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Congreso Internacional Provida Zaragoza 2009. 
Sensibilización, una sinfonía por la Vida

Confesionalidad inarticulada

por Luis María Sandoval

*Las enseñanzas antropológicas:
- Gratuidad y Don
- Caridad y Amor
- La Verdad y el Saber
- Libertad y Derechos
*Una cuestión crucial: El discernimiento de la verdad
*Sin Mí nada podéis Confesionalidad inarticulada

La tercera encíclica de Su Santidad Benedicto XVI, firmada el 29 de junio de 2009, se llama Caritas in veritate y se presenta como una encíclica social.

Por nuestra parte, no vamos a comentar sus principios sociales y sus enseñanzas, juicios, consejos y exhortaciones acerca de cuestiones sociales concretas, ya sean sempiternas o contemporáneas.

Nos vamos a interesar exclusivamente por dos aspectos de la encíclica:

--- De una parte, la gran incidencia filosófica, tanto en planteamiento como en extensión. Benedicto XVI mismo escribe: “hoy es preciso afirmar que la cuestión social se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológica” [1]. Caritas in veritate es una encíclica antropológica para la época de la globalización.

--- De otra parte, cómo el discernimiento de la verdad de las demás religiones, y la reclamación de un lugar para Dios en la esfera pública equivalen potencialmente a recordar el deber moral de todas las sociedades para con la religión verdadera, aunque no presenten articulada dicha doctrina.

Las enseñanzas antropológicas

Comenzamos nuestro comentario diciendo que la gran riqueza de esta encíclica es su enseñanza sobre cuestiones fundamentales antropológicas.

Y en ella hay poco que comentar, bastando organizar las palabras del papa para escucharlas, meditarlas y asimilarlas, que es lo fundamental.

El título de la encíclica ha sido extraído de un versículo de la epístola de San Pablo a los Efesios [2] –se firmó al cerrar el año paulino-, pero invirtiéndolo; y desde su mismo comienzo refrenda esa unidad de caridad y verdad con otro pasaje paulino del famoso himno a la caridad: [la caridad] “se goza con la verdad” (I Cor 13,6).

Aunque el sustantivo del título de la encíclica es la caridad, lo cierto es que desde el primer párrafo de la misma se aborda la cuestión de la verdad ligada a la misma, y sólo más adelante se extiende sobre la caridad. Nosotros invertiremos ese orden expositivo, pero lo cierto es que ambas nociones, y alguna más, se nos presentan entrelazadas.

* * * * *

Gratuidad y don

La caridad es un don: “La caridad es amor recibido y ofrecido. Es «gracia» (cháris)” (§ 5). Y “el ser humano está hecho para el don”, que es una sorprendente experiencia (§ 34).

El don “irrumpe en nuestra vida como algo que no es debido, que trasciende toda ley de justicia. Por su naturaleza, el don supera el mérito, su norma es sobreabundar” (§ 34).

Caridad y amor

“El amor —«caritas»— es una fuerza extraordinaria, que mueve a las personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y de la paz. Es una fuerza que tiene su origen en Dios, Amor eterno y Verdad absoluta” (§ 1).

“Amar a alguien es querer su bien y trabajar eficazmente por él” (§ 7), o, lo que es lo mismo, el amor “«es ocuparse del otro y preocuparse por el otro» [3]” (§ 11).

“La caridad es la vía maestra de la doctrina social de la Iglesia. [...] no es sólo el principio de las micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas” (§ 2).

“Se ama al prójimo tanto más eficazmente, cuanto más se trabaja por un bien común que responda también a sus necesidades reales. Todo cristiano está llamado a esta caridad, según su vocación y sus posibilidades de incidir en la pólis. Ésta es la vía institucional —también política, podríamos decir— de la caridad, “ (§ 7) [4].

“La caridad va más allá de la justicia, porque amar es dar, ofrecer de lo «mío» al otro; pero nunca carece de justicia, la cual lleva a dar al otro lo que es «suyo», lo que le corresponde en virtud de su ser y de su obrar. No puedo «dar» al otro de lo mío sin haberle dado en primer lugar lo que en justicia le corresponde. Quien ama con caridad a los demás, es ante todo justo con ellos. No basta decir que la justicia no es extraña a la caridad, que no es una vía alternativa o paralela a la caridad: la justicia es «inseparable de la caridad», intrínseca a ella. La justicia es la primera vía de la caridad o, como dijo Pablo VI, su «medida mínima»” (§ 6).

“La caridad supera la justicia y la completa siguiendo la lógica de la entrega y el perdón. La «ciudad del hombre» no se promueve sólo con relaciones de derechos y deberes sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión” (§ 6).

Muy importante en la perspectiva de la encíclica es que “La caridad no es una añadidura posterior [...] sino que dialoga con ellas [las demás actividades humanas] desde el principio” (§ 30).

Pero no todo lo que recibe el nombre de amor lo es: “Sólo en la verdad resplandece la caridad y puede ser vivida auténticamente. La verdad es luz que da sentido y valor a la caridad. Esta luz es simultáneamente la de la razón y la de la fe, por medio de la cual la inteligencia llega a la verdad natural y sobrenatural de la caridad, percibiendo su significado de entrega, acogida y comunión. Sin verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo. El amor se convierte en un envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente. Éste es el riesgo fatal del amor en una cultura sin verdad. Es presa fácil de las emociones y las opiniones contingentes de los sujetos, una palabra de la que se abusa y que se distorsiona, terminando por significar lo contrario” (§ 3).

Lo cual se reitera y se resume así: “Un cristianismo de caridad sin verdad se puede confundir fácilmente con una reserva de buenos sentimientos, provechosos para la convivencia social, pero marginales” (§ 4).

No cabe duda de que son dos advertencias de la máxima actualidad.

La verdad y el saber

También es un don la verdad: “la verdad no es producida por nosotros, sino que se encuentra o, mejor aún, se recibe” (§ 34) [5].

“La fidelidad al hombre exige la fidelidad a la verdad, que es la única garantía de libertad (cf. Jn 8,32) y de la posibilidad de un desarrollo humano integral. Por eso la Iglesia la busca, la anuncia incansablemente y la reconoce allí donde se manifieste. Para la Iglesia, esta misión de verdad es irrenunciable. Su doctrina social es una dimensión singular de este anuncio: está al servicio de la verdad que libera. Abierta a la verdad, de cualquier saber que provenga [6], la doctrina social de la Iglesia la acoge, recompone en unidad los fragmentos en que a menudo la encuentra, y se hace su portadora en la vida concreta siempre nueva de la sociedad de los hombres y los pueblos” (§ 9).

“Sin verdad, sin confianza y amor por lo verdadero, no hay conciencia y responsabilidad social” (§ 5).

Por todo ello, “defender la verdad, proponerla con humildad y convicción y testimoniarla en la vida son formas exigentes e insustituibles de caridad” (§ 1).

Además, “la verdad une los espíritus entre sí y los hace pensar al unísono, atrayéndolos y uniéndolos en ella” (§ 54).

“En efecto, la verdad es «lógos» que crea «diá-logos» y, por tanto, comunicación y comunión. La verdad, rescatando a los hombres de las opiniones y de las sensaciones subjetivas [7] , les permite llegar más allá de las determinaciones culturales e históricas y apreciar el valor y la sustancia de las cosas. La verdad abre y une el intelecto de los seres humanos en el lógos del amor: éste es el anuncio y el testimonio cristiano de la caridad” (§ 4).

Bien entendido que “el saber nunca es sólo obra de la inteligencia. [...] Sin el saber, el hacer es ciego, y el saber es estéril sin el amor” (§ 30). “No existe la inteligencia y después el amor” (§ 30). “La valoración moral y la investigación científica deben crecer juntas” (§ 31).

Todas estas cuestiones sobre la verdad derivan en otras dos más inmediatas:

Primera, que “toda acción social implica una doctrina [8]” (§ 30). La verdad debe preceder a la acción, y si no lo hará el error.

Segunda, que “para educar es preciso saber quién es la persona humana, conocer su naturaleza. Al afianzarse una visión relativista de dicha naturaleza plantea serios problemas a la educación, sobre todo a la educación moral, comprometiendo su difusión universal” (§ 61).

Libertad y derechos

Tras de estas nociones, más generales, es el momento en que el papa puede ya abordar dos conceptos mucho más caros que los anteriores para nuestros contemporáneos: sus derechos y la libertad.

La persona misma es un don: “Todos sabemos que somos un don y no el resultado de una autogeneración. Nuestra libertad está originariamente caracterizada por nuestro ser, con sus propias limitaciones. Ninguno da forma a la propia conciencia de manera arbitraria, sino que todos construyen su propio «yo» sobre la base de un «sí mismo» que nos ha sido dado. No sólo las demás personas se nos presentan como no disponibles, sino también nosotros para nosotros mismos” (§ 68).

De lo que se sigue “el verdadero sentido de la libertad, que no consiste en la seducción de una autonomía total, sino en la respuesta a la llamada del ser, comenzando por nuestro propio ser” (§ 70). La libertad no es arbitraria, sino que es “verdaderamente humanizada por el reconocimiento del bien que la precede” (§ 68).

Con estos antecedentes, Benedicto XVI afronta la hipertrofia contemporánea de ‘los derechos’ [9]:

Primero, la constatación de hecho: se reivindica el reconocimiento y la promoción de presuntos derechos que en realidad son arbitrarios y superfluos, cuando no transgresiones y vicios. Dejemos la palabra al papa:

“Hoy se da una profunda contradicción [10]. Mientras, por un lado, se reivindican presuntos derechos, de carácter arbitrario y superfluo, con la pretensión de que las estructuras públicas los reconozcan y promuevan, por otro, hay derechos elementales y fundamentales que se ignoran y violan en gran parte de la humanidad. Se aprecia con frecuencia una relación entre la reivindicación del derecho a lo superfluo, e incluso a la transgresión y al vicio, en las sociedades opulentas, y la carencia de comida, agua potable, instrucción básica o cuidados sanitarios elementales en ciertas regiones del mundo subdesarrollado y también en la periferia de las grandes ciudades”.

Esto es así porque “en la actualidad, muchos pretenden pensar que no deben nada a nadie, si no es a sí mismos. Piensan que sólo son titulares de derechos y con frecuencia les cuesta madurar en su responsabilidad respecto al desarrollo integral propio y ajeno” [11].

Luego, el ‘no deber nada a nadie’ introduce la noción de ‘deberes’ y una verdad antigua: derechos y deberes están relacionados con cierta prioridad de estos últimos: “los deberes que los derechos presuponen, y sin los cuales éstos se convierten en algo arbitrario”.

“Dicha relación consiste en que los derechos individuales, desvinculados de un conjunto de deberes que les dé un sentido profundo, se desquician y dan lugar a una espiral de exigencias prácticamente ilimitada y carente de criterios. La exacerbación de los derechos conduce al olvido de los deberes. Los deberes delimitan los derechos porque remiten a un marco antropológico y ético en cuya verdad se insertan también los derechos y así dejan de ser arbitrarios. Por este motivo, los deberes refuerzan los derechos y reclaman que se los defienda y promueva como un compromiso al servicio del bien”. Esta es una verdad completamente desconocida hoy en la vida social, y uno de los grandes enunciados que justifican esta encíclica.

Y otro gran motivo del desconcierto en cuanto se refiere a los derechos es que en nuestras sociedades ocurre de hecho lo que el papa censura claramente en hipótesis: “si los derechos del hombre se fundamentan sólo en las deliberaciones de una asamblea de ciudadanos [12], pueden ser cambiados en cualquier momento y, consiguientemente, se relaja en la conciencia común el deber de respetarlos y tratar de conseguirlos. Los gobiernos y los organismos internacionales pueden olvidar entonces la objetividad y la cualidad de «no disponibles» de los derechos”.

El papa concluye todas estas consideraciones con una constatación sociológica de gran utilidad práctica: “Compartir los deberes recíprocos moviliza mucho más que la mera reivindicación de derechos”.

* * * * *

Creemos que la enseñanza reunida en el apartado que acabamos de hacer es la más trascendente de la encíclica, la más peculiar, familiar y edificante para los oídos católicos, y también la menos asimilable por el mundo.

El mundo –en el sentido teológico- puede permitir que se le predique acerca del trabajo, la empresa o las finanzas: en parte compartirá lo que es de sentido común, en parte hará oídos sordos.

Pero que se le predique acerca de la verdad, ya se aplique a la generosidad, a la libertad o a los derechos, es abordar la cuestión candente en la sociedad postmoderna del relativismo, actuando en abierta confrontación a los criterios dominantes, y eso es lo que no va a ser fácilmente escuchado, ni asimilado, ni alabado, sino dado de lado por ahora, y no cabe descartar que sea formalmente proscrito mañana.

Una cuestión crucial: el discernimiento de la verdad

La visión pontificia de la humanidad presente, que eso es Caritas in veritate implica la existencia de grandes males. Y frente a la propuesta de la caridad en la verdad no se encuentra un mero vacío de doctrina, una ignorancia, sino que se alzan ideologías [13] que están promoviendo activamente los males que denuncia Benedicto XVI. Lo cierto es que la perspectiva de confrontación existe, por mucho que el bien, casi inerme, apenas encuentre defensores organizados combativamente.

A Benedicto XVI no se le puede reprochar una posición neopelagiana, por cuanto recuerda expresamente que “la sabiduría de la Iglesia ha invitado siempre a no olvidar la realidad del pecado original, ni siquiera en la interpretación de los fenómenos sociales y en la construcción de la sociedad: «Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social y de las costumbres»” (§ 34) [14]. Y de ahí que pueda decir “hace tiempo que la economía forma parte del conjunto de los ámbitos en que se manifiestan los efectos perniciosos del pecado” (§ 34).

Sin embargo es tarea del lector aplicar una y otra vez esta verdad universal a las diversas enseñanzas de la encíclica, que está redactada principalmente en tesis. A lo largo de su texto se desprende en muchas ocasiones, por la enseñanza de lo que se debe o no se debería hacer, la existencia de posturas (acciones y doctrinas) que obran el mal [15]. Benedicto XVI condena los males que enumera, sin centrarse en las doctrinas que las promueven, y eso que nos recuerda que “toda acción social implica una doctrina” (§ 30) [16], luego las malas acciones sistemáticas implican también malas doctrinas.

Pero en su proceder general hay dos excepciones.

En el párrafo 74 Benedicto XVI eleva el tono para hablar de un “aut aut decisivo”, de una disyuntiva sin paliativos. Dicho párrafo está dedicado a la bioética, pero las posturas excluyentes entre sí a las que se refiere no son la cultura de la vida y la cultura de la muerte, lo cual todavía haría la postura de papa algo más accesible al mundo. Las palabras del papa son: “...la elección entre estos dos tipos de razón: una razón abierta a la trascendencia o una razón encerrada en la inmanencia. Estamos ante un aut aut decisivo”. Así pues, el papa remite la cuestión decisiva a la trascendencia, una cuestión de razón y religión, y no a una más fácil ‘causa de la vida’, material, aconfesional, y susceptible de sentimentalismos.

Y vuelve a manifestar otra discriminación tajante en el párrafo 55, cuyo objeto son las religiones, precisamente donde también sería fácil deslizarse a un cómodo ‘ecumenismo’ [17].

El papa constata que “también otras culturas y otras religiones enseñan la fraternidad y la paz y, por tanto, son de gran importancia para el desarrollo humano integral. Sin embargo, no faltan actitudes religiosas y culturales [18] en las que no se asume plenamente el principio del amor y de la verdad, terminando así por frenar el verdadero desarrollo humano e incluso por impedirlo” (§ 55).

El papa, por supuesto, rechaza el terrorismo de inspiración religiosa –de qué religión lo sabemos, aunque no se nombre- antes de recordar que en occidente domina una religiosidad individualista que se limita a gratificar las expectativas psicológicas y que difunde el sincretismo, de recordar la gravedad del ateísmo, programado en unos lugares y meramente práctico en otros [19], y de recordar que “persisten” religiosidades “que encasillan la sociedad en castas sociales estáticas, en creencias mágicas que no respetan la dignidad de la persona, en actitudes de sumisión a fuerzas ocultas. En esos contextos, el amor y la verdad encuentran dificultad para afianzarse, perjudicando el auténtico desarrollo” (§ 55). Entendemos también a qué religiones orientales o tradicionales el papa apunta con notable discreción.

* * * * *

Y, con ello alcanzamos un punto crucial de la encíclica que conviene reproducir extensamente y analizar después pormenorizadamente.

“Aunque es verdad que, por un lado, el desarrollo necesita de las religiones [20] y de las culturas de los diversos pueblos, por otro lado, sigue siendo verdad también que es necesario un adecuado discernimiento. La libertad religiosa no significa indiferentismo religioso y no comporta que todas las religiones sean iguales. El discernimiento sobre la contribución de las culturas y de las religiones es necesario para la construcción de la comunidad social en el respeto del bien común, sobre todo para quien ejerce el poder político. Dicho discernimiento deberá basarse en el criterio de la caridad y de la verdad” (§ 55).

Que “la libertad religiosa no significa indiferentismo religioso y no comporta que todas las religiones sean iguales” es algo importantísimo que tiene que ser predicado intensamente en el interior de las filas católicas, tan aquejadas de exceso de ignorancia y falsa caridad en lo doctrinal, pero no nos detendremos en ello [21].

Lo importante aquí es que no todas las religiones contribuyen por igual al bien común, y que debe hacerse un discernimiento entre ellas, por parte de quienes ejercen el poder político, basándose en el criterio de la caridad y de la verdad.

La primera observación que se puede hacer a este párrafo puede estar animada de aversión a la Iglesia, pero no es falaz: la Iglesia enseña a discernir las contribuciones al bien común según se adecúen a los principios de verdad y caridad, que son los suyos, y tal y como ella los entiende.

Hay que reconocer que es así. Y no podía ser de otra manera. La Iglesia es depositaria y maestra de la verdad [22], y no puede enseñar otra cosa que a Cristo [23]. Los no creyentes pueden encontrarlo normal si tienen buena voluntad, o cargar las tintas sobre tal ‘parcialidad’ si son anticristianos; lo que no tiene sentido es que haya cristianos desorientados a quienes esto desconcierte y para quienes la Iglesia debería predicar una doctrina neutral –hipotética y nunca materializada- entre la cristiana y las demás [24].

Lo segundo que se percibe es que, a la hora de la verdad, las religiones –y las doctrinas seculares- no se parecen como gotas de agua, y menos que todo en cuestiones de verdad y caridad.

- Los laicismos ignoran que “la razón necesita siempre ser purificada por la fe, y esto vale también para la razón política, que no debe creerse omnipotente”. Con la exclusión de la religión “se corre el riesgo de que no se respeten los derechos humanos [...] porque se les priva de su fundamente trascendente” (§ 56).

- Cuanto haya de verdad en las supersticiones de las ahora llamadas religiones tradicionales (antes animistas o paganas) no es menos, ni tampoco más, que lo que puedan contener las elucubraciones del hinduismo hiperpoliteísta, cuyo sistema de castas también deja mucho que desear en materia de caridad.

- En cuanto al ponderado budismo, su doctrina de la realidad como engañosa e ilusoria, con visión negativa del mundo [25], aparte de negar la base a cualquier otra verdad, entra en contradicción con la caridad y con su propia moral, que en buena lógica está más orientada a edificar la propia benignidad que a la benevolencia de los demás [26].

- El islam, como el judaísmo, sí conoce la caridad, pero en ambos forma parte de un sistema cuyo eje es la Ley, en tanto que en la religión cristiana –y de ello es particular prueba esta encíclica- la Ley es un elemento de un sistema cuyo quicio es la Caridad. Además, la veracidad del sistema entero del Corán, absolutamente fideísta, se apoya en las pretensiones de veracidad de Mahoma, muy poco satisfactorias.

- Finalmente, muchos de los cristianos separados han seguido –o prepararon en su día- los pasos de los laicistas, tanto en la negación de misterios revelados que atañen a la verdad sobrenatural, como en la negación de principios morales que atañen a la verdad natural y la consecuente práctica de la caridad.

Vemos, pues, que lo cierto es que caridad y verdad, la vía que el papa nos indica, son en su plenitud una vía específicamente cristiana y católica. La Iglesia no puede seguir ni proponer otra receta. Los que se sientan atraídos por ellas, porque resuenen en su alma, encontrarán su propio lugar en la Iglesia Católica.

Por último, observemos que del mismo modo que a la Iglesia propone la Fe a todos los hombres, para que cada uno discierna o no la verdad de la misma, se nos dice que “sobre todo” quienes ejerzan el poder político disciernan de la verdad y caridad de las distintas religiones en orden al bien común. La sociedad, corporativamente, no puede ser indiferente o neutra, sino portadora de criterio y discernidora.

Y precisamente esta capacidad de discernir la verdad de las religiones en nombre de la sociedad es la que niegan a los gobernantes –aún cristianos- los adversarios de que las sociedades reconozcan y cumplan públicamente su deber para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo, en palabras del Concilio [27]. Esa objeción, que nunca fue razonable, se encuentra ahora, además, desautorizada por este magisterio de Caritas in veritate.

Sin Mí nada podéis

La mayor perplejidad que ocasionan los textos contemporáneos del Magisterio es la distancia entre las afirmaciones cristológicas y su posible aplicación cotidiana.

Quedan superados los tiempos en que ciertos niveles de la Iglesia docente estaban aquejados de sociologismo en su predicación. Por gracia de Dios, parece pasado ya lo peor de aquel periodo de la prueba, nunca suficientemente abreviada [28], y la afirmación de que sólo Jesucristo salva, también a las sociedades, es espontánea en los labios de los pastores. Sin embargo no es que las conclusiones prácticas sean desconcertantes, lo es, simplemente, la aparente ausencia de las mismas.

Benedicto XVI observa que “la sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más hermanos. La razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad entre los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero no consigue fundar la hermandad. Ésta nace de una vocación transcendente de Dios Padre, el primero que nos ha amado, y que nos ha enseñado mediante el Hijo lo que es la caridad fraterna” (§ 19).

Por lo tanto, “la adhesión a los valores del cristianismo no es sólo un elemento útil [29], sino indispensable para la construcción de una buena sociedad y un verdadero desarrollo humano integral” (§ 4).

Benedicto XVI, siguiendo siempre a Pablo VI, repetirá que “reafirmó la importancia imprescindible del Evangelio para la construcción de la sociedad según libertad y justicia” (§ 13) y que “el anuncio de Cristo es el primero y principal factor de desarrollo” (§ 8) [30], por lo que concluye “el Evangelio es un elemento fundamental del desarrollo” (§ 18).

Ahora bien, estas citas ¿son solamente fórmulas literarias y cláusulas de estilo? ¿o son verdades fundamentales?

Conviene considerar que cuando se nos habla de “valores del cristianismo” (§ 4), cabe la posibilidad de referirse a las verdades naturales, que la doctrina católica hace suyas y confirma con vigor, muchas veces en solitario. Pero cuando leemos además los nombres de Cristo y del Evangelio en un documento solemne del Magisterio, no se puede creer que se empleen vagamente, sino con propiedad, luego se trata de todas las verdades y virtudes cristianas, incluso las sobrenaturalmente reveladas y profesadas.

De donde resulta, en buena lógica, que la Nueva Evangelización del orbe –en algunos lugares predicada por primera vez, y en otros renovada por necesidad-, viene a ser condición ineludible del deseado desarrollo, también material, de todo el hombre y de todos los hombres, para alcanzar “un orden social conforme al orden moral” (§ 67).

De lo que se deduce, a su vez, que sin conversión al cristianismo no se puede esperar el enfoque correcto para el desarrollo de la humanidad. Lo cual no parece incongruente con las palabras del que dijo “sin Mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5), a las que el papa se remite en su conclusión (§ 78).

Cristo [31] es el camino de la salvación y del desarrollo del mundo, también en lo temporal.

Confesionalidad inarticulada

Que la restauración social del mundo ha de ser iluminada por la verdad sobrenatural de la religión católica se desprende del pasaje ya citado: “la razón necesita siempre ser purificada por la fe, y esto vale también para la razón política, que no debe creerse omnipotente” (§ 56). Y, sobre todo, de considerar el otro pasaje crucial de Caritas in veritate de ese mismo párrafo:

“La religión cristiana y las otras religiones pueden contribuir al desarrollo solamente si Dios tiene un lugar en la esfera pública [32] , con específica referencia a la dimensión cultural, social, económica y, en particular, política. La doctrina social de la Iglesia ha nacido para reivindicar esa «carta de ciudadanía» de la religión cristiana. La negación del derecho a profesar públicamente la propia religión y a trabajar para que las verdades de la fe inspiren también la vida pública, tiene consecuencias negativas sobre el verdadero desarrollo”.

En continuidad con lo que llevamos dicho, destaquemos primero que se alude al derecho positivo “a trabajar para que las verdades de la fe inspiren también la vida pública”, y no sólo al derecho negativo de no ser impedido de profesar públicamente la propia religión. Y, reiterémoslo, “las verdades de la fe” no son las verdades naturales [33].

También se nos dice que la Doctrina Social de la Iglesia tiene como fin, precisamente, que la religión cristiana alcance ‘carta de ciudadanía’ –lo que llanamente significa derechos- en la sociedad. Por si fuera poco, frente a la mentalidad pacata, que limita la incidencia de la Doctrina Social a poco más que la iniciativa privada (la ‘sociedad civil’) , Benedicto XVI no sólo cita expresamente la dimensión política, para que no se omita, sino que lo hace “en particular”, para que se haga mayor incidencia en ese orden que, ciertamente, es predominantemente normativo y no se limita a proponer.

Siempre reflexionando acerca del derecho “a trabajar para que las verdades de la fe inspiren también la vida pública”, un relativista podría argüir que, si todas las religiones obran en el mismo sentido, el conflicto es inevitable [34].

En principio el relativista tiene razón en ello, pero le faltará en cuanto pretenda trabajar para que sus propias opiniones sean las que inspiren la vida pública. La negación de la religión no es neutral, sino tan parcial como su afirmación. Se ha comprobado que el presunto denominador común es mínimo, que existen disyuntivas inevitables sin punto medio, y que en muchas ocasiones la posición laicista no es la menos conflictiva y agresiva.

Y, en cuanto a la objeción en sí, la encíclica la había reconocido y resuelto previamente al plantear la necesidad del adecuado discernimiento de las religiones y culturas por el criterio de la caridad y la verdad.

* * * * *

Observemos ahora que, aunque se cite a la religión cristiana y a las otras religiones (bajo discernimiento), el que debe tener un lugar en la vida pública es Dios, no las religiones. Por lo tanto, tal lugar debe reservarse para un ser real y objetivo –que es único-, y no para ciertas opiniones, subjetivas aunque multitudinarias.

¿Y cómo se le da a Dios un lugar en la vida pública? La cuestión es, más bien, ¿cuál es Su lugar? Parece que ese lugar en la vida pública no puede estar arbitrariamente situado entre el Consejo Económico Social y el Tribunal de Cuentas, ni en la Asamblea de Municipios, ni ‘como uno más’ en cualquier otro colectivo. El lugar de Dios, como tal, sólo puede ser singular y señero: siempre el Primero en todo, y, en la esfera pública, Rey [35].

Aunque se da la circunstancia de que el Dios cristiano es mucho más benévolo que exigente, y no reclama para Sí grandes prerrogativas onerosas para los hombres [36].

Las formas de dar un lugar a Dios en la esfera pública han sido múltiples [37], pero se puede decir que todas comienzan por el reconocimiento de su existencia y la invocación de su Nombre. Y, a su vez, la invocación del Nombre divino es el comienzo de todo culto público.

Destacamos la referencia al nombre de Dios como primer paso al respecto, recordando la gran insistencia que puso Juan Pablo II en que la Constitución Europea contuviera una alusión nominal al cristianismo.

Ahora bien, aunque aquella petición se minimizara bajo la fórmula diplomática de solicitar la inclusión de una ‘mención’, era claro que implicaba mucho más que eso: no se trataba de una mención cualquiera, sino de una mención favorable [38], y tampoco de una positiva entre otras, puesto que, llegados a este punto, el papa y los obispos, tanto para Europa como para el país concreto de que se trate, se remiten a las ‘raíces cristianas’ como argumento para mantener cuanto se conserva aún de cristiano en un rango especial, y para que en el presente no se actúe en sentido opuesto a tales raíces.

Esta última forma de argumentar no es tanto un razonamiento concluyente cuanto una exhortación dirigida a movilizar conciencias, muy adormiladas pero latentes, que todavía concuerdan con ciertos principios cristianos aunque no sepan bien por qué.

Frente a un ataque riguroso, en cambio, el argumento no se sostiene: si históricamente una institución ha sido cristiana, es cierto que no lo ha sido siempre, y que sólo lo comenzó a ser cuando se pensó que la introducción obedecía a una verdad; luego el carácter histórico, que no hace sino constatar la antigüedad, no implica que una institución no se pueda cambiar si hoy es juzgada inconveniente y desacertada, y no consigue defenderse de tales censuras.

El debate sobre la verdad de lo que es bueno y conveniente, para conservarlo o para cambiarlo, es ineludible, y no se puede sortear con apelaciones a la historia, que es un pobre refugio del género ‘hasta ahora se ha hecho así, sígase haciendo así en adelante’. No es respuesta para quien opone que ‘así no está bien’, al cual debemos demostrar lo contrario, y, si no conseguimos persuadirle, debemos hacer pesar [39] nuestra convicción subjetiva frente a la suya tanto como podamos. En el fondo, la encíclica, incidiendo una y otra vez en la verdad, nos está preparando para conducir el debate sobre el palenque de la verdad, que está demasiado abandonado y es insustituíble.

Depurar el campo católico de argumentos racionalmente inconcluyentes, y reconducirlos todos a la verdad, creemos que es lo verdaderamente piadoso y nada irreverente. Observamos con frecuencia la voluntad laudable de combatir medidas anticristianas, empleando argumentos que no pasen por afirmar la verdad de la doctrina cristiana, con resultados lógicos muy endebles, cual razonamientos invertidos. Hay cuestiones puramente cristianas que no se pueden defender bien con argumentos deliberadamente asépticos y no cristianos, o mejor, descristianizados [40].

* * * * *

En los textos de Caritas in veritate, y en las inferencias de su sentido directo, hemos encontrado la enseñanza de que:

--- Dios debe tener su lugar en la esfera pública, particularmente en la política.

--- Debe existir libertad para profesar públicamente la propia religión y para trabajar para que las verdades de la fe inspiren también la vida pública.

--- La libertad religiosa no significa indiferentismo religioso y no comporta que todas las religiones sean iguales.

--- Es necesario un discernimiento sobre la contribución de las culturas y religiones al bien común.

--- Dicho discernimiento corresponde a quien ejerce el poder político desde los criterios de caridad y verdad.

--- La adhesión a los valores del cristianismo, naturales y sobrenaturales, no es sólo un elemento útil, sino indispensable para la construcción de una buena sociedad y un verdadero desarrollo humano integral.

--- Y, en última instancia, hasta se desprende una incoación del culto público.

Elementos, todos ellos, paralelos de los que constituían la llamada confesionalidad católica del Estado [41]. En efecto, si leemos la encíclica Immortale Dei encontramos una concordancia de fondo, más allá de las expresiones que le son propias: “El Estado tiene la estricta obligación de admitir el culto divino en la forma con que el mismo Dios ha querido que se le venere. Es, por tanto, obligación grave de las autoridades honrar el santo nombre de Dios. Entre sus principales obligaciones deben colocar la obligación de favorecer la religión, defenderla con eficacia, ponerla bajo el amparo de las leyes, no legislar nada que sea contrario a la incolumidad de aquélla” [42].

¿Qué hemos de deducir de ello?

* * * * *

No pretendemos hacer creer que Benedicto XVI va a relanzar próximamente la confesionalidad católica de los estados. En realidad, si ese término prácticamente no había sido empleado por el magisterio pontificio precedente, se puede decir que fue Juan Pablo II quien lo empleó por primera vez para distanciarse de él: “En las relaciones con los poderes públicos, la Iglesia no pide volver a formas de Estado confesional” [43]. Y Benedicto XVI ha pronunciado después frases semejantes.

Sí queremos señalar, ante todo, que la doctrina no ha variado, ni se ha convertido en la contraria. No podía ser de otra manera, como lo explicó el propio Concilio y recoge el Catecismo de la Iglesia Católica [44].

Y, sobre todo, queremos resaltar que no existe una predicación articulada de dicha doctrina, pero sí que todos sus elementos están presentes en esta encíclica, o se infieren recta y lógicamente con facilidad.

Durante todo el siglo XIX, al menos, la Iglesia procuró vivamente que no se destruyera la confesionalidad católica de los estados que la poseían, pero ahora la reivindicación de la misma no es una prioridad inmediata. Y ello por varios motivos:

--- El Concilio Vaticano II afirmó que la Iglesia “no pone su esperanza en privilegios dados por el poder civil” [45]. Si en países que se mantenían entonces confesionales, como España, esta sentencia pudo jalearse temerariamente para abandonar gratuitamente una situación de tesis que garantizaba innumerables bienes [46], en las circunstancias presentes, ya perdida, la predicación de la Iglesia se vería perjudicada si fuera precedida por la reclamación de la confesionalidad, vista como interés por privilegios y poder.

--- Por otra parte, la expresión antes citada de Juan Pablo II permite ciertas distinciones: no pedir volver a formas de estado confesional no es renegar ni de la doctrina ni de los bienes que produjo [47], y es compatible con proponer, cuando y según se preste, la adopción por el Estado de nuevas formas que den lugar a Dios en la vida pública, disciernan el bien común iluminadas por la verdad y la caridad, y cumplan sus deberes sociales de culto público a Dios, llámense como se las llegue a llamar [48].

--- En cuanto a oportunidad y conveniencia, es cierto que en el ambiente mundial dominante una invocación abierta y sistemática a la confesionalidad católica de los estados resultaría peor que extemporánea y previsiblemente infructuosa: casi ridícula. Lo cual explicaría bastante la ausencia de la exposición articulada sin que suponga abandono de tal doctrina.

--- Pero, más aún que todo, para la inmensa mayoría de los católicos actuales, aquejados en distintos grados de relativismo y de ‘exceso de caridad’ en detrimento de la propia Fe, la doctrina tradicional católica acerca de los deberes morales de las sociedades... resulta sorprendente e inasimilable. Sin duda existirán responsables y culpables personales, pasados o presentes, de la situación que describimos. Pero las causas que deben ser removidas en cualquier caso son la falta de las bases sólidas previas: Fe en que la religión cristiana es singular -y no una más- por ser la única verdadera; buena y tradicional filosofía social; ¡y mucha lógica!

En la medida en que esta encíclica enfoca los grandes principios está restaurando los elementos de una doctrina de los deberes religiosos de la sociedad, cuya articulación completa no se contempla en ella, seguramente por inoportunidad e inconveniencia, pero que sin embargo hace posible y queda implícita. Por eso creemos que se puede hablar no sólo de la permanencia sino de la renovación de una confesionalidad inarticulada

·- ·-· -······-·
Luis María Sandoval

[1] Benedicto XVI, Caritas in veritate § 75. Las ulteriores remisiones con el signo de parágrafos se remiten al párrafo correspondiente de la encíclica.

[2] Ef 4,15. La muy común Biblia de Jerusalem traduce “antes bien, siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo hasta Aquel que es la Cabeza, Cristo”. Pero la Neovulgata oficial lee “veritatem autem facientes in caritate crescamus in illum per omnia, qui est caput Christus”, y la versión del P. José O’Callaghan es “sino que, andando en verdad, por la caridad crezcamos en todos los sentidos para ser como él, que es la cabeza, Cristo”, o la del P. Manuel Iglesias S.I. es “sino que, profesando la verdad, crezcamos en todo, por la caridad, hacia el que es la cabeza, Cristo”.

[3] Remisión a su primera encíclica, Deus caritas est § 6.

[4] Este párrafo enlaza con otro muy repetido, pero ya antiguo -y que por ello estaba necesitado de revalidarse y renovarse-: “... cuanto más vasto e importante es el campo en el cual se puede trabajar, tanto más imperioso es el deber. Tal es, pues, el dominio de la política, que mira los intereses de la sociedad entera, y que bajo este aspecto es el campo de la más vasta caridad, de la caridad política, de la que podemos decir que ninguna otra le supera, salvo la de la religión. Bajo este aspecto, los católicos y la Iglesia deben considerar la política”. Pío XI, Discurso a la FUCI (Federazione Universitaria Cattolica Italiana) de 18-XII-1927.

[5] Muy pedagógicamente, lo repite más adelante: “La verdad, y el amor que ella desvela, no se pueden producir, sólo se pueden acoger. Su última fuente no es, ni puede ser, el hombre, sino Dios, o sea Aquel que es Verdad y Amor” (§ 52).

[6] “Es al mismo tiempo verdad de la fe y de la razón, en la distinción y la sinergia a la vez de los dos ámbitos cognitivos” (§ 5).

[7] La cursiva es nuestra. No hemos podido resistirnos a destacar la frase.

[8] Cita tomada de Pablo VI, Populorum progressio § 39.

[9] Todas las citas que siguen, hasta el final del apartado, corresponden al párrafo 43 de Caritas in veritate.

[10] En otro lugar de la encíclica (§ 51) se destaca otra contradicción semejante entre la reverencia a la naturaleza, y a la vida animal y vegetal, y el desprecio de las vidas humanas concretas, únicas y sin precio. “Los deberes que tenemos con el ambiente están relacionados con los que tenemos para con la persona considerada en sí misma y en su relación con los otros. No se pueden exigir unos y conculcar otros. Es una grave antinomia de la mentalidad y de la praxis actual”, como tampoco se puede “pedir a las nuevas generaciones el respeto al ambiente natural, cuando la educación y las leyes no les ayudan a respetarse a sí mismas”. Aceptan múltiples manipulaciones de los seres humanos los mismos que rechazan tajantemente hasta la más mínima alteración del orden inanimado.

[11] Hay otra forma de autosuficiencia que también nos tienta a todos: “Creerse autosuficiente y capaz de eliminar por sí mismo el mal de la historia ha inducido al hombre a confundir la felicidad y la salvación con formas inmanentes de bienestar material y de actuación social” (§ 34).

[12] En realidad el fundamento de los derechos humanos es en última instancia trascendente, como se dice de pasada en el párrafo 56.

[13] En Caritas in veritate se nos dice que las ideologías “con frecuencia simplifican de manera artificiosa la realidad” (§ 22), que “toda la humanidad está alienada cuando se entrega a proyectos exclusivamente humanos, a ideologías y utopías falsas” (§ 53), y que “lamentablemente, las ideologías negativas surgen continuamente” (§ 14). Hay referencias reconocibles, aunque no sean nominales, a las ideologías tecnocráticas (§ 70) y naturistas (§ 14), como al decaído comunismo (§ 23) o al egoísmo capitalista (§ 36).

[14] La cita entrecomillada es del Catecismo de la Iglesia Católica § 407. También se hace remisión a la encíclica Centesimus annus § 25 de Juan Pablo II.

[15] En última instancia, “el mal no es solamente una deficiencia, sino una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor”. Creemos que estas palabras, sacadas de la catequesis sobre el demonio de Pablo VI a la Audiencia general del 15-XI-1972, son aplicables, salvadas las distancias, a los fautores humanos del mal.

[16] La frase procede de Pablo VI, Populorum progressio § 39. Y la doctrina que está implicada puede ser explícita o no. Recordemos el Catecismo de la Iglesia Católica: “Toda institución se inspira, al menos implícitamente, en una visión del hombre y de su destino, de la que saca sus referencias de juicio, su jerarquía de valores, sun línea de conducta” (§ 2244); “Toda sociedad refiere sus juicios y su conducta a una visión del hombre y de su destino” (§ 2257).

[17] El error de ese ‘ecumenismo’ es doble. Sustancialmente, por lo que tiene de indiferentismo, que el papa condena aquí explícitamente una vez más. Pero también por emplear un nombre inadecuado, en lo que no cabe ignorar la intención de engañar: ecumenismo es la relación de los cristianos separados entre sí con vistas a atender el mandato del Señor “para que todos sean uno” (Jn 17,21). Las relaciones interreligiosas con los no cristianos no forman parte del ecumenismo, y de hecho en el Concilio Vaticano II ambas fueron objeto de dos documentos separados: hay un Decreto Unitatis redintegratio sobre el ecumenismo y una Declaración Nostra aetate sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas.

[18] Es decir, cosmovisiones religiosas o no.

[19] Ya al hacer balance del desarrollo humano en nuestro tiempo, Benedicto XVI se había referido a “la negación del derecho a la libertad religiosa”. “Además del fanatismo religioso que impide el ejercicio del derecho a la libertad de religión en algunos ambientes, también la promoción programada de la indiferencia religiosa o del ateísmo práctico por parte de muchos países contrasta con las necesidades del desarrollo de los pueblos, sustrayéndoles bienes espirituales y humanos” (§ 29). Más adelante volverá a rechazar tanto el laicismo como el fundamentalismo (§ 56).

[20] La categoría plural ‘religiones’, que aparece en los párrafos 55 y 56, resulta en la práctica muy difícil de definir convenientemente, puesto que no hay definición que, aplicada rigurosamente, no deje fuera de la categoría a grupos que comúnmente entendemos que deben integrarse en ella, o que incluya a grupos que percibimos inadecuados.

Lo mismo que sucede con un genérico ‘cristianismo’ sin apellidos, que no puede concebirse sino por referencia a la Iglesia Católica (y es el conjunto de comunidades que en parte participan y en parte difieren de su comunión), así la categoría de ‘religiones’ ha sido concebida y estudiada desde ambientes de herencia cristiana, e inconscientemente proyectan el modelo cristiano como eje del plural ‘religiones’, que no es catalogable fácil, nítida ni satisfactoriamente si no es por sus aproximaciones parciales al modelo cristiano implícito.

[21] Pero sí nos remitimos a la declaración Dominus Iesus de la Congregación para la Doctrina de la Fe, de 6 de agosto de 2000.

[22] “Los preceptos de la ley natural no son percibidos por todos de una manera clara e inmediata” pero “la autoridad del Magisterio se extiende también a los preceptos específicos de la ley natural” y “compete siempre y en todo lugar a la Iglesia proclamar los principios morales, incluso los referentes al orden social [...] en la medida en que lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas” Catecismo de la Iglesia Católica §§ 1960, 2032 y 2036.

[23] Cfr. I Cor 2,2.

[24] La postura de León XIII era muy otra: “a pesar de los muchos intentos realizados, la realidad es que no se ha encontrado para constituir y gobernar el Estado un sistema superior al que brota espontáneamente de la doctrina del Evangelio”; “Organizado de este modo, el Estado produjo bienes superiores a toda esperanza” (Immortale Dei, 1885, §§ 1 y 9).

[25] “La soteriología del budismo constituye el punto central, más aún, el único de este sistema. Sin embargo, tanto la tradición budista como los métodos que se derivan de ella conocen casi exclusivamente una soteriología negativa”. El budismo es, “como el cristianismo, una religión de salvación. Sin embargo, hay que añadir de inmediato que la soteriología del budismo y la del cristianismo son, por así decirlo, contrarias”. Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, Barcelona, Plaza y Janés, 1994, págs. 99-100.

[26] “La idea budista de respeto a todo ser viviente y al mundo circundante, habla en realidad de un cometido aparente sobre entes irreales” José Morales, El valor distinto de las religiones, Madrid, Rialp, 2003, pág. 111.

[27] Concilio Vaticano II, Dignitatis humanae § 1,3.

[28] Vid. Mt 24,22 y Mc 13,20.

[29] “La fe cristiana, que se encarna en las culturas trascendiéndolas, puede ayudarlas a crecer en la convivencia y en la solidaridad universal, en beneficio del desarrollo comunitario y planetario” (§ 59).

[30] Caritas in veritate remite aquí a Populorum progressio § 16, pero no es una cita literal.

[31] Si en lugar de su nombre escribiéramos ‘el Evangelio’ podría entenderse una doctrina que constituyera la receta universal. Pero salva Cristo, el Hombre-Dios, y no la doctrina predicada de Él.

[32] Las cursivas están en el original.

[33] Un caso interesantísimo de incidencia civil de un precepto cristiano no natural es el descanso dominical. El papa Juan Pablo II dedicó al asunto la Carta apostólica Dies Domini (1998), para vivir mejor el día de la ‘Pascua semanal’, día que merece otros muchos bellos epítetos a lo largo de la Carta.

Y, en relación a su repercusión social, afirmaba: “Sería, pues, un error ver en la legislación respetuosa del ritmo semanal una simple circunstancia histórica sin valor para la Iglesia y que ella podría abandonar” (§ 64), “por eso, es natural que los cristianos procuren que, incluso en las circunstancias especiales de nuestro tiempo, la legislación civil tenga en cuenta su deber de santificar el domingo” (§ 67). En otros varios pasajes se refería a la conveniencia del apoyo de las festividades semanales y anuales por parte de “estructuras y tradiciones propias de la cultura cristiana” (§ 83), y concluía que hacerlo también “ejercerá benéficos influjos en toda la sociedad civil” (§ 87).

[34] En boca de un católico sincero, en cambio, esa objeción es incomprensible e inaceptable, porque no se entiende que no crea que los preceptos de Jesús son los más sabios y benévolos que puedan  regir una sociedad (doctrina sobre el divorcio incluida: vid. Mt 5,32 y 19,3-10; Mc 10,2-12 y Lc 16,18). Y tampoco se entiende que su preocupación dominante (la que parece importarle más) sea no desagradar a los incrédulos –y, sobre todo, no chocar con ellos- en vez de atender a la voluntad del Señor.

[35] Vid. Luis María Sandoval, “¿Premisa o fruto? ¿Mínimo o ideal?”, comunicación para la mesa redonda “Cristianismo y laicidad: lo de Dios y lo del César”. IX Congreso Católicos y vida pública “Dios en la vida pública”. Madrid 17 de noviembre de 2007. Publicado en las actas de dicho congreso (Madrid, CEU ediciones, 2008) págs. 339-348, y en la revista en la red Arbil (http://www.arbil.org/116luis.htm).

[36] Como recordó Pío XI (encíclica Quas primas, 1925, § 8), “No arrebata el reino temporal el que da el reino celestial”. Cristo mismo relacionó su realeza con un ministerio de la verdad hacia nosotros (Jn 18,37).

[37] Han sido muchísimos y muy varios los gestos de soberanía (coronas rematadas con cruces, monedas con la inscripción ‘Gratia Dei’, unciones reales, constituciones y leyes encabezadas por la invocación de la Trinidad, etc.) que daban a Dios un lugar eminente la vida pública. Y antes y además que los cristianos, los hombres que no conocían a Cristo han practicado también ese dar lugar a Dios en la vida pública.

[38] Citar al cristianismo como una etapa anterior o superada, incluso sin adornarla con epítetos cual ‘oscurantista’ o ‘inquisitorial’, hubiera sido, ciertamente, hacer mención del mismo, pero no hubiera satisfecho el espíritu de la solicitud, que iba bastante más allá de las palabras empleadas.

[39] Recordemos la frase del Concilio: “En el amor a la patria y en el fiel cumplimiento de los deberes civiles, siéntanse obligados los católicos a promover el verdadero bien común, y hagan pesar de esa forma su opinión para que el poder civil se ejerza justamente y las leyes respondan a los principios morales y al bien común” Decreto Apostolicam actuositatem § 14.

[40] Algunos se han opuesto a que se retiren los crucifijos de los edificios públicos españoles bajo el lema de que la cruz es el símbolo internacional del amor y la paz. Sólo para alguien criado en una cultura cristiana, incluso poco o nada creyente, con tal que no sea anticristiano, el crucifijo es signo de amor, y lo es porque recuerda el sacrificio redentor de Jesús. Por el contrario, para quien rechaza la verdad del sentido redentor de la muerte de Cristo, la cruz no es símbolo de amor, sino sólo de la comunidad de los cristianos, es decir, de un partido.

Defender la cruz en nombre del amor como valor abstracto, sin presentarla como recuerdo del amor que Jesucristo nos tuvo, es otro mal argumento. Porque el hecho es que la cruz no es símbolo (representación convencional) de nada, sino signo natural para aludir a Jesús, que fue una persona histórica que murió crucificada. El signo internacional del amor es un corazón, y el símbolo internacional de la paz una paloma con un ramito de olivo en el pico (cuyo origen religioso judeocristiano en el Arca de Noé parece haber caído en olvido). Sin la verdad no se puede ir muy lejos.

[41] El nombre de la cosa no tiene particular importancia.

Referencia ineludible sobre esta materia es la conferencia de Mgr. José Guerra Campos Confesionalidad religiosa del Estado (publicada por la Hermandad Nacional Universitaria de Madrid en 1973). En ella la confesionalidad se caracteriza como la asunción por la sociedad civil de los deberes de dar culto a Dios, favorecer la vida religiosa de los ciudadanos, reconocer la misión de Cristo y su Iglesia en la historia, e inspirar la legislación y la acción de gobierno en la ley de Dios, según la propone la Iglesia.

[42] León XIII, Immortale Dei (1885) § 3.

[43] Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Europa (2003) § 117.

[44] “El deber de rendir a Dios un culto auténtico corresponde al hombre individual y socialmente considerado. Esa es «la doctrina tradicional católica sobre el deber moral de los hombres y de las sociedades respecto a la religión verdadera y a la única Iglesia de Cristo»” (CEC § 2105; Dignitatis humanae § 1,3).

[45] Concilio Vaticano II, Gaudium et spes § 76,5. Y sigue “más aún, renunciará al ejercicio de derechos legítimamente adquiridos tan pronto como conste que su uso puede empañar la pureza de su testimonio o las nuevas condiciones de vida exijan otra disposición”. Pese a ello, la habitual línea de defensa contra las extralimitaciones laicistas de nuestros días suele ser el argumento jurídico de los derechos legítimos reconocidos, en particular, en España, los Acuerdos Iglesia-Estado.

[46] Durante la transición, las autoridades eclesiásticas españolas cedieron de hecho posiciones teóricas y prácticas por anticipado, llevadas de un gran optimismo en ese sentido.

Una constitución democrática conteniendo la cláusula “La nación española considera como timbre de honor el acatamiento a la ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional, que inspirará su legislación” (Ley de Principios del Movimiento Nacional, II), o fórmula similar, hubiera sido un objetivo por el que luchar cuando se promulgó, congruente con la doctrina, y útil para constituir una barrera contra todas las inmoralidades promovidas después  desde las leyes, y que hoy se deploran -más que se combaten- de una en una.

[47] Y el saldo de las sociedades confesionales, en toda la Cristiandad y en España ha sido eminentemente positivo.

Ya vimos la valoración de León XIII para Europa: “más allá de toda esperanza”.

Para España debe consultarse la Instrucción de la Comisión Permanente del Episcopado con motivo de la conmemoración del XIV Centenario del III Concilio de Toledo (23-IX-1988), de la que extractamos estas frases: “Al evocar lo que ha sido la unidad católica de España lo hacemos persuadidos de que fue un gran bien que merece ser conocido y valorado positivamente”. “El balance de estos catorce siglos de unidad en la fe católica –pese a las inevitables deficiencias inherentes a toda obra humana- es evidentemente positivo. Los católicos españoles asumimos nuestra historia en su integridad, incluso los errores y los excesos. Estimamos que en ella son muchas más las luces que las sombras”.

Y las ‘deficiencias’ y ‘sombras’ no sólo son una muestra de humildad ajena en labios propios, sino la referencia a una condición tan universal e ineludible que podría omitirse sin que hubiera ocultación.

[48] Que lo pasado son las formas puede deducirse de esta otra frase de los obispos españoles en el documento que acabamos de citar: “... podemos decir que la época de la unidad católica y de Estado confesional, en la forma en que se vivió en España, ha pasado ya”.



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