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Como “hacerse” sin “deshacerse”

por Aquilino Polaino-Lorente

Me gusta más hablar de virtudes que de valores. No es una mera cuestión de palabras, sino un problema de fondo acerca del significado. Las virtudes sólo se pueden enseñar de manera indirecta. En cambio, se pueden aprender directamente, viviéndolas.

La persona ha de hacerse a sí misma

Un principio que parece aceptable es éste: el hombre “es”, pero “no está hecho”. Cuando nace es sólo una posibilidad, la posibilidad de un proyecto todavía no determinado. Por supuesto, que la persona no puede hacerse sola, ni hacer de ella cualquier cosa que le apetezca. Porque haciendo “cualquier cosa” no llegará a ser la persona que quiere ser. Además, en ella influyen otros muchos factores, que  condicionan la trayectoria de la biografía que para sí elija.

Pero los condicionamientos no son tantos ni tan vigorosos que anulen la libertad. Ser libre significa tener la vida en las manos. Lo que resulte dependerá del uso que se haya hecho de la libertad. Siempre estamos eligiendo. Incluso, cuando no elegimos estamos eligiendo “no elegir”.

Con la libertad nos “hacemos”. Pero hay muchas personas que en el empeño de “hacerse a sí mismas” se “deshacen”. Por otra parte, hay también personas muy “deshechas” que, con la ayuda de otros, se “rehacen”. Durante nuestra vida hay momentos en que “nos hacemos” y otros en los que “nos deshacemos”. El resultado depende de muchas circunstancias y de otras personas, que no hay tiempo de analizar ahora. Pero el resultado de nuestra actividad depende del “proyecto” que cada uno se haya hecho para su propia vida.

Siempre que actuamos lo hacemos por algo y para algo; cuando actuamos nos proponemos un fin, una meta. Si no lo hiciéramos así, nuestro comportamiento no tendría sentido; en el fondo significaría que no tenemos proyecto alguno y probablemente nuestras acciones non podrían llamarse humanas: serían meros actos reflejos, como los de los seres irracionales. Para realizarse como persona, es menester tener un proyecto racional, pensado, algo en lo que se ha reflexionado y sobre lo que se ha decidido. Decidir hacer algo es decidir-se a sí mismo en esa misma dirección. Determinar algo es determinarse.

Proponerse un modelo

Es ineludible elegir un modelo que motive la conducta, para realizar un proyecto personal. A veces uno está un poco atontado, aburrido, sin saber qué hacer. Esta es una enfermedad que padecen casi todos los jóvenes de hoy. Uno puede encontrarse un sábado o un domingo sin saber qué hacer en la vida y con la propia vida. Esta situación indica que no se tiene un modelo ni un proyecto. Cabría proponer a esos chicos un ejercicio: que se pregunten ante una mesa vacía, sin bibliografía, provistos sólo de papel y bolígrafo: ¿por qué cinco valores me jugaría la vida ahora mismo?

Si no emergen en la mente esos cinco valores, es que no hay proyecto, es que todavía no ha encontrado cuál es el sentido de su vida.

Del drama humano a las tragedias del viernes noche

Pongamos un ejemplo. Una chica quiere estudiar y dice: “Me voy a tomar una buena dosis de cafeína y me pongo a estudiar”. Se pone. Pero enseguida descubre que es muy importante tener a mano un rotulador amarillo, para subrayar y retener...Pero no lo tiene. Se levanta, lo busca, se pelea con su hermana porque se lo ha quitado y no sabe dónde está. Se enfada...Bueno, como son las cinco menos diez y a las cinco abren, voy a salir a la calle y comparar un par de ellos porque, claro, esta tarde es definitiva. Vuelve a las cinco y cuarto. Ya está llegando al portal de su casa cuando se encuentra a una amiga. Entonces la amiga le dice: “Te estaba buscando, mujer; nos tenemos que tomar un café. La amiga empieza a contarle el problema que ha tenido con un amigo que la ha dejado y entonces...la escucha, le da consejos, y cuando se da cuenta...¡las seis y cuarto!.Vuelve a casa con los dos rotuladores. Bueno, a esta hora quizá lo conveniente sería cargar las pilas, tener mas energía, o sea merendar. Va a la nevera, olfatea...Elige a su gusto y se va a la sala de estar a tomárselo. Hace “clic” y se enciende el televisor. Hay película medio empezada. Enseguida anuncios. Después viene la segunda parte de la película y quizás se puede coger el hilo del argumento...Son las siete y media de la tarde: ya no compensa ponerse a estudiar hora y cuarto...Voy a cenar temprano y llamar a mi amiga porque dos personas se motivan más, formamos “el nosotros”, nos autoestimulamos. Probablemente hasta las tres de la mañana, prepararemos muy bien el examen. Además queda todo el sábado y el domingo; hay tiempo. Llama a su amiga. Llega a las once y media porque se ha retrasado el autobús. Al final se ponen a estudiar a las doce menos cuarto y suena el móvil. Le llama el amigo que está de “movida”. Se marchan las dos y... ¡a las ocho de la mañana! Se encuentran tomando unos churros con café, para aliviar el dolor de cabeza que el consumo de alcohol les produjo. ¡Esto es lo que ahí! El estudio va a ser que no, que mejor lo dejamos para la tarde del sábado. He aquí la pequeña tragedia del viernes noche.

El proyecto que ha hecho esa persona joven está minado de errores. Habría que decirle: si tú a las cuatro de la tarde pretendes ponerte a estudiar, no discutes con tu hermana, no hay “chute” de cafeína, no hay búsqueda de rotuladores absolutamente irrenunciables. No, no lo son. Si tu fin es estudiar de cuatro a ocho, lo que hay que hacer es sentarse a las cuatro y no levantarse hasta las ocho, estés como estés y sea donde sea. Y además hay que sentarse estoicamente ante el libro. ¿Qué se hace cuando tienes  hambre y te encuentras con el mejor bocadillo que tienes delante y te gusta? Te lo meriendas. Pues si te has propuesto estudiar, debes ponerte delante del libro y merendártelo, de cuatro a ocho, hasta que acabes. Si no eres capaz de tomar el libro que tienes que estudiar con la misma energía, con la misma disposición, con las mismas actitudes con que coges el bocadillo de tu vida, que te encanta, que después de dos días sin comer eres capaz de zampártelo en un santiamén, entonces tú no estás motivada para trabajar y tu proyecto no funciona.

Cuando un hombre o una mujer tienen un proyecto de vida, cuando concibe un proyecto acerca de su ser personal, él mismo, ella misma, se proyecta, se lanza con armas y bagaje a la realización de ese proyecto porque se ha comprometido con él. Entonces ese proyecto pasa a ser vida vivida, fin de la existencia, compromiso radical y profundo. Y con un talante decidido se impide que haya la mas mínima fisura que lo debilite o tuerza. Sin proyecto, damos bandazos y acabamos en la frustración.

Elegir y renunciar

Elegir un proyecto, proponerse una meta, implica excluir cosas que no encajan en él, que no son de nuestro estilo, que no caben en nuestro programa. Elegir implica renunciar. Cuando hay una conducta motivada por un proyecto, uno se alegra de las renuncias que conlleva, porque está comprometido con la elección por la que ha optado.

Esta es la manera de enriquecer la personalidad. De lo contrario vamos dando vueltas a las cosas a las que hemos renunciado, o esquivando el bulto al compromiso asumido, y así la elección –el ejercicio de la libertad- no tiene mucho sentido. Así las circunstancias nos llevan por dónde no queremos ir. Pero no porque sean más fuertes que nosotros, sino porque nos rendimos, porque nuestro proyecto no tenía fuerza, porque carecía de garra y de los valores necesarios. Puede suceder que uno lleve arrastrándose por este mundo durante cincuenta años y todavía no sabe qué está haciendo en él. Sencillamente, porque no ha sabido qué hacer consigo mismo.

Cómo saber qué hacer

Para saber qué hacer consigo mismo, y hacerse un proyecto coherente y satisfactorio, es preciso conocerse a sí mismo; tarea no fácil. Se cometen muchos errores, en este sentido. Hay muchos chicos que descubren a los cuarenta años la gran capacidad que tienen para aprender, por ejemplo, ruso. Pero nadie les ayudó a descubrir que tenían esa capacidad de modo innato. Se cometen muchos errores en el conocimiento propio por estimarse a la baja, es decir, por infraestimación.

En este aspecto, la pedagogía de padres y profesores se ha equivocado con frecuencia. No hemos descubierto los valores positivos que tenían nuestros hijos o alumnos. No hemos puesto el rodrigón para que crecieran en sus valores innatos. “¡Lucha contra tus defectos!”, hemos dicho, cuando por cada defecto arraigado en ese joven hay cinco, seis, diez, veinte, cien valores dominantes –cien rasgos positivos, cien dones que le han regalado- que son los que hay que desarrollar. Esa persona, quizá lo ha pasado mal tratando de erradicar un defecto, por ejemplo, el desorden: está todo el día peleándose con el armario, no sabe donde poner los zapatos, los calcetines, etc.; y, sin embargo, le hubiera costado poco desarrollar otros valores que tenía en estado potencial o ya muy crecidos como, por ejemplo, la magnanimidad, la puntualidad, la simpatía, la constancia, la generosidad...

Con muy poquito esfuerzo hubiera crecido en un montón de virtudes y hubiera hecho felices a muchas personas. Pero como nadie se los mostró, no ha crecido. Y tienen un concepto negativo, pésimo, de sí mismo, porque sabe que es un desordenado, y cree que es un desastre, que siempre tiene los libros arrugados...Tienen una pésima imagen de sí mismo, pero es que nadie le ha descubierto el lado positivo que tenía y en el que, con tanta facilidad, podía crecer.

Luchando de una manera negativa casi nunca se consiguen virtudes. Desarrollando los valores positivos que cada persona tiene y libremente  quiere desarrollar, con ayuda de los demás, es como se logran las virtudes, que es lo que hace valiosas a las personas. Hay que acabar con la pedagogía varada en lo negativo, porque sólo es compatible con el más radical pesimismo antropológico. Lo cierto es que la persona, hombre o mujer, es una maravilla; cada persona es única, irrepetible e insustituible. Y, además, está dotada de muchos más rasgos positivos que negativos.

Hacer rendir los valores

Por lo tanto, hay que ahondar, hay que ser valiente y preguntarse: ¿quién soy yo? ¿qué valores tengo? ¿qué valores puedo alcanzar? ¿cómo puedo sacar partido de los valores que tengo?

Hay que proponérselo, proyectarse activamente, lanzarse hacia unos valores concretos y desarrollar las virtudes correspondientes. ¿Cómo? Ejercitando la virtud, no hay otro modo. ¿Usted quiere llegar a ser más simpático? Pues, empiece a sonreír más,  y se estirarán sus músculos faciales. Primero le saldrá una sonrisilla de conejo, pero no importa; llegará un momento en que los músculos fácilmente se estirarán. La simpatía no se consigue haciendo un master, sino ejercitándola, y si lo hace ya verá como no hace estimaciones a la baja del valor de su propia persona.

Si usted, al llegar a este mundo tenía en sinceridad –por las cualidades innatas que le habían regalado junto a su vida-, una puntuación de 8, usted tendrá que morirse con un valor en sinceridad de 800; valor que alcanzará con muy poco esfuerzo. Esa será su biografía, no tendrá otra. A eso le llaman los economistas plusvalía. En la vida, o crecemos o menguamos. ¿Y si una persona nace con un alto valor de alegría, porque sin hacer ningún esfuerzo ya en la cuna sonríe de forma maravillosa, y puntúa 1000, y cuando se muere tiene sólo 200? ¡La inflación se lo ha comido! Ha perdido el gran regalo de su vida.

Nos reímos, pero esto es sumamente importante. Si nacemos con 800 de alegría y llegamos a los setenta y cinco con sólo 200 de alegría, todo el mundo dirá: “¡cuidado, es un viejo gruñón; no te acerques, porque te puede morder”. Si, en cambio, hemos nacido con 800 y elevamos este valor a 8000, dirán: “Cuida a este viejo: es encantador, ya verás qué simpático, qué bien te lo pasas con él...”

Creciendo en la virtud de la alegría se hace felices a otras muchas personas. Al menguar en la virtud de la alegría nos quedamos solos y nos sentimos aislados, y además refunfuñamos, espantamos y hacemos desgraciados a quienes nos rodean o nos tiene que cuidar. Hemos perdido los papeles por el camino de la vida, porque no nos hemos conocido, porque sencilla e injustamente nos hemos infravalorado, porque no hemos sabido desarrollar los valores que ya teníamos, y que tan poco nos habría costado aumentarlos.

La ética de las virtudes

Estoy hablando de virtudes. Me gusta más hablar de virtudes que de valores. No es una mera cuestión de palabras, sino un problema de fondo acerca del significado. Las virtudes sólo se pueden enseñar de manera indirecta. En cambio, se pueden aprender directamente, viviéndolas.

Merece respeto “el deber por el deber”, pero sin olvidar la ética de la felicidad, que es la que hay que resucitar, sin perder el punto de referencia de la ley. Cuando yo me porto bien, lo hago porque me da la gana, y me da la gana porque así soy feliz. El listillo que hace el mal no es feliz; es un desgraciado. Puede demostrarse fácilmente que es un desgraciado. Pondré un ejemplo: una chica que aguanta a su madre cuyo único defecto consiste en tener muy mal genio. Grita y grita, y esto es como plomo derretido que cae por la espalda. Aún así la soporta y la aguanta. Y gracias a que hace ese bien de soportar a su madre, se hace buena. Puede decir que es tonta, pero no lo es: es feliz. Su madre se expansiona gritándola y, gracias a eso, no tienen que ir al psiquiatra. Si su hija le plantara resistencia, tendría que ir al psiquiatra porque se suscitarían entre ellas muchos conflictos. Esa hija acabaría por irse de casa. Pero, gracias al vigoroso temple que la chica tiene no ocurre nada de esto.

Por cierto, que no es verdad que las personas seamos buenas y, por eso, hacemos el bien. Sólo cuando alguien se esfuerza por hacer el bien, después de algún tiempo de esforzarse en lo mismo, acaba siendo bueno. Sólo empeñándonos seriamente, desarrollaremos la bondad que nos ha sido regalada con la vida. Sólo así nos hacemos sin deshacemos.

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Aquilino Polaino-Lorente



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