utilicemos nuestro pensa­miento. Será completamente diferente que seamos personas que habitualmente pensemos de una manera positiva, agradable y constructiva, o que vayamos siempre buscando el aspecto negativo de cada situa­ción. Quizás todo esto tenga que ver con la buena suerte de mucha gente optimista y la mala suerte de algunas personas pesimistas. La persona pesimista puede estar pensando en cosas negativas que le han sucedido o le van a suceder, y de alguna manera puede que determine el que este tipo de cosas le ocurran. Lo contrario podría ser cierto en el caso de personas optimistas y positivas… [23]

Por fin, aquello que se acaba de apuntar, es decir, la incidencia del pensamiento en nuestro equilibrio psíquico y biológico.

Otro punto es si lo que llevo dicho hasta ahora con respecto a los efectos de la relajación, es decir, que esta puede ser una forma de autopsicoterapia, es ver­dad. Desde el momento en que la relajación sirve para combatir la angustia y la depresión, es una forma de psicoterapia que uno se hace a sí mismo. Y yo diría que no solo de autopsicoterapia, sino también de autofarmacoterapia, puesto que hace un momento he dicho que el hipotálamo produce substancias pareci­das a las medicinas que compramos en las farmacias para combatir la angustia o la depresión.

¿Qué beneficios pensáis pueden derivarse del ejer­cicio de relajación vascular?

Si con él se consigue producir una dilatación del sistema vascular ocurrirá que llegará más sangre a los tejidos y con esa sangre más oxígeno y más alimentos, limpiándose además con más facilidad del CO y de los productos de desecho que van soltando las células. De esa manera, las células y los tejidos podrán tra­bajar mejor.

Si ahora pensáis en las arterias coronarias (las que riegan el propio corazón), dilatándolas, estaremos consiguiendo lo contrario de lo que ocurre en la isquemia coronaria, que es la enfermedad que origina la angina de pecho y el infarto por disminución del calibre de las mismas. Es decir, estaremos haciendo prevención de estos problemas; y también de los pro­blemas vasculares cerebrales: por ejemplo, hay perso­nas que tienen dolores de cabeza de origen vascular (jaquecas) producidos por el espasmo de los vasos cerebrales. Este ejercicio es una forma de mejorarlos y curarlos.

La hipertensión arterial se puede considerar, de forma esquemática, como el resultado de una con­tracción excesiva de las arterias. Las arterias están más contraídas de lo necesario y, por lo tanto, la pre­sión dentro de ellas aumenta. Pues bien, si relajamos y dilatamos las arterias, la tensión arterial disminuirá. Y efectivamente se ha comprobado que la tensión arterial, cuando uno hace relajación, disminuye (por ejemplo de 20 a 16). Al salir de la relajación de nuevo aumenta, pero puede que se mantenga algo más baja (digamos en 19). Al cabo del tiempo volverá a la cifra inicial (20), pero si se hace la relajación regularmente varias veces al día, poco a poco, a lo largo de unas semanas, se consigue que la tensión arterial dismi­nuya permanentemente.

Generalmente se necesitan varias semanas, a veces meses, de ejercicio para conseguir resultados, ¡pero no hay que olvidar que la tensión arterial ha estado subiendo poco a poco durante años!

También se ha visto, en los laboratorios de investi­gación, que si se mide la cantidad de colesterol en la sangre de personas voluntarias antes y después de la relajación, el colesterol disminuye al relajarse.

Si con la relajación conseguimos disminuir la tensión arterial y la cantidad de colesterol en la sangre, estaremos previniendo la arteriosclerosis, que no es sino un endurecimiento y envejecimiento prematuro de las arterias que se favorece si están elevados la ten­sión arterial y el colesterol. En resumen, con la relaja­ción estaremos favoreciendo el funcionamiento de nuestro corazón y, en general, de todos nuestros órga­nos y tejidos.

Además se ha visto que con la relajación aumenta el número de leucocitos que circulan en la sangre. Los leucocitos (glóbulos blancos) son las células encarga­das de defendernos contra las infecciones. Esta sería, pues, una razón más que explicaría por qué con la relajación pueden disminuir las enfermedades infec­ciosas (resfriados, gripe, etc.). En realidad el stress y la tensión continuada alteran el funcionamiento de todo el sistema inmunitario encargado de proteger­nos de las infecciones. La relajación contribuirá a mejorar su funcionamiento [24] .

5. Niveles de la afectividad «humano-personal»

Afectividad espiritual…

Esbozadas e ilustradas las distinciones pertinentes, retomamos el hilo del discurso y advertimos que, al hablar de afectos del espíritu no pretendemos referirnos a aquello que origina o motiva un sentimiento, sino al sentimiento mismo.

Es decir, a la conmoción-o/y-reposo-percibidos, de forma más o menos clara y fuerte, pasajera o estable, que experimentamos en el ámbito propiamente espiritual

En tales circunstancias, no tiene por qué darse una alteración orgánica; basta con el cambio que experimenta una facultad finita (es decir, todas las del hombre y, en este caso concreto, el entendimiento o la voluntad) cuando se actualiza o incrementa su operatividad o cuando, por el contrario, la disminuye o pasa de la actividad al reposo.

Y no es precisa ni posible una modificación física constitutiva del sentimiento espiritual, justo porque ni la inteligencia ni la voluntad tienen órgano. De ahí que, como vimos en una cita precedente, los clásicos no les aplicaran el término pasión [25] .

… que debemos aprender a desarrollar

Y de ahí —estamos ante una cuestión relevante— que haya que aprender a percibir estos sentimientos, sobre todo cuando la costumbre y el influjo cultural nos han conducido a tomar como modelo prácticamente exclusivo de emociones las de tipo psíquico, que son las más frecuentes hoy día y las que sabemos experimentar.

Pero, por su misma naturaleza, los afectos espirituales no son ni se sienten del mismo modo que los restantes. De donde deriva la necesidad de un entrenamiento para advertir este tipo de emociones, desarrolladas formalmente en el ámbito del espíritu.

Aunque eso no elimina, en virtud de la estrecha e íntima unidad de la persona, que incluso tales emociones o sentimientos —los espirituales— por lo común rebosen, reverberen y se aprecien asimismo en los dominios psíquicos y físicos… en los que sí provocan cambios experimentables, similares y similarmente perceptibles a los que se generan y producen en estas esferas.

Al primer aspecto se refiere, de nuevo con gran acierto, Pithod:

La afectividad sensible es, en sí, el movimiento del apetito en el nivel mismo de los órganos corporales. Se trata de un acto psicofisiológico. En el caso del apetito intelectual, es un acto de la potencia racional cuyas características lo diferencian de la actividad psicofisiológica por su índole anorgánica (es decir, solo indirectamente dependiente del cerebro) [26] .

Espiritual, sí, pero… ¿afectividad?

¿Sentimientos espirituales, entonces? Sí, sentimientos ¡espirituales!… aunque tal vez mejor no llamarlos sentimientos, al menos así, de entrada, precisamente por las connotaciones psicofísicas que hoy acompañan a este término y porque, al ser espirituales, según acabo de apuntar, no se perciben del mismo modo que los psíquicos.

Es lo que afirma von Hildebrand:

De todos modos, aunque estados como el buen humor o la depresión no son sensaciones corporales, difieren incompa­rablemente más de sentimientos espirituales como la alegría por la conversión de un pecador, la recuperación de un amigo enfermo, la compasión o el amor. Precisamente ahora es cuan­do podemos caer en una desastrosa equivocación al usar el mismo término “sentimiento”, como si fueran dos especies del mismo género, tanto para los estados psíquicos como para las respuestas espirituales afectivas [27] .

¡Pero sentimientos espirituales, porque se generan-y-experimentan en el ámbito espiritual!

Personalmente, para descubrir esta esfera de la vida afectiva —en el sentido amplio, pero propio, del término— no necesitamos ningún testimonio externo. Y esperamos que el lector, si inspecciona con calma y sin prejuicios su existencia cotidiana, tampoco los eche en falta.

Le bastará recordar, por ejemplo:

1. El gozo sublime de la comprensión intelectual de un asunto, sobre todo cuando lleva largo tiempo intentando entenderlo. Un deleite de enorme calibre, que nunca suele darse en estado puro y que a menudo empapa también otras dimensiones no estrictamente espirituales, con repercusiones a menudo incluso físicas.

2. O la todavía más elevada fruición del amor radicado en la voluntad… que, por lo común, se mezcla —y enriquece o empobrece (lo oportuno es que se enriquezca)— con sentimientos y sensaciones de orden psíquico-físico.

La gran dificultad

Pero aquí nos encontramos de nuevo con un problema, tremendamente delicado y de sumo relieve, sobre el que ya llamamos la atención y más tarde volveremos… porque existe una inclinación casi instintiva a negarlo o no tomarlo en cuenta.

Y es que en nuestra cultura:

1. No son demasiados los que han realizado la experiencia de la comprensión intelectual estricta; es decir, son relativamente escasas las personas que de veras han comprendido algo de cierta envergadura como fruto de una captación de su entendimiento; con palabras más claras: somos muy pocos (o ¡son muy pocos!) los que pensamos (o los que piensan) y, por consiguiente, quienes están acostumbrados a las percepciones espirituales, en la acepción estricta de esta palabra.

Mucho más frecuentes son las afirmaciones presuntamente intelectuales, derivadas sin embargo de la aceptación acrítica —sin discernimiento— de la costumbre, de la moda, de prejuicios de muy diverso tipo, de la fe natural o sobrenatural, de la superstición…

2. Paralelamente, tampoco son excesivos los que han elevado el amor a ese grado en que el factor claramente dominante —¡nunca el único!— es una decidida determinación de la voluntad, que persigue el bien para otro… y que llena de dicha el propio espíritu y redunda desde él a las restantes esferas que componen la persona humana en su totalidad.

2.1. No pretendemos negar —y la distinción es importante— que la voluntad de prácticamente todos los seres humanos deje de sentirse atraída por multitud de bienes del más diverso rango: desde el conocimiento de la verdad, al que se acaba de aludir, hasta el atractivo de otras personas, la belleza de un paisaje, una familia y un hogar, las posesiones imprescindibles para llevar una vida digna, el deporte, la música, los alimentos, las bebidas y un larguísimo etcétera.

Esta sugestión responde a la misma naturaleza de la voluntad y es casi imposible de evitar… además de que no existen motivos para evitarla. Por idéntica razón, también se experimentan los afectos aparejados a ella… entre los que se cuenta muy a menudo el amor como sentimiento. Pero este tipo de amor es un sentimiento antecedente y más bien pasivo, según ya estudiamos: pues en el momento en que surge, y por decirlo de algún modo, la voluntad humana todavía no ha actuado, al menos activa o libremente (es lo que los clásicos denominan voluntas ut natura).

2.2. Por el contrario, lo que pretendemos resaltar al hablar de algo no muy practicado en nuestros días es el acto que puede seguir o no a la atracción inicial o que la voluntad ejerce incluso venciendo una repulsa, porque advierte que aquello o aquella persona es bueno y decide libremente quererlo.

Este es, como sabemos, el amor de elección o personal, el amor en su sentido más propio, y a él se encuentran ligados otra serie de sentimientos (llamados subsiguientes), entre los que destaca lo que hoy conocemos como felicidad o dicha.

3. Ahora bien, si no se llevan a término las operaciones de comprensión intelectual y amor voluntario… resulta imposible que se produzcan los sentimientos que de ellas derivan.

De ahí que, en bastantes ocasiones, al no haberlas experimentado o solo de forma muy elemental, resulte arduo aceptar la existencia de emociones estricta aunque no exclusivamente espirituales; y que las doctrinas más comunes al uso, con excepciones muy valiosas a las que después apelaremos, hagan caso omiso de este tipo de sentimientos… y falsifiquen gravemente el conjunto de la vida afectiva y de la existencia humana.

Comentando unas palabras de Wittgenstein sobre la ascesis, sostiene Natoli:

Para la mayoría, las explicaciones [de Wittgenstein] sobre este tipo de conducta no solo resultan decepcionantes, sino incluso inconcebibles. Y no es difícil explicar esta incomprensión: basta pensar que solo quien practica la ascesis puede entenderla, porque solo él conoce sus efectos. Los lugares comunes que se han formado en torno a la ascesis no derivan únicamente de prejuicios, sino que dependen sencillamente de una falta de habilidad en relación consigo mismo. Lo grave de esta situación es asumir la propia falta de habilidad como un mérito o, de forma todavía más torpe, como algo obvio [28] .

¿Caben afirmaciones más netas y directas?

·- ·-· -······-·
Tomás Melendo y Carmen Martínez Albarracín



[1] Nos permitimos remitir, más en concreto, a Melendo, Tomás, Las dimensiones de la persona, Palabra, Madrid, 2ª ed., 2002; y, del mismo autor, Invitación al conocimiento del hombre, Eiunsa, Madrid, 2008.

[2] Pithod, Abelardo, El alma y su cuerpo, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires 1994, pp. 221-222.

[3] Lukas , Elisabeth, Equilibrio y curación a través de la logoterapia, Ed. Paidós, Barcelona, 2004, p. 14.

[4] Frankl , Viktor, La idea psicológica del hombre, Rialp, Madrid, 6ª ed., pp. 150-151.

[5] Frankl , Viktor, La idea psicológica del hombre, Rialp, Madrid, 6ª ed., pp. 153-156.

[6] Cardona Pescador, Juan, Los miedos del hombre, Rialp, Madrid 1998, pp. 172-173.

[7] Roqueñi, José Manuel, Educación de la afectividad, Eunsa, Pamplona, 2005, p. 39.

[8] Roqueñi, José Manuel, Educación de la afectividad, Eunsa, Pamplona, 2005, p. 39.

[9] Roqueñi, José Manuel, Educación de la afectividad, Eunsa, Pamplona, 2005, pp. 39-40.

[10] Pero-Sanz Elorz, José Miguel, El conocimiento por connaturalidad, Eunsa, Pamplona 1964, p. 10, cit. por Roqueñi, José Manuel, Educación de la afectividad, Eunsa, Pamplona, 2005, p. 40.

[11] Yepes Stork, R. Fundamentos de Antropología, Eunsa, Pamplona, 1997, p. 56, cit. por Roqueñi, José Manuel, Educación de la afectividad, Eunsa, Pamplona, 2005, p. 40.

[12] En realidad, ese presunto estrato intermedio corresponde a la configuración que en el hombre, en virtud del alma espiritual, adquieren la sensibilidad externa e interna y los correspondientes apetitos; un modo de ser estrictamente personal, que difiere abismalmente de las facultades análogas de los animales brutos.

[13] >Roqueñi, José Manuel, Educación de la afectividad, Eunsa, Pamplona, 2005, p. 31.

[14] También tu sufrimiento tiene sentido, Ediciones LAG, México D.F., 2ª reimp., 2006, p. 143.

[15] Hildebrand, Dietrich von, El corazón, Ed. Palabra, Madrid 1997, p. 34.

[16] Malo Pé, Antonio, Antropologia dell’afettività, Armando Editore, Roma 1999, p. 167.

[17] Lukas, Elisabeth, Logoterapia. La búsqueda del sentido, Paidós, Barcelona, 2003, pp. 55-56.

[18] Lukas, Elisabeth, Logoterapia. La búsqueda del sentido, Paidós, Barcelona, 2003, pp. 53-55.

[19] Frankl, Viktor, La idea psicológica del hombre, Rialp, Madrid, 6ª ed., pp. 28-29.

[20] Cardona Pescador, Juan, Los miedos del hombre, Rialp, Madrid 1998, p. 124.

[21] Roqueñi, José Manuel, Educación de la afectividad, Eunsa, Pamplona, 2005, pp. 79-80.

[22] Herrero Lozano, Eugenio, Entrenamiento en relajación creativa, Barrero y Azedo, Madrid, 10ª ed. 1998, p. 53.

[23] Herrero Lozano, Eugenio, Entrenamiento en relajación creativa, Barrero y Azedo, Madrid, 10ª ed. 1998, p. 53.

[24] Herrero Lozano, Eugenio, Entrenamiento en relajación creativa, Barrero y Azedo, Madrid, 10ª ed. 1998, pp. 54-56.

[25] Ni, propiamente, el de afecto ni el de emoción, en cuanto que todos ellos implican movimiento, en la acepción más rigurosa de este vocablo, y el movimiento, en sentido estricto, solo se da cuando interviene la materia:

«Conforme a lo dicho hasta ahora, al ser el objeto quien determina al apetito la emoción es un movimiento eminentemente pasivo. Efectiva­mente "a la naturaleza de la pasión pertenece, en primer lugar, el ser un movimiento de una virtud pasiva, a la cual se compara su objeto a manera de motor activo, por lo mismo que la pasión es efecto del agente […] En segundo lugar, y más propiamente, se llama pasión al movimiento de una potencia apetitiva que tiene un órgano corporal y que se realiza con algu­na alteración corporal. Y todavía con mucha más propiedad se llaman pasiones aquellos movimientos que implican algún daño" [Tomás de Aquino, S. Th., I-II, q. 41, a. 2 ad 2]» ( Roqueñi, José Manuel, Educación de la afectividad, Eunsa, Pamplona, 2005, p. 34).

[26] Pithod, Abelardo, El alma y su cuerpo, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires 1994, p. 163.

[27] Hildebrand, Dietrich von, El corazón, Ed. Palabra, Madrid 1997, p. 65.

[28] < Natoli , Salvatore, La felicità. Saggio di teoria degli affetti, Feltrinelli, Milano 2003, p. 31.



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