La Política Social, disciplina científica surgida durante el siglo XIX como “moralización de la economía”, ante el impacto del industrialismo (de la mano de la Sozialpolitik germana), presenta en el siglo XXI un nuevo reto histórico. Un reto anunciado por la “cuestión social” citada, de ámbito global, que supera las tradicionales bases teóricas e institucionales de la misma (cuestionando el marco institucional e ideológico del actual modelo del Estado del Bienestar). Asimismo, las “fracturas sociales” emergentes (de nuevo cuño o de persistente problemática) que conlleva esta nueva cuestión, así como las “mentalidades sociales” asociadas, fruto de una economía globalizada y una comunicación de ámbito mundial, impelen a reflexionar sobre las teorías y los métodos hasta ahora empleados. Y en este proceso de reflexión juega un papel esencial, como en los mismos inicios de la disciplina, el Magisterio Social católico, capaz de definir el nuevo tiempo histórico desde el paradigma del desarrollo humano integral.
Ante el fenómeno globalizador, que cuestiona los planteamientos ideológicos fundamentales del modelo político-social vigente, la Doctrina Social de la Iglesia aporta una visión integral, construida desde la tradición y la experiencia, al afrontar de manera completa los tres grandes interrogantes que afectan a la humanidad en esta centuria: la verdad misma del ser-hombre (que aborda los límites y la relación entre naturaleza, técnica y moral en función de la responsabilidad personal y colectiva del ser humano); la comprensión y la gestión del pluralismo y de las diferencias (en todos los ámbitos: de pensamiento, de opción moral, de cultura, de adhesión religiosa, de filosofía del desarrollo humano y social); y la globalización, cuyo significado supera la meras consideraciones económicas al afectar, directamente, a la consideración moral y antropológica del ser humano y el orden social. Por ello, en la nueva época histórica que se ha abierto, la Iglesia sigue respondiendo, pues, a las grandes cuestiones que atañen, directamente, al destino “de todo el hombre y de todos los hombres”.
Política Social y Magisterio católico: itinerario histórico.
Si la primera cuestión social, el llamado problema obrero, eminentemente industrial y con trabajo y capital como protagonistas, fue propia de la centuria pasada, el siglo XXI debe discernir el contenido y dirección de esta nueva cuestión social condicionada por una revolución tecnológica global que transforma, rápidamente, las formas individuales y colectivas de existencia.
Ahora bien, en este punto hay que subrayar, desde el punto de vista historiográfico, que como reacción a las consecuencias materiales y sociales de la primera industrialización, de manera paralela al nacimiento del obrerismo (sindical, socialista, mutualista) y a la primera legislación social bismarckiana, desde la Iglesia y el Magisterio católico se generó una respuesta político-social asistencial, organizativa y doctrinal de alto calado. Bien desde sus formas autónomas y entidades subsidiarias, bien desde su progresiva influencia en la legislación social y laboral, desde mediados del siglo XIX es comprobable esta respuesta en los países de tradición católica y en los propios documentos vaticanos.
En este sentido, será la Encíclica Rerum Novarum (1891), promulgada por el Papa León XIII, el documento clave que resuma y oriente esta realidad fundacional. Una realidad donde se comienza a construir la misión social de la Iglesia en la era industrial, respondiendo al tránsito contemporáneo de la Gemainschaft (vieja comunidad tradicional) a la Gesellschaft (emergente sociedad industrializada), mediante un camino que, a la luz y bajo el impulso del Evangelio y bajo la sabiduría de la tradición, alumbraba y sigue alumbrando el discernimiento sobre las cambiantes “res novae” de las sociedades humanas.
Rerum novarum fue, por tanto, la respuesta del magisterio católico a la primera gran cuestión social. En ella León XIII examinó detalladamente la condición de los trabajadores asalariados (especialmente penosa para los obreros de la industria), abordando la cuestión obrera de acuerdo con su amplitud real, al estudiarla en todas sus articulaciones sociales y políticas, y evaluarla, consecuentemente, a la luz de los principios doctrinales fundados en la Revelación, en la ley natural y en la moral naturales. Nació como el documento inspirador y de referencia de la actividad cristiana en el campo social, proponiendo la instauración de un orden social justo a través de unos criterios de juicio capaces de valorar los ordenamientos socio-políticos existentes, y de proyectar líneas de acción para su oportuna transformación. Esta encíclica afrontaba, pues, la cuestión obrera con un método que se convertirá en un paradigma permanente para el desarrollo sucesivo de la doctrina social. Así, en 1931, cuarenta años después de la Rerum novarum, el Papa Pío XI continuó con este “camino social” publicando la Encíclica Quadragesimo anno. En este texto, el Papa afrontaba las “res novae” surgidas en “la era de entreguerras”: la expansión del poder de los grupos financieros, en el ámbito nacional e internacional, y el crecimiento de los totalitarismos ideológicos. Y ante las mismas, se defendía un “nuevo régimen social” más allá del estatismo socialista y del individualismo liberal, fundado en los principios de solidaridad y de colaboración, reconstruyendo la base económica de la sociedad, y aplicando la ley moral como reguladora de las relaciones humanas, con el fin de “superar el conflicto de clases y llegar a un nuevo orden social basado en la justicia y en la caridad” .
Juan XXIII, tras la gran tragedia de la II Guerra mundial, señaló en la Encíclica Mater et magistra (1961) la necesidad de volver a impulsar el compromiso social de toda la comunidad cristiana en un doble sentido: comunidad y socialización. La Iglesia, como maestra y madre, estaba llamada a colaborar con todos los hombres en la verdad, en la justicia y en el amor, para construir una auténtica comunión que permitiese tutelar y promover la dignidad esencial del hombre. La cuestión social se tornaba de ámbito mundial, superando con creces la tradicional mediación político-social entre “trabajo y capital” y las tradicionales fronteras nacionales. Las exigencias de la justicia y la equidad abarcaban tanto a las relaciones entre trabajadores dependientes y empresarios, como a las relaciones entre los diferentes sectores económicos, y entre las zonas económicamente más desarrolladas y las zonas económicamente menos. Superar estas desigualdades implicaba, consecuentemente, respetar y difundir los "derechos naturales": el acceso a la propiedad privada a todas las clases sociales, la posibilidad de los trabajadores de sindicalizarse, y la necesidad de que los salarios estén de acuerdo con la dignidad humana del trabajador y de su familia (con la aportación efectiva del trabajador la posibilidad económica de la empresa y la situación económica general). Se hablaba, con ello, de una “moralización de la economía”, que debía ser justa no sólo en función de la abundancia y distribución de bienes y servicios, sino en relación al papel central de la persona humana como sujeto y objeto del bienestar. Posteriormente, Pablo VI en la Encíclica Populorum Progressio (1967) señalaba de manera oportuna como el viejo “problema obrero” daba paso a una nueva etapa, donde “el desarrollo” se convertía en el “nuevo nombre de la paz”. Este documento indicaba las coordenadas para alcanzar un desarrollo integral del hombre y un desarrollo solidario de la humanidad, a través de la adquisición de la cultura, el respeto de la dignidad de los demás, y “el reconocimiento de los valores supremos, y de Dios, que de ellos es la fuente y el fin”. Procurar el desarrollo de todos los hombres respondía, así, a una exigencia de justicia a escala mundial, capaz de garantizar la paz planetaria y hacer posible la realización de “un humanismo pleno” gobernado por los valores espirituales.
Años más tarde, el magisterio de Juan Pablo II supuso un salto cualitativo en la Doctrina Social católica al subrayar con énfasis, en varias encíclicas sobre temas sociales, la interrelación esencial entre la misión evangelizadora y la acción social, entre Iglesia y Sociedad, bajo imperativos éticos claros y superiores. Así, en Laborem exercens (1981) desarrollaba la conexión entre espiritualidad y moral en el trabajo que realiza el cristiano, para su familia y para la sociedad. En Sollicitudo rei socialis (1987) retomó el tema del “progreso humano”, entrelazándolo con las perspectivas de desarrollo integral y sostenible (publicada con motivo de los veinte años de la publicación de la Populorum progressio). Finalmente, en Centesimus annus (1991) profundizaba en la noción de “solidaridad” como concepto y realidad central en el itinerario histórico la enseñanza social de la Iglesia.
En estos textos se aceptaba, de manera definitiva, en el plano político el sistema democrático, sometido siempre a los principios del Bien común y la subsidiariedad, y en el económico el sistema de mercado, limitado por una economía social de Mercado (presentes, por ejemplo, en la teoría de la Sozialmarktwirtschaft de Wilhelm Röpke y la escuela de Friburgo). De esta manera, la Doctrina Social de la Iglesia atendía a las res novae propias del nuevo tiempo histórico abierto en la segunda mitad del siglo XX. Pero Benedicto XVI en Caritas in veritate (2009) iba más allá, al definir y desarrollar el “desarrollo humano integral” como la gran cuestión social del siglo XXI.
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Las claves de la Doctrina Social de la Iglesia.
La Doctrina Social de la Iglesia (DSI), construida durante el itinerario histórico señalado, ha dado lugar a un conjunto doctrinal perfectamente integrado en la misión evangelizadora de la Iglesia, como un “humanismo integral y solidario” capaz de delimitar los elementos jurídicos e institucionales de la Política social. Por ello, y como señala J. Molina, “acaso la última de las grandes definiciones englobantes de la política social sea la sostenida por la Doctrina Social católica, que en su dimensión secular apunta hacia la dignidad del hombre (desproletarización; personalismo; cultura)”.
Las líneas fundamentales de la Doctrina Social de la Iglesia muestran la relación existente entre la misión evangelizadora y las formas de ordenación de la vida social. Resulta, pues, el modo de la enseñanza de la Iglesia en relación al orden social, fruto de la reflexión magisterial y expresión del constante compromiso de la Iglesia en relación a las cuestiones sociales, que atestigua “la fecundidad del encuentro entre el Evangelio y los problemas que el hombre afronta en su camino histórico”. Por ello, en el transcurso de su historia, y en particular en los últimos cien años, la Iglesia nunca ha renunciado —según la expresión del Papa León XIII— a decir la “palabra que le corresponde” acerca de las cuestiones de la vida social.
La Doctrina social de la Iglesia supone, así, la dimensión social de la fe, en tanto reflexión teológica y moral a la luz del Evangelio con un sentido práctico. Tiene el valor de instrumento de evangelización, porque pone en relación la persona humana y la sociedad con la luz de las enseñanzas de las Sagradas Escrituras. Por ello, los principios de la Doctrina Social se apoyan en la ley natural, y resultan después confirmados y valorizados, en la fe de la Iglesia, por el Evangelio. Se invita al hombre, con ello, a “descubrirse como ser trascendente, en todas las dimensiones de su vida, incluida la que se refiere a los ámbitos sociales, económicos y políticos". La fe lleva a su plenitud el significado del orden social, resaltando la función de la familia (célula primera y vital de la sociedad), iluminando la dignidad del trabajo (actividad del hombre destinada a su realización), defendiendo la importancia de los valores morales (fundados en la ley natural), reivindicando una mayor justicia social, apostando por un desarrollo material sostenible, reclamando una correcta gestión de las funciones públicas, y señalando la necesidad de un libre Mercado sometido a imperativos éticos superiores; todo ello “sin perder de vista el camino del derecho y la conciencia de la unidad de la familia humana”, y en pro de la construcción de una auténtica civilización, orientada hacia la búsqueda de un desarrollo humano integral y solidario.
“Transformar la realidad social con la fuerza del Evangelio”; este es el fin esencial de un magisterio social construido a lo largo del tiempo. Una doctrina con profunda unidad que “concierne a todo el hombre y se dirige a todos los hombres”, para alcanzar, en primer lugar, la plenitud del hombre en un ordenamiento social justo, y en segundo lugar, para conseguir su elevación en el orden espiritual; y que atiende, especialmente, a los hermanos necesitados “que esperan ayuda, a muchos oprimidos que esperan justicia, a muchos desocupados que esperan trabajo, a muchos pueblos que esperan respeto, y a un progreso esté orientado al verdadero bien de la humanidad de hoy y del mañana”. Desde el amor y la fe, esta Doctrina muestra cómo es posible transformar de modo radical las relaciones que los seres humanos tienen entre sí, y proclamar “vastos horizontes de la justicia y del desarrollo humano en la verdad y en el bien”.
De esta manera, la Doctrina Social de la Iglesia contiene los principios de reflexión, los criterios de juicio y las directrices de acción como base para promover un humanismo integral y solidario. Difundir esta doctrina constituye, por tanto, una verdadera prioridad pastoral, para que las personas, iluminadas por ella, sean capaces de interpretar la realidad de hoy y de buscar caminos apropiados para la acción. “La enseñanza y la difusión de esta doctrina social forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia. Este cuadro construido a lo largo de los últimos siglos, en “forma orgánica”, permite afrontar adecuadamente las cuestiones sociales de nuestro tiempo, que exigen ser tomadas en consideración con una visión de conjunto, porque son cuestiones que están caracterizadas por una interconexión cada vez mayor, que se condicionan mutuamente y que conciernen cada vez más a toda la familia humana.
Los principios de la doctrina social constituyen, de esta manera, un método orgánico en la búsqueda de soluciones a los problemas de la vida social, promoviendo que el discernimiento, el juicio y las opciones respondan a la realidad, así como para que la solidaridad y la esperanza puedan incidir eficazmente también en las complejas situaciones actuales. Ahora bien, el transcurso del tiempo y el cambio de los contextos sociales requieren una reflexión constante y actualizada sobre los mismos. Así, la Doctrina Social aparece como un instrumento para el discernimiento moral y pastoral de los complejos acontecimientos que caracterizan nuestro tiempo; como una guía para inspirar, en el ámbito individual y colectivo, los comportamientos y opciones que permitan mirar al futuro con confianza y esperanza; como un compromiso nuevo, capaz de responder a las exigencias de nuestro tiempo, adaptado a las necesidades y los recursos del hombre.
En este sentido podemos afirmar como dicha Doctrina pretende establecer una orientación integral sobre la existencia humana, la convivencia social y la historia contemporánea, “en función de las respuestas dadas a los interrogantes sobre el lugar del hombre en la naturaleza y en la sociedad”. El Magisterio social busca el significado profundo de la existencia humana en relación a “la libre búsqueda de la verdad”; verdad capaz de ofrecer dirección y plenitud a la vida ante los interrogantes que instan incesantemente la inteligencia y la voluntad del hombre. Una serie de interrogantes para la “moderna humanidad”, que se encuentran presentes en todas las etapas de construcción de la Doctrina Social de la Iglesia, la cual contribuye a definirlos y resolverlos mediante la incesante búsqueda de la verdad y del sentido de la existencia personal y social.
La Iglesia “vive en el mundo y, sin ser del mundo (Jn 17,14-16), al estar llamada a servirlo siguiendo su propia e íntima vocación. Para ello propone un humanismo integral y solidario, que pueda animar un nuevo orden social, económico y político, fundado sobre la dignidad y la libertad de toda persona humana, que se actúa en la paz, la justicia y la solidaridad, realizado si cada hombre y mujer y sus comunidades saben cultivar en sí mismos las virtudes morales y sociales y difundirlas en la sociedad. En este sentido, la naturaleza de la Doctrina Social viene marcada por los siguientes elementos:
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Un conocimiento iluminado por la fe
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En diálogo cordial con todos los saberes
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Expresión del ministerio de enseñanza de la Iglesia
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Hacia una sociedad reconciliada en la justicia y en el amor.
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Un mensaje para los hijos de la Iglesia y para la humanidad.
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Bajo el signo de la continuidad y de la renovación
Esta naturaleza define una doctrina humanista capaz de enraizar tradición y modernidad, al colocar como eje al hombre “todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad”, apuntando la razón de la existencia humana, aclarando las injusticias del progreso, y subrayando la necesidad de conocerse a sí mismo. Así, la persona humana, considerada en su integridad, es el centro de la Doctrina Social. En ella se materializa el principio personalista, trasunto de la realidad evangélica del imago dei (la persona humana, criatura a imagen de Dios), el significado de la ley natural, y la “constancia de la universalidad del pecado y la universalidad de la salvación”.
El magisterio social de la Iglesia atiende, por tanto, a la persona humana en sus múltiples dimensiones, siempre bajo la observancia de “la unidad de la persona”, la apertura a la trascendencia de la misma, su existencia única e irrepetible, la defensa de su libertad (sometida siempre al límite de la responsabilidad fundada en la verdad y en la ley natural), el respeto a la dignidad humana (igual para toda persona), y el fomento de la sociabilidad humana (frente al individualismo disgregador). Los derechos humanos adquieren, por tanto, un valor supremo en la Doctrina Social, al especificar su interrelación con los deberes de los individuos, los pueblos y las naciones, superando la “distancia entre la letra y el espíritu”.
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Los principios de la doctrina social de la Iglesia
Los principios permanentes de la Doctrina Social de la Iglesia constituyen los verdaderos y propios puntos de apoyo de la enseñanza social católica: la dignidad de la persona humana, el bien común, la subsidiaridad y la solidaridad. Estos principios, “expresión de la verdad íntegra sobre el hombre conocida a través de la razón y de la fe”, brotan “del encuentro del mensaje evangélico y de sus exigencias” (bajo el Mandamiento supremo del Amor) con los problemas que surgen en la vida de la sociedad. La Iglesia, en el curso de la historia y a la luz del Espíritu, reflexionando sobre la propia tradición de fe, los configura y clarifica progresivamente, en el esfuerzo de responder con coherencia a las exigencias de los tiempos y a los continuos desarrollos del orden social.
En cuanto a su significado, estos principios tienen un carácter general y fundamental, ya que se refieren a la realidad social en su conjunto: desde las relaciones interpersonales caracterizadas por la proximidad y la inmediatez, hasta aquellas mediadas por la política, por la economía y por el derecho; desde las relaciones entre comunidades o grupos hasta las relaciones entre los pueblos y las Naciones. Así, se caracterizan por la permanencia en el tiempo y la universalidad de significado, parámetros de referencia para la interpretación y la valoración de los fenómenos sociales y guía para la acción social, en todos los ámbitos.
En cuanto a su unidad, estos principios de la doctrina social deben ser apreciados en su unidad, conexión y articulación. Constituyen con ello un corpus doctrinal unitario que interpreta las realidades sociales de modo orgánico. Estos fundamentos de la doctrina de la Iglesia representan un patrimonio permanente de reflexión, que es parte esencial del mensaje cristiano; pero van mucho más allá, ya que indican a todos las vías posibles para edificar una vida social realmente buena y auténticamente renovada. Los principios de la doctrina social, en su conjunto, constituyen la primera articulación de la verdad de la sociedad, que interpela toda conciencia y la invita a interactuar libremente con las demás, en plena corresponsabilidad con todos y respecto de todos.
Por ello, estos principios tienen un significado profundamente moral porque remiten a los fundamentos últimos y ordenadores de la vida social: el desarrollo integral de una vida digna del hombre. Esta exigencia moral determina los grandes principios sociales, y por ello, concierne el actuar personal de los individuos (primeros e insustituibles sujetos responsables de la vida social), y de las instituciones, representadas por leyes, normas de costumbre y estructuras civiles (por su capacidad de influir y condicionar las opciones).
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El Bien común o conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección la dignidad, unidad e igualdad de todas las personas; principio al que debe referirse todo aspecto de la vida social para encontrar plenitud de sentido (dimensión social y comunitaria del bien moral, siendo responsabilidad de todos y a la que deben dedicarse las tareas de la comunidad política) .
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El Destino universal de los bienes, garante de la posibilidad humana de gozar del bienestar necesario para su pleno desarrollo en un derecho universal al uso de los bienes (como principio esencial de todo el ordenamiento ético-social). Fundamenta un derecho natural, originario y prioritario sobre los bienes, que supone una visión de la economía inspirada en valores morales, para así realizar un mundo justo y solidario donde la propiedad de los bienes sea accesible a todos por igual (de manera que todos se conviertan, al menos en cierta medida, en propietarios, y excluye el recurso a formas de “posesión indivisa para todos”); por ello subraya la función social de cualquier forma de posesión privada (bajo la exigencias imprescindibles del bien común), y apuesta por la “solicitud por los pobres, por aquellos que se encuentran en situaciones de marginación y, en cualquier caso, por las personas cuyas condiciones de vida les impiden un crecimiento adecuado”.
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La subsidiariedad o directriz de defensa de la articulación pluralista de la sociedad y de la representación de sus fuerzas vitales de la realidad: familia, grupos, asociaciones, realidades territoriales locales, y aquellas expresiones agregativas de tipo económico, social o cultural a las que las personas dan vida espontáneamente y que hacen posible su efectivo crecimiento social. Es el ámbito propio de la sociedad civil, entendida como el “conjunto de las relaciones entre individuos y entre sociedades intermedias, que se realizan en forma originaria y gracias a la “subjetividad creativa del ciudadano”. Supone el límite social a la centralización, burocratización, asistencialismo, o presencia injustificada y excesiva del Estado; por ello, la autoridad pública se convierte en garante de la iniciativa privada, del respeto y la promoción efectiva del primado de la persona y de la familia, de la valoración de las asociaciones y de las organizaciones intermedias, de la salvaguardia de los derechos de los hombres y de las minorías, de la descentralización burocrática y administrativa, del equilibrio entre la esfera pública y privada, y del reconocimiento de la función social del sector privado.
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La Participación como deber que todos han de cumplir conscientemente, en modo responsable con vistas al bien común, y que se expresa en una serie de actividades mediante las cuales el ciudadano, como individuo o asociado a otros, directamente o por medio de los propios representantes, contribuye a la vida cultural, económica, política y social de la comunidad civil a la que pertenece. Resulta por ello el fundamento último de la democracia, por lo que la participación no puede ser delimitada o restringida a algún contenido particular de la vida social, dada su importancia para el crecimiento, sobre todo humano.
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La solidaridad como principio social y como virtud moral, al servicio del crecimiento común de los hombres, en la vida y en el mensaje de Jesucristo.
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Los valores fundamentales de la vida social (en relación a los principios): la verdad (que hay que vivir, respetar y atestiguar), la libertad (signo de la dignidad humana), y la justicia (valor moral cardinal).
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La vía de la Caridad, que presupone y trasciende la justicia, al afrontar de manera integral las formas siempre cambiantes de la cuestión social, vinculando profundamente las virtudes y los valores sociales, con un valor de criterio supremo y universal de toda la ética social (más allá de su recurrente limitación al ámbito de las relaciones de proximidad, o a aspectos meramente subjetivos de la actuación en favor del otro).
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Los ámbitos esenciales del Magisterio social.
El magisterio social de la Iglesia, como instrumento de la misión evangelizadora y como corpus doctrinal orgánico, atiende desde el humanismo integral y solidario las distintas manifestaciones de la vida social, formando las conciencias individuales y colectivas, e inspirando las actuaciones jurídicas e institucionales propias de la Política social. Para ello integra, en un mismo conjunto de saberes, las enseñanzas evangélicas, el legado de la tradición (Padres y doctores de la Iglesia) y la reflexión continua sobre las “res novae” abiertas en la época contemporánea; una reflexión capaz de delinear soluciones apropiadas a problemas inusitados o inexplorados. Las “siempre nuevas cuestiones sociales”, de gran trascendencia el actual mundo globalizado, remiten, en realidad, a los grandes interrogantes que definen a la persona humana, en su dimensión individual y en su socialización: la familia, el trabajo humano, la vida económica, la comunidad política, la comunidad internacional, la salvaguarda del medio ambiente, y la promoción de la paz.
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La familia, como célula vital de la Sociedad, es la primera sociedad natural, de importancia vital para la persona y la comunidad, y sostenida en el matrimonio, el cual constituye el fundamento de la vida y la institución natural de valor supremo y realidad sacramental. Resulta el “núcleo de amor” desde el cual proyectar la formación de la comunidad de personas; asimismo, es el santuario de la vida, el centro de la tarea educativa, y el espacio de salvaguarda de la dignidad y derechos de los niños. Además, la familia aparece como el protagonista esencial de la vida social, a través de sus redes de solidaridad interna y externa, y como el centro de vida económica y trabajo. Por ello, la sociedad organizada debe estar al servicio de la familia en sus decisiones políticas, acciones económicas y creaciones culturales.
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El trabajo humano, como derecho y deber, parte siempre de su dignidad intrínseca, en su relación con el capital (armonía), en su participación responsable (democracia), en su regulación jurídica (desde el derecho al descanso al trabajo infantil), en su conciliación con la familia, en su promoción pública, en su justa remuneración y distribución de la renta, en su legítimo ejercicio de la huelga, y en la solidaridad entre los trabajadores (a través de la importancia de la acción sindical responsable y de nuevas formas asociativas de solidaridad).
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La vida económica debe contemplar la moralización de la actividad productiva, los fines sociales de la institución empresarial, el papel de las instituciones económicas al servicio del hombre, la justa acción del libre mercado y la acción subsidiaria del Estado, la promoción de los cuerpos intermedios, y el fomento del ahorro y la responsabilidad del consumo. Todo ello en beneficio de un desarrollo integral y solidario, ligado a una gran obra educativa y cultural.
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La comunidad política presenta, como fundamento y fin, a la persona humana en su dignidad y libertad. Por ello, al servicio de la sociedad civil y en busca del Bien Común, debe tutelar y promover los derechos humanos, fomentar la convivencia basada en la amistad civil, fundar la autoridad política en una fuerza moral, respetar el derecho a la objeción de conciencia, autentificar el sistema de la democracia (en su sistema de representación y en sus instrumentos de participación), respetar el principio de subsidiaridad, y propiciar la colaboración efectiva de las comunidades religiosas en su autonomía.
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La comunidad internacional debe representar “la unidad de la familia humana”, demostrando “La vocación universal del cristianismo”. Para ello es necesario delimitar las reglas fundamentales de la comunidad internacional, es decir, los valores y relaciones fundadas sobre la armonía entre el orden jurídico y el orden moral. Para ello aparece como básico impulsar la cooperación internacional para el desarrollo y lucha contra la pobreza, medio para garantizar el derecho al desarrollo de los pueblos y sus ciudadanos.
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La salvaguarda del medio ambiente que, como creación divina al servicio legítimo y responsable del hombre, exige una responsabilidad común a individuos y comunidades, a poderes políticos y económicos. Por ello, y en busca del bien colectivo, resulta imprescindible el uso responsable y justo de los recursos, la distribución equitativa de los bienes y la promoción de estilos de vida sostenibles.
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La promoción de la paz, fruto de la justicia y la caridad, protegiendo a los inocentes, apoyando medidas contra quien amenace la paz, buscando el desarme y condenando el terrorismo.
Una doctrina que, materializada por la pastoral social (acción eclesial de inculturación de la fe, formación y diálogo) y el compromiso de los fieles laicos (bajo las exigencias de espiritualidad, prudencia, experiencia asociativa, y servicio en los diversos ámbitos de la vida social) supone alcanzar una “civilización del amor”. Bajo los preceptos del derecho natural y bajo una concepción integral del ser humano, la Doctrina Social se materializa jurídica e institucionalmente, en la historia de la Política social, como ayuda material y espiritual al hombre contemporáneo, capaz de recomenzar siempre desde la fe en Cristo, “una esperanza sólida a lo largo de los siglos”.
5. El magisterio católico ante la Política social.
En puridad, el magisterio social católico no supone una modalidad de la Política Social. En cambio, sí constituye una doctrina integral y globalizadora capaz de determinar el contenido de los fines (formal o material) y medios (institucionales y jurídicos) de la acción político-social, no sólo en los países de arraigada tradición o presencia, sino en el mismo núcleo del Estado social contemporáneo, mediante dos líneas de actuación:
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Defendiendo los derechos sociales propios de la naturaleza humana, fundados en la Ley natural, la promoción integral de la persona y el principio de subsidiariedad (frente a los antiguos “derechos colectivistas” nacidos del ideal de la lucha de clases, y frente a los nuevos “derechos individualistas” generados por la ideología de género y el relativismo moral).
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Fundamentando y orientando distintas instituciones asistenciales que completan o suplen la misma acción de la Administración social pública, desde el principio de subsidiariedad y la realidad caritativa.
En este punto cabe afrontar la definición de la Política social, en primer lugar, como una mediación histórica y epistemológica, entre la economía (el bien-estar) y la política (el bien-común) ante las fracturas sociales emergentes que provoca su dialéctica conflictiva o “procura existencial” (Dasainvorsorge), que originalmente se concretaron en el llamado “problema obrero”, y que en siglo XXI se engloban bajo el “desarrollo humano integral”. Esta definición cubría para De Laubier “un dominio que se sitúa entre lo económico y lo político como medio de conservación o reforzamiento del poder el Estado”, secularizando la acción asistencial de las instituciones religiosas. Un concepto que alude, en segundo lugar a la forma de organización política de las sociedades industrializadas (rectius Estado social); forma que concreta la mediación señalada, y se funda para superar dichas fracturas sociales a través del reconocimiento jurídico de un orden social concreto (Política social general), y de la satisfacción de las necesidades y oportunidades vitales de una población por medio de un conjunto de bienes y servicios (Política social específica). Y en tercer lugar, la Política Social se concreta en un sistema jurídico e institucional de protección, previsión y asistencia de ciertas necesidades y oportunidades vitales determinadas por el orden social vigente, mediante dos grandes instrumentos:
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Garantía de ciertos niveles y medios materiales de existencia (el Bienestar social o seguridad económica).
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Fomento y apoyo a la realización personal del hombre (para alcanzar la Justicia social).
Así, podemos subrayar como elementos generales de toda manifestación de la Política Social los siguientes: generada en una época histórica concreta, determinada por una decisión política, realizada jurídicamente, con un estatuto científico concreto, e institucionalizada pluralmente. Al respecto, Luis Vila señala como conviene distinguir dos grandes dimensiones de la Política Social: como “propuesta de un modelo de sociedad”, y como “cada una de las dimensiones claves de dicho modelo.
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Como Política Social general se configura, de forma general, en una “Política de la sociedad”, fundada en “formas de intervención públicas en la vida social para resolver determinados problemas o cuestiones sociales”. En esta dimensión la Política Social es entendida como “la forma política del Estado social” (aunque abierta a modelos paraestatales en su gestión) en sus dos finalidades y en sus dos medios:
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En sentido material, el fin de Política Social pretende alcanzar el Bienestar social, siendo su medio la reivindicación de la protección, formación, integración y seguridad social.
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En sentido formal, el fin de la Política Social es la realización de la Justicia social, y su medio el derecho social, el cuál trata de formalizar el contenido mínimo del Bienestar social, englobando las “tres justicias clásicas”: conmutativa, distributiva y legal.
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Como Política Social específica se desarrolla en una “política de servicios”, orientada a satisfacer necesidades y derechos ciudadanos concretos. En esta dimensión se ciñe a las diferentes políticas que tienden a gestionar la intervención pública en la vida social, según el plan de la sociedad política, mediante dos modelos:
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Estado asistencial e interventor: suministro de recursos y servicios sociales que atienden las necesidades materiales y las oportunidades vitales, reconocidas jurídicamente y establecidas administrativamente, en los seis sistemas de “protección social”: educación, vivienda, sanidad, mantenimiento de los ingresos de los trabajadores, formación para el empleo y servicios sociales generales.
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Sociedad del Bienestar: conjunto de programas y servicios ofrecidos por la administración pública en colaboración activa de los movimientos sociales, la iniciativa social privada o el Tercer sector, en busca de la “integración” colectiva.
6. El nuevo horizonte histórico: el desarrollo humano integral.
Tanto la vieja cuestión social como las “fracturas sociales” actuales, muestran la realidad, histórica y epistemológica, de la Política Social como una mediación entre las exigencias de lo político (la gobernanza mundial) y lo económico (la globalización del Mercado), situando la libertad y responsabilidad del ser humano y sus comunidades en el centro del debate. Como señala Patrick de Laubier, toda Política Social, realizada en el pasado o proyectada en el futuro, “dependía y depende de una voluntad política y de una situación económica”; de ellas surgen sus creaciones, se determina su posibilidad, pero también surgen sus contradicciones.
Pero ante el agotamiento del modelo burocratizado del Estado del Bienestar, la Doctrina Social Católica va por delante de los hechos, planteando un nuevo modelo acorde con las exigencias morales de la emergente “sociedad del Bienestar. A esta realidad teórica y doctrinal político-social responde, con su propia esencia, la Encíclica Caritas in veritate (2009), promulgada por el Papa Benedicto XVI.
Este texto, capaz de combinar con maestría la tradición de la Doctrina Social con las nuevos paradigmas sociológicos, advierte la oportunidad histórica del desarrollo humano integral como nueva mediación político-social, al servicio de los fines propios de la disciplina (el Bienestar y la Justicia Social), y de las necesidades y oportunidades vitales del ser humano y de sus comunidades naturales; todo ello en un orden social regido por la ley natural (y que el ordenamiento jurídico debe reconocer) capaz de sancionar el equilibrio entre libertad y responsabilidad, entre derechos y deberes, entre individuo y comunidad. Como señalaba Luis Olariaga “el problema social no es un problema simplemente institucional, sino un problema de fondo que afecta a todo el complejo de ideas y relaciones humanas que forman el tejido de nuestra sociedad y al repertorio mismo de motivaciones que guían a los hombres para convivir entre ellos”.
La nueva cuestión social que hemos apuntado atiende a los retos de un mundo en progresiva y expansiva globalización, y demuestra la obligación de fundar un tipo de desarrollo integral, humano y humanizador, capaz de superar el referente de un Bienestar Social cifrado, en muchos casos, en términos de mero crecimiento material. Posibilidad histórica e imperativo moral que nos conduce por esta senda, bajo la interacción ética de la conciencia y el intelecto, el reparto equitativo de recursos, y una solidaridad humana abierta a relaciones recíprocas de libertad y de responsabilidad. En este contexto, el “desarrollo humano integral” desarrollado en Caritas in veritate, como nuevo horizonte de la Política social, acoge y supera las teorizaciones tradicionales sobre el desarrollo hasta ahora desplegadas: modernización de las estructuras políticas, educativas y productivas (G. Kennan); superación de la dependencia (R. Prebish); generación de sistemas mundiales en investigación, tecnología y comercio (I. Wallestein); y globalización como oportunidad para el desarrollo humano sostenible (A. Sen). Pero no sólo eso; nos ilustra sobre la oportunidad para nuestra generación de ser la protagonista en la reconstrucción de un equilibrio humano, verdaderamente moral, entre las necesidades de Bienestar y las exigencias de la Justicia social, a través de las siguientes claves:
1. El desarrollo humano integral confirma el estatuto científico de la Política social, tanto en su fundamente epistemológico (mediador) y en su teoría constitutiva (normativa) como en su mismo origen histórico (moralización de la economía). La crisis internacional abierta a principios del siglo XXI vuelve a situar, en primer plano, la “moralización de la economía” como presupuesto de actuación de los poderes político-sociales (en los mercados financieros, en las relaciones de producción, en las acciones de empleo, en la lucha contra la pobreza o en la sostenibilidad medioambiental).
2. La responsabilidad social, individual y colectiva, que funda la nueva “moralización” de la Política social necesita de una nueva “fraternidad”, fundada en el “don de la caridad”, capaz de modificar los procesos económicos, políticos y sociales actuales hacia metas plenamente humanas. Desde el punto de vista económico significa la participación activa, y en condiciones de igualdad, de todos los hombres y comunidades en el proceso económico nacional e internacional; desde el punto de vista social supone la evolución hacia sociedades solidarias y con buen nivel de formación; desde el punto de vista político conlleva la consolidación de regímenes democráticos capaces de asegurar libertad y paz. Pese a los evidentes éxitos del modelo político-social actual (Welfare State), persisten viejas desigualdades materiales y vitales entre países desarrollados y subdesarrollados, y crecen graves injusticias en el seno de los mismos países avanzados materialmente. Por ello es necesaria una nueva síntesis humanista en el seno del pensamiento político-social, que redescubra los valores de fondo sobre los cuales construir un futuro mejor.
3. El cuadro del desarrollo, por tanto, se despliega en múltiples ámbitos, más allá de las ideologías y de la mera tecnificación, las cuales simplifican con frecuencia, y de manera artificiosa, la realidad. Ámbitos que subrayan la objetividad contenida en el estudio de la dimensión humana de los problemas, y evidencian que el simple “crecimiento” no basta. La riqueza mundial crece en términos absolutos, pero aumentan también las desigualdades. En los países ricos, nuevas categorías sociales se empobrecen y nacen nuevas pobrezas. En las zonas más pobres, algunos grupos gozan de un tipo de superdesarrollo derrochador y consumista, que contrasta con situaciones persistentes de miseria deshumanizadora, corrupción e ilegalidad. Comportamientos amorales y relativistas, al calor de la fe en la riqueza o en la técnica, permiten formas crecientes de explotación humana (sexual, laboral), procesos de degradación personal (drogodependencias, violencia) y pérdida de lazos de solidaridad social (familiar, empresarial, comunitaria, medioambiental), etc. Fenómenos que nos muestran que no sólo basta progresar desde el punto de vista económico y tecnológico; el desarrollo necesita ser ante todo humano, auténtico e integral.
4. La nueva cuestión social se ha hecho absolutamente mundial, ya que las “fracturas sociales” de la interrelación entre la actividad económica y la función política surgen e impactan a nivel internacional. Los Mercados y la circulación financiera parecen no tener frenos territoriales, y los Estados se someten a presiones de ámbito global. El Estado se encuentra con el deber de afrontar las limitaciones que pone a su soberanía el nuevo contexto económico-comercial y financiero internacional, caracterizado también por una creciente movilidad de los capitales y los medios de producción, materiales e inmateriales. Este nuevo contexto ha modificado, de manera sustancial, el poder político de los estados nacionales.
5. La Política social, ante esta nueva cuestión, debe redefinir sus funciones y medios a nivel nacional y local, buscando la actuación responsable de las organizaciones de la sociedad civil, y la participación activa de los ciudadanos. Los sistemas de protección, previsión y asistencia social, para lograr sus objetivos de auténtico Bienestar y verdadera Justicia social, deben atender a un cuadro de fuerzas profundamente transformado. El Mercado global modifica los lugares y relaciones de producción, y la Política globalizada aumenta el impacto de los problemas sociales. La red de seguridad social debe reforzarse frente los peligros sobre los derechos de los trabajadores, como derechos fundamentales del hombre, e impulsar las formas comunitarias de solidaridad. Los sistemas de seguridad social pueden perder la capacidad de cumplir su tarea, tanto en los países pobres como en los emergentes, e incluso en los ya desarrollados desde hace tiempo. Los recortes al gasto social, con frecuencia promovidos también por las instituciones financieras internacionales, pueden dejar a los ciudadanos impotentes ante riesgos antiguos y nuevos.
6. El conjunto de los cambios sociales y económicos descritos obligan a una nueva formulación de la tarea de las organizaciones sindicales en la representación y protección de los intereses de los trabajadores. Nuevas formas de organización y de producción muestran la necesidad de sistemas renovados para la asociación socio-laboral, dónde las redes de solidaridad tradicionales y “las comunidades naturales” jueguen un papel destacado. La incertidumbre sobre las condiciones de trabajo a causa de la movilidad y la desregulación, la posibilidad del despido injustificado o el desempleo masivo, llevan a situaciones de deterioro humano y de restricción de la libertad. Ante ello, las organizaciones sociales deben actuar promoviendo nuevas redes de asistencia y apoyo mutuo.
7. En el plano cultural y educativo se debe proceder a una universalización de los bienes culturales y de los sistemas de formación, para facilitar el acceso a los mismos a todos los ciudadanos en base a criterios de equidad y libertad. En ellos, la dignidad del ser humano debe ser el fin, y la formación para el desarrollo integral el medio, fomentando el mérito y la responsabilidad. Es necesario un mayor acceso a la educación, pero no limitada a la instrucción meramente técnica o a la formación para el trabajo, que son dos causas importantes para el desarrollo, sino a la formación completa de la persona.
8. Todo desarrollo social y cultural necesita de unos niveles mínimos de seguridad económica y de subsistencia material; pero la lucha contra el hambre o por los ingresos mínimos, para ser eficaz, necesita por un lado, una paralela educativa integral (humanista y técnica) que capacite al ser humano para su autosuficiencia; y por otro una política económica activa y dinámica que genere puestos de trabajo suficientes y dignos, y aporte los recursos mínimos para financiar las prestaciones de la Seguridad social y los medios de los Servicios sociales.
9. Las grandes novedades que presenta hoy el cuadro del desarrollo de los pueblos plantean la exigencia de nuevas soluciones, que en el fondo, y como hemos señalado, remiten a la vieja “moralización de la economía” de la Sozialpolitik. La dignidad de la persona, el Bienestar social y las exigencias de la Justicia requieren que las opciones económicas no hagan aumentar de manera excesiva y moralmente inaceptable las desigualdades, y que se siga buscando como prioridad el objetivo del acceso al trabajo, y la protección de las situaciones de exclusión del mismo. Es decir, se hace imprescindible fomentar y regular la dimensión etica del proceso económico, desde una Política social basada en tres instancias en equilibrio e interrelación: el mercado, el Estado y la sociedad civil.
10. El Estado social, como actual forma política de la comunidad nacional, debe intervenir tanto en función de valoraciones morales, como de una auténtica “razón económica”. El aumento de las desigualdades entre grupos sociales dentro de un mismo país y entre las poblaciones de los diferentes países erosiona la cohesión social y conlleva un impacto negativo en el plano económico, por el progresivo desgaste del “capital humano” necesario en los sistemas productivos y de consumo. Las situaciones de inseguridad estructural dan lugar a actuaciones antiproductivas, al derroche de recursos humanos y a la ausencia de creatividad e innovación. Los costes humanos son siempre también costes económicos, y las disfunciones económicas comportan igualmente costes humanos. Se exige así, de nuevo, una nueva y profunda reflexión sobre el sentido de la economía y de sus fines.
11. En cuanto al orden económico, el mercado es la institución que permite el encuentro entre las personas, como agentes económicos que utilizan el contrato como norma de sus relaciones, y que intercambian bienes y servicios de consumo para satisfacer sus necesidades y deseos. Si hay confianza y regulación, el mercado está sujeto a los principios de la llamada justicia conmutativa, que regula precisamente la relación entre dar y recibir entre iguales. Pero si existen una serie de fundamentos morales sólidos, el mismo Mercado se somete a los principios de la justicia distributiva y de la justicia social. Cuando la organización mercantil se rige únicamente por el principio de la equivalencia del valor de los bienes que se intercambian, no llega a producir la cohesión social que necesita para su buen funcionamiento; pero bajo formas internas de solidaridad y de confianza recíproca, el mercado cumple plenamente su propia función económica en consonancia con las verdaderas necesidades sociales. Por esta razón, la actividad económica debe estar ordenada a la consecución del bien común, que es responsabilidad sobre todo de la comunidad política; regulando justamente la economía, mostrará que no es una actividad antisocial, sino un instrumento al servicio del ser humano. No se debe olvidar, al respecto, que el mercado no existe en su estado puro, sino que se adapta a las configuraciones culturales y políticas que lo concretan y condicionan. La economía y las finanzas son instrumentos al servicio del ser humano y la sociedad, y, precisamente porque es una actividad humana, debe ser articulada e institucionalizada éticamente, desde la honestidad y la responsabilidad. La obtención de recursos, la financiación, la producción, el consumo y todas las fases del proceso económico tienen ineludiblemente implicaciones morales. Así, toda decisión económica tiene consecuencias de carácter moral.
12. En el orden político, el Estado debe impulsar una intervención redistributiva de la riqueza en función de los criterios de Justicia social, si bien asegurando la institución del Mercado y permitiendo la acción de la sociedad civil, ante las dinámicas características de la globalización. Con ello conseguirá interrelacionar la gestión económica (producción de riqueza) y la acción política (consecución de la justicia mediante la redistribución). La autoridad política debe participar decisivamente en la consecución de un nuevo orden económico-productivo, socialmente responsable y a medida del hombre. El mercado único y global no elimina el papel de los Estados, más bien obliga a los gobiernos a una colaboración recíproca más estrecha, recuperando muchas competencias; asimismo es imprescindible una articulación de la autoridad política en el ámbito local, nacional o internacional, entre la administración pública y otras instancias políticas.
13. La “solidaridad social” debe integrarse plenamente en el Mercado, a través de actividades económicas impulsadas por sujetos que optan libremente por ejercer su gestión, movidos por principios distintos al del mero beneficio, sin renunciar por ello a producir valor económico; formas productivas y laborales insertas en el seno de propia sociedad civil: organizaciones cooperativas de producción y consumo, empresas de integración social, entidades sin ánimo de lucro, iniciativas de asociación comunitaria, etc.. La sociedad civil es el ámbito más apropiado para una economía de la solidaridad basada en la justicia y el bien común, en sus diversas instancias y agentes. Se dibuja, así, una forma concreta y profunda de democracia económica, como escenario dónde puedan operar libremente, con igualdad de oportunidades, empresas que persiguen fines institucionales diversos. Junto a la empresa privada, orientada al beneficio, y los diferentes tipos de empresa pública, deben poder establecerse y desenvolverse aquellas organizaciones productivas que persiguen fines mutualistas y cooperativos. Es necesario, pues, desarrollar las libertades y competencias de las “comunidades naturales”, ante la lógica del Mercado (dar para tener) y la lógica del Estado (dar por deber), en una auténtica civilización de la economía. Sólo así se podrá recuperar la solidaridad en las relaciones entre los ciudadanos y los sentimientos de identidad comunitaria, más allá de lo marcado por un contrato o por una ley.
14. En este contexto, las actuales dinámicas económicas internacionales, caracterizadas por graves distorsiones y disfunciones, conllevan cambios profundos en el modo de entender la empresa. Antiguas modalidades de la vida empresarial van desapareciendo, mientras otras más prometedoras se perfilan en el horizonte. La internacionalización del capital o la deslocalización de la actividad productiva desconectan la empresa de un territorio y una población concreta, provocando la falta de responsabilidad del empresario respecto a los interesados, como los trabajadores, los proveedores, los consumidores, así como al medio ambiente y a la comunidad que lo rodea. Por ello es oportuna una “responsabilidad social” más amplia de la actividad empresarial: sostenibilidad de la misma a largo plazo, vinculación con la comunidad, respeto a los derechos laborales, preocupación medioambiental, obras sociales comprometidas, y sobre todo, recuperación del significado humano de la actividad empresarial (creación de riqueza para la sociedad). La Política social debe atender, prioritariamente, a este tema de la relación entre empresa y ética, en primer lugar, desde la regulación equilibrada de los sistemas mercantiles y el fomento de las empresas sociales destinadas al beneficio (profit) y de las organizaciones sin ánimo de lucro (non profit) vinculadas a la Justicia y al Bien común; y en segundo lugar, mediante una economía de utilidad social, un “tercer sector” que implica al sector privado y público, y supone la potenciación de empresas que son capaces de concebir el beneficio como un instrumento para conseguir objetivos de humanización económica.
15. La globalización es una realidad humana, no el fruto de fuerzas anónimas e impersonales o de estructuras independientes de la voluntad individual y colectiva. Tampoco es un simple proceso socioeconómico, sino una realidad protagonizada por una humanidad cada vez más interrelacionada, que supera fronteras en el plano de la comunicación y la cultura, que hay que regular desde una orientación cultural personalista y comunitaria. El proceso de globalización, adecuadamente entendido y gestionado, ofrece la posibilidad de una gran redistribución de la riqueza a escala planetaria como nunca se ha visto antes, así como de nuevas formas de solidaridad nacional y local; pero si se gestiona mal, puede incrementar la pobreza y la desigualdad. Por ello, la “reacción” ante el reto del desarrollo humano integral debe ser responsabilidad consciente de los propios ciudadanos y sus organizaciones de referencia y pertenencia, y campo de intervención superior de la Política social y por ende, del Trabajo social. Ambas disciplinas tienen que actuar, en sus ámbitos correspondientes, para corregir las disfunciones provocadas por las “fracturas sociales” globales, haciendo visibles los deberes que los derechos presuponen, y sin los cuales éstos se convierten en algo arbitrario.
16. La Política social, así como el Trabajo social, deben atender a la importancia suprema de familia como factor de crecimiento demográfico, de socialización humana y como “célula social” básica al servicio de la comunidad. La disminución de los nacimientos, a veces por debajo del llamado “índice de reemplazo generacional” pone en peligro muchos instrumentos de protección y seguridad social; la desestructuración creciente de la institución familiar conlleva la exclusión y soledad del ser humano; y la desregulación jurídica e institucional de la misma amenaza los fundamentos de la convivencia y el orden social. En esta perspectiva, los Estados y la propia sociedad civil están llamados a establecer y promover políticas que promuevan la centralidad y la integridad de la familia.
17. En cuanto a la cooperación internacional al desarrollo, se necesitan políticas y personas que participen en este proceso desde la solidaridad de la presencia, el acompañamiento, la formación y el respeto, haciendo a las naciones menos desarrolladas los protagonistas autónomos de su propio crecimiento. Los propios organismos internacionales deberían preguntarse sobre la eficacia real de sus aparatos burocráticos y administrativos, asumiendo una transparencia total de sus acciones, informando a los donantes y a la opinión pública sobre la proporción de los fondos recibidos y el verdadero contenido de dichos programas. Los proyectos internacionales para un desarrollo humano integral han de caracterizarse por la solidaridad y la justicia intergeneracional, teniendo presentes tanto el principio de subsidiaridad como el principio de la solidaridad y viceversa. Así como la subsidiaridad sin la solidaridad desemboca en el particularismo social, la solidaridad sin la subsidiaridad puede acabar en un mero asistencialismo que humilla al necesitado. Los programas de ayuda deben potenciar el “recurso humano” de los países en vías de desarrollo (el capital más valioso para un futuro verdaderamente autónomo), el ingreso de sus productos en los mercados internacionales (posibilitando así su plena participación en la vida económica internacional), y sobre todo, hacer de la cooperación para el desarrollo no sólo un crecimiento económico, sino una posibilidad de encuentro cultural y humano. Por ello, las sociedades tecnológicamente avanzadas no deben confundir su propio progreso con una presunta superioridad cultural, y las sociedades en crecimiento deben permanecer fieles a lo que hay de verdaderamente humano en sus tradiciones, evitando que superpongan automáticamente las formas de la civilización tecnológica globalizada. La ayuda al desarrollo de los países pobres es, en realidad, un verdadero instrumento de creación de riqueza para todos.
18. La relación del hombre con el ambiente natural es también objeto de esta nueva concepción de la Política social. El uso sostenible y compartido de los recursos representa una responsabilidad para con los pobres, nuestros hijos y toda la humanidad. El hombre puede y debe utilizar responsablemente el medio natural para satisfacer sus legítimas necesidades, materiales e inmateriales, pero siempre respetando el equilibrio legado por sus antepasados y las posibilidades de supervivencia de las generaciones futuras (en sus recursos y en su reparto).
19. Otro de los fenómenos que nos anuncian la necesidad del desarrollo humano integral es el las migraciones. Un fenómeno de radical actualidad, ante sus grandes dimensiones geopolíticas, los problemas sociales, económicos, políticos y culturales de los que nace y que suscita, y por los dramáticos desafíos que plantea a las comunidades nacionales e internacionales. Y ante estos factores, las políticas activas de integración nacional y de cooperación internacional al desarrollo nos ofrecen dos plataformas desde la cuales dotar un “rostro humano” a la “abstracción sociológica” de la inmigración, donde los derechos fundamentales inalienables han de ser respetados por todos y en cualquier situación.
20. La violación de la dignidad del trabajo humano, vieja fractura social, sigue siendo uno de los ejes de atención de la Política social. La limitación efectiva del derecho al trabajo y sus posibilidades (desocupación, subocupación), o la devaluación de los derechos que fluyen del mismo, especialmente el derecho al justo salario, a la seguridad de la persona del trabajador y de su familia”, son algunos de los rasgos que deshumanizan la dimensión laboral de la existencia humana. Ante ellos, el trabajo debe volver a ser la expresión de la dignidad esencial de todo hombre: un trabajo libremente elegido, que asocie efectivamente a los trabajadores, hombres y mujeres, al desarrollo de su comunidad, que evite toda discriminación, que consienta a los trabajadores organizarse libremente, que deje espacio para reencontrarse adecuadamente con las propias raíces (en el ámbito personal, familiar y espiritual), y asegure una condición digna y una subsistencia suficiente a los trabajadores y a sus familias.
21. La nueva Política social debe atender igualmente a una dimensión humana en constante crecimiento: los consumidores y sus asociaciones. El consumidor tiene una responsabilidad social específica, ligada al respeto de principios morales en la producción de los bienes y en el consumo de los mismos, sin que disminuya la racionalidad económica intrínseca en el acto de comprar: respeto de la dignidad del trabajo, de las condiciones de fabricación, del medio ambiente.
22. El problema del desarrollo en la actualidad está estrechamente unido al progreso tecnológico, el cual, sometido a imperativos éticos superiores, debe ser instrumento de crecimiento y comunicación, y no medio de ensanchamiento de las diferencias materiales y culturales entre pueblos y generaciones. Por tanto aparece como “instrumento humano” al servicio del respeto al medio ambiente y no de su agresión insostenible; de mejora de las condiciones sanitarias y perspectivas de vida de la población, y no de manipulación biológica injustificada y arbitraría; de perfeccionamiento de la producción y no de deshumanización del trabajo.
23. El desarrollo tecnológico está relacionado con la influencia cada vez mayor de los medios de comunicación social. Dada la importancia fundamental estos medios en determinar los cambios en el modo de percibir y de conocer la realidad y la persona humana misma, se hace necesaria una seria reflexión sobre su influjo, especialmente sobre la dimensión ético-cultural de la globalización y el desarrollo solidario de los pueblos. El sentido y la finalidad de los medios de comunicación debe buscarse en su fundamento antropológico y en sus fines humanizadores, ofreciendo mayores posibilidades para la comunicación y la información, buscando una orientación inequívoca hacia un bien común que refleje sus valores universales, multiplicando las posibilidades de interconexión y de circulación de ideas, y promocionando la dignidad de las personas y de los pueblos.
24. El tema del desarrollo está íntimamente unido “al del desarrollo de cada hombre, del hombre integral” . Por ello, uno de los aspectos más destacados del desarrollo actual es la importancia del tema del respeto a la vida: la lucha contra la mortalidad infantil, la educación contra la violencia hacia la mujer o la limitación de las prácticas eugenésicas como medio de control demográfico. En la actualidad, la bioética es un campo prioritario y crucial en la lucha cultural entre el absolutismo de la técnica y la responsabilidad moral, y en el que está en juego la posibilidad de un desarrollo humano e integral. La cuestión social se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológica, en el sentido de que implica no sólo el modo mismo de concebir, sino también de concebir la existencia y manipular la vida, cada día más expuesta ésta por la biotecnología a la intervención del hombre. En la fecundación in vitro, la investigación con embriones, la posibilidad de la clonación y de la hibridación humana., se van abriendo paso prácticas eugenésicas que suponen una, manifestación abusiva del dominio sobre la vida, y que en ciertas condiciones niegan la misma dignidad humana.
25. Estos son algunos de los grandes retos de una nueva Política social, fundada en el ideal de un desarrollo humano integral, que debe abarcar tanto un progreso material, como uno antropológico. Un desarrollo, en suma, más allá de una economía reducida al mero mercantilismo y una política sometida al poder de los partidos, y basada en: 1) Un desarrollo humano sostenible (no sólo material); 2) El papel central de la comunidad (no sólo del individuo); 3) Una protección social fundada en las responsabilidades (no sólo en los derechos). Como señala Luis Vila, “averiguar la causa de los males de la sociedad trae consigo la referencia a actitudes éticas básicas de los ciudadanos y de los políticos”.
26. Estos aspectos centrales de la Política Social del siglo XXI la deben configurar como un “espacio de libertad”, donde se limita el Estado, se restringe el Mercado y se impulsa a la Comunidad, al revalorizarse las solidaridades humanas, la participación ciudadana y la responsabilidad social. De esta manera se redefinen las posiciones teóricas de la Política social: paradigmas de partida, mecanismos institucionales, agentes sociales, sistemas de control y evaluación. Con ello se pretende lograr una interacción real en un doble sentido: entre el sector público y sector el privado, en la génesis y gestión de “lo social”; y entre las posibilidades de gasto y las necesidades sociales, al implicar en la financiación externa y en la producción interna de los “servicios sociales” a todos los miembros de la comunidad económica y política.
27. La Política social debe poder llevar a cabo la transición del Estado del Bienestar nacido en el siglo XX, a un nuevo forma político-social cuyas estructuras y valores se adapten funcionalmente a los cambios acaecidos y a las exigencias humanas. Una transición abierta hace décadas, al amparo de un debate con posiciones diversas, y hasta cierto punto divergentes: una mediación que hiciera compatibles el capitalismo y la democracia (cuya conflicto, para Claus Offe, “debilita los motivos y razones del conflicto social”); que aúne crecimiento económico y gasto social (un auténtico desarrollo humano para R. Mishra) en un “contexto económico de escasez”; que potencie el papel de la comunidad como núcleo de la acción social (A. Etzioni); que proponga un nuevo “Estado relacional” (P.P. Donati). Pero en esta transición, Patrick de Laubier señalaba el papel central que podían jugar los cuerpos sociales intermedios al desempeñar una función mediadora clave para alcanzar la finalidad de la Política social: la “justice sociale”. Ante la revisión del tradicional vinculo keynesiano entre lo político y lo económico (a través de la institucionalización del sindicalismo”), el horizonte de la Política social podría buscar nuevos elementos de juicio a nivel comunitario para fundamentar, sostener y legitimar la acción social, en sus logros pasados y sus retos futuros. Había que buscar, pues, la “fórmula mágica” que permitiera conectar el crecimiento económico y la acción redistributiva, en un escenario de “desarrollo humano sostenible”.
28. Este proceso de renovación conlleva, como atisbó Marchioni, una reformulación teórica de las categorías de la actual Política social del Bienestar y del marco conceptual que la legitima, desde las categorías de la complementariedad, y que inciden en profundizar en la necesidad de un nuevo “sistema mixto” impulsado por tres claves: a) La comunidad: a través de una nueva filosofía de la acción social (incorporando nuevos y diferentes agentes sociales, en especial a los comunitarios); b) La participación: mediante métodos alternativos de distribución de responsabilidades en la producción de servicios, en la participación pública y en la representación político-social; c) El desarrollo: por medio del análisis pormenorizado y sistemático del sistema de protección social (en la triple esfera de oportunidades, amenazas, disfunciones).
29. Como instrumento profesional y técnico, de comprobada metodología, el Trabajo social debe integrar esta perspectiva de desarrollo en sus intervenciones, a nivel micro y macro-social, intentando conciliar libertad y responsabilidad en la ejecución básica de los objetivos de la Política social. Ante las crecientes exigencias de campos como la Depenedencia o la persistencia de situaciones sociales de Exclusión social (marginalidad, fragilidad, etc), es necesaria una acción integral en el campo del Trabajo Social, más allá de programas selectivos y de asignación de recursos. Asimismo, se muestra imprescindible fomentar la participación libre y responsable de la ciudadanía, auspiciar la colaboración entre poder público y comunidades naturales, fomentar la autonomía individual y colectiva de los protagonistas de la “relación de ayuda”, o defender la dignidad integral del ser humano, aparecen como los retos centrales, ya principiados en diversos programas locales, en la configuración teórica y práctica del Trabajo social.
30. En suma, toda Política Social tiene una determinada idea del hombre; no existe ninguna neutral en el plano ideológico ni aséptica en el plano moral, más allá de los sistemas de gestión administrativa. Por ello, desde la Doctrina Social de la Iglesia se propone una necesaria y nueva Política Social esencialmente liberadora, y por ende, posibilitadora del pleno desarrollo del ser humano, a nivel individual y colectivo, a nivel material y espiritual. Un desarrollo, que como afirma Benedicto XVI, muestra que “sin Dios el hombre no sabe adónde ir ni tampoco logra entender quién es”, ya que “ante los grandes problemas del desarrollo de los pueblos, que nos impulsan casi al desasosiego y al abatimiento, viene en nuestro auxilio la palabra de Jesucristo, que nos hace saber: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5)”.·- ·-· -······-·
Sergio Fernández Riquelme
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