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Elogio de la afectividad (7): Unidad de la vida afectiva

por Tomás Melendo y Bartolomé Menchén

En artículos anteriores mostramos que la afectividad, tal como parece que debe entenderse, es una realidad propia y específicamente humana, resultado de humanizar, mediante la inteligencia y la voluntad libre, todos nuestros afectos

I. La afectividad… ¡humana!

Todo en el hombre es humano

Se trata de una adquisición que conviene no olvidar nunca, aunque los temas que estudiemos no lo expongan de manera expresa. Insistimos, pues, en la idea clave que descubre que, en el hombre:

1. Todo es humano, desde el punto de vista del ser (entitativo).

2. Y puede llegar a serlo, en los dominios del obrar (y aquí es donde la afectividad encuentra su puesto).

En este extremo, en el que ya vimos desenvolverse a Frankl, von Hildebrand se expresa con la máxima claridad y pertinencia:

Sería completamente erróneo pensar que las sensacio­nes corpóreas de los hombres son las mismas que las de los animales, ya que el dolor corporal, el placer y los instintos que experimenta una persona poseen un carácter radicalmente di­ferente del de un animal. Los, sentimientos corporales y los impulsos en el hombre no son ciertamente experiencias espiri­tuales, pero son sin lugar a dudas experiencias personales [1].

No estamos ante algo fácil de entender ni tampoco de manifestar. Por tales motivos, los autores no deberíamos preocuparnos por no exponerlo de la forma adecuada, ni, sobre todo, el lector ponerse nervioso si no entiende lo que proponemos… ¡o no está de acuerdo con ello!

No obstante, si acudimos a la metafísica, y damos por supuesta una suficiente formación en ella, la verdad a que estamos aludiendo se impone casi por sí sola. Resumiendo en breves palabras:

2.1. Cada hombre, varón o mujer, tiene una única forma sustancial —el alma humana, de rango espiritual—, que determina el nivel o categoría del (también único) acto de ser de esa persona, incluidas sus dimensiones corpóreas.

2.2. Estas son también personales… por participar del ser del alma, que esta comunica instantánea e inmediatamente al cuerpo en que es creada (el alma humana no podría ser creada sino en su cuerpo), de modo que el (acto de) ser de toda la persona humana es uno y el mismo.

2.3. Y si ese ser es personal, todo cuanto de él derive, resultará también personal. Por eso, en el hombre no hay nada —nada en absoluto— que realmente pueda equipararse a lo que encontramos en los animales brutos.

Como explica Tomás de Aquino, en el hombre

… la propia alma tiene el ser subsistente […] y el cuerpo es atraído [o elevado] a ese mismo ser [2].

Para añadir:

Porque entre las substancias inteligibles [el alma humana] tiene más potencia, y por eso se sitúa en los linderos de las realidades materiales, de modo que las realidades materiales son atraídas [elevadas] a participar de su ser, de modo que, del alma y del cuerpo, resulta un solo ser en un solo compuesto; aunque semejante ser, en cuanto procede del alma, no depende del cuerpo [3].

Nada en el hombre es «simplemente animal»

La misma idea puede expresarse de manera más sencilla y asequible.

Existen muchas realidades que los animales parecen tener en común con el hombre. Las dimensiones estrictamente físicas: gravedad, cohesión material y orgánica, etc.; los procesos vitales de crecimiento y desarrollo, con cuanto llevan consigo: circulación sanguínea, digestión, respiración…; la capacidad de movimiento, en su acepción más amplia; los sentidos y los apetitos sensibles; cierta relación con su entorno físico y con otros seres vivos… y un dilatado y amplio elenco, muy difícil de colmar.

Pero ese «parecen» que figura en el párrafo precedente es fundamental, y nos ayudará a entender lo que sigue.

De hecho, como acabamos de sostener y hemos mostrado otras veces:

1. Podría hablarse de cierta igualdad si cada uno de los elementos se considerara aislado en sí mismo o, lo que en la mayoría de los casos viene a coincidir, desde la perspectiva limitada de las ciencias experimentales: física, química, biología, óptica… Bajo semejantes prismas se equiparan, en los hombres y en el resto de los animales, la digestión o la respiración, pongo por caso, la acción de ver u oír, etc.

2. Sin embargo, esa presunta igualdad se desdibuja o desvanece si atendemos a cada uno de los elementos dentro del conjunto (el animal o el hombre, en el supuesto que estoy considerando), que es donde realmente se llevan a cabo: es decir, donde únicamente tienen lugar o se dan de hecho.

Al primer modo de enfocar la cuestión lo llamo meramente formal o abstracto, puesto que aquello de lo que se habla es resultado de una abstracción; resultado que, como tal, no existe en la naturaleza, sino solo en la mente: nunca puede darse un proceso de digestión o un acto de ver independientes, aislados, ejercidos al margen del sujeto que los realiza.

La segunda, por el contrario, es una consideración real (¡filosófica, metafísica!, aunque normalmente se opine más bien lo contrario), pues toma buena nota del sujeto que ve u oye, por citar un caso significativo, que efectivamente digiere o respira… y que hace muy distintos los procesos o las actividades que aparentemente son idénticos.

Podemos comprobarlo mediante un ejemplo no demasiado complicado: la digestión del animal se encuentra exclusivamente determinada por elementos biológicos (en el sentido más lato del adjetivo), mientras que en un ser humano en iguales condiciones orgánicas el mismo proceso puede resultar profundamente alterado por el conocimiento intelectual de algo que genera una profunda alegría o, en el extremo opuesto, por el de una desgracia, origen de una total desolación, que llega incluso a paralizar sus funciones vitales básicas.

Acudamos a la experiencia

Desde la perspectiva metafísico-real, la cuestión se muestra bastante clara.

Pues, de acuerdo con lo que apuntamos, es fácil advertir que no son las piernas las que andan, sino el perro o el caballo, poniéndolas en movimiento; no es el estómago el que asimila los alimentos, sino el animal o el hombre en los que ese estómago y el conjunto del organismo existen y operan; no es el ojo el que ve, sino el ciervo, el águila o un determinado varón o mujer, a través de la correspondiente facultad visiva…

Si nos centramos en la visión y la consideramos de manera formal o abstracta (según lo hacen necesariamente, en función del propio método, las ciencias experimentales —perdón por la insistencia—), cabría sostener que el ojo —¡cualquier ojo!— vería siempre y solamente colores.

Pero, lo repetimos por considerarlo clave, no es el ojo el que ve, sino un concreto periquito, un particular elefante, Daniel o Esteban… aunque, ciertamente, a través de y gracias a los ojos.

Comparemos

Y, entonces, las diferencias se tornan casi infinitas.

1. Ciertamente, ante un paisaje de montaña o en una playa, cualquier ser humano puede afirmar alguna vez, y con razón, que está viendo un azul intenso maravilloso (un color).

Pero es mucho más normal y habitual que, en esas mismas circunstancias, diga: estoy viendo un cielo esplendoroso, de un azul espectacular; o, en otros casos: veo venir a mi hermano (una persona), una procesión o un desfile, una casa de estilo colonial, un paisaje, un coche a toda velocidad, etc.

Traduciéndolo , para lo que nos ocupa: lo que en efecto ve el ser humano en condiciones normales son realidades concretas y determinadas, dotadas de significado… y no simples colores.

Y esto es así porque, de hecho, la acción de ver no se da suelta, desligada, sino que forma parte de una percepción más compleja, en la que ponemos en juego, junto con la vista, y entre otras facultades, la imaginación, la memoria y, en fin de cuentas, la inteligencia… capaz de conocer la realidad en sí misma, con su significado o modo de ser propio.

Y todo ello modulado, como se dijo, por lo que solemos llamar forma mental de cada individuo, que no es sino el influjo que cuanto ha realizado o sufrido en su vida ejerce sobre su comprensión de la realidad: una influencia que normalmente matiza ese conocimiento y le da una tonalidad propia, que lo enriquece o empobrece y, en casos extremos, puede llegar a falsear lo presuntamente conocido.

La vista, en el hombre, da un resultado humano, que es el de conocer la realidad como es en sí, aunque de manera nunca exhaustiva, siempre un tanto modificada, y acompañada por la posibilidad de errar y de perfeccionarse.

2. El animal, por el contrario, tampoco percibe propiamente colores, sino que —poniendo en juego asimismo su imaginación y su memoria, y lo que solemos llamar instintos— ve posibles beneficios o daños; es decir, estímulos que le llevan a actuar, acercándose y utilizando lo que le resulta provechoso, o huyendo de aquello que, instintivamente, advierte como perjudicial.

El fruto de la visión del animal es asimismo… animal: un estímulo para su supervivencia o la de su especie.

II. La ordenación jerárquica de la afectividad

Tres niveles de afectividad específicamente humanos

Tras estas digresiones, cabe abordar de nuevo, con mayores esperanzas de éxito, un análisis global de la afectividad humana: una afectividad, en la que todas las emociones, sentimientos, estados de ánimo, etc., están teñidos de ese toque de humanidad que deriva, para el hombre entero, (del ser) de su alma espiritual y, en los dominios operativos, del influjo de la inteligencia y la voluntad.

1. Físico-biológico

Tomando la expresión en su sentido más amplio y vago, en el hombre encontramos sentimientos fisio-biológicos o sensibles, algunos de los cuales más bien habría que calificar como meras y simples sensaciones: hambre, sed, cansancio, dolor, relajación o tensión musculares, bienestar físico…

Casi todos ellos, y en particular los que hemos citado, también se encuentran en los animales. Sin embargo, según acabo de recordar, no deben identificarse por completo con los que estos experimentan… o, más bien, no deben equipararse en absoluto, precisamente porque el acto de ser personal-humano está a años luz por encima del de los animales más desarrollados.

En cualquier caso, si lo que se subraya es la semejanza, nos topamos más bien con las meras sensaciones, como serían las de puro dolor o pura sed, que, en tal estado de pureza, no suelen darse en ningún hombre ni, menos aún, en el animal: se dice que el animal experimenta dolor o placer, pero no sabe que los está experimentando, y esto establece una diferencia abismal con lo que sucede en los seres humanos.

De hecho, el varón o la mujer no animalizados por las circunstancias (un campo de concentración, pongamos por caso, o un naufragio prolongado) advierten el hambre o las molestias físicas en el interior de una percepción más rica y amplia, que, en última instancia, y adentrándonos hasta el fondo del asunto, es la de su persona íntegra en la situación o estado en que en ese momento se encuentre: toda su biografía, como a menudo se dice, de la que un elemento esencialísimo es la aspiración primordial —¡el ideal!— que guía su entera existencia.

Yendo por partes, las sensaciones que acabamos de mencionar y otras muchas del mismo estilo suelen dar origen, ya de entrada, a emociones o sentimientos en la acepción más propia:

1.1. Un dolor de muelas, por aludir a algo sencillo, lleva a menudo aparejada la representación anticipatoria de una visita al dentista, que, según los modos de ser de cada cual, provoca de inmediato un sentimiento de incomodidad, miedo, ansiedad, rechazo, a causa del dolor que se prevé…; o de satisfacción y gozo, por cuanto pronostica la desaparición de las molestias tras la intervención del odontólogo…; o de una cosa y la otra, simultáneamente o en constante y más o menos uniforme alternancia, en función de lo que en cada instante se me hace más patente.

1.2. Una punzada aguda en el corazón y la contracción del brazo izquierdo producen el temor a un infarto, la inseguridad sobre el propio futuro…

1.3. Y la simple sensación de sed, como las molestias aludidas, no suelen quedarse ahí. Generan sentimientos de enfado, de desazón o, en el extremo contrario, de satisfacción por poder superar un déficit meramente orgánico, conciencia de la propia debilidad… e incluso, en situaciones extremas, cuando el estado habitual es en exceso precario, llevan a preguntarse si vale la pena vivir esta vida o a plantear existencialmente interrogantes aún más descabellados: es decir, absurdos… cuando los contemplamos desde fuera, pero no tanto —a tenor, al menos, de la frecuencia con que se dan— en el dinamismo de una vida vivida en las circunstancias apuntadas.

La concatenación de fenómenos

En el horizonte en que nos movemos, la conclusión pudiera ser que:

1. Una simple sensación, agradable o desagradable,

2. es vivida a menudo como algo de más alcance y relieve, como un sentimiento,

3. y puede originar incluso un estado general de ánimo y dejar una huella emocional durante un período más o menos largo…

4. hasta acabar forjando (para bien o para mal) un determinado carácter o falta de carácter.

Recuerdo, a estos efectos, la primera vez que a un buen amigo y magnífico profesional se le borró del ordenador el trabajo de toda una mañana, que consistía en el planteamiento detallado de un ambicioso proyecto de investigación; por más que resulte extraño, la consecuencia de ese fallo eléctrico fue… una depresión profunda, que se prolongó durante más de tres meses.

2. Psíquico

De esta suerte nos hemos introducido en la esfera de los sentimientos psíquicos, que son los más habitualmente tratados en los estudios sobre la afectividad.

Precisamente por este motivo, y en espera de posteriores puntualizaciones, nos limitamos a mencionarlos y señalar algunos de los más comunes.

Entre ellos se cuentan, además o incluyendo a bastantes de los ya nombrados:

2.1. Los de signo o valencia positiva, como la alegría, la paz, la ilusión, la seguridad, el (sentimiento de) dominio de sí o del entorno…

2.2. Y, entre los negativos, sus opuestos, como el temor, la angustia y ansiedad, la inseguridad, el rencor y el resentimiento…

Refiriéndose tanto a estos como a los antes citados, escribe muy acertadamente von Hildebrand:

Pero incluso en el caso de que estos humores estén cau­sados por nuestro cuerpo, no se presentan como la “voz” de nuestro cuerpo ni son estados de nuestro cuerpo. Son mucho más “subjetivos”, es decir, están más radicados en el sujeto que las sensaciones corporales. Podemos estar alegres mien­tras padecemos un dolor físico; y este estado de ánimo positi­vo se manifiesta en el ámbito de nuestras experiencias psíqui­cas: el mundo aparece de color de rosa, el mal humor desaparece y la alegría inunda todo nuestro ser [4].

3. Espiritual

Según ya apuntamos, la afectividad del espíritu plantea, como primer problema, el de su denominación: a los « movimientos —o reposos— anímicos» de este nivel, ¿es preferible llamarlos afectos, sentimientos, emociones, estados de ánimo… o inventar un nombre nuevo para designarlos?

Cada una de esas opciones presenta ventajas y perjuicios, como ya he esbozado y tal vez veamos más tarde.

En cualquier caso, conviene evitar que el uso de esos vocablos lleve a una identificación semiconsciente con los sentimientos o emociones tal como se dan en el ámbito biopsíquico.

En rigor, habrá que hablar de analogía, con lo que esta implica de semejanza y de mucha mayor disimilitud.

En dicho sentido, lo único que puede afirmarse con seguridad es que tales sentimientos se encuentran unidos a las dos facultades superiores, reconocidas tradicionalmente como estrictamente espirituales: el entendimiento y la voluntad.

¿Consecuencias?

La afectividad del espíritu gira inicialmente en torno a dos o tres núcleos:

3.1. El del conocimiento en su sentido más puro.

3.2. El del amor, también en su acepción suprema.

3.3. Y, sobre todo, el de la conjunción de ambos, ya que es muy difícil separar realmente el ejercicio del entendimiento y el de la voluntad… y el resto de la persona.

Emociones intelectuales

1. Como ya se dijo, entre las emociones del primer tipo, resulta paradigmática la satisfacción derivada del descubrimiento de la verdad: el famoso eureka!, cuya hondura e intensidad solo puede percibir quien lo ha experimentado, sobre todo cuando se trata de conocimientos de gran relieve especulativo, perseguidos durante mucho tiempo, o que alumbran panoramas vitales hasta ese momento inéditos.

2. Y, junto a este sentimiento nuclear, se agrupan los que lo preceden, lo refuerzan o lo matizan, entre los que vale la pena nombrar:

2.1. El afán de conocer lo que se nos ofrece como digno de ello.

2.2. El asombro ante la propia ignorancia de lo que se suponía bien sabido.

2.3. La conciencia una y otra vez experimentada de nunca llegar a conocer plenamente algo; sentimiento que, a su vez, puede dar origen:

2.3.1. Al gozo por el reconocimiento de la grandeza de todo lo que existe, incapaz de ser contenido en los límites de mi débil inteligencia, y, en el caso de los creyentes o de los metafísicos convencidos, a la adoración al Creador de tales maravillas.

2.3.2. O, por el contrario, a la rebeldía ante la propia incapacidad, la decepción ante la imposibilidad de llegar a saber nada con absoluta certeza, la inseguridad y la zozobra de quien no posee y se siente incapaz de alcanzar puntos de referencia para su vida…

Sentimientos de la voluntad

1. El afecto por excelencia en los dominios de la voluntad es —además de la atracción pasiva provocada por lo bueno, a que antes aludimos y a ahora no nos estamos refiriendo— el gozo derivado del acto de amar, y el de ir haciéndolo paulatinamente más y mejor, que es lo que, en fin de cuentas, constituye el fundamento de la felicidad.

Según la opinión más habitual, nos encontramos ante el sentimiento supremo y por antonomasia, consecuencia de aquella acción por la que el ser humano mejora o decrece en cuanto persona y se juega el futuro de esta vida y, según los que creemos en él, el destino eterno. Por eso, al crecimiento del amor, a la plenitud que va generando en el sujeto humano, y a la dicha que de esa mejora se deriva, además de consagrar unas páginas más adelante, he dedicado ex profeso todo un libro.

Como dice Fabro, aunque parezca reducir el alcance de mi propuesta:

El sentimiento más primario y fundamental es el placer [tomando esta palabra en su más amplia acepción], en el que se concentra la subjetividad del ser y del cual vienen las inclinaciones, las pasiones, las emociones... que lo consideran como su fin último [5] .

2. En torno a esta suprema operación activa —amar hasta entregarse sin límite— giran, entre otras, las siguientes emociones o, en su caso, estados de ánimo:

2.1. La exaltación de quien se topa con el hombre o la mujer de su vida y se descubre enamorado (ya me referí a ella).

2.2. La tristeza por el amor no correspondido.

2.3. La melancolía que generan los amores hoy desaparecidos o atenuados.

2.4. La ilusión también un tanto nostálgica de no ser capaces de amar con más intensidad y pureza a aquellos a quienes queremos.

2.5. La superación de una enemistad o, al contrario, el surgir, asentarse o renacer de un sentimiento de rencor u odio, que, si no logra ser desterrado, carcome la propia intimidad y desemboca en la desdicha terrena y eterna…

En cualquier caso, más que un análisis detallado de tales afectos, de momento parece imprescindible volver a subrayar la importancia de defender estos dominios de la afectividad espiritual… y de hacerlo correctamente.

Así lo afirma García-Morato:

hay sentimientos y respuestas afectivas que son profundamente espirituales. La felicidad enraizada en el amor pertenece también a estos sentimientos espirituales. Y no hay peor cosa que la insensibilidad ante ellos [6].

III. La afectividad completa e integrada

Y repercusiones en toda la persona

 Tanto o más aún que lo expuesto en los dos epígrafes anteriores, y como consecuencia de la unidad del ser humano, conviene recordar que el despliegue positivo o negativo de cualquiera de esos tres ámbitos, incide casi siempre en los restantes, modificándolos en la misma dirección y sentido de aquel en que tiene origen la emoción primigenia.

Y esto, no de cualquier modo, sino de la forma que ahora apuntamos, con palabras que Noriega refiere al amor entre varón y mujer, pero que pueden perfectamente afirmarse del conjunto de la vida afectiva:

… es preciso tener en cuenta que “lo que está en lo alto se sostiene en lo que está abajo”, y a la vez, “lo que está en alto equilibra lo que está debajo”.

Es decir, la originalidad del amor entre hombre y mujer, en su nivel espiritual, se funda en los niveles afectivo [mejor diría: psíquico] y corporal, de tal modo que, si lo que está debajo se resquebraja, lo que está en alto peligra, y viceversa. Así, la pérdida de atracción erótica, por la falta de un cuidado afectivo mutuo, puede hacer peligrar el don de sí; y la falta del don de sí puede hacer perder la armonía afectiva y el mismo deseo sexual [7].

Precisamente el error del psicoanálisis —siempre en el decir de Frankl, que en este punto compartimos— estriba en haber eliminado tanto el plano superior (el espiritual) como el inferior (el somático o biológico), manteniendo solo y absolutizando La Psique.

Afirma Frankl:

Indudablemente que primero se ha de comen­zar por poner en orden todo aquello que si me es lícito expresarme así— significa o representa las condiciones naturales de posibilidad para la existencia espiritual y personal del hombre; la equivocación está tan solo en pretender localizar, de una manera tendenciosa y exclusivista, el ori­gen de todas las perturbaciones en la zona de lo psíquico, como continuamente se viene haciendo. Esto equivaldría a localizarlas erróneamente, puesto que no solamente lo psíquico, sino tam­bién lo somático y lo noético [o espiritual, como vimos] pueden ser el origen de la enfermedad. Y el Psicoanálisis, desde el punto de vista de la etiología, es culpable de par­cialidad en dos aspectos, quiero decir, su hori­zonte visual está coartado por dos antiparras, solo que no las lleva a la derecha y a la izquierda, sino una arriba y otra abajo, porque de un lado, al aferrarse a la psicogénesis, olvida la somatogénesis, y de otro la noogénesis de las afecciones neuróticas [8].

¿Verdaderamente se trata de «tres» niveles?

Pues sí y no… y todo lo contrario.

Sin bromas: una vez enunciada esta variedad de afectos, de inmediato se descubre la imposibilidad de aislar, e incluso de determinar con precisión, sus distintas cotas o perfiles.

Y es positivo que así ocurra porque, en verdad, aunque efectivamente existan tales sentimientos, en la vida vivida de cada ser humano particular y único, prácticamente nunca actúan unos con independencia de los otros, sino en segura e indefinible interpenetración.

Y el hecho de que, sin proponérnoslo y casi sin advertirlo, utilicemos los mismos términos para referirnos a emociones desplegadas en distintas esferas constituye una de las pruebas más patentes de que, menos tal vez que en ninguna otra realidad, nos encontramos ahora ante algo que dista mucho de ser « claro y distinto » .

Acudiendo a uno de los casos más patentes, la alegría en cuanto tal, como emoción o sentimiento, ¿es una realidad específicamente psíquica, espiritual… o una conjunción de ambos niveles con repercusiones también de tipo orgánico?

Y si atendemos a su origen, ¿no se entremezclan todavía más, al tiempo que los tres planos, lo que antes calificaba como causas (orgánicas) y motivos o razones (intelectualmente percibidos)? ¿No cabe que la euforia surja como consecuencia de un amor que crece pujante entre los mayores sufrimientos físicos e incluso psíquicos, o, en el extremo opuesto, que redunde en el espíritu a raíz de la ingesta de una droga o, más normalmente, de una ágil y fluida conversación hecha posible por una comida magníficamente condimentada y servida con mimo y gratitud (máxime, cuando pasa inadvertida: se ha comido muy a gusto, pero ni tan siquiera se recuerda cuál fue el menú)?

(La película conocida en España como El festín de Babet compone probablemente una de las expresiones más logradas, y más verosímiles, del influjo de la buena gastronomía incluso en las actitudes espirituales y éticas más determinantes).

Todo en todo

En esta imbricación de planos cabe descubrir, al menos, dos motivos.

1. Apetitos sensibles «y» voluntad

Desde el punto de vista estático, por llamarlo de algún modo, descubrimos el hecho innegable de que muchos de los afectos o emociones tienen lugar a la vez en esferas diferentes (pero interconectadas) de nuestra persona, por la sencilla razón de que aquello que dispara el sentimiento es conocido como un bien o un mal simultáneamente en los dos ámbitos: el de la sensibilidad y el del entendimiento.

Y así, la comida buena y apetitosa es percibida a la vez como bien por el apetito sensible y por la voluntad.

1.1. En el primero da origen a un deseo y, con frecuencia, cuando el hambre se sacia, a una sensación de bienestar… o de agradable o de incómodo sopor (depende de multitud de condicionantes).

1.2. Y la voluntad, en circunstancias normales, y aunque de distinta manera, también se siente atraída por el bien de la alimentación, en cuanto el entendimiento la advierte como fuente de placer y como algo imprescindible para la conservación y el desarrollo del organismo y de la propia existencia, condición para el ejercicio de las operaciones propiamente espirituales, a las que la voluntad aspira en sentido más estricto (o, si se prefiere, con más fuerza, puesto que mayor es su nivel entitativo o su bondad).

Si acudimos a las dos tendencias básicas ligadas a la conservación de la vida (personal y « específica » ), algo semejante cabría decir del impulso a la unión sexual. La persona del sexo complementario:

1.3. Es apreciada como un bien en los dominios orgánico-psíquicos.

1.4. Y, dentro del matrimonio —en cuanto expresión y medio de incrementar el amor entre los cónyuges—, percibida por la voluntad como algo maravilloso, donde se cumple de un modo muy particular y específico la orientación al amor de todo varón y mujer.

2. Influjo recíproco de ambos planos

En lo que cabría denominar dinamismo de la vida afectiva, el fenómeno es análogo, aunque presente algunas diferencias dignas de mención.

Ahora no se trata tanto de que algo se capte como bien (o, en su caso, como mal) por facultades de distinto nivel, sino, además, de que el efecto directamente producido en uno de los ámbitos o niveles genera también modificaciones derivadas en los otros.

2.1. Por ejemplo, una simple ducha caliente provoca de manera directa e inmediata efectos fisiológicos vasodilatadores; y esa mejora orgánica repercute positivamente en los dominios psíquicos y, a veces, en los propios del espíritu.

Aclaramos que no nos referimos ahora, por citar un caso, al sentimiento de relajación que provoca, también de forma directa, el hecho de detener una actividad frenética y delirante para dedicar un tiempo al reposo, sin otra preocupación que la de sentir el bienestar producido por el agua tibia discurriendo sobre nuestro cuerpo; evidentemente, también eso se da; pero en estos instantes aludo al efecto indirecto que el incremento de riego sanguíneo ejerce en nuestro psiquismo.

2.2. De manera similar, escuchar música, cantar con fuerza o reír a carcajadas proporciona de inmediato un beneficio psíquico (disminución de la ansiedad, entre otros), que repercute en el organismo y se realimenta por los efectos provocados en este nivel.

2.3. Y, en el extremo casi opuesto, la intervención directa y exclusiva en el plano fisiológico —neuronal, por referirme a algo más concreto— provoca sentimientos de tipo psíquico e incluso espirituales.

Una interacción profunda, múltiple… y ordenada

Resulta obvio, pues, que existe un mutuo influjo y una interpenetración de la afectividad en los dos-tres sentidos: de arriba abajo y de abajo arriba… así como del centro —lo propiamente psíquico— hacia ambos polos (hacia-arriba-y/o-hacia-abajo).

Algunos ejemplos al respecto ya han sido vistos, y otros irán surgiendo al hilo de explicaciones posteriores.

La idea clave está de nuevo perfectamente expresada por Pithod:

Se ha distinguido un nivel intermedio entre lo físico y lo propiamente espiritual. Se lo suele llamar nivel psíquico.

Bios, psique, espíritu o persona: en efecto, podemos distinguir fenomenológicamente estas tres esferas y su relativa comunicación y unidad. Es un buen ejemplo de la estimulación de la esfera psíquica por un agente físico esa particular euforia que nos produce la ingesta de alcohol y el clima de fiesta que de pronto adquiere una reunión social.

Allí está claramente presente la sensación corpórea de distensión, de excitación; pero el fenómeno consiste propiamente en una delectación psíquica o alegría del corazón.

Vinum et musica laetificant cor, dice la Escritura. Esta euforia puede, a su vez, dar origen a sentimientos más altos, de tipo espiritual, de amistad, de bondad, de buenos deseos, etc.

Se pueden distinguir, pues, fenomenológicamente, una esfera intermedia entre lo claramente corpóreo y lo propiamente espiritual. En el ejemplo que dimos son delectaciones mixtas. Es que el hombre mismo es un mixto y fenomenológicamente se nos aparece como tal [9].

Algo muy parecido, pero tal vez expresado de forma más directa e inteligible para los no especialistas vimos que exponía Cardona Pescador:

La estructura vital de la personalidad está integrada por diversas dimensiones configurativas (orgánica, psíquica y espiritual) que establecen íntimas relacio­nes de interdependencia, de tal forma que el daño o deterioro de una repercute necesariamente, en mayor o menor grado, sobre las otras. Así, un dolor cor­poral predispone a la tristeza, y la tristeza, a su vez, induce al hombre a la represión de sus tendencias espirituales, a modo de replegamiento defensivo y de mecanismo de autoprotección. En sentido inverso, a una mayor plenitud espiritual se sigue una distensión física y psíquica que facilita superar el dolor y la tristeza [10].

Organismo jerarquizado

Ahora interesa señalar un extremo de capital importancia… y del que debemos dejar constancia por pura honradez intelectual.

A saber, que, en contra de lo que en ocasiones se pretende —al iguales todo tipo de vivencias—, dentro del complejo mundo constituido por las tendencias y por los sentimientos que giran en torno a ellas, no todo se sitúa a la misma altura ni tiene igual relevancia. Muy al contrario, existe una jerarquía de naturaleza, incoada ya en la concepción, pero no vital y definitivamente establecida desde ella, sino fruto de una conquista, prolongada a lo largo de toda la existencia.

El criterio para descubrir e instaurar tal graduación es la propia naturaleza de la persona humana, que señala el fin al que esta debe encaminarse y la operación con que alcanza ese objetivo: el buen amor inteligente, gracias al cual logra la intimidad con las personas que constituyen su entorno y, para los creyentes, con Dios, normalmente a través del trato amoroso con los demás y de un trato directo con Él, en la oración y los sacramentos.

La consecuencia es relativamente clara. Como lo inferior se ordena a lo superior, todo cuanto realiza o experimenta el ser humano ha de ser puesto al servicio del amor… tomando ahora este término en su sentido más noble y elevado: como acto enraizado fundamental y nuclearmente en la voluntad, mediante el cual, según la célebre descripción de Aristóteles, se quiere el bien para otro en cuanto otro.

Al respecto, no pueden ser más significativas, justo por subrayar la contraposición a que aludimos, estas afirmaciones de Cardona Pescador:

Urge restituir al amor su dignidad, y para eso hay que destituir al placer de su primacía. No amo porque me gusta. Amo porque es amable, porque es bueno, y, entonces, me gusta. Al amar al otro como otro —no por lo que me da— se obtiene, además, como consecuencia, el deleite del amor [11].

En idéntico sentido, añade:

Para que la persona no sucumba ante el desamor del otro, a la falta de correspondencia en el amor, es preciso que el propio amor esté bien fundado y no radique en un mero egoísmo compartido y coincidente (cosa no rara en ciertos matrimonios y en ciertas amistades) [12].

Y, todavía:

Teniendo en cuenta que el ser humano no puede realizarse solo, que le es esencial el amar y sentirse amado, y que el amor es la cualidad que más le dignifica y el desamor —con mayor razón, el odio— es lo que más le deteriora, a mi juicio la soledad puede definirse como el vacío existencial del desamor querido o sufrido [13].

Puesto que el hombre es una unidad y, con terminología de Pascal, «para llegar a ser hombre, hay que ser mucho más que hombre», no nos importa —con pleno respeto a quienes opinen de otro modo— aducir estas palabras de un santo contemporáneo —San Josemaría Escrivá—, capaces de orientar toda una vida:

Cuando el amor se apaga, desparece todo lo demás. Porque las virtudes que hemos de practicar no son sino aspectos y manifestaciones del amor. Sin amor no viven ni son fecundas. El amor, en cambio, todo lo hermosea, todo lo engrandece, todo lo diviniza. Por eso, yo no os quiero sin ambiciones ni deseos; alimentadlos, pero que sean ambiciones y deseos […] por Amor [14].

Y, con idéntico respeto a quienes piensen de otro modo, pero movidos por el influjo que han ejercido en la comprensión de lo que venimos tratando, parece de justicia citar aquí, además, unas observaciones de Javier Echevarría:

No es difícil descubrir que el recto uso de la inteligencia ordena amar el bien. Fijémonos en esas personas con disca­pacidad que, aunque no lo entendamos, son también auténti­ca bendición […] para la humanidad y para las propias familias. Su inteligencia no es capaz de razonar ordenada­mente, pero algo de luz hay en su mente, pues consiguen agarrarse con confianza y cariño a las manos que con amor los atienden en sus días. Y sus reacciones, aun acompañadas de gestos quizá bruscos, permiten notar cómo aman, cómo agradecen, cómo necesitan ser amados y amar [15] .

Consecuencias vitales

Como más adelante estudiaremos, desde la perspectiva de la afectividad aislada esto debería traducirse en:

1. Una clara preponderancia de las emociones, sentimientos y estados de ánimo propiamente espirituales sobre los respectivos sensibles.

2. Lo cual, a su vez, podría expresarse diciendo que una adecuada educación de la vida sentimental debe conducir, en condiciones normales, a que:

2.1. El gozo espiritual y supremo de la entrega —resonancia habitual de quien ama a los otros con olvido de sí—, junto con el deleite que suele acompañarlo en la esfera sensible,

2.2. … gratifiquen a la persona de forma tan recia y plena, que ayuden a superar sin excesivo esfuerzo (y, en ocasiones, con muy poco o ninguno) las quejas que se produzcan en los apetitos sensibles y las que genere el amor de sí anclado en la voluntad… cuando el bien del otro en cuanto otro implique contrariar la tendencia natural de estas inclinaciones hacia sus bienes propios, natural o infranaturalmente egocentrados.

·- ·-· -······-·
Tomás Melendo y Bartolomé Menchén



[1] Hildebrand , Dietrich von, El corazón, Ed. Palabra, Madrid 1997, p. 62.

[2] «… ipsa anima habet esse subsistens […], et corpus trahitur ad esse eius» ( Tomás de Aquino, De spirit. Creat., q. un., a. 2 ad 8).

[3] Tomás de Aquino, De ente et essentia, c. 4, núm. 29.

[4] Hildebrand, Dietrich von, El corazón, Ed. Palabra, Madrid 1997, pp. 64-65.

[5] Fabro, Cornelio, Introducción al problema del hombre (la realidad del alma), Rialp, Madrid 1982, p. 114.

[6] García-Morato, Juan Ramón, Crecer, sentir, amar. Afectividad y corporalidad, Eunsa, Pamplona 2002, p. 55.

[7] Noriega , José, El Destino del Eros, Palabra, Madrid 2005, p. 47.

[8] Frankl , Viktor, La idea psicológica del hombre, Rialp, Madrid, 6ª ed., pp. 68-69.

[9] Pithod, Abelardo, El alma y su cuerpo, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires 1994, pp. 158-159.

[10] Cardona Pescador, Juan, Los miedos del hombre, Rialp, Madrid 1998, p. 124.

[11] Cardona Pescador , Juan, Los miedos del hombre, Rialp, Madrid 1988, p. 94.

[12] Cardona Pescador , Juan, “El síndrome de soledad (I)”, en Mundo Cristiano, enero 2000, p. 46.

[13] Cardona Pescador , Juan, “El síndrome de soledad (I)”, en Mundo Cristiano, enero 2000, p. 40).

[14] San Josemaría Escrivá, Notas de una meditación 27-V-1937, en ( Echevarría , Javier, Getsemaní, Planeta, Barcelona 2005, p. 267.

[15] Echevarría , Javier, Getsemaní, Planeta, Barcelona 2005, pp. 62-63.



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