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El Concilio Vaticano II y la libertad religiosa: ¿ruptura o continuidad con la Tradición?

por Angel Expósito

En el conflicto entre los tradicionalistas vinculados a monseñor Lefebvre y la Santa Sede tiene un rol central la cuestión de la libertad religiosa. De hecho, los primeros acusan a esta última de haber cambiado (cuando no "apostatado") la doctrina tradicional sobre este punto. ¿Es ello cierto? ¿Se ha dado esa "ruptura" en los documentos del Concilio Vaticano II como afirman los lefebvristas - y por razones distintas - los neomodernistas? Y si así fuera, ¿qué entiende entonces el Santo Padre Benedicto XVI con la "hermenéutica de la continuidad" en referencia a la justa manera de interpretar el Concilio y de tal guisa acabar de una vez con el postconcilio y su hermenéutica de la ruptura?

1. Cómo era al principio

El sociólogo de las religiones estadounidense Rodney Stark, en uno de sus estudios sobre el origen y el desarrollo de las religiones, demuestra como muchos de los estudios más recientes rehabiliten la hipótesis según la cual los "primitivos", a pesar de no ser técnicamente monoteistas, creían en un "Dios supremo", que reinaba en un pantheon de divinidades menores y había creado el mundo. Con respecto a esta fase más antigua el abandono de la idea de un "Dios supremo" a favor de un elaborado politeismo no se presenta como un progreso, sino como una decadencia. Por supuesto sabemos muy poco acerca de las religiones de la prehistoria y de la protohistoria, pero - observa Stark - al menos sabemos que no había Estados fuertes con facultades para imponer una "religión de Estado". Éstos llegarían más tarde, junto al politeismo.

Es de sobra conocida la importancia dada por Juan Pablo II al método del "principio" en su pedagogía magisterial. La referencia al "principio" nada tiene que ver con un morbo "arqueológico", sino con la posibilidad de conocer el plan originario de Dios. El fundador y regente nacional de la asociación católica Alianza Católica, Giovanni Cantoni, en un libro dedicado al tema de la libertad religiosa publicado en la década de los noventa, propone específicamente una analogía con el matrimonio siguiendo la pauta marcada por Juan Pablo II. En efecto, "el hombre naturalmente religioso exprime su religiosidad en un conjunto de prácticas cultuales y de comportamientos morales que "hacen presente a Dios".

En el mismo libro Giovanni Cantoni se remite a Santo Tomás de Aquino para distinguir en esta "religiosidad" tres realidades distintas: los preámbula fidei, la fides sui géneris y la fides vero nómine. Esta última es la fe en la revelación de Dios que se manifiesta en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, mientras la fides sui géneris es el conjunto de informaciones sobre Dios y la religión que los hombres recaban de distintas fuentes - revelaciones, tradiciones, enseñanzas de sabios - que pueden a veces contener verdades, mezcladas no obstante con errores. Los preámbula fidei son las informaciones sobre la existencia de Dios y sobre la ley moral natural a la cual el hombre puede acceder a través de la razón y el sentido común, aunque alguien (como lamentablemente ocurre a menudo) no entienda su demostración racional y los confunda con la fides, lo cual nada quita a su carácter objetivamente racional.

La libertad religiosa, que como hemos visto se remonta al "principio", "no guarda relación primaria con la fides, verdadera o falsa que sea, sino con los preámbula fidei". Antes que cualquier otra cosa la libertad religiosa es libertad de expresión de la religiosidad natural, que la razón y el sentido común reconocen ya antes de la Revelación. La libertad de una específica religión, incluida la cristiana, para Cantoni corresponde a la libertad de religión como la especie corresponde al género.

2. Las religiones de Estado paganas y la decadencia

Para el sociólogo Rodney Stark, la decadencia con respecto al "principio" se manifiesta en las religiones de Estado. Éstas a poco a poco se tornan en partes del poder político, se sirven de un clero en nómina del Estado y cuentan con el Estado para reprimir cualquier competencia. Ello da lugar a lo que Stark denomina economías religiosas monopolistas, esto es, todos son oficialmente religiosos, pero esta religiosidad se limita a sostener económicamente a los templos, cuyas ceremonias son a menudo oficiadas por el clero sin presencia del pueblo.

Corroída por el racionalismo la fe en los dioses; convertida en una divinización de los elementos cósmicos, se exprimía en una opresiva astrología determinista, en la cual los astros dominaban la vida de los hombres sin que éstos pudieran oponerse a la opresión de las estrellas, ni comprender su dinámica. La misma opresión estelar tenía para más inri su correspondiente en la opresión en la tierra por parte de un poder político que como los astros y las estrellas era caprichoso e imprevisible. Con la religión de Estado pagana acaba la libertad de religión originaria referida a los preámbula fidei: solamente hay sitio para una fides sui géneris que sostenga o al menos sea compatible con el poder, presentado como divino, del emperador.

A esta opresión de las fuerzas cósmicas pone fin el acontecimiento de Belén. Pero el poder de la "religión de Estado" imperial no puede aceptar el nuevo orden del mundo instaurado por Jesucristo. En cuanto incompatible, afirma Cantoni, con un régimen en el cual el Estado "monopoliza la religiosidad social", a la Iglesia se le depara la condición de societas illicita: ser cristianos está prohibido por ley.

La Iglesia primitiva, afirma Benedicto XVI, "rechazaba claramente la religión del Estado. Los mártires de la Iglesia primitiva murieron por su fe en el Dios que se había revelado en Jesucristo, y precisamente así murieron también por la libertad de conciencia y por la libertad de profesar la propia fe, una profesión que ningún Estado puede imponer, sino que sólo puede hacerse propia con la gracia de Dios, en libertad de conciencia". La libertad religiosa pertenece al patrimonio de la Iglesia desde los primeros siglos.

3. La feliz excepción de la civilización cristiana

Con el Edicto de Milán de 313 del emperador Constantino la Iglesia se convierte en societas licita, y con el Edicto de Tesalónica de 380 del emperador Teodosio I se llega al reconocimiento del catolicismo como religión de Estado. Con estos acontecimientos se abona el camino a la civilización cristiana medieval y simultáneamente surge asimismo un problema doctrinal, sociológico e historiográfico. El magisterio de la Iglesia ha tradicionalmente remarcado los frutos de la colaboración entre Iglesia y Estado en la Edad Media. "Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En aquella época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad. La religión fundada por Jesucristo se veia colocada firmemente en el grado de honor que le corresponde y florecía en todas partes gracias a la adhesión benévola de los gobernantes y a la tutela legítima de los magistrados. El sacerdocio y el imperio vivían unidos en mutua concordia y amistoso consorcio de voluntades. Organizado de este modo, el Estado produjo bienes superiores a toda esperanza. Todavía subsiste la memoria de estos beneficios y quedará vigente en innumerables monumentos históricos que ninguna corruptora habilidad de los adversarios podrá desvirtuar u oscurecer". Así, por ejemplo, se exprimía León XIII en su encíclica Immortale Dei.

A estas palabras se oponenen aparentemente el juicio de la corriente dominante - al menos en los países de habla inglesa - en la sociología contemporánea, según la cual cualquier "religión de Estado" empereza al clero y determina un debilitamiento del fervor religioso, dando lugar a la opinión según la cual el Edicto de Constantino habría sido menos ventajoso para la Iglesia de cuanto creía León XIII, pero asimismo la actitud muy crítica hacia las "religiones de Estado" en general de Benedicto XVI. Las cosas, sin embargo, son más complejas de lo que parecen. La economía conoce además de la competencia interbrand, o entre "marcas" distintas, también la competencia intrabrand, esto es, entre productos distintos del mismo empresario. La Iglesia católica, como - desde otros puntos de vista - el islam, es una realidad tan amplia y articulada que, donde es mayoritaria, crea competencia intrabrand en su interior ofreciendo a los fieles una elección entre movimientos, cofradías, parroquias, órdenes religiosas - todas ellas realidades referibles a una sola Iglesia católica, pero desde un punto de vista sociológico muy distintas entre ellas. Así se explica por ejemplo el vigor duradero de la religión católica en algunos países europeos en la actualidad como Italia. También en la Europa medieval, donde según el mismo Stark las órdenes religiosas ofrecían un contrapunto vital al clero diocesano a veces demasiado apoltronado. Últimamente, sin embargo, mientras la sociología de suyo evita los juicios de valor, quien reflexione sobre la historia con objetividad no puede no concluir que mientras el "amistoso consorcio de voluntades" - como afirmaba León XIII - entre el Estado y otras religiones ha generado sobre todo opresión y decadencia de la religión, no ha ocurrido lo mismo con el cristianismo, y de la colaboración entre Estado e Iglesia en la Edad Media, y posteriormente también, ha surgido la civilización occidental. Será por esta razón que el mismo Rodney Stark, educado en el protestantismo luterano pero durante años agnóstico, cuenta que, reflexionando sobre el papel del cristianismo como "alma de la civilización occidental, una mañana me desperté dándome cuenta de haberme hecho cristiano".

Pero es necesario hacer una ulterior reflexión. Siguiendo la estela del magisterio de Papa Juan Pablo II, Giovanni Cantoni distingue entre los abusos de los que se hicieron responsables algunos cristianos - aprovechándose del concierto con el Estado -, y el carácter en línea de principio legítimo, como recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, de "un reconocimiento civil especial en el ordenamiento jurídico de la sociedad a una comunidad religiosa", que puede ser "teniendo en cuenta las circunstancias peculiares de los pueblos", conforme al bien común, a condición que "al mismo tiempo se reconozca y se respete el derecho a la libertad religiosa a todos los ciudadanos y comunidades religiosas". Cantoni explica que - como con respecto a la humanidad común, que es la norma, la santidad es la feliz excepción -, de la misma manera con respecto a la humanidad, la cual raramente en la historia (salvo justamente la feliz época de la Cristiandad) ha tenido ocasión de experimentar las circunstancias peculiares que han dado lugar al amistoso consorcio de voluntades entre Iglesia y Estado evocado por León XIII, la civilización cristiana es la excepción. Una excepción, vaya por delante, históricamente hablando y no como principio y, además, excepción feliz, positiva (e, incluso, necesaria cuando, justamente, se den "las circunstancias peculiares" como nos recuerda el Magisterio social de la Iglesia).

La teología progresista (y no sólo, lamentablemente) ha arremetido retorcidamente contra el juicio de León XIII sobre la civilización cristiana, presentándola como una excepción negativa, en cuanto fundamentada en circunstancias históricas donde el pluralismo religioso - que sería en realidad la condición ideal - estaba fuertemente limitado. Esta tesis, como recuerda la Nota doctrinal sobre algunos aspectos de la evangelización del 3 de diciembre de 2007, es inaceptable. De hecho: Hoy, sin embargo, «el perenne anuncio misionero de la Iglesia es puesto en peligro por teorías de tipo relativista, que tratan de justificar el pluralismo religioso, no sólo de facto sino también de iure (o de principio)». Está claro, por tanto, que el pluralismo religioso es una situación de hecho de la cual se desprenden consecuencias en orden a la aplicación a los casos particulares del principio general de la libertad religiosa, pero no es un bien en sí. Si no se entiende este punto, se utiliza la declaración Dignitatis humanae - malentendiéndola por completo - como si fuera una apología del relativismo. Cuando Papa Benedicto XVI, en el mismo discurso en el cual entronca la Dignitatis humanae con el "patrimonio más profundo de la Iglesia" y al testimonio de los mártires contra "la religión de Estado" del Imperio romano, enseña que "si la libertad de religión se considera como expresión de la incapacidad del hombre de encontrar la verdad y, por consiguiente, se transforma en canonización del relativismo, entonces pasa impropiamente de necesidad social e histórica al nivel metafísico, y así se la priva de su verdadero sentido, con la consecuencia de que no la puede aceptar quien cree que el hombre es capaz de conocer la verdad de Dios y está vinculado a ese conocimiento basándose en la dignidad interior de la verdad".

Como consecuencia de ello, en las circunstancias históricas en las que se hallaba, el beato Papa Pío IX tenía razón en condenar esta ideología relativista de la libertad de religión, volcado como estaba en la lucha contra el liberalismo radical. Y,sin embargo, se corría un riesgo: el de confundir en tema de libertad religiosa la excepción - la civilización cristiana, fruto de aquéllas circunstancias que el Catecismo de la Iglesia católica llama "circunstancias particulares" - con la norma, que en la historia se presenta más a menudo que la excepción y que ciertamente se presenta hoy. Así, anota Cantoni, por una parte: "la misma formulación de la doctrina ha adolecido del esfuerzo - culturalmente condicionado - de exprimir la norma con el lenguaje semantizado por la excepción"; por otra la exposición y la ilustración de la doctrina en una nueva situación histórica en la Dignitatis humanae han sido entendidas como excepcionales con respecto de una hipotética norma, que tiene en cambio, ésta sí, las características de la excepción. Llama poderosamente la atención la precisa anticipación por parte de Cantoni - antes de la Dominus Jesus y de la elección de Papa Benedicto XVI - de la dialéctica entre excepción y norma, que sola permite contestar positivamente a la pregunta si hay continuidad entre la doctrina tradicional de la Iglesia y la expuesta por el Concilio Vaticano II en la Dignitatis humanae. Sólo cuando se ha esclarecido qué es la norma y qué es la excepción se puede responder con serena certeza que sí, hay continuidad y no contradicción.

Tras el final de la colaboración entre Iglesia y Estado fruto religioso maduro de la Revolución francesa, una visión optimista de la modernidad podría inducir a pensar que se habría instaurado un ordenado pluralismo religioso, regido por principios generales de libertad religiosa, según la "norma" general. Nada más lejos de la realidad. La libertad religiosa no constituye en absoluto la característica dominante de la situación contemporánea. Aquélla es negada en los países comunistas. Es negada en la abrumadora mayoría de los países de mayoría islámica, como bien apunta Giovanni Cantoni, por razones teológicas y no meramente históricas o geopolíticas. Pero asimismo es negada en Europa donde una serie de episodios inquietantes ponen de manifiesto como se quiere impedir a la Iglesia católica - y a las religiones en general - de desarrollar su propia misión de proclamación  no sólo de la verdad religiosa, sino también de la natural y moral.

Por lo tanto, tras el tiempo de la feliz excepción de la civilización cristiana no vuelve el tiempo de la norma, sino que llega para todos - con modalidades e intensidades distintas según las circunstancias particulares de cada país - el tiempo de la opresión.

Ello nos conduce directamente a una valoración altamente positiva (con visos incluso proféticos y providenciales) de la declaración Dignitatis humanae. En efecto (y como acertadamente había comprendido Giovanni Cantoni en 1996), se trata sí de un derecho,  pero del derecho de exigir del Estado que no ejerza ninguna coerción exterior en materia religiosa: en definitiva, y más correctamente, de una inmunidad. El cardenal Jean Jérôme Hamer O.P. afirmaba que el concepto de inmunidad es :"el concepto-clave para entender toda la declaración Dignitatis humanae. Si la libertad religiosa no es entendida como inmunidad, esto es, como derecho negativo, emprenderemos necesariamente un camino equivocado y nos perderemos en discusiones sin fin y en último término sin objeto".

4. Recapitulando

Podemos decir: la libertad religiosa es un derecho inalienable en cuanto que (si bien entendida) permite al hombre preservar su conciencia frente a la intromisión totalitaria de los Estados; el relativismo es un mal en sí pues eleva una situación de facto (la existencia de una pluralidad de religiones y creencias) a un nivel metafísico convirtiendo la búsqueda de la Verdad (la fides vero nómine) en algo inútil e incluso negativo; la civilización cristiana es una excepción histórica (no de principio) porque la humanidad post peccatum sometida a las tinieblas de los preámbula fidei y de la fides sui géneris (aunque más o menos despejados por rayos de luz), tiende a caer en la divinización de los poderes establecidos convirtiendo su poder en intromisión totalitaria de las conciencias; únicamente la revelación cristiana y la gracia que de ella procede (justamente por no ser de este mundo sino divina) permite al hombre organizarse en sociedad según las enseñanzas de los Evangelios edificando así el maravilloso edificio de la civilización cristiana; de aquí la necesidad, en un mundo que a través de la norma ha llegado a la opresión, de retomar la lucha no sólo y exclusivamente en defensa de los vestigios que todavía perduran de la civilización cristiana (que también), sino de la misma inmunidad de conciencia frente a los poderes totalitarios y ello independientemente de su religión o creencias (siempre y cuando no choquen con la ley natural), sin por esta razón caer en el relativismo ni cejar en el empeño apostólico que solo puede conducir a una restauración de la civilización cristiana. Sólo después, esto es, una vez que se haya instaurado un gobierno confesional, volverá a cobrar actualidad la búsqueda del equilibrio humana e históricamente más idóneo entre la libertad de las conciencias y su dimensión pública y las obligaciones que emanan del reconocimiento público de la Iglesia católica como única depositaria de la verdadera religión.

Espero haber contribuido con este escrito a despejar muchas de las confusiones que revolotean sobre el actual magisterio de la Iglesia sobre el tema de la libertad religiosa. Asimismo, confío, espero y rezo, para que las actuales conversaciones entre la Santa Sede y la Fraternidad de San Pío X sirvan para que esta última entienda y acepte la persistencia de la Tradición en el Concilio Vaticano II a pesar del nuevo enfoque que la época moderna le ha impuesto.

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Angel Expósito



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