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Quarere Deum: Fe y Cultura

por Pedro Edmundo Gómez, osb.

Comentarios al Discurso de S. S. Benedicto XVI en el Collége des Bernardins

Nos proponemos leer, entender y comentar los primeros párrafos de un discurso que Benedicto XVI preparó con mucho empeño, escrito originalmente en alemán y luego traducido al francés, y que pronunció el viernes 12 de setiembre de 2008, durante su viaje apostólico a Francia. No entraremos en la discusión de sí es obra de Benedicto XVI o de Joseph Ratzinger, lo tomamos como parte de su magisterio, orientado a iluminar nuestra vida de fe y que por eso mismo habla e interpela a nuestra inteligencia.

La alocución se enmarca en la línea de otros discursos y lecciones: Curia Romana, Ratisbona, La Sapienza. La temática central es la relación entre la fe y la razón, la fe y la vida, la fe y la(s) cultura(s). Además es clave para la lectura de las Catequesis “monásticas” del año 2009: 2 de setiembre: Otón de Cluny; 9 de setiembre: Pedro Damián; 23 de setiembre: Anselmo; 14 de octubre: Pedro el Venerable; 21 de octubre: Bernardo; 28 de octubre: La teología del siglo XII; 4 de noviembre: Bernardo y Pedro Abelardo; 11 de Noviembre: La orden de Cluny; 25 de noviembre: Hugo y Ricardo de San Víctor; 2 de diciembre: Guillermo de Saint-Thierry; 9 de diciembre: Ruperto de Deutz…

1. Leemos en la traducción española publicada por la Santa Sede (http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2008/september/documents/hf_ben-xvi_spe_20080912_parigi-cultura_sp.html):

“ Señor Cardenal, Señora Ministra de la Cultura, Señor Alcalde, Señor Canciller del Instituto de Francia, Queridos amigos: Gracias, Señor Cardenal, por sus amables palabras. Nos encontramos en un lugar histórico, edificado por los hijos de san Bernardo de Claraval y que su gran predecesor, el recordado Cardenal Jean-Marie Lustiger, quiso como centro de diálogo entre la sabiduría cristiana y las corrientes culturales, intelectuales y artísticas de la sociedad actual. Saludo en particular a la Señora Ministra de la Cultura, que representa al Gobierno, así como al Señor Giscard D’Estaing y al Señor Chirac. Asimismo, saludo a los Señores Ministros que nos acompañan, a los representantes de la UNESCO, al Señor Alcalde de París y a las demás Autoridades. No puedo olvidar a mis colegas del Instituto de Francia, que bien conocen la consideración que les profeso. Doy las gracias al Príncipe de Broglie por sus cordiales palabras. Nos veremos mañana por la mañana. Agradezco a la Delegación de la comunidad musulmana francesa que haya aceptado participar en este encuentro: les dirijo mis mejores deseos en este tiempo de Ramadán. Dirijo ahora un cordial saludo al conjunto del variado mundo de la cultura, que vosotros, queridos invitados, representáis tan dignamente”.

Después de los saludos de rigor el papa hace referencia al “lugar” elegido, por su valencia simbólica, para el encuentro con el mundo de la cultura. Un colegio fundado en 1245 por Étienne de Lexington, abad de Claraval, por indicación del Inocencio IV, pontífice convencido de que la renovación de la Iglesia debía pasar por el estudio, como un centro de formación teológica para los monjes blancos (Cf. L. Herrera, Historia de la Orden del Cister III, Monasterio de Las Huelgas, Burgos, 1989, pp. 13-34). Confiscado durante la Revolución Francesa, el edificio se vendió y pasó por diversas peripecias: bodega, prisión, cuartel de bomberos e internado de la escuela de la policía, hasta que fue adquirido por la arquidiócesis de París, por iniciativa del Cardenal Lustiger, como espacio de encuentro entre la fe y la cultura. Más de cinco años fueron necesarios para la restauración de está auténtica joya de la arquitectura medieval que se reabrió el 4 de septiembre. La historia del edificio es casi una alegoría del uso de la razón.

El auditorio estaba compuesto por setecientos representantes europeos del pensamiento (Académicos del Instituto de Francia, del que Ratzinger era asociado extranjero), la ciencia y las artes, de la UNESCO y del mundo islámico, es decir, se dirige a intelectuales cristianos y no cristianos. Este no es un dato sin importancia.

2. El discurso propiamente se inicia con un elenco de preguntas formuladas desde el “tiempo” presente, las posibles preguntas de los mismos oyentes:

“ Quisiera hablaros esta tarde del origen de la teología occidental y de las raíces de la cultura europea. He recordado al comienzo que el lugar donde nos encontramos es emblemático. Está ligado a la cultura monástica, porque aquí vivieron monjes jóvenes, para aprender a comprender más profundamente su llamada y vivir mejor su misión. ¿Es ésta una experiencia que representa todavía algo para nosotros, o nos encontramos sólo con un mundo ya pasado? Para responder, conviene que reflexionemos un momento sobre la naturaleza del monaquismo occidental. ¿De qué se trataba entonces? A tenor de la historia de las consecuencias del  monaquismo cabe decir que, en la gran fractura cultural provocada por las migraciones de los pueblos y el nuevo orden de los Estados que se estaban formando, los monasterios eran los lugares en los que sobrevivían los tesoros de la vieja cultura y en los que, a partir de ellos, se iba formando poco a poco una nueva cultura. ¿Cómo sucedía esto? ¿Qué les movía a aquellas personas a reunirse en lugares así? ¿Qué intenciones tenían? ¿Cómo vivieron?”.

Se abre así una Quaestio (pregunta u objeción) que posibilita la Disputatio (diálogo y reconocimiento del otro). Propone de éste modo un modelo concreto de ejercicio de la razón, que es una salida del escepticismo, que niega hoy no sólo la capacidad de responder, sino hasta de preguntar. Manifestando de este modo lo que se ha dado en llamar: “confianza en la razón”, “otro ejercicio de la razón”.

Según afirma Andrés Ollero Tassara, en la ponencia presentada en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas el martes 25 de mayo de 2010: “…así como figuras políticas del pasado se hicieron acreedores del título de «Defensor fidei», Benedicto XVI aparece como un «Defensor rationis» en su empeño por propiciar un «ensanchamiento de nuestra comprensión de la racionalidad», respondiendo a «los intentos estrechos y fundamentalmente irracionales de limitar el alcance de la razón». El concepto de razón tendría que «ensancharse», para explorar «aspectos de la realidad que van más allá de lo puramente empírico» (Recordando que «el nacimiento de las universidades europeas fue fomentado por la convicción de que la fe y la razón están destinadas a cooperar en la búsqueda de la verdad, respetando cada una la naturaleza y la legítima autonomía de la otra», Discurso del 23 de junio de 2007 a los participantes en el primer Encuentro Europeo de Profesores Universitarios celebrado en Roma). Meses después hubiera llegado ya más lejos, si alguna roma versión de lo políticamente correcto no se lo hubiera impedido: «el mensaje de la fe cristiana nunca es solamente una ‘comprehensive religious doctrine' en el sentido de Rawls, sino una fuerza purificadora para la razón, que la ayuda a ser más ella misma» (Discurso que iba a pronunciar durante su visita a la Universidad pública “La Sapienza” de Roma, prevista para el 17 de enero de 2008).

3. Para responder a las preguntas planteadas el Santo Padre recurrirá al método histórico o narrativo que le ayudará a describir los elementos de la experiencia monástica medieval, luego pasará del fenómeno (cultura monástica) al fundamento, lo esencial (búsqueda de Dios), que unifica y da sentido a disciplinas y prácticas muy diversas. Aquí se muestra contemporáneo, o dicho de otro modo, poshegeliano.

Prosigamos con la lectura:

“ Primeramente y como cosa importante hay que decir con gran realismo que no estaba en su intención crear una cultura y ni siquiera conservar una cultura del pasado. Su motivación era mucho más elemental. Su objetivo era: quaerere Deum, buscar a Dios. En la confusión de un tiempo en que nada parecía quedar en pie, los monjes querían dedicarse a lo esencial: trabajar con tesón por dar con lo que vale y permanece siempre, encontrar la misma Vida. Buscaban a Dios. Querían pasar de lo secundario a lo esencial, a lo que es sólo y verdaderamente importante y fiable. Se dice que su orientación era «escatológica». Que no hay que entenderlo en el sentido cronológico del término, como si mirasen al fin del mundo o a la propia muerte, sino existencialmente: detrás de lo provisional buscaban lo definitivo. Quaerere Deum: como eran cristianos, no se trataba de una expedición por un desierto sin caminos, una búsqueda hacia el vacío absoluto. Dios mismo había puesto señales de pista, incluso había allanado un camino, y de lo que se trataba era de encontrarlo y seguirlo. El camino era su Palabra que, en los libros de las Sagradas Escrituras, estaba abierta ante los hombres. La búsqueda de Dios requiere, pues, por intrínseca exigencia una cultura de la palabra o, como dice Jean Leclercq: en el monaquismo occidental, escatología y gramática están interiormente vinculadas una con la otra (cf. L’amour des lettres et le desir de Dieu, p. 14). El deseo de Dios, le desir de Dieu, incluye l’amour des lettres, el amor por la palabra, ahondar en todas sus dimensiones. Porque en la Palabra bíblica Dios está en camino hacia nosotros y nosotros hacia Él, hace falta aprender a penetrar en el secreto de la lengua, comprenderla en su estructura y en el modo de expresarse. Así, precisamente por la búsqueda de Dios, resultan importantes las ciencias profanas que nos señalan el camino hacia la lengua. Puesto que la búsqueda de Dios exigía la cultura de la palabra, forma parte del monasterio la biblioteca que indica el camino hacia la palabra. Por el mismo motivo forma parte también de él la escuela, en la que concretamente se abre el camino. San Benito llama al monasterio una dominici servitii schola. El monasterio sirve a la eruditio, a la formación y a la erudición del hombre –una formación con el objetivo último de que el hombre aprenda a servir a Dios. Pero esto comporta evidentemente también la formación de la razón, la erudición, por la que el hombre aprende a percibir entre las palabras la Palabra”.

  Afirma un pensador italiano: “Después de la lección que Benedicto XVI… ya no será lo mismo cuando alguien hable de las raíces de Europa. El hecho es que él, en vez de apelar a valores eternos o de llamar a la defensa de un pasado glorioso, ha mostrado simplemente, y nos ha hecho tocar con la mano, cuáles son estas raíces. Y lo ha hecho mostrando a través de un lugar y de un evento particular –el nacimiento de la teología occidental en los scriptoria monásticos de la orden de san Benito– la racionalidad y la universalidad de la experiencia cristiana. Ella está en el fundamento de nuestra cultura precisamente por su capacidad innata de ser un «hecho razonable», es decir, correspondiente de forma fascinante con la exigencia de razones que empuja siempre nuestra inteligencia, hoy como hace novecientos años” (C. Esposito, “El discurso en el Colegio de los Bernardinos…”, Huellas 9 [2008], p. 62).

Habla del “origen de la teología occidental” y lo vincula con “las raíces de la cultura europea” para lo cual recurre, en primera instancia, a un tercer elemento: “la cultura monástica”, y en esto se manifiesta deudor de Jean Leclercq, entendiéndola como “quaerere Deum”, tema que desarrolla magníficamente en sus diversas facetas (escatología, gramática, ciencias profanas, escuelas, bibliotecas, liturgia, canto, música, hermenéutica y trabajo manual), y por último con “el discurso de Pablo en el Areópago”, en cuanto esquema fundamental de todo anuncio cristiano.

La búsqueda de los monjes era “filosófica”. Peter Sloterdij respondía en una entrevista a la pregunta ¿Ha cambiado mucho en los últimos tiempos el papel de los pensadores?: “No en lo últimos años, ya que desde el siglo XVIII la función del filósofo había cambiado radicalmente. Antes, durante mil años, el filósofo fue un filósofo monástico. Por decirlo así, un hermano del monje. La sabiduría era de unos pocos, igual que la vida monástica” (
http://www.filosofos.org/modules/news/article.php?storyid=114).

Y su orientación era ciertamente “escatológica”, como lo recuerdan estos “versos” anti-acédicos de San Bernardo de Claraval:

Oh verdadero mediodía

Cuando la luz y calidez están a pleno

Y el sol en su zenit

Y no cae ninguna sombra;

Cuando aguas estancadas se secan

Y su olores fétidos dispersan.

Oh solsticio interminable

Cuando la luz del día dura por siempre.

Oh luz del mediodía,

Marcada por la apacibilidad de la primavera,

Estampada por la belleza cruda del verano,

Enriquecida con la fruta del otoño

Y – para que no parezca que me olvido-

Calma en el descanso de invierno del trabajo” (Super Cantica 33, 6)

El papa no enuncia directamente una doctrina, sino que describe la calidoscópica experiencia concreta de vida monástica. Ilustra una experiencia con valor universal (Historia y verdad, o “método de la encarnación”). En la raíz de toda cultura está en la dimensión espiritual, la relación personal con Dios que posibilita el humanismo, la auténtica laicidad o laicidad positiva. “La auténtica laicidad no es prescindir de dimensión espiritual, sino reconocer que precisamente ésta, radicalmente, es garante de nuestra libertad y de la autonomía de las realidades terrenas, gracias a los dictados de la Sabiduría creadora que la conciencia humana sabe acoger y realizar” (Audiencia general del miércoles 17 de 2008). La cultura, europea o no, presupone la búsqueda de Dios, dimensión de la experiencia humana elemental, una de las cuestiones básicas de la vida común que figuran entre los fundamentos prepolíticos del sistema democrático. La búsqueda-encuentro de Dios es la búsqueda-encuentro del hombre.

Benedicto XVI retomará éstas ideas y las completará en una homilía: “Siguiendo la escuela de san Benito, con el paso de los siglos, los monasterios han sido centros fervientes de diálogo, de encuentro y benéfica fusión entre gentes diversas, unificadas por la cultura evangélica de la paz. Los monjes han sabido enseñar con la palabra y el ejemplo el arte de la paz, sirviéndose de los tres «vínculos» que san Benito consideraba necesarios para conservar la unidad del Espíritu entre los seres humanos: la Cruz, que es la ley misma de Cristo; el libro, es decir la cultura; y el arado, que indica el trabajo, la señoría sobre la materia y el tiempo. Gracias a la actividad de los monasterios, articulada en el triple compromiso cotidiano de la oración, del estudio y del trabajo, pueblos enteros del continente europeo han experimentado un auténtico rescate y un benéfico desarrollo moral, espiritual y cultural, educándose en el sentido de la continuidad con el pasado, en la acción concreta a favor del bien común, en la apertura hacia Dios y la dimensión trascendental. Recemos para que Europa valorice siempre este patrimonio de principios e ideales cristianos que constituye una riqueza cultural y espiritual inmensa. Pero esto sólo es posible cuando se acoge la enseñanza constante de san Benito, es decir el «quaerere Deum», buscar a Dios como compromiso fundamental del ser humano que no se realiza plenamente ni puede ser realmente feliz sin Dios. Os toca en particular a vosotros, queridos monjes, ser ejemplos vivos de esta relación interior y profunda con Él, actuando sin compromisos el programa que vuestro fundador sintetizó en el «nihil amori Christi praeponere» (Regla 4, 21). En esto consiste la santidad, propuesta válida para todo cristiano, más que nunca en nuestra época, en la que se experimenta la necesidad de anclar la vida y la historia en firmes puntos de referencia espirituales. Por este motivo, queridos hermanos y hermanas, es particularmente actual vuestra vocación y es indispensable vuestra misión de monjes. (Homilía en Montecasino, 25 de mayo de 2009).

4. La cultura monástica es una cultura de la palabra, según leemos en el párrafo siguiente:

“ Para captar plenamente la cultura de la palabra, que pertenece a la esencia de la búsqueda de Dios, hemos de dar otro paso. La Palabra que abre el camino de la búsqueda de Dios y es ella misma el camino, es una Palabra que mira a la comunidad.  En efecto, llega hasta el fondo del corazón de cada uno (cf. Hch 2, 37). Gregorio Magno lo describe como una punzada imprevista que desgarra el alma adormecida y la despierta haciendo que estemos atentos a la realidad esencial, a Dios  (cf. Leclercq, ibid., p. 35). Pero también hace que estemos atentos unos a otros. La Palabra no lleva a un camino sólo individual de una inmersión mística, sino que introduce en la comunión con cuantos caminan en la fe. Y por eso hace falta no sólo reflexionar en la Palabra, sino leerla debidamente. Como en la escuela rabínica, también entre los monjes el mismo leer del individuo es simultáneamente un acto corporal. «Sin embargo, si legere y lectio se usan sin un adjetivo calificativo, indican comúnmente una actividad que, como cantar o escribir, afectan a todo el cuerpo y a toda el alma», dice a este respecto Jean Leclercq (ibid., p. 21)”.

Algunas notas tomadas de historiadores de la lectura pueden ayudarnos a comprender. “La alta Edad Media heredó de la Antigüedad una tradición de lectura que abarcaba las cuatro funciones de los estudios gramaticales (officia grammaticae): lectio, emendatio, enarratio y iudicium… Las etapas preliminares de la lectura conducían a la práctica de la hermenéutica cristiana (correspondiente a los procesos de enarratio y iudicum de los textos paganos) para dar lugar a las lecturas personales o exegesis del texto… El proceso de descifrar el significado de un texto permitía comprender mejor la verdad y era parte intrínseca de la lectio monástica”. (M. Parkes, “La alta Edad Media”, en Historia de la lectura en el mundo occidental, Taurus, Madrid, 2001, pp. 155. 171.172). “La lectio era el proceso por el cual el lector tenía que descifrar el texto (discretio) identificando sus elementos –letras, sílabas, palabras y oraciones- para poder leerlo en voz alta (pronuntiatio) de acuerdo con la acentuación que exigía el sentido” (M. Parkes, op. cit., p. 155)”. Los manuscritos se copiaban en scriptio continua que exigía la lectura en voz alta, sólo con la separación canónica de las palabras y la aparición de los signos de puntuación sintáctica fue posible una lectura silenciosa. Tres tipos de lectura: silenciosa (in silentio), en voz baja, murmullo (ruminatio) que servia de soporte a la meditación y de instrumento de memorización, y en voz alta, que exigía una técnica particular que era muy parecida a la recitación litúrgica del canto. (Cf. A. Petrucci, “Lire au Moyen Âge”, en Mélanges de l’ École Francaise de Roma. Moyen Âge-Temps Modernes 96 [1984], p. 604). La lectura “en voz alta, o al menos sotto voce, se practicaba asimismo durante la lectio monástica para que el lector ejercitase la memoria auditiva y muscular de las palabras como base de la meditatio. El término utilizado en las diferentes Reglas para este tipo de lectura era meditari literas o meditari psalmos (Cf. M. Parkes, op. cit., p. 160).

En la alta Edad Media se produjo el paso de la lectura en voz alta, articulando correctamente el sonido y los ritmos, a la lectura silenciosa o murmurada (Cf. G. Cavallo y R. Chartier, “Introducción”, en Historia de la lectura en el mundo occidental, p. 38) y se comenzó a conceder más importancia a la segunda, porque permitía una mejor comprensión del texto. “Los nuevos hábitos de lectura silenciosa, ya manifestados por Guiberto de Nogent, Hugo de San Víctor y Juan de Salisbury, fueron expresamente constatados por el cisterciense Richalm, prior de Schöntal (1216-1219). En su Liber revelationum de insidiis et versutiis daemonium adversus homines, Richalm describió el contraste entre la lectura oral y la lectura silenciosa en términos que nos resultan familiares, relatando cómo los demonios interrumpían su lectio silenciosa, obligándolo a leer en voz alta y privándolo así de comprensión íntima y de espiritualidad. La preferencia de Richalm por la lectura silenciosa estaba en consonancia con la psicología espiritual cisterciense expresada por Bernardo de Claraval, Isaac de la Estrella, Guillermo de Saint-Thierry y Aelrède de Rielvaux. Estos monjes cistercienses localizaban la sede de la mente en el corazón y consideraban la lectura como un instrumento indispensable para influir en el affectus cordis” (P. Saenger, “La lectura en los últimos siglos de la Edad Media”, en Historia de la lectura en el mundo occidental, p. 218).

Silvia Magnavacca nos recuerda que ya Agustín: “Atraído por la fama oratoria del obispo de la ciudad, Ambrosio, se dirige a él y lo sorprende en un momento en el que Ambrosio lleva a cabo un modo de leer para Agustín desconocido. En efecto, el obispo Ambrosio, una de las personalidades más destacadas del mundo milanés, lee en silencio. En Cartago se leía siempre en voz alta, es decir que se trasmitían las palabras literalmente para sí y para los demás. Y he aquí que la comunicación entre el autor y el lector podía darse en la intimidad, desde una mente que afirma, pregunta, propone, a otra mente que no sólo transmite sino que decodifica y, con ello mismo, inmediatamente responde. Ya no se trata de una comunicación única sino de un diálogo. Y tal diálogo lo pone en la senda de un descubrimiento ulterior, el de la lectura alegórica; más aún, en cierto modo, es ya ese descubrimiento…” (Filósofos medievales en la obra de Borges, Niño y Dávila, Bs. As., 2009, p. 32-33).

El amor a la Palabra despierta otro amor que lleva a una cultura de la palabra. La palabra leída y rumiada producía la compunctio. San Gregorio Magno, el doctor del deseo y la compunción, decía que si bien era una gracia podía ser ayudada por cuatro pensamientos: ubi fui (dónde estuve: la miseria); ubi ero (dónde estaré: la muerte); ubi sum (dónde estoy: el mundo); ubi non sum (dónde no estoy: el cielo) (Cf. Moralia in Job IV, 34, 2).

Esta cultura de la palabra implicaba además una cultura de las formas comunitarias: la collatio. “La lectio aporta instrucción, la collatio consigue un conocimiento más profundo. Por eso la collatio es más provechosa que la lectio ya que aumenta nuestros conocimientos: en efecto, con las preguntas que se plantean se ahuyenta la duda, y, mediante las objeciones (clarificadas), se demuestra la verdad frecuentemente oculta. Lo que a la simple lectura le resulta oscuro y dudoso, se aclara mediante la collatio (Esmaragdo, Diadema Monachorum, XL: De collatione, 24; PL 102, 636). Recordemos algunos de los requisitos, que ni los monjes ni los académicos deberíamos olvidar: “Hablar con conocimiento del tema; preguntar sin ánimo de discutir; responder sin arrogancia; no interrumpir al que habla si dice cosas útiles; no intervenir por ostentación; ser moderado en el hablar y en el escuchar; aprender sin avergonzarse de ello; enseñar sin buscar ningún interés; no ocultar lo que se ha aprendido de otros” (San Basilio. Epistolae, parte I, Epistola II, 5; PG 32, cols. 229-230). Es interesante confrontar este texto con la descripción que Bernardo de Claraval hace en De gradibus humilitatis et superbiae XIII, 41.

La forma de leer marcaba la diferencia entre dos formas de ser teólogo y de hacer teología. En palabras de un monje “contemporáneo”: “Tal vez valga acá traer a cuenta aquella distinción que se hacía antaño entre la teología monástica y la teología escolástica. Aquella distinción –hecha por nuestro gremio- es un tanto tendenciosa, encierra algo interesante: el monje piensa el Misterio por el gusto (sápere) de pensarlo: sin otro rédito. El académico en cambio piensa-para. Para escribir, para predicar, para…El monje hace el camino de la Lectio y por tanto de la lectura (del versículo, del rosal en flor, o la noticia del diario) pasa a la meditatio, que es la sabrosa rumia de lo llevado a la boca. La escolástica dobló en la bocacalle de la quaestio, “atacando” – de algún modo- a su presa…Insisto en que esto es un poco exagerado, pero a todos nos hace bien reconciliarnos con la gratuidad de la Lectio Divina, para que ante cualquier “logos” –recibido del Libro de la Naturaleza y de la Historia o de las Sagradas Escrituras- lo rumiemos, lo mastiquemos, lo oremos hasta tornarlo de tal luminosa transparencia, que nos mane sangre y agua” (Diego de Jesús, “El caso auténtico…”, Tupungato, Mendoza, 2008, p. 107).

5 y 6. Es también una cultura del canto y de la belleza, como leemos en los párrafos siguientes:

Y aún hay que dar otro paso. La Palabra de Dios nos introduce en el coloquio con Dios. El Dios que habla en la Biblia nos enseña cómo podemos hablar con Él. Especialmente en el Libro de los Salmos nos ofrece las palabras con que podemos dirigirnos a Él, presentarle nuestra vida con sus altibajos en coloquio ante Él, transformando así la misma vida en un movimiento hacia Él. Los Salmos contienen frecuentes instrucciones incluso sobre cómo deben cantarse y acompañarse de instrumentos musicales. Para orar con la Palabra de Dios el sólo pronunciar no es suficiente, se requiere la música. Dos cantos de la liturgia cristiana provienen de textos bíblicos, que los ponen en los labios de los Ángeles: el Gloria, que fue cantado por los Ángeles al nacer Jesús, y el Sanctus, que según Isaías 6 es la aclamación de los Serafines que están junto a Dios. A esta luz, la Liturgia cristiana es invitación a cantar con los Ángeles y dirigir así la palabra a su destino más alto. Escuchemos en ese contexto una vez más a Jean Leclercq: «Los monjes tenían que encontrar melodías que tradujeran en sonidos la adhesión del hombre redimido a los misterios que celebra. Los pocos capiteles de Cluny, que se conservan hasta nuestros días, muestran los símbolos cristológicos de cada uno de los tonos» (cf. Ibid., p. 229).

En San Benito, para la plegaria y para el canto de los monjes, la regla determinante es lo que dice el Salmo: Coram angelis psallam Tibi, Domine –delante de los ángeles tañeré para ti, Señor (cf. 138, 1). Aquí se expresa la conciencia de cantar en la oración comunitaria en presencia de toda la corte celestial y por tanto de estar expuestos al criterio supremo: orar y cantar de modo que se pueda estar unidos con la música de los Espíritus sublimes que eran tenidos como autores de la armonía del cosmos, de la música de las esferas. De ahí se puede entender la seriedad de una meditación de san Bernardo de Claraval, que usa un dicho de tradición platónica transmitido por Agustín para juzgar el canto feo de los monjes, que obviamente para él no era de hecho un pequeño matiz, sin importancia. Califica la confusión de un canto mal hecho como un precipitarse en la «zona de la desemejanza –en la regio dissimilitudinis. Agustín había echado mano de esa expresión de la filosofía platónica para calificar su estado interior antes de la conversión (cf. Confesiones VII, 10.16): el hombre, creado a semejanza de Dios, al abandonarlo se hunde en la «zona de la desemejanza» – en un alejamiento de Dios en el que ya no lo refleja y así se hace desemejante no sólo de Dios, sino también de sí mismo, del verdadero ser hombre. Es ciertamente drástico que Bernardo, para calificar los cantos mal hechos de los monjes, emplee esta expresión, que indica la caída del hombre alejado de sí mismo. Pero demuestra también cómo se toma en serio este asunto. Demuestra que la cultura del canto es también cultura del ser y que los monjes con su plegaria y su canto han de estar a la altura de la Palabra que se les ha confiado, a su exigencia de verdadera belleza. De esa exigencia intrínseca de hablar y cantar a Dios con las palabras dadas por Él mismo nació la gran música occidental. No se trataba de una «creatividad» privada, en la que el individuo se erige un monumento a sí mismo, tomando como criterio esencialmente la representación del propio yo. Se trataba más bien de reconocer atentamente con los «oídos del corazón» las leyes intrínsecas de la música de la creación misma, las formas esenciales de la música puestas por el Creador en su mundo y en el hombre, y encontrar así la música digna de Dios, que al mismo tiempo es verdaderamente digna del hombre e indica de manera pura su dignidad”.

El entonces Cardenal Ratzinger nos recordaba: “La Septuaginta, que se convirtió en el antiguo testamento del cristianismo, había escrito: psalate synetos, que podemos traducir quizá por «cantad de modo comprensible, cantad con inteligencia» – en el doble sentido: que vosotros mismos lo entendáis y que sea comprensible-... La traducción que eligió Jerónimo y que fue acogida por la neo- Vulgata va en la misma dirección: psallite sapienter. El psallere parece incorporar y expresar de algún modo la esencia de la sapientia. Para entender el fondo de estas formulaciones habría que examinar lo que significa la palabra sapientia: un comportamiento del ser humano que incluye sin duda la claridad de entendimiento, pero que significa una integración del hombre entero, que conoce y comprende, no sólo con el pensamiento puro sino desde todas las dimensiones de su existencia” (Un canto nuevo para el Señor, Sígueme, Salamanca, 1999, p. 117).

Es inegable el vínculo monástico entre liturgia y teología, que está en total sintonía con lo afirmado por un liturgista español: “Este canto –así llamado- gregoriano, es pobre, casto y obediente. Pobre porque tiene una sola voz; no es canto polifónico. Casto debido a su conocida eficacia para elevar las mentes a Dios. Obediente porque quien manda es el texto, no la melodía. Ésta se halla absolutamente al servicio del texto, que ordinariamente suele ser un texto inspirado: la palabra de Dios. Hasta tal punto la melodía ocupa un lugar diacónico respecto al texto, que puede afirmarse que la partitura gregoriana realiza la exégesis «gregoriana» de ese texto inspirado. Es posible mostrar cómo la distribución de notas y pneumas [melismas] suele recaer sobre aquellas sílabas y palabras en las que descansa la mayor carga sobre aquellas sílabas y palabras en las que descansa la mayor carga teológica del texto. De este modo, el canto mismo deviene en particular exégesis de la Escritura” (F. M. Arocena, “Himnos, modos, “ethos”, en Phase 286 [2008], p. 338).

La vida monástica era modal, por eso también lo era su canto. Muy esquemáticamente los capiteles cluniacenses: Modo I. Grave. “Este modo, el primero, es el inicio de las armonías musicales”. Modo II. Triste. “Sigue un segundo tono por el nombre o por la ley”. Modo III. Místico. “El tercero espolea con ímpetu y pinta a Cristo resucitado”. Modo IV. Armonioso. “Prosigue el cuarto imitando las lamentaciones del canto fúnebre”. Modo V. Alegre. “El quinto muestra cómo cae quien se exalta a sí mismo”. Modo VI. Devoto. “Si deseas el afecto de la piedad, fíjate en tono sexto”. Modo VII. Angélico. “El modo séptimo insinúa el Soplo divino con su don septiforme”. Modo VIII. Perfecto. “El octavo enseña como todos los Santos son bienaventurados”.

Sólo una referencia a la belleza como camino de la búsqueda, dice el papa: “Quiero ahora subrayar dos elementos del arte románico y gótico útiles también para nosotros. El primero: las obras de arte nacidas en Europa en los siglos pasados son incomprensibles si no se tiene en cuenta el alma religiosa que los ha inspirado. Un artista, que ha dado siempre testimonio del encuentro entre estética y fe, Marc Chagall, escribió que «los pintores durante siglos han teñido su pincel en ese alfabeto coloreado que era la Biblia». Cuando la fe, de modo particular celebrada en la liturgia, se encuentra con el arte, se crea una sintonía profunda, porque ambas pueden y quieren hablar de Dios, haciendo visible lo Invisible… El segundo elemento: la fuerza del estilo románico y el esplendor de las catedrales góticas nos recuerdan que la via pulchritudinis, la vía de la belleza, es un recorrido privilegiado y fascinante para acercarse al Misterio de Dios. ¿Qué es la belleza, que escritores, poetas, músicos, artistas contemplan y traducen en su lenguaje, si no el reflejo del esplendor del Verbo eterno hecho carne?”(Audiencia general del miércoles 18 de noviembre de 2009).

7-8. Todo esto es posible porque la cultura monástica era una cultura de la lectura y de los sentidos de las Escrituras. Así lo desarrollan los dos párrafos siguientes:

“ Para captar de alguna manera la cultura de la palabra, que en el monaquismo occidental se desarrolló por la búsqueda de Dios, partiendo de dentro, es preciso referirse también, aunque sea brevemente, a la particularidad del Libro o de los Libros en los que esta Palabra ha salido al encuentro de los monjes. La Biblia, vista bajo el aspecto puramente histórico o literario, no es simplemente un libro, sino una colección de textos literarios, cuya redacción duró más de un milenio y en la que cada uno de los libros no es fácilmente reconocible como perteneciente a una unidad interior;  en cambio se dan tensiones visibles entre ellos. Esto es verdad ya dentro de la Biblia de Israel, que los cristianos llamamos el Antiguo Testamento. Es más verdad aún cuando nosotros, como cristianos, unimos el Nuevo Testamento y sus escritos, casi como clave hermenéutica, con la Biblia de Israel, interpretándola así como camino hacia Cristo. En el Nuevo Testamento, con razón, la Biblia normalmente no se la califica como «la Escritura», sino como «las Escrituras», que sin embargo en su conjunto luego se consideran como la única Palabra de Dios dirigida a nosotros. Pero ya éste plural evidencia que aquí la Palabra de Dios nos alcanza sólo a través de la palabra humana, a través de las palabras humanas, es decir que Dios nos habla sólo a través de los hombres, mediante sus palabras y su historia. Esto, a su vez, significa que el aspecto divino de la Palabra y de las palabras no es naturalmente obvio. Dicho con lenguaje moderno: la unidad de los libros bíblicos y el carácter divino de sus palabras no son, desde un punto de vista puramente histórico, asibles. El elemento histórico es la multiplicidad y la humanidad. De ahí se comprende la formulación de un dístico medieval que, a primera vista, parece desconcertante: Littera gesta docet – quid credas allegoria… (cf. Augustinus de Dacia, Rotulus pugillaris, 1). La letra muestra los hechos; lo que tienes que creer lo dice la alegoría, es decir la interpretación cristológica y pneumática.

Todo esto podemos decirlo de manera más sencilla: la Escritura precisa de la interpretación, y precisa de la comunidad en la que se ha formado y en la que es vivida. En ella tiene su unidad y en ella se despliega el sentido que aúna el todo. Dicho todavía de otro modo: existen dimensiones del significado de la Palabra y de las palabras, que se desvelan sólo en la comunión vivida de esta Palabra que crea la historia. Mediante la creciente percepción de las diversas dimensiones del sentido, la Palabra no queda devaluada, sino que aparece incluso con toda su grandeza y dignidad. Por eso el «Catecismo de la Iglesia Católica» con toda razón puede decir que el cristianismo no es simplemente una religión del libro en el sentido clásico (cf. n. 108). El cristianismo capta en las palabras la Palabra, el Logos mismo, que despliega su misterio a través de tal multiplicidad y de la realidad de una historia humana. Esta estructura especial de la Biblia es un desafío siempre nuevo para cada generación. Por su misma naturaleza excluye todo lo que hoy se llama fundamentalismo. La misma Palabra de Dios, de hecho, nunca está presente ya en la simple literalidad del texto. Para alcanzarla se requiere un trascender y un proceso de comprensión, que se deja guiar por el movimiento interior del conjunto y por ello debe convertirse también en un proceso vital. Siempre y sólo en la unidad dinámica del conjunto los muchos libros forman un Libro, la Palabra de Dios y la acción de Dios en el mundo se revelan solamente en la palabra y en la historia humana”.

Nuevamente nos ayudan los historiadores: “A lo largo de toda la Edad Media, el libro por excelencia era la Sacra Scriptura que se leía en todo momento y constituía la base de la espiritualidad monástica. No es casual que los autores hablasen de ruminatio para denominar ese ejercicio de asimilación y meditación sobre la Biblia: la lectura constituía verdaderamente el alimento espiritual de los monjes. Incuso se podría calificarla de «manducación de la Palabra», recogiendo el hermoso título de la obra de Marcel Jousse. Se trataba de una lectura lenta y regular, hecha en profundidad. Diversos pasajes se aprendían de memoria, y ciertas frases las meditaban sin cesar aquellos que habían consagrado su vida a Dios. Muchas lecturas se llevaban a cabo en alta voz. La costumbre de articular las sílabas estaba tan extendida que, hasta cuando se leía únicamente para sí mismo, se pronunciaba el sonido en voz baja. Esa costumbre conducía a un ritmo de lectura muy lento, y ayuda a la asimilación del contenido de las obras. Los tres ejercicios asignados a los monjes para alimentar su vida espiritual eran la lectura (legere), la meditación (meditari) y la contemplación (contemplari)” (J. Hamesse, “El modelo escolástico de la lectura”, en Historia de la lectura en el mundo occidental, p. 182s).

El libro de lectura elemental, y el catón de los niños, pasó a ser el salterio (cuyo conocimiento sirvió durante siglos para comprobar si alguien sabía leer y escribir)…La costumbre de hacer que los niños leyeran en voz alta ante sus maestros los versos que habían copiado de los salmos, sin tener que aprender antes necesariamente el orden de las letras en la serie alfabética (la costumbre antigua), era también muy importante. No sólo les ayudaba a identificar la función de las letras y de las palabras en el texto, sino que también contribuía a facilitar la transición de una cultura oral a la comprensión de las convenciones gráficas de aquella cultura escrita a través de la cual se había transmitido la tradición cristiana” (M. Parkes, op. cit., p. 157.162).

>Nos dice un monje cisterciense: “No leas las Santas Escrituras sólo para saber, que es curiosidad; ni para hacerte famoso ni vanagloriarte, que es vanidad; ni, mucho menos, para injuriar a quienes no amas plenamente, lo cual es inicuo. Utiliza, más bien, la lectio divina como espejo donde veas el alma, como en imagen propia, sus fealdades para corregirlas y sus bellezas para aumentarlas. Recuerda que lo que lees es Palabra de Dios, quien impuso su ley, no tanto para leerla y conocerla, como para practicarla y cumplirla... Procura, además, retener lo que lees... Hecho esto, vete, y cerrando el libro, entrégate al soliloquio” (Esteban de Salley, Espejo de los novicios, XV. XVII. Traducción de S. Alonso publicada en Cistercivm 118 (1970), p. 147).

Porque como afirma Magnavacca: “la exégesis implica una lectura alegórica, precisamente uno de los problemas fundamentales de la filosofía medieval” (op. cit., p. 92), es bueno recordar lo ya dicho por C. S. Lewis: “la alegoría no es patrimonio del hombre medieval, sino del hombre en general y hasta de la conciencia en general. Corresponde a la índole misma del pensamiento y del lenguaje representar lo inmaterial en términos pictóricos… Preguntarse cómo llegaron a formarse estos pares de lo sensible-lo inmaterial sería insensatez; la verdadera cuestión es saber cómo se separaron, pero para responder a ello habría que salirse de los dominios del simple historiador” (La alegoría del amor, Estudio sobre la tradición medieval, EUDEBA, Bs., As., 1969, p. 37). “Pero hay una manera distinta de tratar esa equivalencia, una manera casi opuesta a la de la alegoría, a la que yo llamaría sacramentalismo o simbolismo… La empresa de interpretar ese algo distinto en su imitación sensible, de ver el arquetipo en la copia, es lo que yo llamo simbolismo o sacramentalismo… Nunca se podría acentuar demasiado la diferencia entre los dos: alegoría y simbolismo…para el simbolista, nosotros somos alegoría…” (p. 38), porque “el simbolismo es un modo de pensamiento, pero la alegoría es un modo de expresión. Corresponde más a la forma que al contenido de la poesía, y se aprende con la frecuentación de los antiguos” (p. 40).

En la búsqueda de los sentidos de las Escrituras nos ayuda Gregorio Magno: “La inteligencia de la verdad, buscada con humildad de corazón, se alcanza con la lectura asidua. Lo mismo ocurre cuando vemos la cara de un desconocido del que ignoramos, además, la intención de su corazón: si entablamos con él una conversación familiar podemos también penetrar, gracias al trato coloquial, en sus pensamientos. De igual forma, cuando en la Palabra Sagrada se percibe únicamente el sentido histórico, no se ve otra cosa que la cara, pero si nos acercamos a ella con un trato asiduo, conseguiremos penetrar en su mente como desde una conversación familiar. Por eso, cuando relacionamos unos pasajes con otros, reconocemos el rostro en las palabras y descubrimos que una cosa es lo que guardan dentro y otra la que expresan fuera. Tanto más extraños nos volvemos al conocimiento de la Escritura cuanto más nos aferramos sólo a su superficie” (Mor. in Iob, Prefacio Libro IV, 1. op. cit., pp. 235-236). “…se ha de tener en cuenta que pasamos por ciertos pasajes mediante el sentido histórico; de otros, analizamos el sentido típico por medio de la alegoría; otros los abordamos únicamente con el auxilio de la alegoría moral; existiendo, finalmente, algunos pasajes que son tratados simultáneamente por ese triple modo. De esta forma, ponemos primero el fundamento de la historia; luego, por el sentido típico, construimos a partir del edificio de nuestra alma el baluarte de nuestra fe; y, por último, con el toque de la moralidad, vestimos la construcción dándole colorido” (Carta dedicatoria 2-3, op. cit., pp. 70-71).

El papa lo explicará diciendo: “En los monasterios del siglo XII el método teológico estaba ligado principalmente a la explicación de la Sagrada Escritura, de la sacra pagina, para expresarnos como los autores de aquel período; se practicaba especialmente la teología bíblica. Los monjes, por tanto, eran oyentes y lectores devotos de las Sagradas Escrituras, y una de sus principales ocupaciones consistía en la lectio divina, es decir, en la lectura orante de la Biblia. Para ellos la simple lectura del Texto sagrado no bastaba para percibir su sentido profundo, su unidad interior y su mensaje trascendente. Era necesario por tanto practicar una “lectura espiritual», conducida en docilidad al Espíritu Santo. En la escuela de los Padres, la Biblia era así interpretada alegóricamente, para descubrir en cada página, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, cuanto se dice de Cristo y de su obra de salvación. El Sínodo de los obispos del año pasado sobre «La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia» subrayó la importancia del acercamiento espiritual a las Sagradas Escrituras. Con este objetivo, es útil hacer un tesoro de la teología monástica, una exégesis bíblica ininterrumpida, como también de las obras compuestas por sus representantes, preciosos comentarios ascéticos a los libros de la Biblia. A la preparación literaria la teología monástica unía por tanto la espiritual. Era por tanto consciente de que una lectura puramente teórica y profana no es suficiente: para entrar en el corazón de la Sagrada Escritura, se la debe leer en el espíritu en el que fue escrita y creada. La preparación literaria era necesaria para conocer el significado exacto de las palabras y facilitar la comprensión del texto, afinando la sensibilidad gramatical y filológica. El investigador benedictino del siglo pasado Jean Leclercq tituló así el ensayo con el que presenta las características de la teología monástica: L’amour des lettres et le désir de Dieu («El amor de las letras y el deseo de Dios»). En efecto, el deseo de conocer y de amar a Dios, que nos sale al encuentro a través de su Palabra que hay que acoger, meditar y practicar, conduce a buscar la profundización de los textos bíblicos en todas sus dimensiones. Hay también otra actitud sobre la que insisten aquellos que practican la teología monástica, y es el de una actitud íntima de oración, que debe preceder, acompañar y completar el estudio de la Sagrada Escritura. Dado que, en último análisis, la teología monástica es escucha de la Palabra de Dios, no se puede no purificar el corazón para acogerla y, sobre todo, no se puede no encenderlo de fervor para encontrar al Señor. La teología se convierte por tanto en meditación, oración, canto de alabanza y empuja a una sincera conversión. No pocos representantes de la teología monástica han llegado, por esta vía, a las más altas metas de la experiencia mística, y constituyen una invitación también para nosotros a nutrir nuestra existencia de la Palabra de Dios…” (Audiencia general del miércoles 28 de octubre de 2009)

Un cisterciense añade: “Las Escrituras hay que leerlas y entenderlas con el mismo espíritu que fueron escritas. No asimilarás el espíritu de san Pablo mientras no te empapes del mismo leyéndolo con atención y frecuentándole con meditación asidua. Nunca llegarás a comprender a David hasta que el amor (affectus) a los salmos te lleve sentir la misma experiencia de él. Y así de los demás libros sagrados. Porque en toda la sagrada Escritura existe tanta diferencia entre la aplicación amorosa y la lectura, como la que hay entre la amistad y la hospitalidad, entre el afecto de la convivencia y el saludo casual… La lectura depende de la intención. Si el lector busca verdaderamente a Dios en la lectura, todo lo que lee le ayudará en esta búsqueda, cautivará sus sentidos y orientará todo el contenido de la lectura hacia el servicio de Cristo. Pero si el lector busca otra cosa, todo lo arrastrará hacia sí mismo y no encontrará nada en las Escrituras, por muy santo y edificante que sea, que no lo aplique a su malicia o vanidad, impulsado por la vanagloria, por un sentimiento distorsionado o por un entendimiento viciado. Todo el que lee las Escrituras debe tener como principio de sabiduría el temor del Señor, para que así se afiance sólidamente en él el ánimo del lector, y de él surja y en él se armonice la inteligencia y el sentido de toda la lectura” (Guillermo de Saint Thierry, Carta de Oro, Monte Carmelo, Burgos, 2003, n°121, p. 72. n° 124, p. 73).

Como afirma Alonso Schökel: “La teoría de los cuatro sentidos es, además de una técnica de interpretación, una visión armónica y luminosa que organiza todo el saber sacro centrado en la Escritura: teología, moral, espiritualidad y acuerda dicho saber con la vida. Si en el manejo de la técnica los medievales exageraron o son poco críticos, no podemos desconocer la armonía y grandeza de su concepción” (Comentarios a la Constitución Dei Verbum, BAC, Madrid, 1969, p. 543).

Quedan todavía para continuar leyendo y meditando los párrafos que hablan de la cultura del trabajo manual y del discurso paradigmático de Pablo en el Areópago. Nosotros por nuestra cuenta terminamos con unos versos del poeta austríaco Georg Trakl, traducidos por el + P. Héctor Mandrioni, que hacen eco a los que citamos más arriba de san Bernardo:

Oh tiempos de quietud y de otoños

dorados,

Cuando nosotros, monjes apacibles,

prensábamos la uva purpúrea;

Y en torno resplandecían colina y bosque.

Oh cacerías y castillos; paz del atardecer,

Cuando el hombre en su aposento

Meditaba lo justo

En muda oración luchaba por la cabeza

viviente de Dios”

(Canción de Occidente).

 

·- ·-· -······-·
Pedro Edmundo Gómez, osb.



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