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Enseñanza de las Virtudes Personales y Cívicas en las escuelas públicas y privadas

por Aquilino Polaino-Lorente

Si no tuvieramos historia ni tradiciones, si no tuvieramos padres con valores, el hombre sería un ser mediocre que, arrastrándose por la tierra, estaría incapacitado para mirar alto y desde lo alto.

No cabe duda, a juzgar por la numerosa bibliografía actualmente disponible, que la educación cívica está de moda (Engle y Ochoa, 1988; Gagnon, 1989; Richardson Koehler, 1987; Thomas, 1990; Quintana Cabanas, 1991; Alkin, 1992). Puede afirmarse que durante la última década es éste uno de los ámbitos de la educación al que mayor atención se ha prestado. Algunos gobiernos, a través de los respectivos ministerios de educación, se han mostrado especialmente receptivos ante el nuevo cambio de sensibilidad ética experimentado, apresurándose a rendir culto a la enseñanza de los valores, ciertamente no de los principales y más relevantes (éticos), sino de los técnicos y materiales que, naturalmente, se prolongan en otros más bien marginales y cósicos.

¿A qué obedece el nuevo orden axiológico inaugurado? Probablemente a cierta muticausalidad en la que interviene, sin duda alguna, la queja generalizada de que en nuestra actual sociedad hay una "crisis de valores" -la mayoría habla de "pérdida de valores éticos"-, pero también a que si éstos dejan de incidir en la educación se teme que aumenten los elementos claves que sostienen la gran bóveda de la marginación social (delicuencia, consumo de drogas, pornografía, corrupción política, divorcio, abuso de menores, paro juvenil, etc.), todo lo cual hace que nuestras comunidades sean ingobernables.

No deja de ser curioso a este respecto, que el Ministerio de Educación español haya presentado 77 medidas para mejorar la calidad de la educación, en las que las seis primeras atañen explícitamente a los valores. No obstante, resulta paradójico el vacío axiológico que caracteriza a las medidas adoptadas. En ellas sólo se mencionan ciertos valores, harto discutibles, como la solidaridad entre los pueblos -ni siquiera entre los ciudadanos de la misma nación-, la conservación del medio ambiente, los comportamientos saludables, la prevención de los accidentes y la más que discutible adecuación de ciertas pautas de consumo.

Ante un elenco tan sesgado como éste, es pertinente preguntarse: ¿Valores, para quien? ¿No se esconderán, tras esta infamante estrategia axiológica, ciertas necesidades apremiantes del gobierno respecto de su política exterior, de la satisfación de sus socios electorales, de la disminución del gasto de la Seguridad Social o de ejercer un cierto dirigismo sobre algunos sectores consumistas? De ser así, iniciativas como éstas debieran computarizarse al otro lado de la ética, es decir, en la antiética. ¿No implica acaso este diseño de la ética, un uso antiético o anético de ella?

Sea como fuere, el hecho es que se ha empezado por el tejado la construcción del hogar común de la ética, mientras su fundamento descansa en arenas movedizas. Mientras tanto, se deja fuera de foco a los auténticos e inalienables valores éticos, sobre los que debiera asentarse la educación.

De hecho, ya desde los juristas romanos se impuso una sabia tradicción que distinguía entre los tres bloques de valores básicos, siguientes: "honeste vivere" (autocontrol), "ius suum cuique tribuere" (justicia), y "neminem laedere" (respeto). Pues bien, los anteriores valores, a los que me he referido, apenas si pueden incluirse en el último de los bloques citados, precisamente aquel que más tardíamente se incopora a los aprendiajes de los alumnos, por presuponer a los dos anteriores, más básicos y fundamentales.

La sociedad, sea porque contempla con un cierto temor la posibilidad de asistir a su propia disolución o sea porque está despertando a una nueva sensibilidad moral, comienza a reclamar para sí una función educadora de la que tal vez, negligentemente, se había olvidado tiempo atrás (Bellah y col., 1992). En cualquier caso, hay en esta situación una cierta remembranza del ideal griego respecto de la polis. La misma felicidad de las ciudades dependían de que los ciudadanos fuesen virtuosos.

Se trata, pues, de recuperar el ethos, poco antes proscrito y exiliado en el recortado ámbito de los especialistas. En los tres últimos lustros, asistimos a una cada vez más decidida iniciativa de recuperar la ética, haciéndola salir del cenáculo donde se había refugiado para que resurga y empape, como corresponde, la entera actividad humana. La verdadera transformación democrática de nuestras instituciones sociales precisa de este rearme ético y educativo que al fin, parece haber tomado conciencia de que la educación ciudadana o es fecundada por la ética o no llegará a ser tal.

Pero este rearme ni ha surgido ni se ha asomado a la vida social, como una simpe recuperacion y regreso al ethos  de la tradición. No se trata pues, de una simple reposición, sino más bien de una reposición innovadora, transformadora del ethos y, por tanto, transformante de la sociedad. He aquí el origen del "comunitarismo" y, por reacción a él, del "liberalismo", movimientos enfrentados que configuran el escenario en el que se está desarrollando la actual polémica (cfr., a este respecto, Naval, 1995; Etzioni, 1995; Mulhall & Swift, 1992).

El despertar de la vis comunitarista, que perezosamente se iniciaba de la mano de un cierto sector del pensamiento (Unger, 1987; Glendon, 1993 ), en la educación social de los EE.UU., ha devenido en un cierto furor de los movimientos comunitaristas, donde al fin ha cristalizado y se ha encarnado. La reacción, por parte de los liberales no se hizo de esperar (Rorty, 1991; Raz,1986). Los primeros subrayaron la dimensión social de la persona,  los elementos sociales configuradores de la propia identidad, etc. Los segundos, en cambio, pusieron un mayor énfasis en la autonomía, la creatividad, etc. Unos y otros han de habérselas con el hecho tozudo del multiculturalismo y han de enfrentarse a ese reto para arbitrar la solución más conveniente a los actuales problemas existentes, empresa por otra parte harto difícil.

Hasta que esto no suceda, parece que indefectiblemente se prolongarán las dos últimas décadas caracterizadas por la égida y proliferación de las "escuelas neutras" y sólo capaces de pregonar que, en última instancia, el único valor destacable es la carencia de todo valor. De ahí la militanca en esa pretendida "neutralidad". Pero la educación "neutra" palidece en tanto que actividad educadora y perfectiva. Esta supuesta neutralidad hace estragos, porque no disponiendo de la capacidad de movilizar la voluntad de los educandos -no hay bien que pueda apetecerse-, les abandona a la indefensión. Si todo es indiferente, si no hay nada bueno ni nada malo, entonces ¿para qué legir? En unas circunstancias como éstas, lo lógico y fácil es abandonarse al "pasotismo" y la indiferencia. Al menos así no incurrirán en el absurdo de una elección que no está enraizada en la libertad, porque ni sabe ni entiende porqué se elige. 

Unos y otros, qué duda cabe, aportan elementos enriquecedores, y tal vez olvidados en nuestro reciente pasado, en lo que se refiere a la educación moral. Pero cada uno de ellos, a su modo, infraestima aspectos esenciales de la tradición, que en modo alguno son renunciables. Con todo ello el diálogo se hace difícil y, desde luego, suscita la necesidad de la reflexión.

Aquí está en juego no sólo la educación, sino la entera sociedad y, por supuesto, el hombre objeto de la educación. A lo que parece, la solución ha de encontrarse más allá del comunitarismo y liberalismo, es decir, en el hombre, tal y como es comprendido por la antropología realista. Es preciso realizar un intento conciliador entre ambas posturas. Pero tal reconciliación no será posible si no se retoma -con la necesaria flexibilidad que exige la actual sociedad- el espíritu de la tradición. Pues, como afirma Naval (1995), "subrayar la tradición no es negar la posibilidad de creación o cambio; más bien, estos son posibles por la tradición. Sin tradición no habría nada que cambiar, ni tampoco ningún fin para la creatividad. En la tradición se podría distinguir como dos elementos: las habilidades o técnicas y los modos de ver el mundo. Es posible destacar el segundo sin negar el primero, ya que la obsesión por aquél, sin prestar atención a éste, hace caer en la esterilidad y el estancamiento. Todo ver es ver en concordancia con un modo de ver, pero estos modos de ver son adquiridos desde, y por lo tanto vienen a ser compartidos con otros" (p. 19). Por eso es pertinente y muy ajustado a la realidad el contenido de esta intervención -como más adelante observaremos al ocuparnos de las virtudes prioritarias que deben enseñarse-, pues no basta con el aparente auge experimentado por estos movimientos y modas, sino que es conveniente ir a las cuestiones de fondo, es decir, plantearse con la debida radicalidad qué es lo que la ética debe enseñar o no a los alumnos en las escuelas públicas y privadas.

Bien, virtud y valor

También el lenguaje es algo vivo que está parcialmente condicionado en su uso por las modas. En modo alguno es indiferente el hecho de que hoy se hable tanto de motivacion y valores y tampoco del bien y las virtudes. Cada uno de los anteriores conceptos debiera ser precisado.

En líneas generales, se diría que este encadenamiento desde el bien a la motivación constituye un proceso ruinoso y empobrecedor tal y como se ha llevado, susceptible de trivializar la educación ética. El bien fue sustituido por los valores, mientras por el camino, al compás de esas transformaciones, se extraviaba el concepto de virtud. Más tarde, por vía del psicologismo, el valor devino en motivación, un concepto este último a mitad de camino entre el behaviorismo y la psicofisiología, entre la conducta y la activación cerebral que ponía en marcha a aquella.

Comencemos por el bien. Así como lo propio del entendimiento es la verdad, lo propio de la voluntad es el bien. A lo que tiende la persona es al bien, es decir, a la felicidad. Si no existiera el bien no sería posible la ética. El bien una de las condiciones de posibilidad de la ética. De una u otra forma, la felicidad remite siempre al bien. Por eso, habría que educar no tanto en los valores como en el bien. Pero el bien hay que conocerlo. La ignorancia del bien impide y frustra su búsqueda. Quien no sabe lo que es bueno, no podrá saber qué hombre es o no bueno y, en consecuencia, no podrá imitar su conducta ni elegir los actos que conducen al bien. Es decir, no sabrá conducirse a sí mismo por no distinguir entre lo que es bueno o malo.

 "Con todo, escribe Polo (1993), el bien puede ser espléndido, sumamente atrayente, pero si se trata de un sistema libre -como es el hombre- siempre queda la posibilidad de que el sistema libre diga: 'lo quiero, pero no completamente'; el bien es amable, pero una cosa es que sea amable, y otra que sea necesariamente amado; por tanto, el mismo sistema libre ha de tener la garantía de que su adhesión a él sea lo suficientemente firme: porque si no, no puede ser feliz, no por culpa del bien sino por arte suya, es decir, que no basta con que exista lo que al hombre le pueda hacer feliz, hace falta también que el hombre sea capaz de ser feliz y son dos consideraciones coherentes: una no basta, no es suficiente. Es preciso que el sistema libre sea capaz de alcanzar sin oscilaciones su estado de equilibrio supremo" (pp. 140-141).

Tal vez por eso, escribe Macyntyre (1992), "estar educado de forma adecuada desde el punto de vista práctico, es haber aprendido a disfrutar haciendo y juzgando correctamente respecto de los bienes y habiendo aprendido a sufrir por defecto y error al respecto" (p. 179).

La educación, como tarea formadora y perfectiva de la persona, se dirige a dos facutades: la inteligencia y la voluntad. La primera se atiende con la trasmisión de conocimientos y de cultura; la segunda, con la formación moral, con la areté (la virtud moral) aristotélica. Ambas son complementarias e indispensables y deben estar armónicamente entrelazadas.

La virtud no consiste, según Aristóteles, en el mero conocimiento del bien, sino en su ejercitación, en el ejercicio del bien. De hecho, la evidencia nos enseña que el hombre puede conocer muy bien la virtud y obrar en contra. La virtud es una disposición estable hacia el bien, un hábito -del que a continuación se hablará- que perfecciona al hombre para obrar el bien.

La educación en las virtudes se encamina a hacer al hombre bueno. El hombre bueno (spoudaios) es el que hace bien la misma realización de su entera naturaleza. Pero entiéndase que no es que, primero, el hombre es bueno y por eso se hace virtuoso, sino que realizando actos virtuosos es como el hombre llega a ser bueno. La virtud hace bueno a su poseedor y buena a su obra (Eth. Nic., II, 6, 1106 a 15). O, más sencillamente, el bien se hace, y al hacerlo, el hombre se hace bueno. Por consiguiente, "las virtudes -afirma Aristóteles- no se producen ni por naturaleza, ni contra la naturaleza, sino por tener el hombre aptitud natural para recibirlas y perfecionarlas mediante la costumbre" (Eth. Nic., II, 1, 1103 a 23-26).

Por eso Aristóteles afirma algo que es muy relevante para la educación: "lo que hay que hacer después de haber aprendido, lo aprendemos haciéndolo" (Eth. Nic., II, 1, 1103 a 34-35). Y aquí interviene la voluntad, que queriendo obrar sobre la propia naturaleza (que nos hizo aptos para adquirir una virtud determinada), precisa del hábito para desarrollar esta aptitud.

 Esto demuestra que el protagonista de la educación -el que ha de adquirir y encarnar las virtudes a través de sus acciones- no es el principalmente educador sino el educando, con lo que la educación deviene, aunque no exclusivamente, en autoeducación. Un hombre es virtuoso cuando sabe a qué atenerse, cuando sabe lo que hace, cuando, como consecuencia de la disposición macizada y permanente que en sí mismo ha dado origen (hábito), elige cada acto bueno como tal acto. Todo esto reobra sobre él y hace que consolide tal hábito, que, a causa de ello, deviene en algo más robusto, firme e inmutable. De aquí que, como sostiene Aristóteles, el oficio propio del hombre consista en ser virtuoso (Eth. Nic., II, 9, 1109 a).

Desde esta perspectiva, la virtud remite a los hábitos, es decir, a aquellas disposiciones por las cuales el hombre llega a realizar en grado perfectivo su propia naturaleza. Y esto es, precisamente, lo que le hace ser bueno. Los hábitos buenos -y no un acto bueno aislado- son los que hacen que el hombre crezca en toda su estatura. El hombre precisa, pues, de esa estabilidad, fijeza y facilidad (hábito) para actuar constantemente bien -propiedad que la naturaleza no cultivada, en modo alguno tiene-, de manera que pueda darse el irrestricto crecimiento personal. En realidad, un hábito (habitudo) es una posesión (habere) -la más personal, sin duda alguna- por la que se acrece o disminuye el grado de autoposesión personal y, a su través, la propia libertad.

De hecho, cuando la voluntad adquiere estos hábitos morales, entonces -y sólo entonces- es cuando deviene libre. Alberto Magno definió el hábito como "quo quis agit cum voluerit", aquello por lo que alguien actúa como quiere.  Por eso, puede afirmarse que, a través de los hábitos, es como el hombre gana en libertad, puesto que le facilita el hacer actos libres y buenos. Pero un acto libre y bueno es aquel que intrínseca y formalmente es libre, es decir, que procediendo de un principio intrínseco conoce como bueno el fin que se propone alcanzar, lo que reobra en el crecimiento de la propia naturaleza. De aquí que una persona sea tanto más libre cuanta mayor sea la facilidad que tiene para obrar de esta forma. Los hábitos buenos no son solo buenos por perfeccionar a quienes los hacen, sino también por hacerles crecer en su libertad personal, por hacerles más libres (Polaino-Lorente, 1988).

La consolidación de los hábitos, cuando se les contempla desde el escenario social, devienen en ethos, en costumbre.  La relevancia que las costumbres tienen para el rearme ético de la sociedad y la regeneración del tejido interpersonal (a través de la imitación de ciertos modelos de comportamiento y de la interacción personal) resulta obvia. De aquí que la formación y desarrollo de los hábitos buenos -esa "segunda naturaleza" que es preciso implantar- constituya la causa eficiente de la educación, por ser la que dota de consistencia energizante y facilitadora al educando para hacerse a sí mismo persona, la mejor persona posible según su naturaleza.

Los hábitos son formas accidentales que reobran sobre las potencias (la naturaleza), modificándolas. El hábito -escribe Pacios, 1974-, "consiste precisamente en esta cualidad que, sobreañadida a la potencia, la hace más apta para realizar sus actos de acuerdo con la naturaleza, es decir, bien, puesto que el bien y el mal se dicen por respecto al fin, y la naturaleza es el fin de las operaciones. La educación ha de consistir sobre todo en hábitos buenos y no en disposiciones, ya que requiere un modo constante de actuar de acuerdo con la propia naturaleza, y sólo el hábito es una cualidad que determina permanentemente al principio activo en orden a la naturaleza y a sus operaciones" (pp. 95-98).

No se puede ser feliz obrando mal. Frente a lo que algunos piensan, el deseo de vivir y el deseo de obrar el bien no se oponen, sino que se refuerzan. De lo contrario, la felicidad y la virtud serían imposibles, por cuanto se daría entre ellas un conflicto insoluble. Y, en consecuencia, ningún hombre podría ni querría ser feliz.

Por eso, lo que da sentido a la existencia humana es, precisamente, la consecución de las virtudes éticas. Y es que el camino, la búsqueda que conduce a la felicidad -el destino de la persona- coincide con el sentido de la vida. Sentido y destino de la vida -aunque se formulen en diferentes niveles epistemológicos- son, sin embargo, convergentes hasta coincidir e identificarse en su meta: la vida lograda, la felicidad.

Los valores no son el bien ni tampoco se identifican con las virtudes, aunque se relacionen con ambos. Los valores -en el sentido coloquial que a este concepto hoy se da-, constituyen una traducción a la baja del término "bien"; y expresan, una cualidad relacional que puede atribuirse tanto a los objetos materiales como a las personas. Tal ambigüedad facilita el confusionismo en que hoy nos encontramos a propósito de la educación moral.

El valor se haya siempre encarnado en el sujeto u objeto valioso. El valor constituye una cierta excelencia que se añade o emerge del ser esencial de una cosa. Su predicación es más propia de los objetos -un objeto valioso, por ejemplo- que de las personas. Respecto de estas últimas, el valor entraña una cierta pasividad -y, por eso mismo, debería restringirse su uso, en este sentido. El valor denota más bien algo que, simplemente, está ahí -y por tanto, estáticamente considerado- y que es contemplado o descubierto, lo que le diferencia expresamente de algo que es preciso conquistar mediante la libre ejercitación (en este último caso, sería mucho más correcto y apropiado usar el término de virtud).

Por contra, la presencia de la virtud -lo hemos observado ya líneas atrás- exige el compromiso de la voluntad que se emplea a fondo y libremente en su adquisición por medio del ejercicio. Los valores, qué duda cabe, pueden no depender de la voluntad humana; las virtudes, en cambio, sí.

De otra parte, el concepto de valor remite a algo que se deja predicar mejor respecto de lo innato o dado que respecto de un hábito estable, consistente y robustamente implantado, gracias a que se ha optado libremente por él, mediante el ejercicio. Por todo ello se manifiesta como más preciso y riguroso el concepto de virtud que el de hábito, para calificar a las personas. Lo que sucede es que el concepto de valor está menos adensado por el poso de las tradiciones del pensamiento filosófico y teológico y, por consiguiente, resulta más facilmente manejable y tiene hoy una mayor validez social en algunos países, en los que predomina la cultura secularizada.

En cualquier caso, el concepto de valor -y tal vez aquí resida la clave de por qué este concepto ha hecho fortuna y ha atravesado las barreras culturales de nuestro tiempo- tiene un ámbito de significados más amplios a la vez que más imprecisos, lo que permite su uso, casi sin forzamiento, en contextos axiológicamente mal definidos (anfibológicos). Acaso también por eso mismo, este concepto -preciso es reconocerlo- ha enriquecido nuestro ámbito cultural, en tanto que ha contribuido a ensanchar y abrir el horizonte, tiempo atrás demasiado restringido, de la educación moral. De no ser por él, la educación moral no hubiera podido asumir e integrar atributos y rasgos realmente valiosos, que sólo con muchas dificultades habrían tenido cabida en el ámbito estricto y tradicional de las virtudes clásicas.

Pero conviene dejar claro que los valores -tal y como este concepto se emplea en el actual uso lingüístico- no se corresponden con las virtudes, como tampoco éstas son reductibles a aquellos. Hasta tal punto es esto así, que puede sostenerse que la "educación en los valores" no se corresponde, las más de las veces, con la educación en las virtudes.

Normas, conciencia y motivación

Conviene que distingamos también entre norma, conciencia y motivación, puesto que estos conceptos, fundamentales e imprescndibles, forman parte importante de la trama sobre la que asienta la educación ética.

Algunos pretenden reducir la formación moral a sólo la enseñanza de normas, leyes -o como ahora se dice, "códigos de conducta"- a los que atenerse, por cuanto señalan el deber que hay que cumplir. No cabe duda de que las normas y reglas morales han de conocerse, de modo que podamos conducirnos -autoconducirnos- mejor en nuestra andadura biográfica.

Pero las normas hacen siempre referencia al bien. Conviene no olvidar esto. De hecho, el conocimiento de las normas morales es inseparabe del genuino conocimiento del bien del hombre, hasta el punto de que cumplimos con esas normas sólo cuando y porque queremos alcanzar ese bien, sea ese querer explícito o implícito, que eso importa ahora menos. 

Aunque los preceptos del decálogo pueden ser conocidos por los hombres con las solas luces de la razón, pues son una manifestación de la ley natural, sin embargo, continúa Tomás de Aquino argumentando, "convenía que la ley divina proveyese al hombre, no sólo en las cosas que superan la razón, sino también en aquéllas en que el entendimiento suele hallar dificultad.  La razón humana no podía errar en sus juicios universales sobre los preceptos más comunes de la ley natural; pero la costumbre de pecar hacía que su juicio quedara oscurecido en los casos particulares. Además, sobre los otros preceptos morales, que son a manera de conclusiones deducidas de los principios más comunes de la ley natural, muchos yerran reputando lícitas cosas que de suyo son malas. Fue, pues, conveniente que la ley divina proveyera a esta necesidad del hombre".

Lo que se acaba de afirmar impone un fuerte compromiso a las leyes humanas, puesto que éstas tienen que adecuarse a la ley natural. Pues, como escribe Cardona (1987), "por eso,  (Sto. Tomás, S. Th., I-II, q. 95, a. 2), la necesaria tolerancia, en determinados casos, no es legitimación, y menos aún moralización: pero los gobernantes deberían tener muy en cuenta -entre otras cosas- el carácter pedagógico de la ley (y más en momentos de decadencia moral y religiosa) y el hecho comprobado de que la despenalización multiplica la infracción. Por otra parte, conviene insistir en que el "hecho" no constituye derecho, que la sociología no es un "lugar" (o fuente) de lo jurídico".

No puede ser de otro modo pues, como señala Tomás de Aquino, "la ley humana tiene razón de ley en cuanto es según la recta razón, y en este sentido es manifiesto que se deriva de la ley eterna. Sin embargo, en cuanto se aparta de la razón se dice ley injusta, y así no tiene razón de ley, sino más bien de cierta violencia" (Sto. Tomás, S. Th, I-II,  q. 92, a. 2 ad 2). He aquí la conclusión que se desprende, por mera inferencia lógica, de la naturalidad de la ley natural. Hasta aquí la ley. Pero observemos ahora al sujeto que conoce y sobre el que recae el peso de la ley.

La verdadera libertad -la que se ejercita donde debe ejercitarse y no está atenazada por la propia miseria- se ha perdido, y ha de ser reconquistada, mediante la gracia y nuestra cooperación. Con la libertad "psicológica" o libertad como simple capacidad de elegir nos podemos perder, porque no es en sí misma nada más que una premisa para el orden moral; con la verdadera libertad nos salvamos. Por la primera el acto se hace humano; con la segunda el acto humano se hace bueno. Con la primera el acto puede ser bueno o malo, por lo que no tiene en sí misma valoración moral; con la segunda el acto sólo puede ser bueno, por lo que es la verdadera libertad. En esto consiste ser verdaderamente libre.

Si la verdadera libertad no fuese indiferente a la elección del fin -a Dios-, se comprende que tampoco lo sería respecto de los medios necesarios para llegar a ese fin: ahí no puede haber más que libertad de coacción, es decir, necesidad de decidirse por sí mismo a querer lo que se debe querer.

De aquí que todo el conjunto de normas, naturales y divinas, sean medios necesarios, y en consecuencia obligatorios, para que la persona pueda alcanzar su auténtico fin. Precisamente por esto, esas leyes no se imponen al hombre directa y externamente, con la obligatoriedad de la coacción irresistible. Y es que el Creador quiere que el hombre le obedezca, no como animal irracional, sino como un ser inteligente que goza de una voluntad libre. Porque ese es, justamente, el querer de Dios, la obligatoriedad de estas leyes nace con un fundamento real, natural y objetivo: la propia conciencia del hombre.

De hecho, la conciencia humana descubre la moralidad que palpita y yace escondida en cada situación personal. El hombre es capaz de discernir entre la bondad y maldad de las cosas, identificando aquellos deberes objetivos por los que debe regirse y a los que debe adecuar su conducta subjetiva, y teniendo la capacidad de comprometerse y obligarse a poner o quitar, según los casos, una acción determinada.

El hombre tiene experiencia personal de cómo en su conciencia se hace presente esa ley. En efecto, en lo más profundo de su conciencia resuena su voz, cuando es necesario, advirtiéndole: "haz esto, evita aquello".

Ahora bien, "la conciencia -escribe Cardona- no crea la norma: la conoce y aplica, es intérprete de una norma interior y superior, pero no es ella quien la crea. De ahí la obligación natural de formarse una conciencia recta y verdadera. Pero, tratándose de un saber práctico, vital, decisivo para la vida entera y su destino, esto compromete al hombre entero; y por eso, requiere "buena voluntad" y todas las disposiciones convenientes: la falta de estas disposiciones puede oscurecer y aún deformar positivamente el conocimiento de preceptos básicos de la ley natural: la historia -también la contemporánea- lo demuestra."

Por todo esto resulta necesaria la formación de la conciencia. Su ausencia lleva al hombre a una cierta dimisión de su naturaleza antropológica, pues, como decía el navegante Bering, "hay gentes que tienen en el lenguaje costumbres de loro y en la vida costumbres de mono; sólo dicen lo que han oído y sólo hacen lo que han visto hacer".

En este punto, la conciencia humana no puede delegar en otro su responsabilidad personal. Porque entre las notas que caracterizan la conciencia humana se encuentran las de ser una realidad singular (que no admite réplicas o multiplicación), propia (que no puede predicarse de otra persona distinta de aquella) y, por consiguiente, intransferible (que no es susceptible de pasar de una a otra persona).

Esto significa que ante la conciencia ética, cada hombre no puede ser sino ese solitario que forzosamente ha de encontrarse a solas consigo mismo. Los demás podrán ayudarle -y acaso de forma importante- con el consejo, con el buen ejemplo o con la compañía solidaria, pero el juicio último sobre el que se fundamenta toda decisión -y el inherente y natural mérito o demérito que puede acompañar a aquélla-, necesaria e inevitablemente ha de ser personal. Sin la libertad de la conciencia la culpa o el mérito del hombre no serían posibles.

Esta libertad de la conciencia humana es la que impide precisamente cualquier forzamiento o imposición a que el hombre obre en un sentido determinado. Tanta es esta liberalidad que resulta ser cierto el hecho de que al hombre no se le puede forzar a obrar contra su conciencia, como tampoco se le puede impedir que obre según ella. He aquí el doble reconocimiento de la libertad de nuestra conducta personal: la liberación de todo forzamiento a obrar contra nuestra conciencia, y la liberación de todo impedimento que obstaculice o dificulte el obrar según ella.

Pero esa suprema liberalidad -que con toda razón reclamamos y hemos de defender siempre para nuestra conciencia y las conciencias de los demás- nos impone una exigencia: la formación de la conciencia para que siendo ésta verdadera y recta sepa juzgar justamente cada cosa.

La discordia entre el juicio y la conducta del hombre es constante: la conciencia juzga una cosa, pero la voluntad del agente quiere otra; la conciencia del juez impone una pena, pero la voluntad del agente se rebela contra ella y la dulcifica o la incumple, aunque sea a costa de calificar al juez como injusto; la sentencia dictada por la conciencia conlleva unas consecuencias determinadas, pero la voluntad del agente procura zafarse de ellas apelando -otra vez más, como un nuevo abogado defensor- y recurriendo contra la sentencia que dictó la conciencia. La cosa no sería tan enredada -es lo que acontece en la jurisdicción ordinaria- si el juez y el reo fuesen personas diferentes. El enredo se origina cuando, como aquí, juez, agente, fiscal, testigo y defensor coinciden en la misma persona.

Surgen así los intentos de autojustificarse, de autolegitimar la propia conducta -con atenuantes o impedimentos que hacen siempre del reo una persona excepcional y, por tanto, impermeable a la acción juzgadora de los principios y normas por los que se rige o debería regirse el propio comportamiento-, al mismo tiempo que trata de mantenerse la validez jurídica y social de aquellos principios y normas.

Pero esto acontece sólo en la fase inicial. Con el tiempo y el encadenamiento de "salvedades legitimadoras" y "excepciones justificadas", la conciencia comienza a enturbiarse, al mismo tiempo que inicia su camino para adaptarse al comportamiento. "Quien no vive como piensa -dice un viejo refrán castellano- acaba por pensar como vive". Lo curioso de esto es que lo más poderoso, iluminador y penetrante (el pensamiento) se subordina y somete al dictado de la mera facticidad ciega y roma (el mero vestigio de la conducta ya ejercida).

El reo no quiere reconocer sus faltas y sentirse culpable. Ante la discordia entre su conducta y unas determinadas normas, el reo busca la excusa de sus errores, "justificando" esa forma suya de obrar hasta el extremo de persuadir al juez (a la conciencia) de su inocencia; persuasión que acaba por cegar y ensordecer a la misma conciencia, que no disponiendo ya de ojos para ver ni de oídos para oír, acaba también por enmudecer, incapacitándose a sí misma para, en lo sucesivo, continuar juzgando.

El proceso de deformación de la conciencia es tan viejo como el hombre mismo. Quien no obra como piensa acaba por pensar como obra; quien no hace lo que dice, acaba por decir lo que hace; quien no habla como piensa, acaba por pensar como habla. He aquí lo contrario de la perfecta adecuación exigida por la formación de la conciencia de la que ella misma sale garante. Sin la precisa y rigurosa congruencia de las tres conductas anteriores -pensar, hacer y decir-, la acción humana deviene respectivamente en errónea, falsa o mentirosa.

La norma ética, la obligación objetiva no entra en el hombre nada más que por la conciencia: no es que la conciencia cree la norma -se habla sin propiedad cuando se dice que la conciencia es libre-, pero sólo ella conoce, y sólo ella obliga de modo inmediato. Lo tremendo de esta situación es que se obra subjetivamente mal -culpabilidad subjetiva- si se actúa contra la conciencia; y se obra objetivamente mal -culpabilidad objetiva- si se actúa según el dictamen erróneo de la conciencia.

Pero no se piense que la deformación de la conciencia personal, por consistir ésta en algo personalísimo e intransferible, no genera consecuencias para la sociedad. La mala conciencia personal, empujada por nuestra naturaleza social, contagia, salpica e invade a la conciencia de nuestros conciudadanos.

Contagia, porque cualquier conducta humana se manifiesta también -al ser imitada por otros- como una causa ejemplar del comportamiento ajeno. Salpica, porque sin que medie ninguna libertad o determinación explícita de confundir a los demás, quien así se comporta tratará de legitimar su propia conducta, sembrando la duda entre quienes le observan y se comportan de modo diferente. Y acaba por invadir las conciencias ajenas, porque quien así se autoengaña continúa inseguro y dudoso de la validez de su propio comportamiento -necesitado como está, por la inseguridad que sufre, de ser confirmado en la legitimidad de lo ya hecho-, por lo que tratará de generar nuevas actitudes en los demás que le aprueben y sean semejantes a las propias.

Pero, como escribe Polo (1993), "la ley moral no puede ser racionalmente determinista; si sólo se pueden hacer las cosas como dice la ley moral no puede crecer la capacidad de hacer. La norma moral integrada es 'haz todo el bien que puedas y como se te ocurra, y cuantas más virtudes tengas, mejor lo harás: no te detengas' (p. 151). A veces se dice que el principio que se conoce por la sindéresis es 'haz el bien y evita el mal'. Prefiero formular este principio simplemente así: 'haz el bien: actúa'; actúa todo lo que puedas y mejora tu actuación. El mal, ya se sabe, está prohibido. Evitar el mal es un no, pero la negación no es lo primero en la moral. El conocimiento moral de principios impulsa, ratifica que el hombre ha de tener iniciativa. No es un deber añadido, sino la expansión de la libertad: persigue el bien, llévalo a cabo, no te retraigas, no lo omitas, no seas perezoso. El principio está dirigido al sujeto, a la actitud de la persona ante la larga tarea que es vivir, ante el proyecto humano que es desarrollar su existir incrementando lo real. Lánzate a la vida, aporta, pon de tu parte, no te quedes corto. Este es el gran principio. ¿Es una norma moral en sentido estricto? Me parece que no. Es más bien, la conexión de cualquier norma conmigo, pues la norma moral no es una instancia obligatoria que se yerga solitaria ante un reclamado cumplimiento forzado. Este enfoque psicologista es desacertado. Sin duda, cumplir lo obligatorio es muchas veces duro, pero ello no define el significado de la norma moral para un ser libre, capaz de virtudes" (p. 204).

 No sé resistirme a poner fin a estas cuestiones sin al menos invocar a la conciencia. La conciencia que de la conciencia tiene el hombre -su autoconciencia- es al fin también conciencia. La conciencia es siempre una función genitiva, puesto que es de alguien (el sujeto consciente) y es de algo (el contenido que se tematiza y del que, precisamente, se toma conciencia). En el caso de la autoconciencia su genitividad  remite a la identidad del ser consciente, haciendo que se torne más real la presencia misma de esa identidad. El hecho de no ser autoconscientes de la propia identidad (al menos, en muchos momentos de la vida, a pesar de disponer ya de uso de razón) no significa que no tengamos tal identidad. Antes de ser conscientes de la identidad personal, nuestra identidad se nos aparece como lo insuficientemente real, lo todavía no completamente determinado.

Esa toma de conciencia de la propia identidad acontece en muchas ocasiones como un hecho simultáneo que sobreviene en la medida que  hacemos uso de nuestra benevolencia para con otro hombre. La identidad eclosiona y hunde sus raíces a orillas de la autoconciencia personal que es, sin duda alguna, el eje vertebrador del comportamiento ético. Sin identidad no puede haber ética.

Actuar en conciencia ("cum-scientia") no es sino actuar con ciencia, con la primera y más elemental de las ciencias, aquella que hace que el hombre se percate de quién es y de lo que está realizando en cada momento.

En principio, el hombre no debería hacer ciencia sin conciencia. Y eso porque le faltaría la primera de las condiciones que son necesarias para hacerla: la de saber qué se está haciendo. Sin esa primera ciencia que es el saber acerca de sí, resultan inviables las otras "ciencias segundas", entendidas estas últimas como el conocimiento de algo (educación) a través de sus causas.

La conciencia ética es, sobre todo, un juicio, un acto de la inteligencia por el cual se juzga particularmente un hecho, conducta o suceso, aprobándolo o desaprobándolo. Lo propio de la conciencia es juzgar. La conciencia es, ante todo, una actividad judicativa que procede del intelecto práctico y que dictamina la bondad o malicia de un acto concreto. La conciencia se percata del propio acto, pero juzgando sobre el bien.

La conciencia no es la ley moral sino que, estando subordinada a ella, mide, juzga o sentencia si un determinado acto o comportamiento se ajusta o no a esa ley. La conciencia no crea normas, simplemente aplica las normas a las conductas, a los hechos. Por eso la conciencia ética no es autónoma, entendida en el sentido de que pueda modificar, inventar, crear o transformar normas. Procediendo de esta forma, es muy probable que el hombre se autogobierne mucho mejor en lo que respecta a su comportamiento, de manera que se facilite la consecución del propio fin al que su naturaleza propende.

En cualquier caso, la propia conciencia será siempre la regla inmediata de moralidad, por cuanto que en ella asienta la capacidad que hay en el hombre de tener a la vez la ley y su propia conducta, es decir, la capacidad de examinar el propio comportamiento a la luz de la ley que hay en él inscrita, como ordenamiento de su recta razón. También por eso, los juicios de la conciencia moral son, en definitiva, la primera regla de moralidad.

Por último, unas palabras tan sólo respecto de la motivación. En este punto preciso es reconocer el esfuerzo realizado por la moderna psicología por desentrañar el fin del comportamiento humano. El hecho de que el término motivación se cotice hoy a la alza en la bolsa de los valores del uso coloquial del lenguaje, habla mucho en favor de lo generalizado de su uso y de la enorme validez y aceptación social que tiene.

Pero, no obstante, hay que hacer algunas matizaciones. En realidad, la motivación se corresponde más con la traducción psicologista del concepto de valor, poniendo la larga distancia que le separa del concepto de virtud. En esa traducción -todavía más "light" que la anterior- el autor de estas líneas tiene forzosamente que preguntarse si no habremos perdido definitivamente el concepto de fin por el que obra el agente.

En efecto, la motivación, tal y como se estudia en la psicología, apenas si constituye en muchas ocasiones un indicador efectorialista -más que la meta a la que se dirige el comportamiento humano- a cuyo través se expresa la activación cerebral (el "arousal", "drive", en términos psicofisiológicos). Pero la activación cerebral no es el fin de la conducta humana, sino más bien la consecuencia psicofisiológica de que esa conducta sea ciertamente propositiva, teleológica y finalista. 

 En un sentido más laxo, el término motivación designa los "motivos" (naturalmente psicológicos) por los que actúa determinado agente. Pero esos motivos -tal y como se ha diseñado su estudio- están tan enraizados y vinculados a los procedimientos, métodos y diseños experimentales que forzosamente se han dejado arrastrar e invadir por ellos y, en consecuencia, adolecen de lo que es propio y característico de los actos libres y voluntarios, que son los que al fin habría que estudiar.

No obstante, hay que conceder a este nuevo concepto un poderoso atractivo. Tal vez bajo ese atractivo subyazca y persista la adensada e irrenunciable sombra del viejo concepto de fin (telos), lo que una vez más demostraría que no es tan fácil como se piensa desentenderse de la filosofía. De ser esto así, acaso estemos mucho más cerca de la regeneración ética de lo que algunos sostienen. Pues si el concepto de fin continúa vivo -y el éxito del concepto de motivación, en cierto modo, así lo confirma-, entonces, todavía cabe esperar que el hombre de nuestro tiempo se abra paso por entre la niebla del confusionismo terminológico y retome, con paso decidido, su libertad, es decir, la dirección de su comportamiento. Por consiguiente, muy bien pudiera darse un camino de regreso -de la motivación a la virtud- gracias, precisamente, a la pervivencia soterrada y subsumida del concepto de virtud en el de motivación. De confirmarse esta hipótesis habría que darle la bienvenida -malgrè lui meme- al concepto de motivación.

¿Qué virtudes son las que propiamente deberían enseñarse en la escuela pública y privada?

La educación en las virtudes tiene su marco originario en la "paideia" griega. En este escenario, estaban esculpidos aquellos valores que aparecían como más convenientes trasmitir de una a otra generación, en el contexto educativo. El elenco de valores así caracterizados, se englobaban bajo el término de valores éticos. Acaso su fundamento debía mucho a la imagen platónica, entonces existente, acerca del ser humano como un auriga que conduce un carro tirado por dos caballos.

Esta imagen representa bien la condición de los jóvenes alumnos. No se es propiamente hombre hasta que se adquiere la capacidad de conducir el carro de l vida personal a su propio destino. El hombre debe conducir su propia vida hacia un fin determinado. El camino hacia la madurez es un arco tendido desde lo personal a lo social. El niño no se transformará en el hombre maduro que aspira a ser, si no comienza por esforzarse en la adquisición de aquellos valores personales que, siendo irrenunciables, harán de él la persona valiosa, que desea ser. Es decir, si no comienza por sí mismo.  Pero no lo hará si no se satisfacen con anterioridad las tres condiciones siguientes:

1. El propio conocimiento personal, de manera que aprenda a conducirse a sí mismo en libertad.

2. La necesidad de elaborar y disponer de un proyecto biográfico y personal, libremente elegido, que además sea coherente con el previo conocimiento personal.

3. La ejercitación en ciertas conductas que generen hábitos de comportamiento, de manera que le doten de una "segunda naturaleza" y de una especial facilidad para vencer las dificultades que en su andadura biográfica en la profunda tarea de convertirse en persona, de seguro ha de encontrar en sí mismo y en el medio.

Al conocimiento personal ya nos hemos referidos al tratar de las virtudes y de la conciencia. Estudiemos ahora el proyecto. La noción de proyecto personal ("Entwurf") ha hundido sus raíces en la filosofía contemporánea, a partir de la obra de Heidegger. Un proyecto personal no consiste en hacer un mero plan, según el cual se disponga lo que todavía no se ha hecho, lo que aún está por hacer. "El proyecto no es, por así decirlo, hacer cualquier cosa mientras uno se hace a sí mismo, porque uno no se hace a sí mismo haciendo cualquier cosa (Ferrater Mora, 1979).

Un proyecto personal, tal como aquí se entiende, tiene mucho que ver con la vida, hasta el punto de concebir la vida como un proyecto, como una anticipación de sí mismo; más que como una realidad proyectante, como el proyectarse como realidad, de forma que la persona humana se elija a sí misma en su proyectarse y a través de su autodecisión. En última instancia, la capacidad de proyecto de un individuo significa la básica capacidad de ese sujeto al servicio de su personalizacion. Tener un proyecto de vida consiste en saber a qué atenerse, tanto en lo que respecta al mundo en que se vive como a la personal existencia en que consiste la propria vida: habérselas con la propia realidad de tal modo que, por su virtud, ésta se guíe a sí misma en el ámbito del universo, para de esta forma conseguir que su mismidad logre dar alcance a su destino personal.

Tiene proyecto quien, teniendo ideales bien concebidos, es capaz de vertebrar su propria existencia, de acuerdo con una forma de vida por la que libérrimamente ha optado. Difícilmente podrá diseñarse una forma de vida si la imaginación está agostada, o si los valores que como referencias sirven a la orientación de la propia existencia están oscurecidos.

Como ha podido advertirse, disponer de un proyecto personal de vida es algo muy importante, más aún, imprescindible para no extraviarse en el ámbito confuso de nuestra sociedad y alcanzar el seguro puesto que, individual y socialmente, cada hombre libremente se ha propuesto.

Ahora bien, no todos los proyectos personales lo son realmente. Así, por ejemplo, el "self made‑man", el modelo tan extendido por otra parte en la sociedad consumista donde solo se prima la "eficacy", encierra numerosas contradicciones que lejos de orientar al hombre le enajenan y arruinan en esta navegación. Desde una perspectiva filosófica, el supuesto que sostiene este modelo, no es otro que el historicismo: resultando una alternativa que ha causado no pocos pesares al hombre y que se debate entre el sustancialismo radical, que considera que el ser del hombre coincide únicamente con una naturaleza que actúa de modo fijo y determinado, y el fenomenismo historicista que, disolviendo la naturaleza humana, hace que el ser del hombre consista únicamente en lo que cada uno hace de sí mismo en el tiempo.

Ahora bien, el hombre tiene una naturaleza, pero no está ni definitivamente hecho ni acabado. El hombre tiene que hacerse pero desde su ser. "Debe decirse, pues, que el hombre -escribe Millán Puelles (1955)- tiene necesariamente historia, más no que tenga una historia necesaria. La libertad humana hace posible esta situación aparentemente contradictoria. El hombre, por ser libre, actualiza y despliega su interna plasticidad de una manera libre, no puramente natural (...), pero esta libertad de nuestro ser, desde la cual se hace posible la historia, no está sobreañadida a la naturaleza humana. Se trata, por el contrario, de una libertad que esta naturaleza tiene. En la unidad metafísica del hombre, naturaleza y libertad constituyen un "unum" inseparable realmente idéntico (...) El hombre es, según esto, un ser histórico por existir en él, además de su propria y determinada naturaleza, algo que excede indefinidamente a toda determinación y que afectando de continuo formas nuevas, tiene una inagotable agilidad para superarlas"(Millán Puelles, 1955).

Dada la agilidad y plasticidad omnímodas del ser humano, como acabamos de ver, resulta especialmente relevante para la vida humana que el hombre, cada hombre, tenga un proyecto de vida. El futuro no está escrito, lo que comporta un importante grado de imprevisión, de angustia; pero a la vez, ese no‑ser‑todavía, en que consiste el futuro, sale garante de la libertad humana, que hace de la persona una naturaleza perfectible, abierta y con capacidad para enriquecerse con sus actuaciones, al tiempo que en el trascurso de la vida reconfigura su ser histórico. La incertidumbre del futuro -y la capacidad de proyecto que frente a él cada hombre tenga- manifiesta a la persona en la unidad de su ser, un ser, sí sustancialmente permanente, pero accidentalmente perfectible.

Hemos visto, líneas atrás, la importancia de tener un proyecto personal de vida. Cuando no se tiene, el comportamiento humano se disuelve en el sinsentido. Todo proyecto transparenta la razón de una motivación que lo pone en marcha. La carencia de motivaciones obtura la posibilidad de los proyectos personales.

Desde esta perspectiva, motivación es sinónimo de valor: si algo no nos motiva es porque no vale para nosotros. De aquí que si no somos atraídos por ciertos valores resulte muy difícil, concebir un proyecto y que nos pongamos en movimiento para realizarlo. La carencia de motivaciones, la confusión en los valores hace que algunos comportamientos de los alumnos, en lugar de conductas motivadas se conviertan hoy en "movidas". Esas personas, aunque vayan de un lado para otro, no se mueven -no están motivadas- sino que son movidas. No se mueven porque, no estando motivadas a hacerlo, dejan de concebir el proyecto por el que se mueven. En consecuencia, son sujetos que han sido movidos, arrastrados, propulsados por la masa, las modas o los mitos.

De aquí es fácil concluir la crisis histórica que hoy padecemos. Algunos alumnos han perdido el sistema de convicciones de la generación anterior, pero tampoco lo han sustituido por otro, por lo que su mundo se ha quedado sin armazón alguna. En estas circunstancias, como dice Ortega, "el hombre vuelve a no saber qué hacer, porque vuelve de verdad a no saber qué pensar sobre el mundo. Por eso el cambio se superlativiza en crisis y tiene el carácter de catástrofe. El cambio del mundo ha consistido en que el mundo que se vivía se ha venido abajo, y de pronto en nada más. No se sabe que pensar de nuevo -sólo se sabe o se cree saber que las ideas y normas tradicionales son falsas, inadmisibles. Se siente profundo desprecio por todo o casi todo lo que se creía ayer, pero la verdad es que no se tienen nuevas creencias positivas con que sustituir las tradicionales. Como aquel sistema de convicciones o mundo era el plano que permitía al hombre an­dar con cierta seguridad entre las cosas y ahora carece de plano, el hombre se vuelve a sentir perdido, azorado, sin orientación (...) No existe eso que suele llamarse 'un hombre sin convicciones'. Vivir es siempre, quiérase o no, estar en alguna convicción, creer algo acerca del mundo y de sí mismo (...); el no sentirse en lo cierto sobre algo importante impide al hombre de­cidir lo que va a hacer con precisión, energía, confianza y entusiasmo sincero: no puede encajar su vida en nada, hincarla en un claro destino. Todo lo que haga, sienta, piense y diga será decidido y ejecutado sin convicción po­sitiva, es decir, sin efectividad; será un espectro de hacer, sentir, pensar y decir, será la "vita minima", una vida vacía de sí misma, inconsistente, inesta­ble. Como en el fondo no está convencido por algo positivo, por tanto no está verdaderamente decidido por nada (...); más para decidir mi existencia, mi hacer y no hacer, yo tengo que poseer un repertorio de convicciones so­bre el mundo" (Ortega y Gasset, 1967).

Un hombre sin convicciones, sin proyectos, sin motivaciones es un hombre vacío y siempre pronto a escapar del mundo y a huir de sí mismo; un hombre que ha hecho del miedo su morada. ¿Pero puede el hombre huir del mundo, escapar de sí mismo? Ciertos comportamientos de los alumnos manifiestan que sí, que el hombre puede escapar del mundo, mientras se refugia en la droga, en el consumismo hedonista o en el sexo; pero ni siquiera entonces puede el hombre hurtarse a sí mismo, escapar de sí.

¿Que solución le queda al hombre entonces?, ¿Qué puede hacer? En lugar de huir de sí mismo, el hombre puede correr hacia sí mismo, hacia su intimidad, adentrarse en el hondón de su vida interior y descubrir cuales son sus convicciones para, desde allí, acrecerse y, apoyándose en esas convicciones personales, fugarse hacia delante, transformando al mundo con sus propios proyectos.

Juan Pablo II abrió el año de 1985 con un mensaje a la juventud, en que decía: "Os conmueve el hambre de paz que tanta gente comparte con vosotros. Os aflije tanta injusticia a vuestro alrededor. Estáis amenazados con el desempleo y muchos de vosotros os encontráis ya sin trabajo y sin perspectivas de un empleo conveniente (...) Todo esto puede suscitar el sentimiento de que la vida tiene poco sentido (...). No tengáis miedo de vuestra propria juventud, y de los profundos deseos de felicidad, de verdad, de belleza y de amor eterno que abrigáis en vosotros mismos. Hay quien dice que la sociedad de hoy teme estos potentes deseos de los jovenes, y que vosotros mismos les tenéis miedo. ¡No temais! (...) El futuro del próximo siglo está en vuestras manos. Para construir la historia, como podéis y debéis, tenéis que librarla de los falsos senderos que sigue. Para hacer esto, debéis ser gente con una profunda confianza en el hombre y una profunda confianza en la grandeza de la vocación humana, una vocación a realizar con respeto de la verdad, de la dignidad y de los derechos inviolables de la existencia humana"

Los hábitos que el joven ha de adquirir han de encaminarse a la consecución de la apropiación efectiva de sí mismo. Son, pues, hábitos que hacen referencia a una cierta pertenencia personal: la de ser dueño y señor de sí mismo, la de disponer de libertad frente a sus propias pasiones y apetitos, en una palabra, lo que podemos designar con el término de autodominio y autocontrol, de manera que campee la libertad por encima de sus apetitos.

Conviene comenzar por aquí esta conquista, puesto que sin el logro de estos valores personales (el necesario autocontrol y gobierno de sí mismo), resulta imposible en la práctica satisfacer otras conductas éticas más lejanas como las que se ordenan a las relaciones con los demás (respeto) y las que atañen a la entera sociedad (justicia). En cierto modo, el respeto y la justicia hacia los otros se logran después, una vez que se ha satisfecho la necesidad de auto-respeto y justicia para consigo mismo. Pero tales propósitos no se alcanzan sino por medio de las virtudes de la justicia (que reside en la voluntad), la fortaleza (que modela y configura al apetito irascible) y la templanza (que modula y robustece el apetito concupiscible).

El señorío sobre sí mismo, el dominio de sí (autocontrol), hunden sus raíces en dos valores éticos irrenunciables: la fortaleza y la templanza. He aquí los frenos que embridan los dos corceles (los apetitos concupiscible e irascible), que el joven auriga debe manejar con sabio pulso, para alcanzar el seguro destino que se propone. Es precisamente la adquisición de estos valores y su acunarse en la encarnadura personal lo que harán de él la persona valiosa que se propone ser.

Cada uno de estos valores éticos están trenzados por tres virtudes fundamentales. La austeridad, la modestia y la discreción son los ingredientes de la fortaleza;  la mansedumbre, la castidad y la valentía  son las virtudes constitutivas del valor de la templanza.

Pero como el desarrollo y emergencia de la afectividad y de estos apetitos tiene un despliegue más precoz y rápido en el niño que el de la inteligencia -como demuestra la psicología evolutiva-, lo conveniente es comenzar a enseñar estas virtudes, sin las cuales sería poco menos que imposible el crecimiento en aquellas otras como la justicia, la prudencia, la ciencia o la sabiduría. Estas últimas -tanto en sentido absoluto, como en cuanto a su objeto- son superiores a aquéllas, pero cronológicamente han de alcanzarse más tarde por acabalgarse sobre ellas.

Estas son, pues, las virtudes a cuya enseñanza y desarrollo hay que atender, en primer lugar, en el contexto escolar. De ellas va a depender el que el auriga alcance o no su destino: la consecución de una vida lograda. De ellas depende algo tan necesario y fundamental para la autorrealización personal como el que, de hecho, se pueda hacer lo que se quiere y querer lo que se hace. Sin ellas es imposible que el joven conductor de sí mismo de alcance a otros valores éticos, que se le ofrecen como más lejanos y que presuponen, en alguna forma, la adquisición e implantación de éstas.

La educación axiológica y el contexto familiar

Obviamente, la educación en el contexto familiar, durante esta etapa inicial, debiera estar orientada hacia la consecución de estas mismas virtudes, de manera que se facilite su implantación en el joven alumno. Cualquier disonancia o contradicción, a este respecto, entre los contextos educativos familiar y escolar, forzosamente han de resultar obstáculos amenazantes que ponen en grave peligro la trayectoria itinerante que, como homo viator, el joven auriga ha diseñado recorrer hasta alcanzar la meta que se ha propuesto.

No cabe duda que el descubrimiento de un valor, en ocasiones, es algo que puede cambiar nuestra vida. Muchos tenemos experiencia de cómo, en estos ca­sos -y no me refiero sólo a los valores trascendentes, sino tambien a los huma­nos-, se modificó sensiblemente nuestra experiencia. Basta con recordar y en nuestra memoria se agolparán decenas de personas, de circunstancias, de valores. El valor no se presupone, ni se inventa, sino que es un ingrediente necesario en toda vida humana. En el fondo, remite siempre a la motivación, como observaremos al final de esta colaboración.

Los valores no siempre se descubren cuando uno quiere. A veces, emergen de repente en nuestro horizonte existencial, incluso a pesar de tratar de resistirnos a ellos. Lo más conveniente, no obstante, es que hombre y mujer tomen la iniciativa de ir en su búsqueda. También cuando en sus vidas aquellos no aparecen.

En otras circunstancias, es como si los valores cayeran espontáneamente del cielo sobre nosotros. Un día cualquiera, una vida rutinaria, y acaso no demasiado relevante, puede sentirse zarandeada -y hasta invadida-, por el descubrimiento de un nuevo valor que la transtorma.

El descubrimiento o búsqueda de los valores en el ámbito de la familia tiene una gran importancia. Significa que, si los padres han optado por ciertos valores y se han comprometido con ellos, cada hijo que viene a este mundo no tiene que aco­meter la tarea hercúlea y problemática de tratar de descubrir a qué valores merece la pena jugarse la vida. Si cada uno, nada más llegar a este mundo, hubiera tenido que afrontar esa difícil empresa -por no disponer en el ámbito de su vida familiar de ninguna referencia valorativa que le guíe y oriente-, muy probablemente a los diez años estaría ya hastiado, confundido y, tal vez, hundido en la perplejidad.

La familia, desde esta perspectiva, se nos ofrece como un "museo" viviente de valores. Y ello no porque los padres cuelguen los valores de la pared, como si se tratara de un cuadro que, pasivamente, ha de admirarse. Los valores familiares constituyen, más bien, un dato irrefutable, algo casi testimonial, que va unido al comportamiento diario de los padres. En realidad, los valores familiares no son para exhibirlos sino para que se manifiesten en la conducta de las personas que conviven en esa familia. Han de estar "encarnados" si, de verdad, esperamos que contribuyan a las buenas relaciones entre padre, madre e hijos y, como consecuencia de ellas, a la buena educación.

Sólo estamos autorizados a hablar de "museo" axiológico familiar, cuando los valores se han engarzado y han devenido en comportamiento. En este caso, tal "museo" axiológico, además de ser completamente natural, es tambièn etológico y ecológico: un lugar seguro donde el niño puede crecer y desarrollarse, al mismo tiempo que aprende a ser persona.

Los valores son necesarios -más aún, imprescindibles-, porque la vida hay que empeñarla en algo. Si la vida no se apuesta a algo que valga la pena, se malgasta. La vida es gasto: el sucederse, cadencioso o no, de un minuto tras otro, en un proceso que es siempre irreversible. El descubrimiento de ese alguien o algo por el que valga la pena quemar la vida en su servicio, es a lo que llamamos valor. Esos valores -estamos insistiendo mucho en ello porque nos parece algo irrenunciable-, ningún niño, inicialmente, los cuestiona. Más tarde, sí, porque en la medida que crece, emerge y madura su libertad personal, ha de comprometerse también en las elecciones que hace y que, obviamente, son siempre muy personales. Pero, al principio, no acontece así. Precisamente por eso, los padres han de prepararle ese "marco de referencias" -a través de sus comportamientos- que le sirvan de orientación, cada vez que su libertad no esté capacitada para elegir, cada vez que sus decisiones se tambaleen porque les falta la necesaria información y experiencia de la vida. Se trata del tan olvidado y, al tiempo, tan necesario criterio de autoridad. Las tradiciones están entreveradas y amasadas con ellos.

Pero obsérvese que, cuando el adolescente opta libremente por el valor o los valores que son el fundamento sobre el que asentar su propia vida, tiene ya en depósito otros valores previos que ha asumido e integrado y que, tal vez, ha realizado en sí mismo. Los ha tomado prestados de sus padres, puesto que no le han caído del cielo. Sobre esta importante función de los padres descansan las primeras motivaciones de los hijos. Si los padres engalanan sus comportamientos con valores que son acertados, es muy probable que las conductas de sus hijos pequeños estén motivadas desde un principio. Por contra, si los padres no se han decidido por ningún valor  -si su conducta es indifirente- es compr­ensibe que sus hijos pequeños estén desmotivados.

Los valores familiares configuran esa oukía natural que es cada hogar. Por ser los valores y las personas tan diversas, es lógico que cada hogar sea irrepetible. Los valores están siempre ahí, infuyendo, formando, configurando y avalorando connaturalmente la vida de los hijos. Ciertamente, no hay dos hogares iguales, al menos en lo que más nos importa ahora: los valores. Esto no nos tiene que sorprender o influir demasiado. Son muchos los valores por los que podemos optar. Por eso, el "menú" que se establezca en cada familia -con los valores que eligen los padres y que también ellos viven-, puede ser tan perfecto y diverso como el que se sirve en cualquier otra casa‑museo. Y todos ellos, sin embargo, resultan igualmente validos.

Aceptar esta diversidad es conveniente. Algunos padres, demasiado inseguros y/o desconfiados, ponen un especial énfasis en conocer qué se hace en esta o aquella familia, cómo educan a sus hijos estos o aquellos padres, qué es lo más aconsejable para resolver tal o cual problema familiar. De aquí a la imitación de lo que otras familias hacen apenas hay un paso.

En ocasiones, el hombre experimenta miedo a la libertad y cree que si repite o imita lo que los demás hacen o dicen, también él acertará. Esta bien que se aconsejen, que estudien y reflexionen. Pero los padres deben saber que las decisiones que han de tomar para educar a sus hijos, solamente a ellos compete. Es preciso luchar contra esa natural desconfianza e inseguridad que, frente a la libertad, anida y palpita en la intimidad de muchos padres. Ha de admitirse también que, por muy creativos e imaginativos que seamos, jamás agotaremos el mundo de los valores.

La elección de valores en la adolescencia

Los valores son los que realmente resuelven la desconfianza y el natural desvalimiento de los hijos, cuando son adolescentes. Los padres debieran saber que en sus conductas macizadas de valor se acunan sus hijos. Esto es lo natural. Como también lo es que los padres deban esforzarse por ser mejores. El hombre atesora en su vida valores -los que ha realizado en sí mismo- que los comunica, y por eso, de alguna manera, los presta y regala a los demás. La vida es, por eso, un regalo, un regalo que no tiene precio.

Esta es una de las primeras necesidades -si es que no la primera-, que los hijos tienen. Si no estuviese roturada la vida familiar con una normativa mínima, que en el fondo no es otra cosa que las consecuencias de los usos, costumbres y ejemplos de los padres, la educación de los hijos sería imposible. Por eso, han de apreciarse esos valores que cada uno realiza y transmite culturalmente y que, de generacion en generacion, se ha demostrado que son óptimos.

Cuando los hijos crecen y se acercan a la pubertad, entonces empiezan a indagar si los valores que han heredado de la generacion anterior y con los cuales se han identificado -incluso sin saberlo-, coinciden con los que ellos realmente quisieran elegir o no para sf mismos. El adolescente, cuyo horizonte existencial es tan rico, comienza a buscar, otear y descubrir valores nuevos. Es posible que los nuevos valores que descubre estén de acuerdo con los valores que asumió a traves del legado recibido de sus padres o que, tal vez, sean un poco diversos o incluso antitéticos a aquellos que, acaso le sirvan para profundizar todavía más en los valores en que fue educado.

En cualquier caso, el comportamiento de ese adolescente estará motivado en la medida en que descubra y trate de realizar en sí esos valores. Si, por el contrario, no los descubre, no se sentirá motivado. De otro lado, si el legado de valores recibido -un autentico "capital" heredado de sus padres-, es incongruente, contradictorio, indiferente o insuficiente, es lógico que se encuentre aburrido y desmotivado.

Las vidas de los padres proyectan sus luces y sombras sobre, lo que en el futuro, muy probablemente, serán las trayectorias biográficas que elijan sus hijos. De aquf que la mejor herencia -en la práctica, la única—, que pueden dejar los padres a sus hijos es aquella que trenzan y entreveran con su diario comportamiento, configurando ese excelente modelo que retadoramente todo adolescente se propone emular.

¿Qué sucede cuando en el horizonte del adolescente aparece un valor? Indudablemente, su conducta cambia: se centra y profundiza, se motiva y radicaliza; en una palabra, se activa. Es decir, deja de comportarse como un fardo amorfo que no sirve para nada y que, muy a su pesar, esta ahí arrinconado.

Cuando descubre un valor el adolescente se pone en marcha, porque ha visto, aunque vagamente, algo que brilla y que le atrae. El comportamiento motivado es siempre un comportamiento atractivo, tenso, vibrante y sugerente. Por eso, quien está motivado suele manifestar un comportamiento apasionado.

Si los adolescentes no se apasionan es porque no han descubierto los valores que precisan encarnar en sí. Acaso, también por eso, su conducta esté desmotivada. En la actual cultura hay un exceso de desmotivación. En algunos adolescentes de hoy no hay héroes, ni lecturas de vidas de héroes, de leyendas, de mitos, de historias verdaderas. Cuando un chico de quince años lee, por ejemplo, la vida de Hernán Cortés, Pizarro, el Cid, Carlo Magno o Viriato, en su cabeza bullen de inmediato muchas cosas, acaso demasiadas. Porque esas biografías -en las que el comportamiento de sus gigantes proyagonistas es de una profundidad abismal-, están perladas de valores bien realizados, bien articulados y trenzados. Y cuando un adolescente descubre esos valores lo primero que se le viene a la cabeza es preguntarse: "¿Por qué él y no yo? ¿Por qué no puedo ser yo como él?". Y enseguida comienza a compararse con ese prototipo o modelo, una experiencia absolutamente connatural. Y, a poco que se descuide, esa pregunta estimulará su imaginación, hasta el punto de verse a sí mismo, como un Cid que cabalga de nuevo por los campos de Castilla.

El valor, antes descubierto. se ha mudado ahora en aventura. El adolescente, a partir de aquí, iniciará su andadura aventurera y aventurada. Se aventurará en la persecución de una grande hazaña, de un proyecto -arriesgando, a su modo, la vida—, para él mismo llegar a ser un gran hombre, es decir, un hombre valioso.

En estas circunstancias hay algo que brilla y martillea dentro de él y que como un resorte le dice: "¡Tu puedes!". Naturalmente que, con la imaginación, hace ese viaje por los campos de Castilla como si fuera el mismo Cid, tan admirado por él. Y lo hace, porque lo imagina. Y es que, como se dice en un viejo refrán castellano, "quien las imagina las hace". El adolescente lo hace fantásticamente, porque lo imagina. Pero una vez que imaginariamente lo ha hecho, es muy posible que también un día no lejano, realmente lo haga.

La historia de nuestro adolescente se resume en lo que sigue: ha descubierto valores, se ha quedado encandilado por ellos y le ha nacido la sana inquietud de decir: "¡Yo quiero ser como él!". Esto, en cierta forma, nos pasa a todos, incluso a pesar de no ser adolesdentes. También los adultos, cuando encontramos una persona valiosa, oímos algunas veces una voz que por dentro nos susurra: "Me gustaría ser como esa persona".

En esto consiste el descubrimiento del valor. Cuando oímos "me gustaría ser como él" no estamos movidos por la envidia insana, sino por el hambre de ser valiosos. Se está afirmando, sencillamente, que "me gustaría realizar en mi los valores que veo realizados en el modelo, en el héroe de la leyenda". No es que se desee tener su identidad, ser igual a él en todo, sino tan solo parecerse a él en los valores que, de realizarse en nosotros, avalan y hacen crecer nuestra valía personal, es decir, nos hacen valiosos. También en nosotros, lo que se teje y concibe en la imaginación es más fácil que se realice luego en la vida real. Aunque sea de forma analógica, esa vida simbólica pensada, deseada e imaginada que uno quiso ser, tiene ahora mayores posibilidades de serlo.

Si no tuvieramos historia ni tradiciones, si no tuvieramos padres con valores, el hombre sería un ser mediocre que, arrastrándose por la tierra, estaría incapacitado para mirar alto y desde lo alto.

El hombre es un ser que necesita de perspectiva, un ser con capacidad de horizonte que, cuando contempla el firmamento se le queda pequeño, por muy estrellado que esté. Y eso por ser capaz de imaginar y desear con tanto anhelo, aquello que él no es, pero que, sin duda alguna, tiene posibilidad de ser. Esto es lo que subyace en el fondo, cuando hablamos de comportamiento motivado. Las personas están motivadas cuando descubren valores para sus vidas, es decir, cuando se deciden a encarnar en sí las virtudes que anhelan. Cuando los descubrimos, nuestro comportamiento cambia. La vida no tiene sentido sin ellos. La vida del hombre se oscurece cuando, carentes de todo valor y de espaldas a todo lo que suponga esfuerzo, sólo se vislumbra el sinsentido de la nada.

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Aquilino Polaino-Lorente

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