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Revolucion, Justicia Y Magisterio

por José Manuel Varela Olea

Qué entendemos por Revoluciones y cuando hay conexiones con el Magisterio de la Iglesia en la búsqueda de la Justicia

Para el análisis del primero de estos conceptos debemos tener presente que quienes se adentran en su estudio no suelen ponerse de acuerdo sobre las fechas de comienzo y fin de las revoluciones, ni sobre los acontecimientos que realmente las pueden acreditar como tales. Es más, a lo largo de la historia no han existido dos iguales [1] . Con estos datos lo más prudente es acercarnos a su origen. Sabemos que la palabra “revolución” fue un término astronómico que tuvo gran importancia en las Ciencias naturales gracias a la obra de Copérnico De Revolitonibus Orbim Coelestium. En su uso científico se conservó su significación latina y designaba el movimiento regular, sometido a las leyes y rotatorio de las estrellas, el cual, desde que se sabía que escapaba a la influencia del hombre y era, por tanto, irresistible [2] , no se caracterizaba ciertamente ni por la novedad ni por la violencia. Por el contrario, la palabra indicaba claramente un movimiento recurrente y cíclico. Referido a los asuntos del hombre, sólo podía significar que las  pocas formas de gobierno conocido giran entre los mortales en una recurrencia eterna y con una fuerza irresistible, con que las estrellas siguen su camino predestinado en el firmamento. Nada más alejado de su significación original que la idea de destrucción del orden antiguo por el nacimiento de un mundo nuevo [3] .

Maquiavelo utilizó el término Mutatio Rerum de Cicerón, sus mutazioni del stato, para el derrocamiento violento de los príncipes y sustitución de una forma de gobierno por otra. En definitiva, podría considerarse a Maquiavelo como padre espiritual de la Revolución. Así, Robespierre afirmaba que el plan de la revolución francesa estaba escrito en líneas generales en los libros de este autor.

Desde los tiempos de Roma [4] , hasta el siglo XVIII, las teorías de las revoluciones no se centraban en por qué ocurrían sino en cuando podían justificarse. Polibio adoptó la noción de revolución para referirse a un restablecimiento de las cosas a su orden adecuado. Así, por ejemplo, la tiranía era una aberración que debía ser corregida mediante una revolución que restaurara una sociedad justa y ordenada. A este propósito, Burke niega justificación a la Revolución Francesa por no ser el rey un tirano. Hobbes niega justificación al caos y la sangre, y señala que toda revolución supera los males hechos por el tirano [5] . Y es que con la Revolución Francesa surgió un significado nuevo de “revolución”. Desde 1789, esta idea aparece no sólo como oposición a la tiranía, sino que presenta una reorganización de la sociedad enteramente nueva. Buscan una nueva era con nuevas instituciones políticas y sociales. Es más, según Marx y Engels el feudalismo cae a manos de la revolución burguesa que abre las puertas al capitalismo. No obstante, la economía post revolucionaria siguió siendo básicamente agraria, y los campesinos siguieron trabajando la tierra de manera virtualmente igual. La revolución fortaleció a los pequeños propietarios rurales mediante la abolición de privilegios señoriales. Francia ofrece un pobre material para sustanciar la idea de una revolución burguesa que, supuestamente, de pronto rompió las cadenas que trataban el desarrollo capitalista. Quienes se dedican a su estudio afirman que fue la convocatoria de los estados generales lo que condujo a la misma al hacer surgir a la burguesía capitalista, o bien al Alto Tercer Estado en el escenario político nacional [6] .

Las revoluciones resultan episodios dramáticos de cambio político, donde el gobierno central pierde la capacidad de hacer cumplir sus leyes sobre una parte de su territorio o población [7] . Donde diversos grupos luchan por establecerse como autoridad central, donde esta lucha toma variadas formas llámese guerra civil, golpe de estado, guerra de guerrillas y donde los competidores intentan construir nuevas instituciones políticas y económicas que sustituyan a las viejas. “si hojeamos la historia de las revoluciones, veremos que toda caída de régimen ha sido anunciada por un desafío impune. Hoy, como hace 10.000 años, ningún poder se mantiene si ha perdido su virtud mágica.” [8] La combinación de estos elementos distinguirá a la misma de otras formas de violencia política. Para otros, la revolución es un caso especial de acción colectiva en que los dos contendientes, o todos ellos, luchan por la soberanía política definitiva sobre la población, y en que los desafiantes logros, al menos hasta cierto punto, desplazan a los anteriores detentadores del poder.

Existe en la Revolución Moderna un aspecto del que pueden encontrarse antecedentes en la Antigüedad griega y romana. Así, para algunos autores, las acciones de los hombres de las revoluciones estuvieron inspiradas y dirigidas de forma extraordinaria por los ejemplos de la antigüedad romana, lo cual no es aplicable exclusivamente a la francesa [9] . No puede negarse el gran papel que juega en ellas la cuestión social. Ya Platón, Aristóteles [10] nos hablan de la importancia que tiene la llamada motivación económica (el derrocamiento del gobierno a manos de los pobres y el establecimiento de una democracia). Tampoco les pasaron desapercibidas las circunstancias de los tiranos elevados al poder por el pueblo llano, pobre, o la sospecha de que el poder político acaso se limita a seguir al poder económico, o la conclusión de que el interés sea la fuerza motriz de todas las luchas políticas [11] . La cuestión social comenzó a desempeñar un papel revolucionario, solamente cuando en la Edad Moderna y no antes, los hombres empezaron a dudar que la pobreza fuera inherente a su condición humana, cuando empezaron a dudar que fuera inevitable y eterna la distinción entre unos pocos que, como resultado de las circunstancias, la fuerza o el fraude, habían logrado liberarse de las cadenas de la pobreza y la multitud, laboriosa y pobre. Tal exigencia fue consecuencia de la experiencia colonial americana. Locke, influido por la prosperidad de las colonias y después Adam Smith afirmaron que el trabajo y las faenas penosas, en lugar de ser patrimonio de la pobreza, eran la fuente de toda riqueza [12] .

 Por revolución social entendemos las transformaciones rápidas y fundamentales del Estado y de las estructuras de clase de una sociedad, acompañadas y en parte realizadas mediante revueltas, basadas en las clases, desde abajo “Lo que es exclusivo de la revolución social es que los cambios básicos de la estructura social y de la estructura política ocurren unidos, de manera tal que se refuerzan unos a otros” [13] . Tendríamos por tanto que tratar de los autores de las mismas, aunque ya Arent nos anuncia que ninguna revolución ha sido nunca iniciada por las masas, aunque su propósito haya sido el abolir las barreras que oprimían a los pobres, de igual modo que ninguna revolución fue nunca resultado de la sedición, por mucho descontento e incluso conspiración que pueda haber existido en un determinado país (…) Si siempre parece que las revoluciones se realizan con pasmosa facilidad, en sus etapas iniciales, ello se debe a que los hombres que las ponen en marcha, se limitan a tomar el poder de un régimen en plena desintegración… Es más, de ellos se dice que son hombres  sin carisma, hombres que en circunstancias normales no hubieran pasado a la historia, porque habrían continuado con sus trabajos habituales. 

Frente a los que discuten una revolución social, nos encontramos con los defensores de la revolución política, entendida ésta como aquella que transforma las estructuras del estado, y no necesariamente se realiza por medio del conflicto de clases. Así la inglesa (1640-1650, 1688-89) que modifica la estructura política, aboliendo derechos del rey para intervenir en asuntos religiosos, políticos, económicos… que no se logra mediante una lucha de clases, sino mediante una guerra civil entre seguidores de la clase terrateniente dominante [14] .

La revolución inglesa fue hecha fundamentalmente por una clase superior de terratenientes, formada por un pequeño estrato elitista de aristócratas jurídicos y una gran mayoría de ricos terratenientes” Lo que le faltó a Inglaterra fueron las revueltas campesinas contra  esos propietarios, que acumulaban las 2/3 partes de las tierras que alquilaban al campesinado. La revolución inglesa para Skopol no pasó de ser una revolución política dominada por una clase superior, en vez de desarrollarse en una revolución social desde abajo.

Parece difícil negar el carácter accidental de las revoluciones así como su vinculación al movimiento ideológico que se inicia en Europa con el Renacimiento y la Reforma. Existen, eso sí, antecedentes en los herejes beguardos y wiclefitas, que van a preparar la herejía  de Lutero. En general, ya en el siglo XIX se entendió por revolución no sólo la acción rebelde que comienza en 1789, sino todo proceso ideológico que conmovió las entrañas del mundo desde el S.XVIII y que cambió toda estructura social y política; la verdadera Revolución comenzó el día que Lutero quemó en la Plaza de Wittenberg la bula con la que León X le excomulgaba. La proclamación del libre examen y la teoría de la corrupción de la naturaleza humana acabarán de fundamentar la revolución [15] . Lo mismo que sucede al mundo cuando la Palabra de Dios es liberada de la autoridad tradicional de la Iglesia< [16] . Así, Calvo Serer ha definido la revolución como: “El conjunto histórico de todos los movimientos culturales que en la Edad Moderna van contra la tradición cristiana de Europa, tanto las religiosas como las filosóficas, políticas, literarias, artísticas o sociales” [17]

No podemos terminar de entender este movimiento sin hacer mención a otros dos conceptos muy vinculados al mismo, la contrarrevolución y la liberación. Respecto del primero, podemos decir que fue acuñado por Condorcet durante el curso de la Revolución Francesa como una “revolución en sentido contrario”, a la que De Maistre, ferviente católico, insigne masón, respondió con esa “gran verdad que los franceses no sabrán nunca comprender demasiado: el restablecimiento de la Monarquía que se llama contrarrevolución no será una revolución contraria, sino lo contrario de la revolución” [18] que no ha pasado de ser, para algunos, lo que era cuando se pronunció en 1796, un rasgo de ingenio sin sentido” [19]

Por el contrario, en el S.XVII encontramos la palabra revolución vinculada a su sentido original, ya que servía para designar un movimiento de retroceso a un punto preestablecido y, por extensión, de retrogresión a un orden predestinado. Así la palabra se utilizó por primera vez en Inglaterra, no cuando estalló lo que nosotros llamamos una revolución y Cromwell se puso al frente de la primera dictadura revolucionaria, sino en 1660, con ocasión de la restauración de la Monarquía, y en 1688 cuando los Estuardo fueron expulsados y la corona fue transferida a Guillermo y María. La “Revolución Gloriosa”, gracias a la cual este vocablo encontró su punto definitivo en el lenguaje político e histórico, no fue concebida como una revolución sino como una restauración, del poder monárquico. En definitiva, esta palabra significó originariamente restauración hasta el punto que Thomas Paine llega a proponer que se denomine a las revoluciones americana y francesa  “contrarrevoluciones”, ya que tal palabra estaba vinculada a la idea de restauración.

A este último aspecto de restauración deberíamos añadir los de estabilidad y novedad, que ya en el acto fundador de toda revolución están presentes. Son dos elementos que se antojan contradictorios. Una vez que ésta ha tomado cuerpo político, la cuestión a debatir es si muere o es continua y si es compaginable con un permanente espíritu de novedad. Sant-Just nos avisaba “la revolución debe de detenerse cuando llega a la perfección de la felicidad. En torno a esta durabilidad, Proudhon acuña el término revolución permanente. Realmente, no cabría hablar de revoluciones, sino de una revolución, que además es perpetua. En nuestra opinión, toda revolución es movimiento; su institucionalización, su instauración, la aplicación de sus principios es el fin de la misma, y la acción posterior para removerla es también movimiento revolucionario.

Si ya dijimos que no existen dos iguales, debemos de introducir aquí una de carácter peculiar. Su peculariedad radicaría en ser llevada a cabo exclusivamente por cristianos, por lo que tuvo de exitosa y por los pronunciamientos del Magisterio sobre la misma. Servirá de ejemplo ilustrativo de lo que en el siglo XX fue una revolución-restauración del orden natural querido por el pueblo. Nos referimos a los cristeros [20] . Características de tal movimiento son: el ser popular, la no intervención de las elites católicas; el estar compuesto exclusivamente por campesinos; realizarse en defensa de la religión católica; la toma de armas, careciendo de apoyos internacionales; creación de  un potente ejército que termina por dominar estados enteros de Méjico; constitución de  gobiernos locales, y la integración dentro de sus filas del clero, pese a la condena expresa de Roma. Por último, la burguesía católica no se integrará ni en los proyectos políticos cristeros ni se sumará a la rebelión de un campesinado que constituye el 90% de la población del país. En noviembre de 1926 Pío XI en Iniquis affictisque denuncia los atropellos que sufre la Iglesia mejicana y su admiración por quienes mueren al grito de viva Cristo Rey. En verano la Santa Sede había prohibido toda ayuda a esa revolución armada.

Nos consta que ya en la 2ª mitad del S.XIX, en época por tanto de León XIII, ante la Revolución Social, la DSI acentuó el principio de autoridad. [21] Y en la lucha por la Justicia se nos señaló que hay dos escollos a evitar: el de la cobardía y el del impulso desordenado. Ante este último, se nos urge a través de ella a utilizar el criterio de evolución y no de revolución. De hecho, se nos aclara que si la primera no logra abrirse camino sólo cabe el estancamiento que provoca formas nuevas de esclavitud o revoluciones que resultan desórdenes o retroacciones [22] .

Ante la ley del cambio político y la violencia derrocadora, la DSI establece el deber de prestar obediencia al nuevo poder o forma de gobierno ya constituida, y lo hace por dos motivos complementarios: eliminar cuanto antes la anarquía subsiguiente al derrocamiento y proceder a la pacificación que la comunidad política necesita. Por causa del bien común, hay que obedecer al poder que de hecho existe y que sustituye al que de hecho ya no existe. Nos consta, no obstante que como señala Álvaro D'ors, tan vinculante o más que el principio Petro-Paulino de obedecer al poder constituido es la reserva de que “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. Y el Magisterio así nos lo recuerda en Dignitatis Humanae aclarando que la resistencia lícita a la potestad no tiene más límites que los de la “Ley Natural o Evangélica” [23] . Así también en Notre Consolation. Y si tal poder comienza a legislar o a actuar contra la Justicia, el criterio a seguir debe  ser la no obediencia civil [24] . De esta norma encontraríamos precedentes en la Encíclica Cum Primum, donde Gregorio XVI ya señalaba que no hay que obedecer cuando se manda algo contrario a la ley de Dios y de la Iglesia. Así también Pío IX en Etsi Multa nos habla de la fidelidad a una autoridad suprema y desobediencia a la ley injusta como norma general a seguir.

De hecho, J. Vara, en su libro dedicado a la lealtad de los católicos al poder [25] señala que la “Doctrina Católica Tradicional dejaba descansar su enseñanza en distinciones entre poderes legítimos e ilegítimos, y dentro de estos, los de origen y los de ejercicio, sobre los cuales formulaba una casuística compleja que abría la puerta de determinadas excepciones a la obediencia, e incluso a un cierto derecho de rebelión.” Nos encontraríamos ante un derecho extraordinario de insurrección apoyado en teólogos de la talla de Suárez, Vitoria, Soto, Mariana o Molina. Teólogos posteriores, y ya en el siglo XIX, Balmes por ejemplo, sí propondrían la insurrección pero condicionada a una seguridad en la ilegitimidad, intención de sustitución por un poder legítimo y probabilidad de éxito.

Pero para Herrera Oria la doctrina Balmesiana no nos valdría por ser anterior a la expuesta por León XIII y la escolástica dirá literalmente “No ofrece garantías”. Eso sí pasa a apoyarse en los textos tomistas donde el Aquinate recomendaba, y tan sólo recomendaba que fuese la autoridad pública y no la privada quien procediese contra el tirano [26] . Tendrá que venir doctrina teologal más moderna, para señalar que si bien era cierto que León XIII condenaba vivamente la rebelión, lo era contra autoridad legítima y que aun no aceptando esta premisa, siempre quedaba la cuestión de la fabilidad papal en dicha materia.

Así visto, cabría deducir que en el pensamiento de Herrera Oria, tal y como expone Vara, y asumiendo nuestro cardenal la tradición de la doctrina pontificia, no cabe hablar ni es  posible concebir o asociar el concepto revolución y la catolicidad. Esto no es así, o no lo es en parte. Cierto es que para Herrera Oria la revolución “es el arma de los pueblos niños, inexpertos, de los ciudadanos impacientes y temerarios, cuando no de los malvados” [27] . Que toda reforma –que muchas veces son necesarias- debe de lograrse evolutivamente, no intentarse revolucionariamente, pero “hay épocas en la historia que exigen una evolución rápida realizada por la autoridad; tan rápida que, con feliz frase oratoria ha sido llamada “la revolución desde arriba”. Una revolución inteligente –ampliamos- legal, dirigida, controlada. No una revolución violenta, enfurecida y vandálica”. No aceptaríamos, por tanto, la revolución social anarquizante, fecunda en desórdenes, desde abajo; sí aceptaríamos la otra revolución, política, del orden, de la inteligencia, o por qué no, de los ciudadanos de mérito superior en palabras de Aristóteles [28] , la revolución desde arriba.

Nos recuerda la Populorum Progressio, en sus números 30 y 31, que hay situaciones cuya injusticia clama al cielo y en los cuales la tentación de rechazar con la violencia tales injurias es grande. Surge así la insurrección revolucionaria a la que el magisterio se opone por engendrar mayores injusticias, mayores desequilibrios y nuevas ruinas. No obstante, del texto literal se desprende una excepción “salvo en el caso de tiranía evidente y prolongada, que atentase gravemente los derechos fundamentales de la persona y dañase peligrosamente el bien común del país”.

Quedan abiertos después de este texto, tres puntos que debemos de tratar: el uso de la violencia, la situación de tiranía y la teología de la revolución. Del primero debemos decir que se constituye como uno de los rasgos distintivos de toda revolución, llevarla a cabo es aceptarla con el fin de causar el cambio de sistema o de estructura social. Eso si, debemos de entenderla en dos sentidos: la de la fuerza que impone un orden frente a un espontáneo desorden, y la de la fuerza que descompone un orden. Y frente a la impopularidad que dicho término parece sufrir en los tiempos actuales, coincidimos con Ortega cuando señalaba que sin ella no habría nada de lo que nos importa en el pasado, y si la excluimos del porvenir, sólo podremos imaginar una humanidad caótica.

Respecto del segundo, debemos aclarar que el tirano, en sus orígenes históricos, no era el gobernante que abusaba de su poder, sino el que interrumpía en un régimen constituido gracias al apoyo popular. Se trataba de un suceso típico de las ciudades griegas en las que se expulsaba de la ciudad al gobierno oligárquico que se había hecho insoportable. Con Aristóteles vino a llamarse tirano al que teniendo legitimidad de origen, abusaba del poder ejerciéndolo en propio provecho y contra el bien común. “La doctrina del tiranicidio, dentro de la moral política del catolicismo, vino a ser como un expediente extremo contra el principio petro paulino de acatamiento del poder constituido, aunque fuera éste, contrario a los cristianos”. Cuando los apóstoles, nos dice D’ors, decían que Nerón tenía potestad recibida de Dios, era porque no dejaba el emperador de mantener un orden, aunque fuese un orden que nos parece injusto, y su autoridad no era suficiente para provocar el no reconocimiento social de la potestad de Nerón [29] .

De la Justicia Social. Nos consta que ya el mismo término Justicia Social resulta controvertido y es objeto de disputa en su definición. Si para unos, ese filtro de cristiandad por el que pasa todo el pensamiento aristotélico, esto es, por la privilegiada cabeza del Aquinate, conlleva la identificación de tal concepto con la justicia legal, ora distributiva, ora conmutativa, ora la suma de los tres, para otros, este esquema clásico debe de ser superado en aras de la situación contemporánea.

Atendiendo al primero de los casos, cuenta Villey [30] que para Aristóteles, el término justicia expresa moralidad, la conformidad de la conducta a la ley moral. “El hombre justo” [31] se convierte en un hombre virtuoso que su quehacer diario viene en provecho de los demás, del cuerpo social. “La Justicia, parece ser, entre las demás virtudes, la única que constituye un bien extraño, un bien para los demás, y no para sí, porque se ejerce respecto a los demás y no hace más que lo que es útil a los demás, que son, o los magistrados o el pueblo entero. [L.V. CAP. I]. Respecto a lo que tradicionalmente se denomina como teoría de las dos justicias, esto es, la distributiva y la conmutativa, Villey  nos recuerda que Aristóteles no habla tanto de ellas como de dos tipos de derecho: Dikaia, dos igualdades, ya que el derecho es “lo igual” (Ison) y de las diferentes formas de igualdad, provienen diferentes formas de Justicia. Pero cada hombre es diferente al otro, en sus circunstancias personales y sociales, tratarle por igual sería injusto. Para ser justos, la igualdad exigiría un trato desigual. [32] Por ello la primera de las igualdades sería la geométrica en materia de distribuciones. Al fundarse las colonias griegas, los poderes distribuían las tierras entre los colonos de forma que correspondían más tierras al que tuviese mayor número de hijos, y de igual forma, la carga impositiva sería proporcional a la fortuna atesorada [33] . Así, para la obtención de los fines de la sociedad, los bienes y las cargas son repartidas proporcionalmente.

Respecto de la segunda, la conmutativa, la solución de derecho es expresada en una forma de igualdad aritmética que no atiende a las circunstancias o características de la persona. En esta relación entre justicia y persona a cada cual se le da lo que le corresponde, lo suyo, lo justo equivale a lo que le es propio, en una transacción la percepción de lo comprometido. En la conmutativa ya no hay una posición superior de un sujeto respecto a otro. Con palabras de Herrera Oria, “la conmutativa preside los cambios, las ventajas o transmisiones: tiene lugar entre personas perfectamente distintas, y, entre sí, independiente; exige equivalencia entre lo que se da y lo que se recibe, y se practica, en pie de igualdad jurídica, entre propietarios de lo que ceden o entregan. El principio característico de la justicia conmutativa es la proporcionalidad aritmética: si el que da dos recibe dos; el que da cuatro debe de recibir cuatro”.

Pero esta Justicia no tiene por objeto el bienestar ni el enriquecimiento. Los juristas griegos y romanos nos lo aclaran con la fórmula del suum cuique tribuere, el dar a cada uno lo suyo, que llega hasta nuestros días pese a ser considerado inútil por Kelsen. Qué es de cada cual quedaría sin responder. Sólo nos sería útil si previamente hubiera sido resuelta por la moral o la ley positiva. No obstante, podemos dar en la medida que somos y en tanto que un orden natural e intrínseco nos hace poseedores.

De ese orden natural y primigénio extraemos igualmente la sociabilidad sin la cual este principio de justicia no puede darse. Un principio sobre el que el propio Aristóteles fundamenta la convivencia, donde todo lo que nos aleja de él es injusto y además antisocial.

El compuesto justicia social puede conllevar equívocos, toda justicia social por ello debería ser entendida como una justicia ordenadora de las rectas relaciones que constituye una sociedad. A los caracteres ya señalados, desigualdad y proporcionalidad, somos iguales en esencia y desiguales en lo accidental y circunstancial dirá Vallet, deberíamos de añadir la bilateralidad. Por bilateralidad entendemos la circunstancia por la cual el sujeto percibe lo que le es propio, a lo que tiene derecho, al tiempo que adquiere el deber de contribución al bien común. No nos encontramos ante una sociedad opulenta donde el individuo rebosa derechos en nombre de una justicia social criticada por Hayeck, ni nos encontramos ante un sujeto cargado de deberes, subordinado/dependiente del grupo.

Por todo lo dicho, vincularíamos la justicia social con la distributiva, por englobar deberes e instituciones que, según definición antigua, le serían propios. Los derechos del obrero –salario justo, vivienda, protección, seguros sociales, etc.- que en la Rerum Novarum se consideran fundados en ella. En Divini Redemptoris Promissio (nº 51), Pío XI señala que “… además de la justicia conmutativa, existe la justicia social, que impone también deberes a los que ni patronos ni obreros se pueden sustraer, y precisamente es propio de la justicia social el exigir a los individuos cuanto es necesario el bien común.” [34]  O como nos recuerda Soto, aunque no constituye su objeto, la distributiva se ocupa también de él.

Nos quedaría por aclarar qué concepto de justicia es el actual, qué contaminaciones sufre. Para Villey, nuestra actual idea sobre el mismo es consecuencia del desvío debido a la influencia del idealismo, que se propuso obtener la filosofía desde la razón pura subjetiva. La justicia se convirtió en un sueño del espíritu humano, sueño de igualdad absoluta [35] . Respecto de la justicia social, para el profesor Dalmacio Negro se trataría de una deformación moralizante (socialista) de la idea clásica de justicia distributiva, al dar por supuesto que el derecho y la justicia son propiedad o atributos del individuo [36] . Además esta ideología habría logrado penetrar hasta la misma teología ortodoxa. Para Marías, “es aquella que corrige una situación social que envuelve una injusticia previa que invalida las conductas justas, los actos individuales de justicia”. Eso sí, previamente nos recordará  la falacia de identificar todo mal con  injusticia, que trasladado a lo social conlleva que los males sociales se interpreten como injusticias sociales. La pobreza, nos dirá, siendo inevitable, “puede coexistir con un estado satisfactorio de justicia, y su eliminación puede dejar intactas muchas injusticias o provocar otras” [37] .

Retomando la fórmula no dadivosa de justicia, San Agustín, en Civitate Dei nos recordaba que el derecho romano se nos mostraba injusto al no reconocer el primero de los deberes del hombre, esto es, dar a Dios el amor que le es debido; y Santo Tomás en la Secunda Secundae Q.57, recalcaba que ella tiende a que el hombre, en cuanto pueda, rinda tributo a Dios, sometiéndole su alma totalmente. Y para tal sometimiento no hacen falta bienes materiales “que la polilla y el orín corroen y los ladrones roban” (MT. 6,19). Y en el reparto, el obrero de la última hora recibe igual que el de la primera; se da al que tiene y se quita al que no tiene. No hay justicia distributiva ni conmutativa. La justicia evangélica, no obstante, se confunde a veces con la social, por entender ésta como deberes de caridad. Así, unos pocos cristianos toman partido por los pobres, por los marginados, los reprimidos… Se olvida la recomendación a los jueces de Israel “No favorezcáis en ningún  caso a los pobres” [38] EX.23.3/LEV. 19.15. “No hagas injusticia en tus juicios, ni favoreciendo al pobre ni complaciendo al poderoso; juzga a tu prójimo según justicia”.

Justicia Social y Revolución. Las enseñanzas de la Populorum Progressio, necesitaron a posteriori de ciertas aclaraciones. Su denuncia de gravísimas injusticias había sido tomada por algunos como una llamada a la teología de la revolución y la violencia, a la que un año después calificaba de aberración. A ella se acude, como vía para liberación del hombre. Dicho concepto en sentido revolucionario vendría a significar que todos aquellos que han vivido en la oscuridad y sometidos al poder, deberían de rebelarse y convertirse en soberanos supremos. Frente a los siglos anteriores donde ese intento por mejorar la posición social hasta llegar a la cúspide es bastante infrecuente, en el siglo XX, con Marx a la cabeza, la revolución deja de ser una forma de conquista de la libertad, para convertirse en el instrumento para la liberación de los pobres. Ya en la Laborem Excersens, Juan Pablo II el Magno nos recordaba que estos grupos además tienden “en función del principio de la “dictadura del proletariado” y ejerciendo influjos de distinto tipo, comprendida la presión revolucionaria, al monopolio del poder en cada una de las sociedades, para introducir en ellas, mediante la supresión de la propiedad privada de los medios de producción el sistema colectivista”. El medio para acabar con la injusticia es pues la lucha de clases, que como nos señala en Centésimus Annus divide a la sociedad en clase dominante y clase dominada, no se autolimita por  consideraciones jurídicas o éticas, no respeta la dignidad de la persona en el adversario, excluye acuerdos razonables y busca una intención particular más que el bien común. [39] .

Cuando la Iglesia alienta la creación y actividad de asociaciones que luchan por la defensa de los derechos e intereses legítimos de los trabajadores y por la justicia social, no admite en absoluto la teoría que ve en la lucha de clases el dinamismo estructural de la vida social, dirá Ratzinger. Se hace por tanto imposible el sueño de la conciliación entre marxismo y cristianismo.

Respecto al colectivismo, como señala Ratzinger en Libertatis Concientia, no cabe duda de que engendra injusticias tan graves como aquellas a las que pretendía poner fin. La propiedad privada es un derecho que debe ser favorecido por las leyes, que el Estado no puede abolir sino tan sólo moderar en su uso y armonizarlo con el bien común. La Iglesia lo ampara por ser un derecho natural. “Los bienes se poseen como si fueran propios y se administran como si fuesen comunes”, administrados para el provecho de todos.”, según señala la Rerum Novarum.

Es pues el momento de dedicarle unos párrafos a esa anécdota de la historia de la Iglesia, a esa teología a veces cargada de buenas intenciones, ya pieza de museo, llamada Teología de la Liberación. Para ésta, el mensaje de Cristo tiene como únicos destinatarios a los pobres, pero no a los pobres de espíritu, humildes y sencillos, sino pobres en bienes materiales. Por serlo y por vivirla obtienen la salvación. De hecho, van a ser ellos los únicos que desde su perspectiva, desde la opresión, desde la pobreza, interpreten las Sagradas Escrituras.

Hasta ese momento habían sido los grupos dominantes los que habían mostrado a los pobres su tradicional interpretación. La opción por los pobres significaría la ruptura de la alianza entre la Iglesia y los poderosos, donde la primera les invita a ayudar a los desfavorecidos. No obstante, es incuestionable que Cristo también se muestra cercano a ricos publicanos y pecadores a los que anima a la conversión. Y no cabe duda de que esta peculiar opción por los pobres con sus interpretaciones, sonó a nuevo protestantismo. Es más, sus defensores, ya mayores y sin repuestos, llegan a hablar de “la nueva Reforma”; así, en Boff se nos señala que tal tendencia es el acontecimiento eclesial más importante desde los días de la Reforma Protestante.

Hablamos de una teología de los oprimidos y para los oprimidos, que además ha sufrido rigores, persecuciones políticas y represiones vaticanas donde se quiere sustituir la inculturación y el ecumenismo por una especie, entonces nueva, llamada macroecumenismo, que incluiría una teología india, hecha por indígenas; nada que ver con la calificada de teología europea o eurocéntrica. No obstante, Juan Pablo II, tiende una mano e incorpra parte de su lenguaje “habla de “injusticia estructural”, “pecado social” [40] … y sus declaraciones contra la injusticia y a favor de una sociedad más justa son calificadas de mal intencionadas o de mera retórica. Nada que ver con eso que se llama obediencia, nada que ver con lo “romano”. Quedan en el olvido aquellas palabras de San Ambrosio: “donde está Pedro allí está la Iglesia”.

Los muros caen, y otro tipo de revoluciones, como la Perestroika-Glasnost, se imponen. La teología de la revolución desfallece y en un intento por no desaparecer definitivamente nos habla de sexo, raza y ecología, en compañía de un fino diálogo. Ahora la opción es por la mujer pobre, partir de los movimientos feministas que luchan por la emancipación de la mujer, para acabar con interpretaciones androcéntricas de la Biblia. Ahora la opción es por los pueblos negros e indígenas y la dimensión salvífica de sus religiones, cuando no la instauración de una justicia ecológica, nacida de la reconciliación con la naturaleza. Y el diálogo ha de ser multicultural no excluyente con otras culturas, teologías y religiones, donde, por ejemplo, se incorpora la teología islámica de la liberación. Muerta la ideología vive la imaginación, que nos devuelve a la utopía, en el fondo no nos hemos movido de la misma filosofía. Para finalizar, nos dicen que en el siglo XIX, la Iglesia perdió a los trabajadores, en el siglo XX perdió a los intelectuales y en el siglo XXI perderá a las mujeres. Morir matando.

En nombre de la justicia social hoy pedimos y predicamos el trabajo como servicio y no como mercancía, la participación en los beneficios, la vivienda digna, el salario justo, la limitación de la jornada de trabajo…; hablamos de empresa, de empresa cristiana al servicio del bien común. Todo ello en el marco de una sociedad inevitablemente capitalista, que habiendo perdido, gracias a Dios, su contrapeso, el colectivismo, cabalga salvajemente por los mercados sin freno. El consumismo, su hijo predilecto, atenta directamente contra la justicia social. En este sentido es necesaria una revolución bien hecha, que subvierta duramente las cosas, y cuya característica primera sea el orden, un orden nuevo frente al actual, al injusto. De ser, sea una revolución-restauración no sólo en lo económico, sino como vuelta a las raíces espirituales y morales que conduzcan al verdadero Paraíso, “donde no se descansa nunca y que tenga, junto a las jambas de las puertas, ángeles con espadas”.

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José Manuel Varela Olea



[1] Los ingleses llaman a la deposición de Jacobo II en 1688 la Revolución Gloriosa. Los colonos americanos llaman a la Guerra de Independencia, revolución americana.  Una revolución hecha para salvar su fe, sus leyes, sus libertades, fue abocada a la terrible necesidad de una revolución, la realizó por medio de hombres de orden y gobierno y no por revolucionarios. Guizot. Discurso sobre la revolución de Inglaterra. Biblioteca Enciclopédica Popular. Méjico. 1946. pag.85

[2] “ La fecha exacta  en la que la palabra <revolución> se empleó por primera vez cargando todo el acento  sobre la irresistibilidad  y sin aludir  para nada a un movimiento retrogiratorio (…) fue en la noche del 14 de julio de 1789, en París cuando Luis XVI se enteró por el duque de Rochefoucauld-Licourt de la toma de la Bastilla, la liberación de algunos presos y la defección de las tropas reales ante el ataque del pueblo”. Arendt. Sobre la Revolución. H. Alianza. Madrid.2004. Pag. 63. Griewank señala que la frase "es una Revolución" se aplicó primero a Enrique IV de Francia y a su conversión al catolicismo.

[3] Arendt.H.op.cit.pag.56  

[4] “Las revoluciones modernas apenas tienen nada en común con la mutatio rerum de la historia romana, o con la stasiz, la lucha civil que perturba la vida de las polis griegas. No pueden ser identificadas con la  metabolai de Platón, es decir, la transformación cuasi natural de una forma de gobierno en otra, ni con la  politeiwn anacluclwsiz de Polibio, o sea, el ciclo ordenado y recurrente dentro del cual transcurran los asuntos humanos, debido a la inclinación del hombre para ir de un extremo a otro. La antigüedad estuvo muy familiarizada con el cambio político y con la violencia que resulta de éste, pero, a su juicio, ninguno de ellos debe su nacimiento a una realidad enteramente nueva” Arendt. op.cit.pag 26. Considera este mismo autor que si bien la guerra es compañera de la historia del hombre, no ocurre lo mismo con la revolución, que en sentido estricto no existió hasta la Edad Moderna.

[5] Hobbes, T  Leviatán Alianza Edt. Madrid, 1996. pag, 254, 298

[6] Skocpol. Los Estados y la Revolución social. Fondo de cultura económica. 1984

[7] Arendt.H, op.cit.pag 136

[8] Así Tilly en Los Estados y la Revolución social. pag, 32

[9] Arendt,H, op.cit.pag,27

[10] “Todo pueblo, por pequeño que sea, está naturalmente dividido en dos pueblos, el de los pobres y el de los ricos, que se hacen la guerra”. Platón. República. “Se hace uno revolucionario cuando se ve privado personalmente de todas aquellas distinciones de que se colma a los demás” Aristóteles. Política. “Puede decirse que casi todos los tiranos han sido primero demagogos que han ganado la confianza del pueblo calumniando a los principales ciudadanos” Aristóteles. Política.

[11] Arendt. H. op.cit. pag, 26

[12] Ibidem. Pags 27-28

[13] Skopol. Op.cit. pag, 66

[14] Skopol. op.cit.pag.230

[15] Valverde. Presupuestos metafísicos en la filosofía moral y política de Donoso Cortés. U.P Comillas. Santander,1958. pag, 61

[16] Para algunos toda revolución, incluso atea, tiene un origen cristiano. Se alude a la naturaleza rebelde de las primitivas sectas cristianas donde en nombre de la igualdad de todas las almas se produce la oposición al poder público. Sobre la secularización de la misma y su relación con la Reforma: Sobre la Revolución. Pag. 32

[17]  Calvo Serer, R. “El fin de la época de las revoluciones”. Arbor, XIII. 1949.

[18] De Maistre. Consideraciones sobre Francia. Tecnos. Madrid,1990.pag, 135.De Maistre como Bonald serían contrarevolucionarios, es decir, que sus teorías fueron escritas para contrarrestar el posible impacto de apología de la Revolución o de aceptación de la situación por ella creada.

[19] Arendt, H. op.cit.pag, 20

[20]  Ante las leyes anticlericales del gobierno de Calles, miles de campesinos y hombres sencillos se levantan en lo que se denominó Cristiada. Previamente en 1823 Santa Ana aplica un programa de secularización , con  venta de bienes eclesiásticos, desamortización, etc, que provocan motines populares. Los liberales mejicanos acomplejados por la primacía norteamericana, atribuyen esta superioridad a la religión protestante del país vecino. Juárez promulga las Leyes de la Reforma en 1860, éstas son anticlericales, con confiscación de bienes eclesiásticos, prohibición de diezmo y anulación de órdenes religiosas. En 1874 Méjico está al borde de la Guerra Civil con católicos en armas que reciben el nombre de Religioneros  siendo un antecedente del movimiento cristero.

En el mandato de Plutarco Elías Calles se desarrolla esta guerra cristera frente a esa revolución instaurada en el poder. Se produce la clausura de colegios católicos, cierre de templos, expulsión de sacerdotes y abre las puertas a pastores protestantes provenientes de Norteamérica. Aparece la Unión Popular basado en el proyecto  del P. Bergoëid influido por la política católica de Windthorst contra Bismarck y el cristianismo social de León XIII. El 31 de julio de 1926 es el último día dado por el gobierno para mantener el culto católico, los obispos declaran que la Iglesia no puede aceptar un levantamiento armado que “pretendiese poner a la religión al servicio de un determinado partido político”. En pocos meses seis estados mejicanos son cristeros. El gobierno se ve forzado a firmar Los Arreglos y las leyes anticlericales quedan sin aplicar pero no se derogan, a cambio los prelados deben de hacer un llamamiento para que se abandonen las armas. En 1926 el Vaticano opta por la vía negociadora con el gobierno mejicano. En Acerba Animi (1932) condena la reanudación de la persecución y violación de los acuerdos de 1929. Azkue, A. La Cristiana. Scire/Balmes. Barcelona,1999.

[21] PP. 26/0A44

[22] PT. 161-162. Gutiérrez, J.L Introducción a la Doctrina Social de la Iglesia, Ariel. Madrid, 2002. Pag. 106.

[23] D´Ors. A. La Violencia y orden. Criterio Libros. Madrid, 1998. Pags 101-105

[24] Au Milieu, 21, 23

[25] Vara, J. Un episodio en la historia de España. La lealtad de los católicos al poder. EDICEP CB. Valencia, 2004. Pag, 85.

[26] Suma Teológica (II-IIae, q.42.a.3)

[27] < García Escudero, J.M..El pensamiento de Angel Herrera. Antología política y social. BAC. Madrid. 1997.pags, 28-30. Así también nos dice: “es una insensatez romper la solución de continuidad de los distintos periodos de un pueblo, salvo en el caso de que en algún instante, como ocurrió en la República española, los gobernantes traten de desviar al pueblo de su trayectoria histórica.”

[28] Política. L. VIII. Cap I .pag .278

[29] D´Ors, A. op.cit. pags, 97-98.

[30] Villey, M.. Filosofía del Derecho. Scire. Barcelona.2003, pag. 29

[31] “Decimos de un hombre que es <justo> especialmente para significar que tiene el hábito de no tomar <más de su parte> de los bienes exteriores disputados en su grupo social ni menos de la parte del pasivo, de las cargas” M. Villey. Pag.50. Muy distinto de la reciprocidad o el talión que “parece a algunos ser lo justo en absoluto. Es la doctrina de los pitagóricos, que han definido lo justo diciendo de una manera absoluta: <que consiste en dar exactamente a otro lo que se ha recibido>. Pero el talión no conviene ni con la justicia distributiva, ni con la justicia reparadora y represiva”. Aristóteles. Etica. L.V cap.I Austral. pag 216

[32] Así en Aristóteles. op.cit.

[33] “…una primera especie es la justicia distributiva de los honores de la fortuna y de todas las demás ventajas que pueden alcanzar todos los miembros de la ciudad, porque en la distribución de todas estas cosas puede haber desigualdad, como puede haber igualdad entre un ciudadano y otro”. Aristóteles. op.cit

[34] En Quadragessimo Anno, Pío XI nos recuerda que “A cada cual, por consiguiente, debe de dársele lo suyo en la distribución de los bienes, siendo necesario que la participación de los bienes creados se revoque y se ajuste a las normas del bien común o de la justicia social, pues cualquier persona sensata ve cuan gravísimo transtorno acarrea consigo esta enorme diferencia actual entre unos pocos cargados de fabulosas riquezas y la incontable multitud de necesitados”.

[35] Villey. op.cit. pag. 45

[36] Negro, Dalmacio ¿Porqué no la Teología Política? Estudios sobre la encíclica”Centessimus annus”Madrid, Aedos-Unión Editorial, 1992

[37] Marías, J. Sobre el cristianismo. Planeta. Barcelona.1997, pag. 22

[38] < Villey. op.cit. pag 76

[39] Sanz de Diego, R. “La violencia en la Doctrina Social de la Iglesia”, en Violencia y hecho religioso. Cajasur. Córdoba, 1994.

[40] En una primera acepción, hablar de pecado social quiere decir, ante todo, reconocer que, en virtud de una solidaridad humana tan misteriosa e imperceptible como real y concreta, el pecado de cada uno repercute en cierta manera en los demás. 2ª acepción: algunos pecados, sin embargo, constituyen, por su mismo objeto, una agresión contra el prójimo y más exactamente según el lenguaje evangélico contra el hermano. Son una ofensa a Dios porque ofenden al prójimo. 3ª acepción: se refiere a las relaciones entre las distintas comunidades humanas. Estas relaciones no están siempre en sintonía con el designio de Dios, que quiere en el mundo justicia, libertad y paz entre los individuos, los grupos y los pueblos. Juan Pablo II. Audiencia general 5 de noviembre de 1986



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