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Magnicidios y otros crímenes importantes

por Javier de Echegaray

Los siglos XIX y XX están plagados de magnicidios que han tenido muchas características en común, por ejemplo, la de que se han convertido en el sistema más usual y efectivo para quitar de en medio a gobernantes que hubiesen sido una seria rémora para el cumplimiento de los fines de la masonería.

Por nombrar sólo los que me vienen a la memoria a bote pronto, cito el magnicidio del General Prim y Prats, asesinado en Madrid el 30 de Diciembre de 1870, el de Canovas del Castillo, asesinado en el Balneario de Santa Águeda (Guipúzcoa) el 8 de Agosto de 1897, el de Don José Canalejas, asesinado en Madrid el 12 de Noviembre de 1912, el de Don Eduardo Dato, igualmente asesinado en Madrid el 8 de Marzo de 1921, el de Don José Calvo Sotelo el 13 de julio de 1936, el del Almirante don Luis Carrero Balnco. Insisto en que son los primeros que me han venido a la memoria; pero son mucho más numerosos, muchos de ellos sin que hayamos logrado ni siquiera tener noticia de ellos, aunque creo que todos son tan comunes en sus desarrollos y desenlaces que los estimo suficientes para los efectos que nos interesan.

Imputado el asesinato del General Prim (de cuya pertenencia a oscuras sectas crípticas tanto se ha escrito, siendo preferente la versión que le imputa la filiación a la secta Carbonaria: si esto es cierto, debemos imputar la causa de su “ejecución” a desvíos o desobediencias a la plana mayor de la masonería; lo cual cuenta, además, con la apoyatura del carácter independiente, indómito y soberbio del General) al joven Paul y Angulo, se inicia una farragosa causa que deja sin esclarecer los hechos y sin resolver las responsabilidades aún a fecha de hoy. Algunos de los que pudieron hacer luz sobre el suceso, fueron muertos por la Guardia Civil. Paul y Angulo, huido a París no se sabe con qué misteriosas ayudas y complicidades, escribe allí “Los asesinos del General” acusando a altas personalidades de la política de entonces (y daos cuenta de un detalle curioso: ya entonces la Francia sepultada por la masonería desde la Revolución era refugio para nuestros asesinos). El proceso dura más de cuatro años y por él pasaron 105 sujetos de los que fueron asesinados tres y “fallecieron” 25 antes de dictarse sentencia definitiva. La causa, que estaba formada por 11.247 folios y 2.621 testimonios y apelaciones, con 34 dictámenes emitidos por el promotor fiscal, después de 10 años (se continúan las Diligencias por la cantidad de lagunas que no quedan aclaradas en los cuatro del proceso y que jamás lo han sido: importante y curiosa coincidencia con esta primera sentencia del 11 de Marzo) llega a los 18.000 folios. El dictamen de los jueces es una joya jurídica: no se sabía aún quiénes eran los culpables. Existe un gran número de argumentos que inculpan al Duque de Montpenssier, masón y botarate palaciego francés que fue aspirante a la corona española, otros tantos en contra del Duque de la Torre y también contra el Almirante Topete, “adepto e instrumento de las logias masónicas en sus rápidos y primeros triunfos políticos, que hubo de sucumbir a la fuerza de esta secta secreta cuando intentó sacudirse el yugo de la instigación y de sus compromisos...”. Siempre Francia y siempre la masonería enredados en la maraña de ataques que van mermado la Soberanía española; y, paralelamente, mi certero convencimiento de que tales fuerzas ni siquiera obran por su cuenta: están dirigidas y gobernadas por fuerzas superiores. Al final, todo sin resolver. Solo la certeza que acusa a un pobre diablo llamado Paul y Angulo cuando es obvio que se trata de una confabulación que nace de muy altos círculos del poder oculto. Porque los magnicidios nunca son el producto de la decisión de uno o varios ganapanes que se lo proponen. ¿No intuís relaciones muy claras con el juicio del 11M? También las descubriréis certeras con el resto de los asaltos que relacionamos.

Tiene, como el más ligero análisis descubre, todos los elementos que conocemos como composición habitual de los crímenes masónicos: implicaciones policíacas y de la Guardia Civil que acaban con la vida de los que pudieron haber aclarado algo los hechos; A pesar de lo que Paul y Angulo llega a escribir en París (ignoramos si por su cuenta, por haber hallado coincidencias para él ignoradas antes; o por instancias de los mismos que le habían iluminado en la comisión del asesinato), las diligencias siguen un camino tortuoso y torticero que llega a componer un legajo ilegible de 18.000 folios, de dictámenes profusos emitidos por el promotor fiscal, que se prolonga durante 10 interminables años que hacen que nadie esté ya interesado en las conclusiones porque todos han llegado al íntimo convencimiento de que nunca se sabrá nada (el cansancio que producen los procesos interminables en la conciencia de la masa es algo que los sociólogos conocen perfectamente). De camino, las inculpaciones ocasionales de dos duques y un almirante que, al parecer, acaban en agua de borrajas, siendo así que los tres son muy sospechosos de pertenencia a la secta masónica… ¿No huele todo esto demasiado a los métodos y subterfugios que conocemos de la masonería?

En cuanto a la filiación de Prim nos caben dudas muy serias ya que es proverbial su pertenencia a diversas asociaciones secretas (en especial a los carbonarios); como tampoco podemos saber (son cosas que la secta mantiene en el más cerril de los secretos) si la sentencia sectaria que se cernió sobre su persona obedecía a desviaciones que son fácilmente admisibles a la vista del carácter personalista y despótico del general; o si por causa del estorbo que supusiera para determinados objetivos de la secta. Pero entendemos que carece de mayor trascendencia a los efectos a que dedicamos estas reflexiones. Es lo más importante saber que, como en tantos otros casos, el crimen que acaba con la vida de un personaje trascendente del momento, queda encubierto en una maraña ininteligible que acaba con la impunidad más inexplicable y en la oscura sima de los hechos irresueltos. ¿Tal vez venganza por el asalto a caballo de las Cortes, si acaso éste no hubiera sido ordenado y tuviese un componente personalista que lo hiciese indeseable a las logias? Creo que no llegaremos ya a saberlo jamás. Sin quitar atención al enorme tráfago de policías, jueces, fiscales, políticos y notables que estuvieron implicados en su ocultación y, presumiblemente, también lo estuvieron en su ejecución.

Del asesinato de Don Antonio Canovas del Castillo, cometido el 8 de agosto de 1897, es acusado el anarquista italiano Michelle Angiolillo, otro pícaro sin capacidad para idear, organizar y acometer el magnicidio; menos aún de acercarse tan peligrosamente a un personaje clave del momento, generalmente muy protegido. Sobran las pistas que involucran, como escalón inmediato, a Ramón Emeterio Betances, médico, “patriota revolucionario puertorriqueño”, instalado en París (otra vez Francia acogiendo la subversión contra el Imperio español) donde se entrevista en numerosas ocasiones con Angiolillo y parece probado que le proporciona fondos de cierta importancia. El interés de EEUU en liquidar los restos de nuestro Imperio (Puerto Rico, Cuba y Filipinas) y tantos y tantos datos que la Historia ha recuperado después, nos llevan al inequívoco convencimiento de que la minuciosa preparación de los desastres del 98, incluido este magnicidio, está planeada y movida por las logias de los EEUU, a las que debemos de añadir la necesaria e inexcusable obediencia del resto de las logias nacionales, entre ellas las españolas. Sin embargo, nos quedamos, después de más de un siglo, con el amargo sabor de una culpabilidad individual en la que solo queda involucrado un anarquista sin más posibilidad que la de haber sido autor del asesinato, el que apretó el gatillo en Santa Águeda. Cuando la razón nos lleva sin dudas a saber que se trata igualmente de una confabulación que prepara acontecimientos tan trascendentales para el mundo entero como los que sucedieron a continuación. Desde luego, todos los gobiernos del mundo y un sinnúmero de personalidades internacionales, “condenan” el magnicidio y se conduelen por él (¿os suena eso de la condena enérgica y sin paliativos?); incluso el “Times” y el “Daily Graphic”, enemigos destacados de España, se unen a la condena. Al final, una condena como la que oímos con excesiva frecuencia de los crímenes de la execrable ETA o cualesquiera otros que se han cometido con profusión en los ruedos del problema que estamos analizando. Pero un repaso a la vida y obra (política, social, artística, literaria) de don Antonio, nos pone de manifiesto que su gran inteligencia y su alma estuvieron dedicadas a España de manera singular, aunque las épocas que corrían por entonces, por obra y gracia de la secta, eran tan delicadas; y los ataques que se estaban arbitrando contra nosotros eran tan terribles, que no vemos que pudiese haberse hecho más ni más positivo para ellos en aquel tiempo. La coincidencia de su asesinato con los enormes peligros que entonces corría la integridad de España y la proximidad, perfectamente controlada por la masonería internacional, del ataque a Cuba y a Filipinas, así como las notables dotes de gobernante de don Antonio, tal vez nos den una explicación aceptable del magnicidio que, por lo demás, ha quedado completamente impune según directrices de sobras conocidas y siguiendo los usos y programas de la masonería en todos sus atentados criminales.

No me veo ni en disposición ni con capacidad para iniciar un estudio serio de lo acaecido en aquel desventurado 1898 en que se terminó de liquidar el Imperio Español por mano de una secta que ha sido desde sus inicios el más enconado enemigo de España, enemistad solo superada por la que exhiben contra la Iglesia Católica: hay estudios más que suficientes y algunos de ellos muy serios y veraces, sobre los manejos herméticos que precedieron a tan luctuosos sucesos: los cuales (hoy ya no cabe duda) fueron auspiciados por la ya poderosa masonería norteamericana; pero en cuyo éxito tuvieron parte muy importante otras masonerías nacionales y muy en especial la propia española. Desde luego, todo ello muy lejano a lo que explican las historias convencionales que, como todas las propiciadas por el sionismo y por la secta, forman un paquete incomprensible que es el que se explica a nuestros jóvenes en los centros de “educación”.

De nuevo encontramos un magnicidio en el que vemos asombrados que su resolución deja en manos de un pobre desgraciado, comido de odios sociales como todos los anarquistas, la autoría. Y toda una organización social (jueces, policías, servicios de orden y medios de comunicación) que responde a un mismo criterio de ocultación, disimulo y tergiversación de la verdad, con manipulación de pruebas y perjurios en cadena.

El asesinato de Don José Canalejas, el 12 de Noviembre de 1912 en Madrid, también se salda con un solo culpable: el anarquista Pardiñas, otro mero instrumento de poderes y asociaciones crípticas. Del Sr. Canalejas diremos que su ideología (y actuaciones) radicales, anticlericales y democráticas y el cambio que experimenta después de su paseo por la Cuba de antes, durante y después del desastre, que produce una importante mutación en sus ideas, nos hacen pensar en la resolución de una posible desobediencia o desviación. De nuevo un magnicidio se resuelve con la inculpación de un pobre diablo, un tal Pardiñas, igualmente anarquista que, al parecer, ha actuado en solitario: ha tropezado con Canalejas cuando este miraba el escaparate de una librería, dándole muerte en ese momento. Y de nuevo topamos con diligencias interminables, razonamientos farragosos que solo pretenden la ocultación, complicidades y perjurios y, finalmente, resoluciones inacabadas y sospechosas.

Se nos juntan en uno sólo otra vez todos los elementos comunes que se observan en estos magnicidios, de los que un eminente autor político dijo acertadamente que los magnicidios no son jamás obra de un degenerado anarquista que se prepara en solitario para el crimen, lo estudia, lo planea y lo comete. Siempre, detrás de éstos crímenes, existe la voluntad y la preparación de entidades superiores, dentro o fuera del gobierno, capaces de prepararlos y con motivos suficientes para desearlos. Y dando lugar, por supuesto, a la posibilidad de acercamiento del asesino a su víctima.

Otro tanto sucede con el magnicidio de Don Eduardo Dato Iradier en Madrid el 8 de Marzo de 1921. Tampoco aquí encontramos más culpables que los tres fanáticos (oportunamente “fanáticos”) que desde una motocicleta disparan contra el automóvil que le conducía desde el Senado, donde había asistido a una sesión borrascosa y amenazadora, a su casa. Otro magnicidio que se salda con la culpabilidad de tres incapaces “fanáticos” y sobre cuya trama, necesariamente de mayor enjundia, nada se averigua. Fue, a lo que sabemos por su biografía, excepcional estadista y muy notable jurisconsulto que, en el desarrollo de sus labores políticas como jefe del Gobierno, centró su atención en la resolución de los graves problemas de orden social que el mundo habría de afrontar en aquella época y prestó especial concurso a la protección de las clases trabajadoras. ¡Quien sabe si es por esos prados por los que se llegó a decidir su eliminación!: estamos ya muy hartos de constatar que la masonería y sus grandes vasallos (en especial el partido socialista y los anarquistas), que levantan sus quejas plañideras constantemente contra la infame situación en que se desenvuelven esas clases, reaccionan furibundamente contra cualquier intento de solución de tales problemas. A la creación del partido socialista por el bueno de Pablo Iglesias, el proletariado al que pretendía defender y amparar, era casi inexistente en España (que no había sufrido la “revolución” industrial del tipo de las experimentadas en otros países europeos con el impulso de un capitalismo inmisericorde); como tampoco contábamos con una “burguesía” que era también prolija en otros pagos y que constituía el otro polo base del enfrentamiento. La clase media española estaba entonces integrada por profesionales, pequeños empresarios y modestos agricultores; pero no existía esa burguesía que acaparaba la crítica de los obreristas y menos aún esa burguesía explotadora y canallesca que en el industrialismo de otros países exprimía hasta la asfixia a sus trabajadores. Por lo que su efectividad inicial estaba condenada al fracaso de quien pretende defender lo inexistente. Y el fracaso hubiese sido inevitable en el lapso histórico desde esta situación a la que, mucho más tarde, fragua un proletariado mucho más amplio, si no hubiese estado financiado por poderes extraños como la masonería o la banda sionista, la misma que sufragó la Revolución francesa y la rusa. Por eso, la primera preocupación de sus líderes (todos ellos incultos y carentes de ciencia alguna, cosa que sigue sucediendo en la actualidad) fue la de crear esas masas de trabajadores que les diesen una plataforma de proletariado sobre la que auparse. Estas masas, que componían el caldo de cultivo de la ideología socialista (y comunista, que son lo mismo; y anarquista, que procura vendernos más acertadamente su pretendida independencia) debían de ser oportunamente “tiranizadas” y empobrecidas por esa burguesía que era también naciente. Todo esto implica que el socialismo, a pesar de sus prédicas, fuese siempre contrario y beligerante con cualquier proyecto de mejora de la clase trabajadora: surgido el programa reparador, su lucha se centraba en dar al traste con él, especialmente mediante huelgas revolucionarias criminales y levantamientos sanguinarios que imposibilitaban su aplicación. El mismo socialismo ha llegado a decir, en el colmo de su desprecio por la sociedad, por el trabajo y por la vida, que no estará jamás dispuesto a facilitar proyectos que pretendan la mejora social de las masas trabajadoras, aduciendo que esas soluciones no son más que fórmulas para diluir y postergar la “necesaria revolución” que dará acceso a la “dictadura del proletariado” después de la aniquilación de sectores íntegros de la sociedad. Todo ello, clara confesión de parte; no añadido ni invención nuestra.,

Más cercano a nuestros días, el asesinato de don José Calvo Sotelo el día 13 de julio de 1936, que se urde en las covachas de la UMRA (Unión de Militares Republicanos Antifascistas), asociación de militares masones (herencia de los ejércitos franceses que asolaron el suelo patrio), tuvo por finalidad exclusiva la de hacer saltar la última chispa que faltaba para la sublevación de los militares que se levantaron el 18 de julio de 1936 contra la revolución latente desde octubre del 1934 y aún antes, desde Abril de 1931. La culpabilidad atribuida a cuatro elementos de las fuerzas de orden es tan miserable y tan capciosa como las que hemos visto achacar a elementos anarquistas que no han sido (creemos que está meridianamente claro) más que los ejecutores de órdenes procedentes de estamentos mucho más elevados. Y que se casan perfectamente con las características que hemos relatado de los crímenes de la masonería: implicación de jueces, policías, políticos y medios. No olvidemos la descarada amenaza directa de “Pasionaria” el día anterior, en las Cortes, dirigida específicamente a don José. Dicen los relatores del crimen: “Su muerte, cuya responsabilidad no se puede atribuir al gobierno, aunque sí se le pueda culpar de incitador, de actitud pasiva y encubridora, sigue hoy con zonas oscuras.” O sea, que haber soportado las amenazas de “Pasionaria” el día anterior con complacencia, haber ocultado después hasta que fue posible el hecho, permiten que no se culpe a los mandamases del momento de semejante magnicidio. Y, lo que es peor y se repite una y otra vez en ellos: aún hoy, setenta años después, con zonas oscuras. ¿No huele demasiado a todo lo que venimos destapando? En cuanto a los autores intelectuales, si la orden partió de la UMRA, no tenemos por qué seguir buscando; el fundamento masónico está claro.

Dejamos el asesinato del Almirante Carrero para otro lugar más adecuado en nuestro trabajo.

Fuera de España también son numerosos los casos recurrentes de estos crímenes y magnicidios. Se me viene a la memoria uno de los más conspicuos que nos ha tocado vivir. El magnicidio de John Fridgerald Kennedy se salda con la solución de que le asesinó un tal Lee Harvey Oswald, disparando su fusil a más de 500 metros de distancia a un coche en marcha. A renglón seguido, Oswald por un tiro de pistola que le dispara un tal Jack Rubi (en puridad Runbinstein) del que nadie ha sabido si era un monstruo o un agente secreto, hecho que ocurre en presencia de un enjambre de policías y a la vista de varios millones de espectadores de la TV. Y, para poner la guinda de las casualidades o de los desatinos, el tal Ruby muere a los pocos días, víctima de un oportuno cáncer fulminante que cierra el ciclo de la investigación y nos sume en un arcano histórico que jamás tendrá solución satisfactoria. Todo ello en el entorno de decisiones políticas del Presidente que sabemos que molestaban seriamente los designios del “stablishment” estadounidense, el más potente del mundo y del que salen las principales consignas para aquella nación y para el resto del planeta. Con la supervisión constante de los banqueros neoyorkinos, es decir, del sionismo. Y no solo encontramos el asesinato de Oswald para la guarda del secreto del magnicidio: 18 testigos interrogados por la policía de Dallas, por el FBI y por la Comisión Warren murieron: seis de ellos, asesinados a tiros; tres, en accidente de tráfico oportunísimo; dos se “suicidaron”; otro fue degollado; a otro le rompieron el cuello con un golpe de karate; tres, por ataques de corazón; y otros dos, por causas “naturales”. Sin duda que Oswald tuvo que ver en la conspiración (no hubiese sido asesinado, en otro caso); pero hoy está fuera de dudas que no fue el asesino. Las conclusiones de la Comisión Warren ya nadie las cree y todo nos indica que J.F. Kennedy fue víctima de una conspiración en la que participaron la CIA y el FBI (incluso Tal vez el KGB a juzgar por las implicaciones del armamento de Cuba), ejecutada por matones de la mafia.

Podemos decir sin temor a equívocos, que cuando el secreto en la investigación de un crimen que podemos calificar como magnicidio es decretado desde las fuentes secretas del poder oculto y las tramas salen a relucir en la confusión de un proceso del que solo podemos descubrir que no “quiere” encontrar responsabilidades que vayan más allá de los meros autores materiales, se trata de los asesinatos concertados de que venimos hablando.

Puede descubrirse a poco que repasemos la historia de los dos últimos siglos (XIX y XX) en Italia, Francia, España, Inglaterra y, por supuesto, en los EE.UU. No quiero decir que no los haya habido antes de esas fechas ni en otras latitudes: por el contrario, la técnica del asesinato político decretado por el poder ha sido muy recurrente y se ha dado con especial frecuencia entre los sistemas políticos que no han entrado en el mundo de la civilización cristiana y en la moral católica. Pero nos interesan ahora los que son directamente imputables al poder mundial a través de cualquiera de sus ramas operativas: masonería, iluminismo, otras sectas secretas…

No solo las figuras públicas llenan la nómina de los asesinados: son, sin duda, las que más llaman la atención y constituyen los casos más escandalosos; pero muy a menudo (mucho más de lo que somos capaces de pensar) son figuras intermedias las que pagan con sus vidas la vesania política de nuestros días. Hay una diferenciación importante entre los fines que se buscan actualmente y la renuencia de las acciones. Al fin y al cabo, la seguridad de las sectas que forman la escala del poder y su necesidad de silencio, de obediencia, no pueden afianzarse en muchas ocasiones más que con la muerte de alguno o con la certeza del resto de que esto sucederá indefectiblemente si osan descubrir un secreto o incumplir una instrucción. O si alguno ajeno a estas sectas constituye un estorbo para el cumplimiento de sus designios.

Antes que Kennedy fueron asesinados otros tres presidentes de los EE.UU.: Abraham Lincoln, a pesar de su cierta pertenencia racial al judaísmo y sin duda, su adscripción al sionismo. Fue abatido a tiros en la nuca por un “loco” (oportunamente loco), cuando el Presidente asistía a un espectáculo, en su mismo palco. Jamás se descifró judicialmente el crimen.

Jammes Garfield también fue asesinado, igual que el Presidente Wulliams McKinley.

Otro caso, el de Warren G. Harding, que fallece repentinamente cuando estaba a punto de nombrar una comisión investigadora del Senado sobre malversación de fondos públicos que involucraría al Presidente y a numerosas personalidades de su entorno. La amante de Harding, Nat Britton, contrata al investigador Privado Gaston B. Jeans que descubre que Harding había sido envenenado por su esposa con la complicidad del General Sawyer, amigo del matrimonio desde su juventud. Jeans publica los resultados de su investigación en un libro que fue inmediatamente puesto bajo secuestro (una de las actividades más antiguas del C.F.R.) en el país en el que más se presume de la libertad de expresión. La prensa inicia una serie de publicaciones que remueven el asunto; pero poderosas influencias consiguen echar tierra sobre el caso. Y se inicia una curiosa cadena de muertes “muy oportunas”. Nat Britton y la hija que tuvo con Harding mueren en un accidente de circulación; once personalidades relacionadas con el caso y citadas por Jeans, desaparecen de la circulación (sencillamente “desparecen”, sin que se haya vuelto a saber jamás de ellas); dos, se suicidan; otros ocho, mueren de repente (¡hay que ver lo oportuno que resulta este tal “repente”); y el Fiscal General del Estado, Dougherty, desaparece sin que nunca más se haya sabido nada de él: era el último testigo conocido que quedaba. El investigador Jeans escribe una segunda versión corregida y aumentada con nuevos aportes relativos a las sospechosas desapariciones, lo cual sucede en 1930; pero han pasado siete años desde el asesinato y la atención del pueblo está polarizada por la crisis del 29. El mismo Jeans muere repentinamente por aquellas fechas, con lo que el círculo del silencio queda cerrado y bien guardado.

La presidencia de los EE.UU. desde Kennedy parece estar decidida por una bala (igual que está sucediendo ahora en España desde 2004): El asesino de J.F. Kennedy lleva a Lindon B. Jonson a la Casa Blanca; el asesino del ministro de justicia, Roibert F. Kennedy, posibilita la estrecha victoria de Richard Nixon en 1968. El atentado sufrido por Geroge Wallace, que le deja imposibilitado en una silla de ruedas para el resto de su vida, facilita el camino para la reelección de Nixon.

Gerald Ford, tras el escándalo del Watergate que fuerza la dimisión de Nixon, después de sufrir dos atentados contra su vida, decide abandonar el proyecto de presentarse a la reelección. Le sucede Jimy Carter, a quien disparó un tiro Lynetta Fromm, sin alcanzarle (era, muy probablemente, un aviso a navegantes). Después se proclama Presidente Ronald Reagan que había prometido una drástica reducción de los impuestos la cual pone en práctica de inmediato. A los dos meses, sufre un atentado del que resulta herido. Asimila la lección y, tras su curación, da un giro de 180 grados a su política.

Georges Bush, que también había prometido una drástica reducción de los impuestos, aplica en la realidad subidas tributarias que superan las de cualquier otro presidente anterior.

Parece que cuadra aquí relatar la historia de un curioso hospital que se llama el Hospital Bethesda. Pertenece a la Marina de los EE.UU. El General Wedemeyer, uno de los más brillantes estrategas norteamericanos y de los mejor informados sobre asuntos de Extremo Oriente, que había escrito un infirme que se hizo famoso sobre los errores de la misión Marshall, que culminaron con el abandono de Chiang-kai-Chek y la toma de poder por Mao-Tsé-Tung, por no querer modificarlo en la línea marcada por los “poderes oficiales” de Truman, fue relevado de su cargo y por médicos de la Casa Blanca, se le aconseja una revisión médica en dicho Hospital. Wedemeyer era conocido por sus acérrimas convicciones cristianas. Se opone con todas sus fuerzas, apoyado por sus abogados. Y se recluye en su rancho de San Clemente, protegido por todo un ejército de guardaespaldas. Sin duda conocía las especialidades del Hospital.

El Secretario de Marina, James Forestal, se oponía con ahínco al reconocimiento del Estado de Israel y se desata una cruda campaña de prensa que le acusa de antisemitismo. El periodista Drew Pearson anuncia por radio que Forestal está mentalmente enfermo y, pese a que se opone formalmente, es internado en el Hospital Bethesda donde anuncia, nada más ingresar, que al día siguiente daría una conferencia de prensa en la que denunciaría la campaña contra él. Aquella misma noche murió por “caída” desde una ventana. Todo oportuno. Y todo según la “versión oficial”.

El Senador por Wisconsin, Joseph Raymond McCarthy, fue nombrado por la mayoría de los senadores para que presidiera una comisión senatorial que investigase la infiltración de agentes comunistas en la alta administración de los EE.UU. Desenmascaró a más de medio centenar de agentes y espías. Se le desprestigia en una potente campaña en la que se le acusa de “lunático” y “visionario”. Aunque lo cierto es que McCarthy no condenó a nadie: se limitó a acusar ante los jueces del Estado Federal a los sospechosos; y estos tribunales hallan culpables a todos los acusados por democráticos jurados y éstos son sentenciados por democráticos jueces. Solo uno no llegó a ser condenado: el coronel de intendencia Peress, convicto de perjurio y posteriormente ascendido a General. Peress no era digno de llevar el uniforme, según dijo McCarthy al General Zwicker que había propuesto el ascenso al generalato de Peress. Todo lo cual provocó que el Comité Tydings, creado a dedo por el Presidente Eisenhower, disolviera la Comisión McCarthy cuya muerte política se debió a la inquina personal de Eisenhower que había utilizado la influencia personal del senador de Wiskonsin como arma electoral. Yo, francamente y pese a los relatos “oficiales” creo que existían otras razones más enjundiosas para ese odio. Insatisfecho aún con su muerte política, le forzaron a acudir a examen ante el médico psiquiatra del Senado, que ordenan que sea ingresado en el hospital de la Marina de Bethesda para ser sometido a un examen más profundo. McCarthy muere en ese fatídico hospital como consecuencia de una “hepatitis no infecciosa” (según su acta de defunción). Un médico declaró a la prensa que McCarthy no padecía hepatitis y la familia exige que se rehaga la autopsia. A lo que se niegan sospechosamente las autoridades sanitarias, siendo enterrado el difunto apresuradamente.

Nosotros tenemos ahora derecho a hacernos una pregunta inteligente: ¿por qué los altos mandos de los EE.UU. muestran un interés tan ilimitado en la defensa del comunismo? No cabe responder a esta pregunta en el corto espacio que me he asignado a mí mismo para este trabajo: sería materia para llenar todo un libro y aún este resultaría voluminoso. Además, no viene al caso del fin que me he propuesto en este análisis. Pero bastará con que hagamos dos consideraciones que son poco conocidas para la mayoría de la gente: una, que la Revolución Rusa fue pagada con fondos aportados por los banqueros de Nueva York y de la City, todos ellos judíos, que después siguieron financiando a Lenin y a Stalin (porque realmente el comunismo estaba en los planes del sionismo y jamás ha sido una oposición real al capitalismo liberal de los EE.UU., sino una continuación de éste en el capitalismo dictatorial del Estado); y dos, atendamos solo a las palabras de David Rockefeller cuando declaró preferir el comunismo al liberalismo porque en aquel no hay competencia, solo monopolio. “Y yo soy más feliz cuando no tengo competencia”.

Y seguimos con nuestro recuento de muertes: Jhon Edgar Hoover, Director General de FBI desde 1925 hasta su muerte en 1968, estuvo sujeto a la mafia que le chatajeaba por pruebas que guardaba sobre su homosexualidad. Pero él mismo coaccionaba y manipulaba mediante chantaje a políticos durante muchos años. Fue asesinado por una facción rival dentro del mismo FBI, con el apoyo de la CIA (es decir, por acuerdo del poder oculto), en 1968. No se hizo la preceptiva autopsia obligatoria y su muerte se declaró oficialmente como consecuencia de un “paro cardíaco”. Han investigado su muerte los periodistas Frederick T. Sanborn y Percy R. Greaves, que concluyeron que había sido asesinado. La sórdida lucha por el control de sus ficheros y archivos se jalonó con varios “paros cardíacos” y accidentes de tráfico.

Fuera de los EE.UU., los casos son incontables. Leon Trostky es asesinado de un hechazo en la cabeza, en Ciudad de México, por el anarquista español Ramón Mercader del Río, sin duda por instrucciones del poder ruso. Agentes soviéticos son también los que asesinan al ministro croata Ante Palevic y al político checoslovaco Jan Massarik. Un supuesto “chiflado”, David Pratt, asesina a tiros en pleno parlamento al ministro de Sudáfrica Verwoerd. Pratt, al ser sentenciado a reclusión perpetua, en la misma sala chilla desaforadamente diciendo: “¡Me habíais prometido que no me pasaría nada!”.

Uno de los recursos más socorridos cuando se descubre al criminal, es tildarlo de “loco” que ha actuado por su cuenta. Oswald tenía ese tipo de “locura” que nadie pudo negar ni confirmar por la rápida, expeditiva y escandalosa muerte a los pocos días de su detención. Sirhan Sirhan, asesino de Robert F. Kennedy, James Earl Ray, asesino de Martin Luther King, Pratt, el de Verwoerd, el joven Herschel Grynzspan, azsesino del diplomático alemán Von Rath (propiciando el inicio de la II Guerra Mundial), todos ellos estaban “locos” y actuaban por cuenta propia… ¿Cómo explicamos, entonces, la increíble “oportunidad” de esos crímenes? ¿Cómo la puesta en manos del asesino del arma homicida, en tal estado de “chifladura”? ¿Cómo que tuvieran tan fácil acceso a personajes que están siempre perfectamente protegidos y de los que muy pocas personas conocen sus itinerarios? ¿Cómo que se conculquen principios tan rígidos de análisis del cadáver mediante autopsia, siendo así que se trata de personajes de importancia grave? ¿Cómo que jueces, policía, centros de información y medios obedezcan las órdenes tendentes a desviar la atención de técnicos, periodistas y público en general? Hay mucha “cola” detrás de estos crímenes políticos que no son explicables sin la aquiescencia del poder oculto y que dan lugar a procesos judiciales engorrosos y liados que lo único que buscan es que todo se diluya en sospechas y conjeturas no probadas y se explique en cientos de miles de folios ilegibles y hueros que nada aclaran y procuran el “carpetazo final” para cualquier intento de investigación seria.

El Archiduque Francisco Fernando, heredero del trono de Austria-Hungría es asesinado en Sarajevo, en 1914, por Gavrilo Prinzip y dos cómplices: los tres eran “locos” y actuaban por propia iniciativa, Pero el asesinato marcó el inicio de la I Guerra Mundial que ya habían anunciado, en 1.876, los iluministas.

Son todos ellos crímenes “concertados” que precisan la organización que solo poseen las sectas (hoy en día todas ellas fundidas en torno a la masonería y el iluminismo) y los klanes organizados bajo el control férreo del sionismo. La utilización de pobres desgraciados que se pueden tildar fácilmente de “locos visionarios”, de degradados sociales inscritos en el anarquismo, de degenerados homosexuales a quienes se pueden imputar intereses bastardos de venganza sexual, la consecuente muerte por accidente, por enfermedad, por simple asesinato o por pretendido “suicidio”, formando una vía destinada exclusivamente a destruir posibles rastros de la verdad, son importantes pruebas que nos permiten asegurar que existe una maldita trama que se mantiene en el secreto del oscurantismo.

Y no podemos caer en la necedad de pensar que todos los crímenes políticos han sido descubiertos. Sin duda hay muchos otros de los que jamás hemos tenido noticia y que pasan por muertes accidentales, por enfermedad, etc., sin levantar sospechas de otras causas. Jamás los conoceremos. Podemos decir al respecto que algunos de estos asesinatos han sido montados de manera que se pueda intuir su previa organización, aunque la tupida selva de ayudas de toda clase que poseen sea bastante para que nunca se llegue a conocer la trama. En estos casos hay, sin duda, una componente importante de ejemplaridad, de aviso a los que podrían caer en la tentación de desobediencia o de actuación independiente. ¿Cómo no descubrir este trasfondo, por ejemplo, en el asesinato de J.F, Kennedy a todos los futuros presidentes de los EE.UU.? Los asesinatos políticos que han sido detectados o sospechados, son solo la “punta del iceberg”. Y de éstos, los que un simple periodista independiente o investigador casual pueden recomponer, son la punta del iceberg de ese otro iceberg. Los medios de que disponen hoy los Estados y sus potentes agencias, oficiales o no, posibilitan este baile de crímenes constantes que le son necesarios al poder oculto para ir escalando peldaños en su ascensión al gran poder mundial; y la maldad intrínseca de los fines que se proponen las tinieblas que nos dominan, posibilitan su planteamiento.

Acaso si nos falte tratar otros dos aspectos de la cuestión: las “tramas búlgaras” como ejemplo de un proyecto que un Estado encarga a sus “satélites” y que tienen claro paradigma en el intento de asesinato de S.S. Pablo VI en Filipinas o en el de Alí Agqa, del intento de asesinato de S.S. Juan Pablo II; pero ese poder oculto tan sofisticado e “inteligente” no ha sabido contar con que la Santa Iglesia está directamente protegida por el Espíritu Santo y que “las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella”.

El otro aspecto se refiere a las bandas terroristas: más adelante tratamos de ellas por el ejemplo clarísimo que podemos encontrar en nuestro suelo con la banda criminal ETA, auténtico ejército armado, protegido directamente por el Estado. Pero estos tampoco faltan en otras latitudes: el caso de la Baden Meinhoff en Alemania que, después de haber cumplido una larga lista de crímenes “ad pedem literae” y quizás porque había dejado de ser útil, se procede al encarcelamiento de sus miembros que se suicidan todos ellos en la misma noche al tiempo que se elimina al resto de los que quedaban fuera de alcance y que secuestran un avión con pasajeros para procurar el canje por sus presos, sin tener para nada en cuenta la vida de los pasajeros.

El caso de la Banda Stern, cuyo jefe de operaciones, Yitzhak Shamer accede luego al puesto de Primer Ministro de Israel; o el de Menagen Beghin, que después de dirigir la Banda llega al mismo puesto de Primer Ministro de Israel y en 1978 se le otorga nada menos el que Premio Nobel de la Paz (ello califica a los afamados Nobel).

Por supuesto que las bases de estas bandas terroristas ignoran sus auténticos fines y creen cerrilmente en sus planteamientos ilusorios de “liberación”. Y por supuesto que, a partir de 1968 todas ellas cuelgan de la organización internacioal “Interterror”, creada en Cuba en ese año y que unifica y hermana a todas las bandas terroristas, entrenándolas de manera conjunta en campos repartidos por todo el mundo y procurando medios de guerra a todas ellas.

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Javier de Echegaray



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