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Educar en las virtudes cristianas

por Tomás Melendo

Algunas propuestas útiles

Planteamiento

Educar en las virtudes cristianas constituye, sin duda, materia suficiente para todo un tratado y para muchas horas de reflexión y de exposición.

Por eso, la primera tarea consiste en circunscribir el tema esclareciendo los extremos que, dentro de esa fórmula general, me parecen actualmente más confusos.

¿Repetición de actos?

El primero es, sin duda, la propia noción de virtud. Desde hace ya decenios se viene advirtiendo que esta palabra tiene hoy bastante mala prensa y es objeto de equívocos. Pieper lo explica, apoyado en Valéry:

Hace unos años, precisamente Paul Valéry pronunció en la Academia Francesa un discurso sobre la virtud. En este discurso se nos dice: «Virtud, señores, la palabra “virtud”, ha muerto o, por lo menos, está a punto de extinguirse […]. A los espíritus de hoy no se les muestra como la expresión de una realidad imaginable de nuestro presente […]. Yo mismo he de confesarlo: no la he escuchado jamás, y, es más, solo la he oído mencionar en las conversaciones de la sociedad como algo curioso o con ironía. Podría significar esto que frecuento una sociedad mala si no añadiese que tampoco recuerdo haberla encontrado en los libros más leídos y apreciados de nuestros días; finalmente, me temo que no exista periódico alguno que la imprima o se atreva a imprimirla con otro sentido que no sea el del ridículo. Se ha llegado a tal extremo, que las palabras “virtud” y “virtuoso” solo pueden encontrarse en el catecismo, en la farsa, en la Academia y en la opereta». El diagnóstico de Valéry , prosigue Pieper, es indiscutiblemente verdadero, pero no debe extrañarnos demasiado. En parte se trata, seguramente, de un fenómeno natural del destino de las “grandes palabras”. En efecto, ¿por qué no han de existir, en un mundo descristianizado, unas leyes lingüísticas demoníacas, merced a las cuales lo bueno le parezca al hombre, en el lenguaje, como algo ridículo? [1]

Tan es así que, de hecho, el término «virtud» se sustituye a menudo por «valor» y «valores», sin percatarse de que, según explica el propio Nietzsche, estas voces se introdujeron justo para relativizar el bien, de manera que lo bueno fuera, para cada cual, lo que le resultaba más conveniente o provechoso: instauración del relativismo subjetivo, por tanto, pérdida de la verdad y, con ella, del auténtico bien.

A este propósito resulta muy significativa la aceptación casi universal, y considerada como inocua, de la expresión escala de valores, que da por descontado que cada cual tiene la propia, elaborada según sus preferencias, y que la rectitud ética y antropológica estriba en obrar conforme a ella (lo cual suele traducirse como autenticidad). Cuando lo realmente correcto es, además de todo lo anterior y como supuesto ineludible para su validez, que la personal escala de valores se adecúe a la jerarquía objetiva de los bienes, con la excepción, del todo legítima, de aquellos bienes-valores tan tenues y poco significativos que, en efecto, quedan supeditados a los gustos e intereses de cada cual: el modo de vestir o arreglarse, las comidas y bebidas, los colores preferidos, el coche favorito…

(Un toque de atención en los hogares: ¡cuántas veces los padres y las madres nos quemamos en estos detalles secundarios, en los que deberíamos fomentar muy particularmente la libertad de nuestros hijos, y ponemos en sordina valores de más calibre, como la honradez en el trato con los hermanos y amigos, la sinceridad, el aprovechamiento del tiempo, la moderación en el uso del dinero, en el comer y en el beber, en disfrutar de las diversiones y vacaciones…!).

Por otro lado, en el lenguaje corriente, virtud evoca en la actualidad algo así como ñoñería, falta de salero y de júbilo, timidez, apocamiento, cosa de curas… Y, cuando alguien se refiere a ella en un contexto más técnico, no es raro que ponga el acento sobre la génesis más común de estos hábitos operativos buenos: la repetición de actos.

De suerte que, en un mundo donde prima la búsqueda de vivencias siempre nuevas, la virtud vuelve a caer del lado de lo poco atractivo, desprovisto de mordiente, de garra… y, por tales razones, en la esfera de lo prescindible, cuando no de lo positivamente rechazable.

(E incluso cabría rizar el rizo, recordando un detalle menudo, pero significativo. En el vocabulario de nuestros jóvenes se han invertido las tornas, de modo que, para referirse a alguien que domina una actividad, utilizan exactamente los términos opuestos a la virtud: vicio y vicioso. Tener vicio , o ser un vicioso a la hora de enfrentarse con un balón de fútbol o baloncesto en una competición es, precisamente, hacer maravillas dentro del terreno de juego).

¡Vigor y crecimiento personal!

Aunque cada vez van siendo más quienes, conscientes de lo que acabo de sugerir, señalan que el concepto y la palabra virtud están relacionados con el vocablo latino vis y que indican, por tanto, fuerza, vigor, aumento de las propias aptitudes y mejora de la actitud, etc.

Y esta es la primera idea que me gustaría subrayar. En lugar de insistir en lo que suele llevar consigo de reiteración de un modo de comportarse, lo que la acerca, por lo pronto, a la monotonía, cuando no a la manía o a la rutina, la virtud constituye sustancialmente una habilitación o potenciación de nuestras capacidades, que incrementa nuestra calidad como personas [2] y nos otorga la aptitud para realizar de manera más sencilla, certera y gozosa un conjunto de actividades que antes apenas podíamos llevar a cabo.

En semejante sentido se pronuncia, entre otros, Philippe:

Lamentablemente, en el lenguaje actual la palabra “virtud” ha perdido mucho de su significado. Para entender éste correctamente, es preciso acudir a su sentido etimológico: en latín “virtus” quiere decir “fuerza” [3] .

Con lo que no hace sino volver a la doctrina, tan tradicional como poco conocida, del mismísimo Tomás de Aquino, por poner el ejemplo menos favorable, pues tampoco él goza en la actualidad del favor de las masas. Sin embargo, como explica uno de sus comentadores contemporáneos,

… la integridad moral requiere, para el Aquinate, que aprendamos a amar lo que es realmente bueno y a odiar el verdadero mal, y hacer ambas cosas con pasión y entusiasmo. La gente virtuosa siente fervor para lo realmente bueno; del mismo modo que aborrece apasionadamente el mal y la falsedad. Su virtud no es insulsa, sino inspirada. Estas personas no hacen el bien por un sentido del de­ber ni por temor, sino porque realmente aman el bien, de la misma manera que evitan el mal porque lo desprecian. [4]

Ordo amoris

También Agustín de Hipona presenta la virtud de una manera atractiva. Y, así, en el De civitate Dei, tras las huellas de la tradición griega, la define como ars bene vivendi et recte vivendi: como «el arte de vivir bien y con rectitud» [5] .

En la misma obra, enlazando con lo que acabamos de descubrir también en Tomás de Aquino, asegura:

… si algunos tienen a gala no verse exaltados o excitados, ni dominados o do­blegados por sentimiento alguno, en lugar de obtener la serenidad verdadera, pierden toda la humanidad. Porque no se es recto por ser duro, ni se alcanza un estado de ánimo perfecto por ser insensi­ble. [6]  

Pero más conocida, y más jugosa, es su referencia a la virtud como ordo amoris. La virtud sería «el orden del amor», en los dos significados que adquiere esta fórmula, según que el genitivo amoris se considere objetivo o subjetivo.

1. El orden que el amor despliega

Es decir, en primer término la virtud es el orden que un noble y gran amor instaura, de manera casi automática o connatural, en y entre el conjunto de potencias humanas[7] , encaminándolas hacia la perfección o plenitud de la persona.

Con lo que la génesis de las virtudes no recaería ya en la mera reiteración de actos, sino en el ejercicio de acciones buenas y realizadas cada vez con más amor; o, si se prefiere, pues se adentra más en el meollo del asunto, la raíz se sitúa en un amor de tal calibre que me lleva a poner los medios para que mis obras lo expresen de forma adecuada y lo hagan crecer… con objeto de amar cada vez más y mejor.

A este propósito, resultan bien conocidas las palabras de Ortega, cuando sostiene que nada inmuniza más ante el atractivo de una mujer y, por tanto, ante la posible infidelidad, que el estar auténtica y hondamente enamorado de la propia. O el hecho de que los autores clásicos de espiritualidad hagan residir en el amor la clave de toda la existencia cristiana.

Así, Agustín de Hipona:

Cuando se pregunta si algún hombre es bueno no se averigua qué cree o espera, sino qué es lo que ama. Porque quien ama rectamente sin duda alguna también rectamente cree y espera; pero el que no ama, en vano cree, aunque sea verdad lo que cree [8] .

Y, de forma tal vez más incisiva, un contemporáneo nuestro:

 ¿Que cuál es el secreto de la perseverancia? El Amor. Enamórate y no “le” dejarás [9] .

No es difícil entrever el cúmulo de consecuencias educativas de esta profunda verdad. Me ciño a una sola, que corrige un equívoco también frecuente. Confundir la educación de la voluntad con la fortaleza, con la fuerza de voluntad, constituye casi un lugar común… y un craso error. El auténtico hontanar de una vida en plenitud es, sí, una voluntad buena, pero en el mejor sentido de la expresión, que diría Machado; y esto no significa una voluntad fuerte o rígida o voluntarista, sino enriquecida con un preclaro y profundo amor, hondamente arraigado, y que desde ella irradia al resto del organismo humano: a todas y cada una de las potencias espirituales y corpóreas.

Con el corolario, nada despreciable en los momentos actuales, de que siempre vale la pena aprovechar lo que un amor, incluso mal enfocado, puede dar de sí en el progreso interior de una persona. Y me refiero, por poner un solo caso, al amor de un o de una adolescente hacia la chica o el chico que, sin ninguna duda ¡con esa nitidez pretendemos advertirlo!, no es para él o para ella, sino que solo le acarreará problemas y perjuicios: incluso aunque nuestra apreciación fuera certera, es muy posible y conveniente sacar provecho de ese presunto mal amor, tocando las fibras más nobles de la persona enamorada.

2. El orden que el amor reclama

En segundo término, tal vez el más clásico, la virtud es el orden que cada cual debe instaurar en sus propias potencias entendimiento, deseos, aptitud para arremeter contra las dificultades o para resistir los ataques y asechanzas, con objeto de alcanzar la plenitud de los propios afectos y del Amor… siempre como correspondencia a la gracia, si se trata de virtudes sobrenaturales.

2.1. Desde esta perspectiva, para amar como es debido se requiere, ante todo, el orden en la inteligencia, que percibe y concede más valor a lo efectiva y objetivamente mejor (o más bueno: escala adecuada de bienes, por tanto, más que de valores).

2.2. Corolario: no puede amar bien, ya en el ámbito humano, quien, en el (des)orden de sus intereses, subordina la atención delicada a Dios y a las cosas de Dios a sus caprichos o ilusiones subjetivas, incluso legítimos.

2.3. Pero tampoco, por poner un caso frecuente, quien se obsesiona de tal manera con el trabajo que no concede una clara prioridad al trato con su cónyuge, hijos y amigos, y la concreta en la dedicación del tiempo oportuno y en la apertura de la propia intimidad… sin pedir nada a cambio; simplemente porque los queremos y queremos quererlos cada vez con más brío.

2.4. Asimismo, es incapaz de un buen amor quien, provisto buena voluntad e ideas nítidas y estructuradas, no posee el vigor suficiente para llevarlas a la práctica, por defecto en lo que clásicamente han sido llamados apetitos o inclinaciones irascibles y concupiscibles.

Con un par de ejemplos. No sabe-puede querer bien:

2.4.1. Quien resulta incapaz de acometer una tarea ardua y mantener la tensión imprescindible para lograr su objetivo durante el tiempo que resulte necesario. Estamos ante el famoso yaísmo, propio de la cultura contemporánea: lo que deseo, lo quiero ya y sin esfuerzo.

2.4.2. O quien no tiene suficientes arrestos para dejar a un lado sus caprichos, sus comodidades y satisfacciones, de modo que la solicitación de esos bienes inferiores no le impida percibir y perseguir enérgicamente otros de más calado y más beneficiosos para quienes lo rodean.

Aplicación práctico-práctica

En el ámbito educativo, lo que acabo de sugerir desemboca en una conclusión fundamental, que aquí solo apunto, por haberla tratado con detalle en múltiples ocasiones.

Puede afirmarse sin reservas, con solo entender y emplear correctamente cada uno de los términos:

1. Que educar se resuelven o equivale a amar de veras.

2. Y que amar-educar viene a ser lo mismo que enseñar a amar.

3. O, retornando a cuestiones aún más básicas y centrales, que a este mundo hemos venido exclusivamente para aprender a amar [10] .

4. Y que, por eso, la mejor expresión de amor hacia nuestros hijos, la que condensa y compendia todas las restantes manifestaciones, porque busca efectiva y eficazmente el genuino bien de cada uno de ellos, consiste justo en enseñarles a querer bien, a amar: a dilatar las fronteras del propio corazón para que ya en esta vida sean muy felices y lo sean plenamente en la Otra, porque en su alma quepa más Dios [11] .

5. Pero como amar es querer el bien del otro en cuanto otro, lo anterior puede todavía traducirse, además de en mil gestos que debemos ir aprendiendo día a día, en un principio o máxima infalible: nuestros hijos van creciendo como personas, van siendo más educados, aprenden a amar… en la exacta medida en que les ayudamos a estar más pendientes de quienes los rodean que de sí mismos, en el ámbito humano y en el sobrenatural.

6. A lo que todavía agrego un detalle: la fuerza para llevar a cabo cuanto acabo de apuntar no puede ser otra que el propio amor a los hijos, motor imprescindible y suficiente si es bien entendido y vivido de toda educación.

Todo comienza, pues, con el amor… y en el amor termina.

A este propósito, y por cambiar de tercio, sostiene un matrimonio de expertos estadounidenses en educación infantil:

Podéis hacer de ellos unos seres fundamentalmente felices; podéis darles el gran impulso inicial para la carrera de la vida. Ese impulso, en el ser humano tendrá que constar, en buena parte, de una gran dosis de amor.

Porque el amor es la suprema actividad humana y la que tiene más virtud para equilibrar y potenciar a los  hombres [12] .

Ordo Amoris

Lo dicho hasta el momento es aplicable a la virtud y a la educación tanto en la esfera humana como en la de relación con Dios. Pero se instala en el ámbito sobrenatural estricto cuando el motivo de nuestras actuaciones no es simplemente un buen amor, sino el Amor que compendia, sin eliminarlos, todos los demás amores: el Amor a Dios.

La virtud sobrenatural llevaría a realizar todas nuestras actividades, de la manera adecuada y con la máxima competencia que vayamos logrando adquirir, por un único y supremo motivo: Dios.

Educar en las virtudes cristianas equivale, entonces, en primera instancia, a instaurar en la propia vida tal grado de unidad… que todo lo que realizo vaya siendo progresivamente motivado por la Razón de más peso: el Dios infinitamente amable… que nos ama infinitamente.

Un Amor que, según he dicho, más que excluir, engloba y trasciende todos los nobles motivos que llevan al hombre a actuar, haciendo que en su comportamiento impere el orden debido. Así, trabajo o estudio por un sano afán de saber para poder servir mejor, y lo hago sostenido por el amor a mi esposa y a mis hijos, cariños que a su vez se sustentan en el Amor de los amores o Amor divino.

Educar en las virtudes cristiana significa, siempre, amar más y mejor: ir de los amores al Amor y alimentar con Éste todos los afectos puros.

Por eso, refiriéndose a la traición de Judas y adentrándose hasta la médula del asunto, comenta un santo contemporáneo:

… ha fallado en el amor; ya no ama al Maestro. Y cuando el amor se apa­ga, desaparece todo lo demás. Porque las virtudes que hemos de practicar no son sino aspectos y manifestaciones del amor. Sin amor no viven ni son fecundas. El amor, en cambio, todo lo hermosea, todo lo engrandece, todo lo diviniza. Nada de cuanto se hace vale si no se lleva a cabo por amor. Por eso, yo no os quiero sin ambiciones ni sin deseos; alimentadlos, pero que sean ambiciones y deseos por Cristo, por Amor. Que todos nuestros actos y pensamientos sean por Él y sean rea­lizados en Él. Practicad una oración que por amor os una a Cristo en todos los momentos del día: cuando habláis, cuan­do reís, cuando coméis..., ¡hasta durmiendo! [13]

Y cuando los otros amores parecen tomar la delantera sobre el Amor divino o, lo que es más frecuente, cuando se sobrepone a todos ellos el amor propio desordenado (afán de destacar incluso hundiendo a otros, envidia, orgullo, búsqueda exclusiva del propio beneficio, etc.), no pierdo la paz, sino que rectifico la intención, re-ordenando mis acciones al único fin capaz de dotarlas de unidad armónica: el Amor.

Y, de este modo, voy progresando en la virtud de la sola forma en que puede hacerlo un ser humano: teniendo cada vez más clara la Meta, y acercándome progresivamente a Ella, mediante pequeñas, continuas y repetidas rectificaciones del rumbo.

Las virtudes cristianas

La distinción que ahora introduzco podría presentarse como una complicación teórica, pero la considero imprescindible para acabar de centrar el tema de las virtudes cristianas, relacionadas, por tanto, con el Amor de un Dios que se encarna: Jesucristo.

Avanzo por pasos. Si todo amor tiene algo de locura o sinrazón, mejor, de sobre-razón, el de Dios hacia el hombre constituiría la demencia máxima, casi infinita.

Frente a la pretensión de Leibniz de que Dios tuvo que crear el mejor de los mundos posibles, suelo explicar que Dios ha creado el mundo que le ha dado la gana y que, precisamente al crearlo, ha hecho de él el mejor. Lo que, con expresiones más correctas, equivale a afirmar que no hay razón alguna (ni suficiente ni insuficiente) para que Dios sacara el mundo de la nada, sino que lo único que lo ha movido es un Amor sumo y desinteresado hacia las únicas creaturas dignas de ser amadas, que somos (además de los ángeles, a los que dejo a un lado) los seres humanos: tú y yo, cada uno de todos.

Y la prueba más clara de ese desinterés es que, al crearnos y mantenernos en la existencia, Dios no ha ganado nada… excepto complicaciones. La locura del amor divino hacia cada uno, hacia mí y hacia ti, empieza a vislumbrarse al advertir que nos ha traído a este mundo a sabiendas de que eso iba a costarle su Propia Vida (con mayúsculas, porque es la Vida divina, la de la Única Persona que realmente muere en la Cruz: el Verbo).

Por eso, al hablar de distinción un tanto teórica quería decir que, para transformarse hipotéticamente en sobrenatural o divina, la virtud no exige de manera necesaria lo que de hecho llevan consigo las virtudes cristianas: la puesta en juego de un Amor que incluye la Encarnación, la Muerte y la Resurrección del Dios humanado, Jesucristo.

Dios podría habernos amado de otras mil maneras y no necesariamente con esta Locura supra-racional.

Con lo que llego al siguiente punto que me interesaba esclarecer: no se puede educar en las virtudes cristianas , ni practicarlas, que es condición ineludible para educar en ellas si uno no está loco de Amor por Dios, por Cristo.

Una demencia a la que aludieron Pascal y Kierkegaard, a la que se han referido de un modo u otro los santos de todos los tiempos… y que, como apuntaré, resulta muy difícil de aceptar por el hombre contemporáneo, enfermo todavía de racionalismo y de una de sus consecuencias más inmediatas (o, tal vez, de la raíz última de ese racionalismo): un desordenado y neurotizante, pero aparentemente muy racional, amor propio [14] .

Locura de Amor

Amor y locura se hermanan en el éxtasis. Según Agustín de Hipona, el alma se encuentra, más que en el cuerpo que anima, en la persona a la que ama. Por otro lado, llamamos loco al enajenado, a quien está fuera de sí.

Y también aquí el amor cristiano tiene su peculiaridad. Si todo amor implica el éxtasis, la salida de sí para establecer la propia residencia en lo más central del ser querido [15] , el Amor del Dios cristiano lleva semejante locura hasta el paroxismo. Es el éxtasis soberano: un Dios que , hablando en este caso de manera metafórica, aunque no por eso irreal, se saca a Sí de Sí mismo para encarnarse en el Hombre.

A su vez, esta Locura inefable es trasladada por Cristo a sus discípulos, mediante el imperativo de la Última Cena: el archiconocido mandatum novum, cuya novedad no podría ser más radical y desconcertante. Las palabras que Jesús pronuncia entonces constituyen, si no me equivoco, el lugar privilegiado para interpretar y comprender el amor y la virtud cristianos, precisamente como cristianos: en cuanto se distinguen de otros hipotéticos amores y virtudes también divinos, pero no cristianos.

Y, una vez más, todo lo preside la locura. ¿Puede interpretarse de otro modo la obligación que Cristo nos impone de amarnos «como Yo os he amado»? A los discípulos de entonces, tan poca cosa como los de ahora, ¿puede pedírseles que amen como todo un Dios que está a punto de dar la Vida por cada uno de ellos (y de nosotros)? ¿No serían estos el deseo y la pretensión de un lunático?

Tras pedir excusas por la aparente irreverencia, me da toda la impresión de que la respuesta es decididamente afirmativa. Y lo sería, no cabe duda, si Jesucristo no hubiera previsto la dádiva implicada en el precepto… y que no es sino otra locura de todavía mayor calibre: el auténtico endiosamiento del hombre a través de la gracia.

Pero, aun con ella, el «como Yo os he amado» señala la medida del amor que se nos pide para vivir en cristiano: una auténtica desmesura, por cuanto la medida de este amor es, más que en ningún otro caso, la de amar sin medida.

Humanos… ¡de tan divinos!

Antes de proseguir, un par de puntualizaciones. Salvando la distancia infinita, el caso de Jesucristo y el de sus seguidores presenta algo en común.

1. En Jesús, la asunción de lo Humano deja incólume la Plenitud de la Divinidad.

2. Entre nosotros, la divinización nada resta, sino al contrario, a la estatura que como hombres nos corresponde.

El Perfectus Deus, perfectus Homo de Cristo se traduce, para el cristiano, en restauración e incremento y elevación de su humanidad [16] .

También aquí los Evangelios pueden ayudarnos. El Dios que anima a quienes lo siguen a querer divinamente, tal como Él lo hace, se ha desvivido durante horas, en realidad, durante toda su existencia terrena y, más en particular, en los años de convivencia con sus discípulos, en detalles de finura reciamente humana: la misma trágica noche en que va a morir ha lavado los pies de los Doce, ha propiciado que uno de ellos, auténtico predilecto, apoyara la cabeza en su pecho… e incluso ha tenido, con quien estaba del todo decidido a traicionarle, un gesto de suma y especial delicadeza: darle personalmente de comer.

Como repite sin cesar la tradición, Dios se hace plenamente Hombre para que el hombre llegue a hacerse semejante a Dios.

Educar en las virtudes cristianas encuentra ahora una nueva traducción, expresable con dos frases complementarias, hermanadas por su superación de la simple lógica racional-racionalista:

1. Entretejer la propia existencia con locuras de amor humano a lo divino y con locuras de amor divino a lo humano…

2. … hasta transformarla en una auténtica chifladura humano-divina o divino-humana.

Aceptación total de «la chifladura»

La locura y falta de sensatez que muestra el Dios-Hombre siguen siendo, para muchos, motivo de escándalo o, como mínimo, necedad.

¿Cuántas veces hemos oído, en los últimos tiempos, que el número de los cristianos aumentaría si Dios (la Iglesia-el Papa) fuera más razonable y adaptara su moral a las circunstancias actuales?

¿Cuántos pretendidos católicos no se han tomado «la lógica» por su mano, construyendo un cristianismo a la carta, en el que se permiten excluir lo que excede el estrecho límite de su racionalidad?

Pero, sobre todo, ¿a cuántos de nosotros no se nos ha ocurrido, aunque nos falte el valor para formularlo, que seríamos mejores cristianos con un Dios un poco más juicioso y prudente, que suprimiera el dolor injustificado, los contratiempos no merecidos, las dificultades económicas asfixiantes, el triunfo de los que se oponen a Él y a su Iglesia y al bien de las almas, el claroscuro de la fe, la confianza ciega en su Bondad…?

Antes de revelarse ante estos interrogantes, cuya agresividad no desconozco, pido que se me permita ilustrar cómo cristalizarían en la educación de nuestros hijos.

Pero primero querría formular expresamente lo que considero, hoy y ahora, el núcleo operativo de la educación en las virtudes cristianas. Una consecuencia y una concreción que me parecen irrenunciables después de la Encarnación del Verbo, con lo que esta implica de ensalzamiento de todo lo creado.

Me gustaría expresarlo inicialmente, porque me resulta más connatural, con lenguaje filosófico. Educar en las virtudes cristianas presenta, hoy como siempre, pero tal vez de manera más escandalosa, una exigencia radical para la propia vida vivida: amar con auténtica pasión, reconociendo su intrínseca bondad, la realidad (propia y ajena) tal como es y se nos ofrece en el día a día de nuestra existencia, sin salvedades, recortes ni distingos.

Amarla de forma apasionada y agradecida, no simplemente soportarla. Y hacerlo de manera incondicional, total y absoluta, excluyendo cualquier reserva o restricción [17] .

Y todo ello, justo porque, en la Cruz, Jesucristo acaba de descubrirnos que Dios es nuestro Padre, infinitamente amoroso, capaz de sacrificar a su Hijo muy amado en beneficio nuestro. Un Padre, por tanto, que, dentro de su aparente incoherencia, todo, absolutamente todo, sin excepción, lo dispone para nuestro bien.

Por eso San Agustín puede extasiarse enumerando las bondades de la naturaleza:

… porque es buena la tierra con sus altas montañas, sus onduladas colinas, sus campos llanos; bueno es el terreno variado y fértil, buena la casa amplia y luminosa, con sus habitaciones dispuestas con armoniosas proporciones; buenos los cuerpos animales dotados de vida; bueno es el aire templado y saludable; buena la comida sabrosa y sana; […] bueno es el hombre justo y buenas las riquezas que nos ayudan a quitarnos problemas de encima; bueno el cielo con el Sol, la Luna y las estrellas; buenos los ángeles por su santa obediencia; buena la palabra que instruye de modo agradable e impresiona de manera conveniente al que la escucha; bueno el poema armonioso por su ritmo y majestuoso por sus sentencias [18] .

Y por idéntico motivo, aunque no fuera del todo consciente, escribió Borges:

Gracias quiero dar al divino / laberinto de los efectos y de las causas / […] por el amor, que nos deja ver a los otros / como los ve la divinidad… [19]

Considero que aquí,en un auténtico amor incondicional y abandonado,acaba confluyendo toda virtud… y que no resulta nada sencillo de vivir en las circunstancias del mundo actual.

¿Testigos?

No se trata de algo nuevo. En definitiva se remonta, al menos, hasta el paulino diligentibus Deum omnia cooperantur in bonum, que remite a su vez a palabras de Cristo.

Pero estimo que merece subrayarse en el momento presente, porque no es raro que la presunta educación en las virtudes cristianas se pierda en cuestiones etéreas, en prácticas de piedad sinceras pero tangenciales, que, al término, ni siquiera rozan el núcleo cotidianamente vivido de la cuestión.

Y, como recordara Pascal,

… para medir la virtud de un hombre no hay que mirar sus esfuerzos extraordinarios, sino su vida cotidiana [20] .

Que es también, en esencia, lo que asegura Montaigne:

El mérito del alma no consiste en remontarse muy alto, sino en el orden de sus actos; su grandeza no se ejercita en las obras excelsas, sino en las ordinarias [21] .

Por eso me gustaría apoyar mi propuesta en tres tipos de testimonios en apariencia distintos, y situados en diversos niveles, pero que apuntan hacia la misma realidad.

1. Maestros de espiritualidad

Jacques Philippe lo expone con palabras merecedoras de un extenso comentario:

El hombre no puede realizarse únicamente llevando a cabo los proyectos que elabora. Es legítimo, incluso necesario, tener planes y movilizar la inteligencia y la energía para ponerlos por obra, pero me parece que esto es insuficiente […]. La preparación y la realización de proyectos deben ir plenamente acompañadas de una actitud distinta, a fin de cuentas más decisiva y más fecunda: la de atender a las llamadas, a las discretas invitaciones, misteriosas, que se nos dirigen de manera continua a lo largo de nuestra existencia; la de dar prioridad a la escucha y a la disponibilidad más que a la ejecución de nuestros planes. Estoy convencido de que solo podemos realizarnos plenamente en la medida en que percibamos las llamadas que diariamente nos dirige la vida y consintamos en responder a ellas: llamadas a cambiar, a crecer, a madurar; a ensanchar nuestros corazones y nuestros horizontes; a salir de la estrechez de nuestro corazón y de nuestro pensamiento para aceptar la realidad de un modo más amplio y más confiado [22] .

Poco después, agrega:

El hombre no puede existir plenamente por sí mismo, sirviéndose única­mente de sus recursos físicos, intelectuales, psíquicos y afectivos: no puede realizarse como hombre más que respondiendo a las llamadas que Dios le dirige discretas y misteriosas, por supuesto— pero de una manera real y constante a lo largo de su existencia [23] .

Y recuerda unas palabras de Etty Hillesum, joven judía, muerta en Auschwitz en 1943, con las que apostilla y puntualiza las suyas, antes citadas, hasta alcanzar el sentido pleno de lo que pretendo transmitir:

Estoy dispuesta a dar testi­monio, a través de todas las situaciones y hasta la muerte, de la belleza y el sentido de esta vida [24] .

En estos últimos tiempos, siento en mí una experiencia cada vez más intensa: en mis más íntimas acciones y sensaciones cotidianas se introduce una sospecha de eternidad. No soy la única en estar fatigada, enferma, triste o angustiada. Lo padezco al unísono de millones de otros a través de los siglos. Todo eso es la vida. La vida es bella y está llena de sentido en medio de su despropósito a poco que sepamos organizar un lugar para todo y llevarla entera en su unidad. Entonces, de un modo u otro, la vida forma un conjunto perfecto. En cuanto se rechazan o se desea eliminar ciertos elementos, en cuanto se sigue tras el placer o tras el capricho para aceptar algún aspecto de la vida o rechazar otro, entonces la vida resulta efectivamente absurda. En cuanto se pierde el conjunto, todo se hace arbitrario [25] .

2. La logoterapia

Lo curioso, aunque solo relativamente, pues al término responde a una correcta antropología humana abierta a la trascendencia, es la semejanza de fondo, hasta la casi identidad, de cuanto acabo de sugerir y una corriente de psicoterapia cuyo creador pasó también por hasta cuatro campos de concentración. Como es obvio, me estoy refiriendo a la logoterapia, iniciada por Viktor Frankl, y que encuentra en Elisabeth Lukas su discípula más aventajada hasta el momento.

Si pudiera resumirse en un par de frases la médula teórico-práctica de la logoterapia, sonarían más o menos como sigue:

2.1. No es el ser humano el que debe preguntar a la realidad el porqué de lo que le está sucediendo, sino la realidad en su conjunto, y, más en particular, las personas, y, por encima de ellas, la Trinidad Personal, la que interpela a cada uno para que responda a sus exigencias de la manera más adecuada [26] .

2.2 No existe ninguna situación, por más desesperada que parezca, a la que el ser humano interpelado no sea capaz de encontrarle un sentido, en ocasiones, con ayuda. Lo que, en terminología metafísica, a la que de inmediato acudiré, equivale a sostener que, en última instancia, cualquier realidad es buena y bella desde el mismo instante en que se acoge como un elemento de nuestra propia y entera existencia, tal como, líneas arriba, aseguraba Etty Hillesum. [27]

La metafísica del ser

Tampoco ahora debo abordar el problema de una manera temática y detallada. Por eso, me limito a transcribir algunos párrafos de uno de mis libros, Metafísica de lo concreto [28] , en los que pretendo quintaesenciar la médula metafísico-ética de la Seinsphilosophie.

En el capítulo III.2 de la segunda edición, antes de abordar el estudio de los trascendentales, me pregunto:

¿Cuáles son las notas constitutivas de la realidad?, ¿qué es lo que define a lo real como real?

Y respondo, señalando dos rasgos básicos.

Lo que existe, en cuanto que tiene ser, se caracteriza porque:

1. Se alza consistente, con independencia de cualquier subjetividad creada.

2. Siendo en sí mismo autárquico, exige de esa subjetividad una respuesta [29] .

Resumiendo mucho: entre todos los seres que pueblan la tierra, el hombre es el único capaz de percibir la realidad tal como es , dotada de cierta unidad, inteligible y merecedora de ser conocida, buena y bella, y, por tanto, se encuentra obligado a responder ante ella en la medida de sus posibilidades y dando lo mejor de sí, mediante un amor cortejado y fortalecido por las virtudes.

Nos encontramos ante el primer y más fuerte sentido de la responsabilidad humana, una responsabilidad que simultáneamente se agudiza y se torna más amable cuando tenemos en cuenta que lo que aquí he llamado realidad responde en definitiva a la providencia de un Dios-Padre que nos quiere a cada uno con auténtica locura y todo lo endereza hacia nuestro bien.

Auténtica (y «necesaria») libertad

Después de este largo paréntesis teórico, es posible iniciar la cuesta abajo y recoger parte de lo sembrado. Doy por conocido lo que en otros lugares [30] he expuesto extensamente.

A saber:

1 Que el ser humano goza de una libertad real, aunque limitada… o limitada, pero real.

2. Que esa libertad se fundamenta en su apertura o inclinación al bien en cuanto bien, al bien advertido y querido como tal; es decir, a todo lo que es bueno y, en definitiva, al Bien sumo, a Dios.

3 Que tal libertad crece y se perfecciona a medida que de forma más intensa se va asentando en el bien, y en la proporción exacta en que se trate de un bien más alto.

Con otras palabras: el hombre conquista su máxima libertad cuando, de manera progresiva y cada vez más vigorosa, va fijando el querer voluntario en lo que es bueno y, en fin de cuentas, en el propio Dios; y el incremento de la inclinación hacia esa Bondad infinita lo torna más libre respecto a los bienes finitos, lo sitúa por encima de todos ellos.

Puede hablarse, entonces, de una necesidad por exceso o necesidad conquistada, que en el hombre es el resultado de la maduración progresiva y el cumplimiento o perfección de su libertad [31] .

4. Por fin, y en parte como resumen de todo lo anterior, conviene tener claro que la libertad no es algo estático, que se posee y basta, sino que, como energía primigenia y en tensión, está llamada a crecer… precisamente a través de la virtud: pues, según recuerda Bossuet, «el buen uso de la libertad —trocado en hábito— se llama virtud».

Sintetizando, con un deje de agresividad, el ser humano va siendo más libre en la misma medida en que se obsesiona con un buen amor. Y alcanza la plenitud de su libertad cuando, a fuerza de virtudes libremente adquiridas, no puede sino amar con auténtica pasión al único Ser infinitamente digno de ser amado: al mismo Dios.

La mejor de las libertades

Enlazando con lo que acabo de exponer, cabría formular una pregunta clave: ¿cuál es, entre los hombres y en la tierra, el mejor uso posible de la libertad?

1. ¿Poder hacer?

De ordinario, las primeras reivindicaciones de libertad que realizan nuestros chicos, y nuestros no tan chicos, manifiestan que distan mucho de ser libres. En tales requerimientos, el lugar de privilegio suele estar ocupado por un que me dejen hacer esto o lo otro, frecuentar o no determinado lugar, vagar por donde desee a determinadas horas de la noche, disponer mi físico o mi vestimenta como me venga en gana…

Pues bien, ese que me dejen trasluce que tales personas conciben todavía la libertad como algo que depende radicalmente de otros [32] y no como una prerrogativa interna e irrenunciable, que acompaña al hombre desde su misma concepción y que a cada uno corresponde desarrollar… justo «a golpes de libertad», que diría Ortega.

No han caído en la cuenta de que, como explica Llano,

… el primer paso para la formación de la voluntad [de la libertad] es adquirir el convencimiento de que la causa eficiente —efectiva, física, psíquica, real— de la voluntad es la voluntad misma [33] .

2. ¡Poder elegir!

Las cursivas permiten inferir el error que subyace a este planteamiento. Quienes enrumban la conquista de la propia libertad por la vía de las reclamaciones y protestas dirigidas hacia otros, la sitúan sin darse cuenta en los dominios del hacer (de las operaciones externas), cuando realmente reside más hondo, en la esfera de la propia voluntad.

En una voluntad que puede querer o elegir sin estar determinada por nada ni nadie, excepto por sí misma… y entonces es libre; o que no resulta capaz de tal elección, y entonces no lo es.

En conexión con lo que antes expuse, y remedando a Philippe [34] , habría que recordar a estas personas que, ciertamente, muchas veces existen circunstancias objetivas que hay que transformar, situaciones difíciles o agobiantes, presiones de muy diverso tipo… que es preciso superar para gozar de una auténtica libertad interior. Pero también que, con demasiada mayor frecuencia, vivimos engañados y echamos la culpa de la falta de libertad que padecemos a lo que nos rodea, cuando esa ausencia radica en nuestro interior: nos creemos víctimas de un contexto poco favorable, pero el problema real —igual que su solución— se encuentra dentro de nosotros.

En resumen. El primer paso hacia la conquista de la libertad consiste en advertir que, más que en hacer o no hacer y, en cualquier caso, como requisito previo para realizarlo libremente, es preciso que tengamos la capacidad interna de elegir (o querer), sin encontrarnos determinados por ninguna causa ajena a la propia voluntad.

Colocados en este nivel más profundo, las carencias que anularían nuestra libertad pueden reducirse a dos: la ignorancia y la ausencia de autodominio.

2.1. Ignorancia : si una persona no sabe en qué consiste realmente lo que pretende hacer, cuáles son las posibilidades reales de obrar en unas circunstancias concretas, qué consecuencias se seguirán si actúa de un modo o de otro… de ninguna manera puede decirse que elige con libertad ni, por tanto, que actúa libremente.

Apelando a un caso cada día menos conocido en la civilización occidental, cuando Noé se emborrachó porque no sabía que el mosto fermentado producía esos efectos, no obró con libertad. Como tampoco lo hace quien estima que solo puede entretenerse si dispone de suficiente dinero para comprar las diversiones (ya se trate de fiestas organizadas con más o menos complejidad de medios, ya de sofisticados aparatos electrónicos, ya de viajes a lugares apartados que apenas si logra visitar), en lugar de desarrollar como es debido su inventiva y su imaginación, solo o en compañía de sus amigos. O, por poner un ejemplo no infrecuente, tampoco obra con genuina libertad la mujer que utiliza el DIU porque nadie le ha explicado que sus mecanismos son abortivos.

2.2. Falta de dominio sobre sí mismo. ¡Cuántas veces pretendemos convencernos o convencer a los otros de que hacemos algo porque queremos (porque nos da la gana, solemos decir), cuando en realidad desearíamos tener la fuerza suficiente para no hacerlo, pero carecemos de ese vigor!

Aquí, los ejemplos son casi infinitos y se sitúan en las esferas más diversas: desde el que fuma porque le da la gana, pero en realidad no se siente capaz de dejar el tabaco; pasando por quien desprecia el estudio porque de hecho no tiene fuerzas ni capacidad para estar más de 2 minutos delante de un libro; hasta quien se pavonea por llevar una vida sexual desenfrenada y lo que ocurre es que es esclavo de esos instintos… que, en el fondo, le gustaría dominar con objeto de amar de veras a la persona de quien realmente se encuentra enamorado.

3. Elegir bien el bien

Tengo la sospecha de estar en el momento más delicado de mi exposición. La expresión «hacer lo que me dé la gana» es probablemente la más utilizada para reivindicar las acciones libres y resulta tremendamente costoso convencer a alguien de que ahí (al menos, en el sentido que suele darse a esa frase) no se alcanza todavía la esencia del acto libre.

Las razones filosóficas que han provocado esta situación son conocidas y se remontan a la concepción de los últimos siglos que identifican la libertad con la indiferencia, con ese tanto da al que otras veces me he referido. En las personas singulares, al margen del origen de ese convencimiento, lo que encontramos es algo asimismo familiar: la aspiración a una libertad absoluta. Y, en verdad, si cualquiera de nosotros fuera perfecto, podría sin duda querer y hacer lo que «le viniera en gana» y eso, que sería siempre bueno, constituiría la mejor expresión del carácter pleno de nuestra libertad.

Pero somos limitados… y nuestra relativa impotencia complica un tanto el asunto.

3.1. Partamos del hecho, ordinariamente aceptado, de que la libertad es algo positivo, tal vez lo más positivo que existe y, sin duda, lo máximo que se concibe en los momentos presentes [35] . Parece extraño, entonces, que pueda ser utilizada para perjudicarnos a nosotros mismos. Pero si, por ejemplo, elegimos repetidamente robar, nos estamos haciendo daño, no tanto ni principalmente porque puedan pillarnos «con las manos en la masa», con las consecuencias que eso traería consigo, sino porque nos estamos haciendo (convirtiendo en) ladrones, cosa que, de nuevo para la mayoría de nosotros, constituye un mal… aunque pueda reportarnos algunos beneficios inmediatos.

Si en vez de robar, se tratara de asesinar o violar, estimo que la repetición de esas acciones muy difícilmente sería considerada por nadie como algo beneficioso, por más que las eligiéramos libremente.

Podríamos, pues, anticipar que la libertad es una ganancia porque, gracias a ella podemos completar la distancia que media entre nuestro ser actual y nuestro deber ser (o plenitud de perfección); o, con otras palabras, porque a través de nuestras elecciones y acciones libres mejoramos y, como consecuencia, somos felices.

Cosa que, tal como he repetido, acabamos de lograr mediante las virtudes, es decir, cuando actuamos establemente bien: cuando hacemos repetida y gozosamente, y sin esfuerzo ni error, «buenas acciones».

Por eso Tomás de Aquino explica que realizar conscientemente el mal ni es libertad ni parte de la libertad, aunque sí una manifestación de que quien así actúa es libre (los animales, movidos necesariamente por instinto, no obran propiamente mal), pero con una libertad limitada… ¡y precisamente allí donde nuestra libertad falla!

Parece evidente que para obrar mal, en el sentido más propio de esta expresión, tenemos que gozar de la capacidad real de elegir entre una cosa y otra… y decidirnos efectivamente por la que daña a otros y nos perjudica a nosotros mismos. Sin ese libre albedrío, que es como técnicamente se conoce la capacidad a que acabo de aludir, no seríamos responsables de nuestras acciones ni estás podrían calificarse como buenas o malas: constituirían el producto necesario e ineludible de nuestros instintos o inclinaciones.

Para ser libres resulta imprescindible, por consiguiente, poder escoger entre distintas opciones. Pero para ser libres-libres, en un grado más alto y perfecto de libertad, tenemos que tener los bríos y el discernimiento suficientes para poder elegir en un momento dado lo que es preferible llevar a término. De lo contrario, manifestaremos que disponemos de libre albedrío, pero no de libertad en su acepción más noble: nos falta desarrollar aún más esa capacidad, de forma que podamos utilizarla para nuestro bien y el de quienes nos rodean.

Un ejemplo relativamente simple. Cuando vemos humo, de manera inmediata inferimos que se está llevando a cabo una combustión (que algo se está quemando, en términos más sencillos y menos propios), ¡pero una combustión imperfecta! Pues si se lograra quemar absolutamente toda la materia en cuestión (si «el fuego» fuera lo bastante poderoso) no quedaría resto alguno sin consumir, que es precisamente lo que se transforma en (o constituye el) humo.

Con lo que tal vez se advierta que, entendida en su sentido más profundo, la auténtica libertad es capacidad de elegir y llevar a cabo lo bueno, mientras que escoger y realizar lo malo es fruto de la imperfección de nuestra libertad, que no llega a donde debería llegar, y, como consecuencia, que esa acción no es propiamente libre.

3.2. Si en el enunciado de este epígrafe hablaba de hacer bien el bien —y no solo de hacer el bien— es porque la libertad irá siendo más perfecta en la medida en que la elección de lo bueno y su puesta en obra nos resulte mejor o, con otras palabras, más sencilla y certera.

De manera similar a como consideramos mejor poeta al que encuentra en cada momento la palabra adecuada, a la primera y sin esfuerzo, también es mejor persona —¡más libre!— quien descubre, elige y pone por obra la bueno de forma más natural y espontánea… como fruto de las virtudes que han acrisolado su libertad, según antes apunté.

Pues las virtudes son un conjunto de fuerzas que nos capacitan para elegir y realizar el bien en directo: sin tener que deliberar apenas, sin equivocarnos y, además, disfrutando al obrar de ese modo.

Y de ahí, en contra de lo que a menudo se opina, que la vida buena (no solo ni principalmente la «buena vida») sea divertida y gozosa, en la acepción más noble y cumplida de estos términos.

Es lo que resume Pinckaers:

Se puede comparar la libertad de calidad con la destreza para un arte o un oficio. Es la capacidad de realizar obras a nuestro gusto, de buena calidad, perfectas en su medida. Hemos recibido la libertad moral por nacimiento, como un talento por desarrollar, como un germen que contiene el sentido de la verdad y el atractivo del bien, de la felici­dad, diversificados en lo que los antiguos llamaban las se­mina virtutum, las semillas de las virtudes.

Al comienzo de la vida esta facultad es débil aún, como en el niño o en el aprendiz. Hemos de formar nuestra libertad, lo mismo que nuestra personalidad, por medio de una educación apro­piada en la que podemos distinguir tres etapas fundamentales, de acuerdo con las edades de la vida: a la infancia co­rresponde el aprendizaje de las reglas y leyes de comporta­miento, la formación en un régimen de vida con la ayuda de los padres y de los educadores. A continuación viene la adolescencia de la vida moral, caracterizada por una pro­gresiva autonomía y por una iniciativa creciente bajo la inspiración del afán por la verdad y el bien, reforzada por la experiencia. Aquí empieza a manifestarse la virtud como una cualidad y un poder de actuación personales. Llega por último la edad de la madurez, en la que la virtud se ex­pande como el talento en las artes: es una fuerza activa, inteligente y generosa, una capacidad de llevar a cabo em­presas arduas, enormemente fructíferas; proporciona alegría y soltura en la acción [36] .

4. Hacernos buenos, ser mejores personas

Con lo que nos hemos adentrado desde los dominios del hacer, en los que normalmente se sitúan inicialmente las reivindicaciones de la libertad, hasta la esfera del ser.

Por eso suelo describir la libertad como la capacidad de autoconducirnos hasta nuestra propia perfección o plenitud; como el poder de llegar a ser mejores, de hacernos personas cabales, cumplidas.

Y solo entonces, al advertir que, con la libertad, ponemos en juego nuestro propio ser, empezamos a vislumbrar la grandeza de este atributo… así como del riesgo que lleva consigo. Pues si gracias a nuestra condición libre gozamos del privilegio de alcanzar por nosotros mismos la cumbre de nuestra condición humana… también podemos utilizar el «libre albedrío» —¡en lo que tiene de deficiente!— para destruirnos y envilecernos.

(Uso adrede la expresión «libre albedrío» porque, llegados a este punto, debería ser más fácil entender que la auténtica libertad, la que ha alcanzado su total desarrollo, solo puede utilizarse para obrar bien: para elegir y hacer bien el bien. Es, como antes decía, necesidad por exceso o conquistada).

5. ¡… Amando la realidad que nos viene dada!

Los cuatro pasos expuestos hasta el momento se sitúan en los dominios de la naturaleza, aunque ciertamente abierta a Dios y a su gracia.

No estamos todavía, sin embargo, en el ámbito de la presente exposición, que es concretamente el de las virtudes cristianas. Si queremos situarnos de nuevo en él, sin abandonar lo dicho últimamente, hemos de fecundarlo a través de la locura exclusiva del cristianismo, cuyo fin no es tanto la plenitud humana, sino el máximo endiosamiento que, en cada caso, haga posible la conjunción de la libertad cristiana de cada uno y la Acción del Espíritu Santo .

Y ese último paso , ¡auténtico salto en el vacío!, implica la entrega de la propia voluntad, tanto o más difícil que la de la inteligencia, para identificarla con la amorosa y no siempre comprensible Voluntad divina. Lo cual, en buena porción de los casos, equivale no solo a la aceptación, sino al amor activo y electivo de lo que nos viene dado y no podemos ni debemos cambiar.

Por eso, para el cristiano, el acto supremo de libertad, el que lo conduce a la plenitud de su nuevo ser como hijo de Dios en Cristo, no es ya el de elegir, ni siquiera el de elegir bien el bien, sino el de aceptar-amar como bueno lo que la realidad nos ofrece… descubierto entonces como amorosa Voluntad divina.

En fin de cuentas, a eso tiende y para eso nos capacitan, junto con la gracia y en pos o a caballo de ella, la inteligencia cristiana, la voluntad-libertad cristiana y las virtudes cristianas; o, si se prefiere, el auténtico amor cristiano.

De ahí que se haya podido sostener:

Escalones: Resignarse con la Voluntad de Dios: Conformarse con la Voluntad de Dios: Querer la Voluntad de Dios: Amar la Voluntad de Dios [37] .

¿Resignación?… ¿Conformidad?… ¡Querer la Voluntad de Dios! [38]

Jesús, lo que tú “quieras”… yo lo amo [39] .

Como confirmación, por contraste:

El abandono en la Voluntad de Dios es el secreto para ser feliz en la tierra. Di, pues: “meus cibus est, ut faciam voluntatem ejus” , mi alimento es hacer su Voluntad [40] .

Ese abandono es precisamente la condición que te hace falta para no perder en lo sucesivo tu paz [41] .

Tu propia voluntad, tu propio juicio: eso es lo que te inquieta [42] .

Y, en síntesis:

Señor, si es tu Voluntad, haz de mi pobre carne un Crucifijo [43] .

O, desde otra perspectiva, complementaria:

En última instancia, esta presencia de las llamadas de Dios es lo que nos permitirá vivir positivamente cualquier situación, y nos abre un camino de libertad y de vida en cada circunstancia… [44]

Esta podría ser una definición de libertad: la capacidad de vivir positivamente cualquier situación. La posibilidad de no quedarse encerrado ni abrumado, sino de encontrar en ella un camino de crecimiento y de vida más auténtica y profunda. Precisamente, esto es la libertad, la gloriosa libertad de los hijos de Dios, la que Cristo nos adquirió con su muerte y resurrección [45] .

Las virtudes cristianas, siempre

Basta leer los Evangelios para saber que esa realidad y esa libertad la realidad y la libertad formalmente cristianas, aptas para identificarnos con Cristo, pasan siempre por la Cruz.

Tal vez pocas escenas tan claras como la que relata San Mateo (16, 21-24), poco después de haber dejado constancia de la elevación de Pedro a Cabeza de la futura Iglesia:

Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que Él debía ir a Jerusalén y padecer mucho de parte de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser muerto y resucitar al tercer día.

Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle diciendo: Lejos de ti, Señor, de ningún modo te ocurrirá eso.

Pero Él, volviéndose, dijo a Pedro: ¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí, pues no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres.

Entonces dijo Jesús a sus discípulos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.

Las virtudes cristianas, hoy

Si la locura triunfal de la Cruz constituye siempre la señal del cristiano, hoy, en un mundo neopagano o post-cristiano , ni simplemente pagano ni simplemente cristiano, sino en buena medida anti-cristiano, la identificación con Cristo presenta características propias, que chocan frontalmente con el ambiente. Y son esos rasgos peculiares los que permiten saber si, de veras,  educamos o no a nuestros hijos en las virtudes cristianas.

Acaso ninguna afirmación resulte tan unánimemente aceptada como la que identifica la esencia del cristianismo con el amor.

Convicción que refuerza Juan Pablo II, comentando una de sus sentencias favoritas: la que sostiene que el ser humano «no puede encontrar su plenitud sino en la entrega sincera de sí mismo a los demás». A lo que agrega: en esta frase se condensa toda la doctrina del Evangelio, la teoría y la praxis asentadas en él.

Pero el amor en cuestión es el acto supremo de la libertad cristiana, apoyada en la inteligencia cristiana y en la («falta de») lógica también cristiana.

1. Es decir, en todo aquello que llevó a Jesucristo libremente a la Cruz y por lo que Dios le dio un nombre que está sobre todo nombre.

2. Y, al mismo tiempo, en todo aquello que rechaza visceralmente la cultura contemporánea dominante y que, en cuanto nos descuidemos, se nos cuela, como por ósmosis, en nuestro entendimiento y en nuestra vida.

Por eso, porque la atmósfera que respiramos aborrece el amor enraizado en la Cruz, no está de más que examinemos si realmente pensamos y vivimos en cristiano.

Para descubrir la clave…

Pues bien. Considero que la clave para determinarlo se encuentra en ciertos consejos y convicciones, que muestran su auténtico rostro… justo cuando los transmitimos a nuestros hijos al intentar educarlos. Porque, por razones bastante fáciles de entrever intuitivamente, es en ellos, más que en nosotros mismos, donde se refleja nuestra más genuina concepción de lo bueno y lo malo, pretendidamente cristianos.

Por ejemplo, la coherencia cristiana nos llevaría a advertir con relativa nitidez que lo único importante, aquello de lo que exclusivamente se nos examinará al atardecer de nuestra existencia, es la calidad de nuestros amores. Ergo…, como antes sugerí, en nuestros hijos hemos de intentar fomentar, por encima de todo y (casi) en exclusiva, su capacidad de amar [46] .

Veamos si es esto lo que sucede… y si sabemos llevarlo hasta sus últimas consecuencias.

1. Primera prueba de fuego:

¿De veras concedemos más importancia a las virtudes que fomentan el amor, sinceridad, entrega, cordialidad, capacidad de ayuda, olvido de sí…, o a las que presuntamente asegurarán a nuestros hijos un futuro profesional brillante y desahogado? [47]

¿Por cuáles de sus asuntos nos interesamos más, por cuáles les solemos preguntar: por el modo cómo tratan a sus amigos y compañeros, por los actos de desprendimiento hacia los demás, por la fidelidad a la palabra dada… o por las actividades intra- o extra-escolares, como la informática o los idiomas, hoy del todo indispensables si pretenden ser varones o mujeres de provecho?

¿Cuándo ponemos el grito en el cielo: cuando nos enteramos de que se han chivado de las maldades de un presunto amigo para mantener ellos el tipo?… ¿o más bien cuando las calificaciones o el juicio de los profesores no son los que hubiéramos deseado o los que le permitirían, en el examen de selectividad, acceder a la profesión de nuestros sueños?

2. Segunda, continuación de la anterior:

A la hora de aconsejar , espero que no sea imponer, la elección de una carrera, ¿aludimos siquiera a la oportunidad de servir con ella a los demás o todo lo resolvemos apelando a las salidas, que, como más de una vez he comentado y ahora mismo he vuelto a sugerir, acaban por ser las entradas (€, £, $, ‰)?

3. Tercera y última, sin afán de molestar:

¿Les enseñamos a anteponer habitualmente el bien de los demás al suyo propio: es decir, les enseñamos realmente a amar , eso que parecemos tener tan claro, o, por una constante y bienintencionada referencia a su propio bien, lo empujamos en última instancia a convertirse en unos egoístas?

Dos traducciones elementales:

3.1. Si, por falta de penetración intelectual, por cansancio o aburrimiento o por una presunta eficacia educativa, hacemos que las acciones buenas de nuestros hijos estén siempre motivadas por un premio (más si se trata de un bien de consumo) y no por la bondad del hecho en sí (que, cuando son muy pequeños equivale a la satisfacción de papá o de mamá, a la alegría de sus hermanos y amigos, a la sonrisa de la Santísima Virgen o del Niño Jesús), ¿no estamos fomentando en ellos, más que el amor desprendido hacia los otros, la búsqueda de su propio beneficio?

3.2. Cuando les damos un consejo para animarlos a ser buenos, ¿corregimos de inmediato lo posiblemente trágico de esa bondad, aclarando que no es lo mismo ser bueno que tonto ni hermano que primo? ¿Les permitimos llegar hasta las últimas consecuencias de sus actos de generosidad o le ponemos límites para evitar que se conviertan en ingenuos?

Conclusión

Según indiqué, he tratado simplemente de sacar a la luz los modos de ver y las actuaciones que, en el momento presente, se oponen de manera más flagrante a una pretendida educación cristiana. Pero, incluso dentro de tales límites, son muchos los extremos que debería al menos mencionar para que estas reflexiones no quedaran del todo mancas.

Por ejemplo, para que la propuesta del ejercicio de las virtudes alcance su objetivo, hemos de cuidar que el modo de presentarlas resulte atractivo… porque las virtudes realmente lo son.

Y un buen modo de lograrlo consiste en capitalizar, en beneficio propio, las palabras de éxito… que, en el fondo , ¡como recordaba san Justino a propósito de la verdad!, son patrimonio cristiano. ¡Qué diferente, por ejemplo, presentar la fidelidad al propio cónyuge como un deber impuesto por el compromiso o el sacramento o hacerla surgir del deseo incontenible de incrementar la libertad de amar más y mejor a aquél o aquella a quien libérrimamente decidí entregarme de por vida!

Con otras palabras: al referirnos a las virtudes, tenemos que conseguir que resplandezca la belleza y el tirón que llevan aparejadas. Lo que a su vez supone aprender personalmente a disfrutar de una vida bien vivida, de una vida buena. ¿Cómo?: descubriendo, reconociendo, acopiando, haciendo madurar y florecer, y recordando, cuando sea el caso, las alegrías que acompañan a un matrimonio y a una familia cristianos, en lugar de poner el acento en lo que pudieran tener de renuncia menos gozosa.

Pues la virtud , ¿tendré que repetirlo de nuevo?, es justo lo que nos permite disfrutar al hacer el bien, por más arduo que sea; y las virtudes cristianas las que nos llevan a deleitarnos al amar la Voluntad de Dios respecto a nosotros, por más absurda que nos parezca.

Las palabras con las que concluyo resumen lo que pretendo sugerir. Lo que afirman de la humildad, puede asegurarse de toda existencia y virtud cristianas:

No concedáis el menor crédito a los que presentan la virtud de la humildad como apocamiento humano, o como una condena perpetua a la tristeza. Sentirse barro, recompuesto con lañas, es fuente continua de alegría; significa reconocerse poca cosa delante de Dios: niño, hijo. ¿Y hay mayor alegría que la del que, sabiéndose pobre y débil, se sabe también hijo de Dios? ¿Por qué nos entristecemos los hombres? Porque la vida en la tierra no se desarrolla como nosotros personalmente esperábamos, porque surgen obstáculos que impiden o dificultan seguir adelante en la satisfacción de lo que pretendemos. Nada de esto ocurre, cuando el alma vive esa realidad sobrenatural de su filiación divina. Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? Que estén tristes los que se empeñan en no reconocerse hijos de Dios, vengo repitiendo desde siempre [48] .

·- ·-· -······-·
Tomás Melendo



[1] Pieper , Josef, Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid, 2ª ed. 1980, pp. 14-15.

[2] «La vertu n’est peut-être que la politesse de l’âme: tal vez la virtud no sea otra cosa que la gentileza del alma» (H. de Balzac, Physiologie du mariage, I, 4).

[3] Y prosigue: «La virtud teologal de la fe es la fe en tanto que es para nosotros una fuerza. La Epístola a los Romanos nos dice a propósito de Abraham: Ante la promesa de Dios no dudó dejándose llevar de la incredulidad, sino que confortado por la fe, dio gloria a Dios, persuadido de que poderoso es Él para cumplir lo que prometió.

De igual modo, la virtud teologal de la esperanza no es una vaga espera difuminada y lejana, sino esa certeza respecto a la fidelidad de Dios, que cumplirá sus promesas; una certeza que confiere una inmensa fuerza. En cuanto a la caridad teologal, podríamos decir que es la valentía de amar a Dios y al prójimo.» ( Philippe, Jacques, La libertad interior, Rialp, Madrid 3ª ed. 2004, pp. 107-8).

[4] Wadell, Paul J., La primacía del amor, Palabra, Madrid 2002, p. 171. Las cursivas son mías.

En idéntico sentido se pronuncia el siguiente texto: ( Colom, Enrique, Rodríguez Luño, Ángel, Elementi di Teologia Morale Fondamentale, Edizioni Università della Santa Croce, Roma, 3ª ed. 2003, p. 165).

[5] Agustín de Hipona, De Civitate Dei, lib. IV, 21.

[6] Ibíd., lib. XIV, 9, 6.

[7] Como explica Balmes, «en el ejercicio de la virtud están armonizadas todas las facultades del hombre».

[8] Agustín de Hipona, Enchiridion, cap. 117.

[9] Escrivá de Balaguer, Josemaría, Camino, núm. 999.

[10] Entre cientos de textos posibles, aduzco este del Catecismo: «Por encima de todo, la Caridad. Para concluir esta presentación es oportuno recordar el principio pastoral que enuncia el Catecismo Romano:

“Toda la finalidad de la doctrina y de la enseñanza debe ser puesta en el amor que no acaba. Porque se puede muy bien exponer lo que es preciso creer, esperar o hacer; pero sobre todo se debe siempre hacer aparecer el Amor de Nuestro Señor a fin de que cada uno comprenda que todo acto de virtud perfectamente cristiano no tiene otro origen que el Amor, ni otro término que el Amor” (Catech. R., prefacio, 10).» (Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 25).

[11] Así pueden interpretarse estas nuevas palabras de Agustín de Hipona: «Tal es nuestra vida: ejercitarnos en el deseo… ¿Qué haces, pues, en esta vida, si aún no has conseguido el premio? Dios, difiriendo su promesa, ensancha el deseo; con el deseo, ensancha el alma y, ensanchándola, la hace capaz de sus dones. Cuando decimos ‘Dios’, ¿qué es lo que decimos? Esta sola sílaba es todo lo que esperamos. Ensanchemos, pues, nuestro corazón, para que cuando venga nos llene.» ( Agustín de Hipona, Tractatus in I Iohannem 4, 2008-2009).

[12] Robinson, Charles y Laura, Qué hacer con vuestros hijos, Mensajero, Bilbao, 1975, p. 31.

[13] , Josemaría, Notas de una meditación 27-V-1937, en Echevarría, Javier, Getsemaní, Planeta, Barcelona 2005, p. 267. Las cursivas son mías.

[14] De nuevo es Pieper quien lo señala: «Un resultado de la psicología, o mejor dicho, psiquiatría moderna, que a mi parecer nunca ponderaremos demasiado, hace resaltar cómo un hombre al que las cosas no le parecen tal como son, sino que nunca se percata más que de sí mismo porque únicamente mira hacia sí, no solo ha perdido la posibilidad de ser justo […], sino también la salud del alma. Es más: toda una categoría de enfermedades del alma consisten esencialmente en esta “falta de objetividad” egocéntrica.» (Pieper, Josef, Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid, 2ª ed. 1980, pp. 17-18).

[15] Como explica Cardona, «… el amor es el éxtasis, es ser arrebatado por el amado, la fusión con él y la identificación con él y como él. El amor hace del amado un alter ego, o quizá mejor: hace de mí otro tú, me identifica con el tú […] y me hace vivir su vida.» (Cardona, Carlos, Metafísica del bien y del mal, EUNSA, Pamplona, 1987, p. 117).

[16] Aunque situado en un contexto muy distinto, pueden tenerse aquí en cuenta el juicio de Klinger: «También aquellos que califican de divina a nuestra virtud dicen una tontería; la virtud ha de ser precisamente humana, si ha de ser útil a los hombres. Los virtuosos, excelsos, dejan por lo general que el mundo discurra sin más; se limitan a suspirar y se mantienen absolutamente tranquilos en su sentimiento divino» (Klinger, F. M., Betrachtungen und Gedanken)

[17] «Acostúmbrate a elevar tu corazón a Dios, en acción de gracias, muchas veces al día. —Porque te da esto y lo otro. —Porque te han despreciado. —Porque no tienes lo que necesitas o porque lo tienes.

Porque hizo tan hermosa a su Madre, que es también Madre tuya. —Porque creó el Sol y la Luna y aquel animal y aquella otra planta. —Porque hizo a aquel hombre elocuente y a ti te hizo premioso…

Dale gracias por todo, porque todo es bueno» ( Escrivá de Balaguer, Josemaría, Camino, núm. 268).

[18] Agustín de Hipona, De Trinitate, VIII, 3, 4-5.

[19] Borges, Jorge Luis, Antología poética 1923-1927, Alianza/Emecé, Madrid, 5ª reimp., 1993, p. 78, Otro poema de los dones.

[20] Pascal, Blaise, Pensées, VI, 352.

[21] Montaigne, M. E. de, Essais, III, 2.

[22] Philippe, Jacques, Llamados a la vida, Rialp, Madrid 2008, pp. 12-13. Las cursivas son mías.

[23] Ibíd. Pp. 19-20. Cursivas también mías.

[24] Hillesum, Etty, Une vie bouleversée, en Philippe, Jacques, Llamados a la vida, Rialp, Madrid 2008, p. 40. Una vez más, las cursivas son mías.

[25] Hillesum, Etty, Citado en Lebeau, Paul, Etty Hillesum, un itinerario espiritual, Ed. Sal Terrae, 1999. Lo son también ahora.

[26] Me limito a citar un texto, entre los muchos posibles, ya que la cuestión está siendo abordada solo de forma testimonial. Se trata de unas palabras de Lukas, que rematan con una cita de Frankl: «En realidad, no hay ningún derecho a nada, ni a una vida sana, ni prolongada, ni agradable. Al contrario, la vida es un enfrentamiento constantes con los hechos del ser, y la vida humana, entendida como la que se distingue por su dimensión espiritual, significa dar respuesta a cada uno de esos hechos. Un enfermo grave debe dar respuesta a su enfermedad, como un discapacitado físico a su incapacidad… Y la mejor respuesta la puede descubrir cada uno en el espacio libre que todavía conserva. Por eso hay personas que viajan o juega al fútbol en silla de ruedas: porque ofrecen respuestas heroicas a su destino y con y contemplan su espacio libre. En cambio, otras se quedan en casa, dándolo vueltas a su exclusión del deporte.

La propia vida es la que plantea preguntas al hombre. Él no tiene que preguntar; él es más bien el preguntado, el que tiene que responder a la vida, el que tiene que hacerse responsable de ella (Frankl: Logotherapie und Existenzanalyse. Texte aus sechs Jahrzehnten, Weinheim —Gergstraβe—, Psychologie Verlags Unión, 1994, pp. 84-85)» ( Lukas, Elisabeth, Logoterapia. La búsqueda de sentido , Paidós, Barcelona, 2003, p. 189). Todas las cursivas están en el original.

También ahora resulta significativa la coincidencia con el planteamiento de Philippe: «… en las circunstancias problemáticas, lo que hace avanzar no es tanto la búsqueda de soluciones como la escucha de las llamadas que nos dirigen en el fondo de la situación. “Shema Israel, Escucha Israel”. Podríamos decir que hay que pasar de nuestra pregunta a la de Dios. Pasar de la pregunta: “¿Qué es lo que exijo a la vida?” a “¿Qué es lo que la vida exige de mí?”. Esta pequeña revolución copernicana lo cambia todo… Puede declinarse de muchas maneras, según las circunstancias. A veces consistirá en de “¿Qué es lo que espero de mi entorno?” a “¿Qué es lo que mi entorno espera de mí?”, o alguna cosa análoga. En cualquier caso, esta conversión del enfoque es siempre necesaria y siempre fecunda» ( Philippe, Jacques, Llamados a la vida, Rialp, Madrid 2008, p.89).

[27] De nuevo, unos párrafos entre miles: «La meta no representa el sentido de la vida, y la pérdida de una meta no significa insensatez. Un ob­jetivo puede ser alcanzable o no, ambas posibilidades estuvie­ron presentes alguna vez, pero el sentido de la vida siempre está disponible. Si pudiéramos alcanzarlo, cualquier vida más allá no tendría razón de ser para nosotros. El sentido de la vida no es asequible ni inasequible; no es repetible ni reem­plazable, se halla en su persecución. Podemos darle sentido a algo dentro de nosotros o en el mundo exterior, pero de hecho, es la proyección de la búsqueda y de la voluntad humanas.

Ningún sufrimiento puede derrotarnos si estamos prepara­dos para buscarle sentido, no es concebible ninguna pérdida sin la posibilidad de, por lo menos un sentido; esa es la respuesta que debemos dar a aquellos que buscan nuestra asesoría.

La logoterapia nos enseña a “decir sí a la vida, a pesar de todo”, título del primer libro de Frankl…» ( Lukas, Elisabeth, También tu sufrimiento tiene sentido, Ediciones LAG, México D.F., 2ª reimp., 2006, p. 98).

[28] Melendo, Tomás, Metafísica de lo concreto. Sobre las relaciones entre filosofía y vida… y una pizca de logoterapia, Eiunsa, Madrid, 2008, en prensa.

[29] Y añado a renglón seguido: Clive Staples Lewis se ha referido a estos dos caracteres con expresiones sugerentes e intuitivas.

1. Por ejemplo, para apelar a la entidad de lo que debe considerarse como real por excelencia, acude al empleo de figuras como sólido, firme, enérgico, entusiasta, intenso, lleno de resolución, y otras del mismo corte.

2. Para expresar la independencia del ser respecto al sujeto humano, y su anterioridad de naturaleza con relación a él, habla, pongo por caso, de lo tenazmente real como de aquello en lo que «tus preferencias no cuentan».

3. Y para referirse a la solicitación que lo existente ejerce sobre la persona humana acude a un conjunto de afirmaciones, aglutinadas en torno a un término de origen oriental, que me gustaría considerar con cierto detalle: el Tao (Cfr., para todo lo que sigue, Clive Staples Lewis, La abolición del hombre, Ed. Encuentro, Madrid 1990, pp. 23 ss.)

¿Qué quiere significar con él? Lewis aúna bajo este apelativo simbólico al cúmulo de doctrinas o concepciones del mundo que establecen una continuidad entre las dimensiones ontológica y ética de los existentes, entre lo que una realidad es según su naturaleza y el modo correcto de comportarse respecto a ella.

Se trata de modos de enfrentarse con el universo que atienden a la consistencia ontológica de las cosas, que no olvidan el ser.

Todas estas filosofías —escribe Lewis— tienen en común «la doctrina del valor objetivo, la convicción de que ciertas actitudes son realmente verdaderas y otras realmente falsas respecto a lo que es el universo y a lo que somos nosotros. Los que reconocen el Tao pueden mantener que afirmar que los niños son hermosos o que los viejos son dignos no es solo constatar un hecho psicológico sobre nuestros sentimientos paternales o filiales en cada caso, sino que es reconocer una cualidad» —¡el ser!— «que exige de nosotros cierta respuesta, tanto si la damos como si no» (Ibíd.)

[30] Cfr., sobre todo, Melendo, Tomás, Las dimensiones de la persona, Palabra, Madrid, 2ª ed., 2005; y La persona humana: ¿qué o quién? Acercamiento filosófico al corazón de la logoterapia, Eiunsa, Madrid, 2008, en prensa.

[31] Lo recuerda Cardona: «San Agustín, a propósito de la verdadera libertad (diferente de la libertad de elección entre lo relativo), dice que se da cuando el hombre, con una decisión plena, imprime a su acción una tal necesidad interior, hacia el Absoluto que es Dios, que excluye del todo y para siempre la consideración de cualquier otra posibilidad. Toda reserva, actual o de futuro, es una pérdida de libertad» ( Cardona, Carlos, Metafísica del bien y del mal, cit. p. 106).

[32] «Existe algo muy obvio, pero que nos cuesta mucho comprender: y es que, cuanto más dependa nuestra sensación de libertad de las circunstancias externas, mayor será la evidencia de que todavía no somos verdaderamente libres.» (Philippe, Jacques, La libertad interior, Rialp, Madrid 3ª ed. 2004, p. 18).

[33] Llano Cifuentes, Carlos, Formación de la inteligencia, la voluntad y el carácter, Ed. Trillas, México 1999, p. 76.

[34] Cfr. Philippe, Jacques, La libertad interior, Rialp, Madrid 3ª ed. 2004, pp. 23-24.

[36] Pinckaers, Servais-Th., La moral católica, Ed. Rialp, Madrid, 2001, pp. 82-83.

En idéntico sentido se expresa García-Morato: «Pero la fe católica no mide el bien por la dificultad; y en modo alguno afirma que la ley moral esté en contra del impulso natural; porque si no, el bien sería lo más costoso, lo cual es una barbaridad.»

Y añade, en pie de página: «No es este el modo adecuado de plantearse nada en la vida, tampoco la vida cristiana. La tradición del pensamiento cristiano mantiene que «la esencia de la virtud reside más en el bien que en la dificultad.» ( Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, 123, 12, ad 2); «por tanto, no todo lo que es más difícil es más merito­rio, sino que si es más difícil ha de serlo de tal forma que sea al mismo tiempo ma­yor bien.» ( Ídem, II-II, 27, 8, ad 3). No solo eso, sino que no duda en afirmar que la virtud nos pone en situación de ser dueños de nuestras inclinaciones naturales y nos perfecciona hasta el punto de seguirlas rectamente ( Ídem, II-II, 108, 2). Al fin y al cabo, las supremas realizaciones del bien moral se caracterizan por el hecho de que se consiguen fácilmente, pues es inherente a su esencia que procedan de la caridad.» ( García-Morato, Juan Ramón, Crecer, sentir, amar. Afectividad y corporalidad, Eunsa, Pamplona 2002, pp. 29-30).

[37] Escrivá de Balaguer, Josemaría, Camino, núm. 774.

[38] Ibíd., núm. 757.

[39] Ibíd., núm. 773.

[40] Ibíd., núm. 766.

[41] Ibíd., núm. 767.

[42] Ibíd., núm. 777.

[43] Ibíd., núm. 775.

[44] Philippe, Jacques, Llamados a la vida, Rialp, Madrid 2008, p.81.

[45] Ibíd., nota.

[46] Aclaro que el casi no implica una restricción, sino justamente lo contrario: todo lo que lleva consigo la convicción de que para amar, para hacer el bien, no bastan las buenas intenciones, sino una voluntad buena, eficaz, que persiga tenazmente la excelencia… solo para ponerla al servicio de los otros.

[47] En el fondo, se trata de la clásica distinción entre virtudes éticas (o morales) y dianoéticas (o intelectuales), que hoy podríamos calificar, tomando este término en un sentido muy amplio, como destrezas.

>[48] Escrivá de Balaguer, Josemaría, Amigos de Dios, Rialp, Madrid, núm. 108).


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