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El Síndrome de Alienación Parental mata

por Redacción

El Síndrome de Alienación Parental es una de las realidades negadas desde el poder actual, no en vano cuestiona algunos de los “mitos” más difundidos desde lo políticamente correcto. Y en esa negación participan activistas feministas, políticos, jueces, fiscales, servicios sociales… toda una “industria del maltrato” que ignora los sufrimientos reales de decenas millares de niños y adolescentes en España. Pero la realidad es tozuda y, lentamente, se empiezan a vislumbrar quiebras. Aquí recogemos un testimonio dramático, real e innegable: un sufrimiento que llegó hasta la muerte de un adolescente ante la indiferencia de los profesionales afectados e instancias judiciales responsables.

Los días 27 a 29 de mayo de 2010 se desarrolló en Alcalá de Henares el II Congreso Internacional sobre Síndrome de Alienación Parental y custodia Compartida. Un redactor de Arbil tuvo la oportunidad acudir al mismo, asomándose a una realidad oculta, subterránea y perseguida desde el poder ultrafeminista hoy predominante, inédita para la inmensa mayoría de conciudadanos… salvo que les toque muy de cerca. Una expresión más de la destrucción a la que está sometida la familia desde los poderes públicos.

Dentro de su apretado programa, se desarrolló el viernes 28 una mesa redonda que, dirigida por la Psicóloga, investigadora y escritora Asunción Tejedor, reunió a víctimas del SAP: una madre, una abuela, una hija…. y un padre. De esta manera se desmentía uno de los tópicos manejados por los interesados detractores del SAP: que se trataría de un instrumento al servicio del neomachismo revanchista. Ciertamente, el SAP puede ejecutarlo cualquier padre o madre: el sexo del maltratador es indiferente. Lo que no es indiferente es el sufrimiento infringido a sus víctimas: niños y adolescentes indefensos. Y otro tópico que acaba de caer por los suelos es que se trata de una postura reaccionaria: el “progresista” Brasil de Lula acaba de incorporar a su Código Penal el SAP como un delito más. ¿Cómo lo pueden explicar nuestros recalcitrantes progresistas? Ni lo intentan, claro.

Este redactor tuvo la oportunidad de conocer personalmente al padre participante en la mesa, quien le entregó el texto íntegro de su participación; si bien diluiremos aquí algunos datos concretos, pues se encuentra en pleno proceso legal, tanto en su vertiente civil como criminal. Ajeno a los sensacionalismos, no le interesa su salto mediático, pero tampoco desea, según nos manifestó, que su terrible experiencia, quede relegada al olvido: “si sirve para que alguien tome conciencia del problema y se evite, acaso, algún caso como el nuestro, me doy por aliviado al menos un poquito”.

Éste es el testimonio de, llamémosle así, Joseba.

«Cuando me llegan noticias de supuestos casos de SAP, o de las maniobras totalitarias perpetradas para eliminar esta realidad española, me aflora una angustia que el mero transcurso del tiempo no aminora, sino que, por el contrario, me arrastra hacia el bloqueo mental.

La razón de ello es, ni más ni menos, el interrogante con el que cada mañana me despierto desde hace cinco meses: ¿hice lo suficiente para evitar la muerte de mi hijo?

Es incuestionable que ante la gravísima acusación de abusos a mi hija de 4 años, totalmente falsa e injusta, me defendí con los recursos jurídicos pertinentes. Era inocente; soy inocente: hice lo que tenía que hacer. Y así se demostró fehacientemente; incluso previa retirada de la acusación fiscal.

Respecto al ámbito y competencia de los recursos mentales y sociales, el juicio que me hago es otro.

Del Síndrome de Alienación Parental, desconocía todo: sus espacios de incidencia, su recepción institucional… su misma realidad.

La primera pista me la proporcionó, en febrero de 2006, una psicóloga del Instituto de Medicina Legal de Aragón, quien me entrevistó con motivo del peritaje psicosocial requerido por el Juez instructor de la causa penal. Le expuse, entre otras muchas cuestiones, mi preocupación por la horrorosa y preocupante evolución del comportamiento de mi hijo Gabriel; entonces con 13 años de edad. Ella me preguntó:

-¿No has oído hablar del SAP? A ti, que te gusta internet, busca por ahí y entérate.

Algunas semanas después inicié una pequeña investigación. Creo que comprendí su significado y mecánica: el proceso cotidiano por el cual un progenitor, generalmente quien disfruta de la tutela y custodia (en España lo son en un 95% mujeres), modifica la conciencia de sus hijos, mediante distintas estrategias, con objeto de impedir, obstaculizar o destruir los vínculos de éstos con el otro progenitor, generalmente el alejado, con el objetivo de conseguir que el hijo lo rechace hasta llegar al odio. Esas lecturas me intimidaron, por sus posibles implicaciones directas en nuestro caso; no obstante empecé a hablar de ello con mi abogada, profesionales del punto de encuentro, psicóloga del Gabinete psicosocial del Juzgado de Familia, etc.

Cometí un primer error; no me puse en contacto con los profesionales españoles adelantados en la materia: por miedo a lo que pudieran decirme, aferrándome a cualquier indicio que supuestamente desmintiera esa posibilidad que íntimamente me aterrorizaba.

En algunos de los escritos dirigidos a los Juzgados llegamos a mencionar tal posibilidad; en el contexto de mi defensa ante la estrategia desplegada por mi exmujer, que vislumbrábamos, de forma progresiva, como destinada a eliminar cualquier vínculo con mis hijos.

Hasta la misma tarde en que fui detenido, allá en octubre de 2005, las relaciones de Gabriel conmigo eran buenas: había mucho diálogo, compartíamos juegos y tareas. Cada vez que llegaba de la capital del norte de España donde trabajaba, de viaje, me recibía cariñosamente: nunca me pidió un regalo, sino que nada más verme siempre me preguntaba, ¡qué generosidad la suya!, “¿has tenido un buen viaje?”

Cuando la policía me trasladaba en su vehículo, camino de la Jefatura Superior, pude verle marchar, de copiloto en el coche conducido por su tía C.: el desconcierto, tal vez el miedo, habían desfigurado su mirada y su rostro; adquiriendo una expresión que casi nunca le abandonaría.

Pocos días después, ya en libertad y a primera hora de la mañana, mientras yo permanecía en una cafetería de los alrededores del colegio, Gabriel, junto a su hermana y su madre, caminaban en dirección a su colegio. Había perdido peso, se movía como un autómata inclinado físicamente, como aplastado por el peso de los acontecimientos. Y su rostro parecía el de un Cristo en agonía. Si algo no escapaba a la evidencia era que sufría; y terriblemente.

Los dos breves encuentros que ambos mantuvimos en el colegio, ese mismo mes de octubre, me confirmaron, dramáticamente, que Gabriel ya no volvería a ser el de antes: una desconfianza radical se había apoderado de él, distorsionando su naturaleza y carácter. Una frase lapidaria suya lo resumía todo: “papá, no te creo”.

Ya, en las visitas desarrolladas en el punto de encuentro a partir de diciembre, desplegó una personalidad desconocida para mí: la de la violencia verbal y física; expresión forzosa de un tremendo sufrimiento moral. Y no podía ser de otra manera: su mundo se había venido abajo. Ya nada sería como antes, sus antiguas certezas se derrumbaban. Su padre, con quien había convivido, jugado y crecido; era presentado por su familia materna, y por el lento sistema judicial, como un peligroso delincuente al acecho de la personita más indefensa: su pequeña hermanita.

Luchó por mantener sus creencias religiosas, puras y firmes hasta entonces. Pero, poco a poco, dramáticamente y sin posibilidad de consuelo y acogida amorosa, salvo la de un milagro, brotó sin contención el miedo, los interrogantes, la desesperanza y la rebeldía: “Dios –pensaría- no podía permitir ese estado de cosas”. Así, Gabriel se sublevaba cada vez que tenía conocimiento de una muerte injusta, de un abuso hacia seres indefensos, de una matanza cruel, de un sufrimiento con ensañamiento. Luchó por creer y confiar. Pero, si no tienes personas alrededor que te muestren la madurez de una fe adulta y que, pese a tanto sufrimiento, te señalen la posibilidad de una vida más humana y con sentido, acompañándote, la lucha se desarrolla contra toda esperanza.

Se deterioró, tanto en cuerpo como en mente y espíritu, gradualmente. Mientras tanto, algunas de las personas que tenía próximas no veían nada, o no querían hacerlo. Y cuando lo hicieron, pensaron que se trataba de un problema que se solucionaría únicamente con pastillas y buenos consejos.

La situación de Gabriel era muy difícil. Debía convivir diariamente con la madre y la hermana, supuesta víctima de un padre al que presentaban, de golpe y porrazo, como un presunto depredador sexual. Si ya no puedes confiar en tu padre, aunque también la relación con la madre sea complicada, no tienes más remedio que agarrarte a ella para no perder la razón. Sería su mecanismo de defensa.

Mientras tanto, los encuentros de fin de semana se desarrollaban con una complejidad creciente, no exenta de actitudes violentas y forzadas. Personalmente, trataba de hacer entender a los profesionales del punto de encuentro que se trataba de un caso de SAP; pero ellos, sin desmentir la hipótesis, otorgaban mayor valor a los avances que, en algún sentido, percibían en nuestra relación. No es una crítica destructiva. Todo lo contrario: su esfuerzo, profesionalidad y entrega están fuera de toda duda, pero hechos tan graves, como acaso inéditos, no son fáciles de afrontar.

Dado su evidente deterioro mental, en febrero de 2006, es decir, a los 4 meses escasos de iniciarse la tragedia, empezó un tratamiento psiquiátrico, del que tuve conocimiento meses después, con ¡P.R.L.!, experto en trastornos de la alimentación, pero no en abusos ni en SAP. Y, además, ¡el psiquiatra compañero de trabajo de mi exmujer que recomendó “investigación judicial por posible abuso” avalando la denuncia penal! Hay que reconocer a mi exmujer una tremenda inteligencia práctica en su intento de controlar la situación, mejor dicho: de manipularla en todos los sentidos.

A lo largo de 2006, sus insultos y amenazas, devinieron, poco a poco, en simple agotamiento, limitados en una pasividad creciente, un bloqueo emocional y académico; un dejarse llevar por los acontecimientos. Se replegó en sí mismo. Ya no buscaba un espacio entre sus iguales. Leía sin parar libros de aventuras y, como expresión de su angustia infinita, textos y más textos de literatura fantástica. Descubrió el rap, una expresión de rabia e inconformismo con la que, inevitablemente, debía identificarse; especialmente con la trayectoria de su admirado Eminem, el estadounidense más grande del género. Pero la violencia, explícita o implícita, de este género no le aportó el sosiego y la paz que tanto ansiaba su espíritu. También desarrolló un creciente gusto por el cine, lejos de esas películas para adolescentes cargadas de terror y escarceos amorosos. Su gran inteligencia se manifestaba rápida y sagaz en las comparaciones del cine con la vida de nuestro tiempo y la suya propia. ¡Qué gran cinéfilo habría sido en los tiempos de aquellos entrañables y desaparecidos cine-clubs!

La tutora de Gabriel me habló en marzo de 2007 muy preocupada; no sólo por su fracaso escolar, habiendo suspendido 9 de 12 asignaturas, sino porque lo observaba desequilibrado: muy maduro en unas facetas e infantilizado en otras; interrumpiendo las clases, reclamando atención, habiendo perdido mucho peso, desconfiando de los profesores... Tal regresión conductual coincidió -en el tiempo- con su declaración en enero de 2007, en el Juzgado de lo Penal, como testigo de unos hechos realmente intrascendentes para el procedimiento penal, pero en los que la madre y su abogada habían cargado buena parte de su estrategia acusadora. No, su regresión conducutual y afectiva no era una casualidad.

Y Gabriel no pudo más. Llegaron sus tremendas crisis, de intencionalidad autolítica, de abril a junio de 2007.

A raíz de sus ingresos hospitalarios y al buen desarrollo de las visitas realizadas a Gabriel con tal motivo, nuestras relaciones, aparentemente, mejoraron muchísimo. Su actitud cambió hacía mí radicalmente: se mostraba más confiado, cercano y, sobre todo, hablador hasta la extenuación. Se levantaron, poco a poco, las restricciones legales para nuestros encuentros, viajando a mi cuidad de residencia en diversas ocasiones. Y recorrimos barrios de la capital aragonesa en la que él residía: descubrimos y jugamos en canchas urbanas de baloncesto, localizamos todas las tiendas raperas de la ciudad….

El desarrollo de las vacaciones que transcurrió en mi ciudad durante una quincena en 2007, pareció alejar de nuestro horizonte vital la existencia de un SAP; circunstancia que me insistieron tanto en el punto de encuentro, como nuestros respectivos psiquiatras.

Pero, pronto, nuevas nubes ensombrecieron ese horizonte que se presentaba hermoso.

En primer lugar, las dos sentencias incuestionablemente absolutorias de la causa penal, en primera instancia y por la Audiencia Provincial, revolvieron a Gabriel en mi contra: “que si había comprado a los Jueces, que si tenía amigos poderosos desde la época en que había sido directivo en un centro del Ministerio del Interior, que si no se puede confiar en la policía, que si era un manipulador que engañaba a cualquiera”, etc. Unos comentarios más propios de un adulto que de un preadolescente. Encontré una resistencia en él, que me desconcertó por inesperada, y que atribuí al envenenamiento mental infringido por su entorno a lo largo del proceso y, tras consultarlo con algunos de los profesionales citados, a la lucha interior que sufriría, provocada por un lógico conflicto de lealtades. “Si mi padre es totalmente inocente, ¿cómo me he comportado yo?, ¿puedo confiar en mi madre, puedo creer a los jueces, puedo creer en alguien?” Ese tipo de dilemas morales, que yo entendía esenciales para su sanación y desarrollo afectivo positivo, llegué a planteárselo apremiantemente a P.R.L., su psiquiatra. Le pedí, en una ocasión, que le explicara que yo era inocente y que tenía que trabajar para que Gabriel apreciara lo positivo del nuevo escenario. Su respuesta fue: “ni es mi obligación, ni me lo ha demandado el usuario”.

Y yo seguía obcecado, pues pensaba que su malestar se debía, por una parte, a una personalidad enfermiza, herencia genética en parte de su abuela por lo que respecta a esos reflejos bipolares que manifestaba en modos diversos, y al doloroso encaje de unos hechos vitales que le provocaban un insufrible malestar interior.

Se sucedieron otros incidentes, como el que sufrió en abril de 2008. Aquella tarde me presenté en su colegio para recoger a Gabriel; lo que trató de frustrar la madre acudiendo al mismo con dos policías. No lo logró, pero algo que sí consiguió acrecentar en Gabriel fue la asociación “padre/violencia”. Y yo, ciego como otras veces, no entendí el incidente como otra clara maniobra de SAP.

Ingenuamente, yo seguía pensando que se trataba de una lucha a largo plazo, con avances y retrocesos y que, en su crecimiento, sumado a su conocimiento de la verdad, llegaría a sanar. Sin embargo, a modo de ejemplo, hasta tal punto llegó la distorsión y confusión de Gabriel, que, a causa del suceso anterior, me reprocharía, meses después, que yo hubiera acudido al colegio con la policía para perjudicarle.

Gabriel, por su propia naturaleza, era muy bondadoso y tendía a pensar bien de la gente, y en el bienestar de los demás por encima del suyo propio; si bien esa tendencia se fue modificando, desarrollando una feroz mirada hipercrítica. Y es que tenía muchos motivos para desconfiar de la realidad…

Otra circunstancia que fue ocasión para él de un enorme desasosiego, fue la normalización, durante meses progresiva, y finalmente definitiva, del régimen de visitas con mi hija pequeña. Gabriel no lo aceptaba: quería que las cosas siguieran como estaban. Para él era más sencilla una relación personal conmigo durante los fines de semana, sin cargas ni obligaciones extras. Y, desde que viajamos los tres a mi ciudad de residencia, rebrotó la tensión hasta niveles insoportables inicialmente, para menguar poco a poco. De hecho, por lo menos al principio, se sentía obligado a “vigilarme”, fiscalizando mi proximidad física a la niña y el tiempo que pudiera permanecer con ella; al igual que en nuestro encuentros supervisados en el punto de encuentro. Lógicamente, esos fines de semana se desarrollaron de manera insoportable: agresividad, tensión, amenazas directas... Yo exponía esa situación a mi abogada, quien me respondía recordándome que no era psicóloga: pero, por elemental justicia, debo aclarar que su implicación siempre ha sido total. También la expuse, angustiado y en numerosas ocasiones, tanto personalmente, como por teléfono, a P. R. L., quien trataba de animarme diciéndome que:

- Lo estás haciendo muy bien como padre, confiemos en que Gabriel madure. Siempre necesitará atención psicológica, pero poco a poco avanzamos.

Y en el punto de encuentro, dado que Gabriel ya no era un usuario del servicio, desde que ambos nos veíamos en el exterior, se sentían totalmente limitados en su capacidad de movimientos. No obstante, aportaron ideas y capacidad de escucha, posibles recursos externos…

Yo me agarraba a cualquier clavo ardiendo. Así, algunos fines de semana, en lugar de quedar los tres el viernes en el punto de encuentro para viajar a mi ciudad, le recogía en otro barrio no muy lejos de su casa. Y yo lo interpretaba como un avance en la relación, pensando, erróneamente, que su nivel de confianza hacia mí aumentaba.

Y el desarrollo de cada fin de semana -inicial agresividad, progresiva normalización, cordialidad gradual- también lo racionalizaba como el deseo más o menos inconsciente de Gabriel de volver a tener un padre como Dios manda. Pero me equivoqué en eso y en otras muchas cosas: se trataba de un síntoma de extrema gravedad, aunque yo fuera incapaz de reconocerlo entonces.

En marzo de 2009 me desplacé –una vez más- a esa ciudad aragonesa al objeto de hablar con los tutores de mis dos hijos. La tutora de Gabriel me manifestó serias dudas de que estuviera capacitado para estudiar bachillerato, siendo su rendimiento muy bajo; suspendiendo con notas bajísimas las principales asignaturas: matemáticas, inglés y lenguaje. Su comportamiento, no obstante, aseguraba, era bastante bueno, manifestando un “muy buen fondo” personal. Pero, ya en junio, mi exmujer, pese a no recomendarlo ni la tutora ni el psiquiatra de Gabriel -quiénes terminaron aceptando la propuesta aunque sin entusiasmo- se empeñó personalmente en que estudiara bachillerato. Por mi parte, le hablé de otras posibilidades, tales como la Formación Profesional. Inicialmente no tomó mal la idea, pero, ya en vacaciones, me objetó que estudiaría bachillerato, pues “únicamente tú (por mí) quieres que estudie esas mierdas de cocinero o jardinero”. ¿Más manipulación de su entorno?

Pasamos los tres juntos 40 días de vacaciones en el verano de 2009. El balance no fue del todo negativo, pero Gabriel manifestó una verdadera fobia a relacionarse con otros iguales y mantuvo algunos enfrentamientos verbales conmigo, pues quería controlar el juego, el espacio y la modalidad de relación que yo mantenía con mi hija, así como los modos de ocio de los tres: ¿seguía asumiendo, voluntaria o forzosamente, un papel de policía que no le correspondía, acaso inculcado por alguien muy próximo?

En ese contexto, ya en el otoño de 2009, me animé a leer un libro, sin que tuviera demasiado interés inicialmente, pues pensaba -¡quería pensar!- que la problemática que arrastraba Gabriel poco tenía que ver con esta perspectiva: El Síndrome de Alienación Parental. 80 preguntas y respuestas, de Doménech Luengo y Arantxa Coca (Viena Editorial, Barcelona, 2009).

Afrontar la situación global de Gabriel desde la perspectiva del SAP se me mostraba, aparentemente, como una vía inexpugnable: ya existía un cauce tratamental operativo y aceptado, el del psiquiatra, y no parecía ni factible ni oportuno probar con otros métodos o perspectivas, que hubieran provocado en Gabriel una reacción imprevisible y, acaso, extrema; que percibiría en todo caso, alentado por los sujetos alienadores que le rodeaban, como una auténtica agresión mía. Continuar con la línea estratégica de relación que venía desarrollando con Gabriel, era el fruto meditado, y en parte experimentado, de una seria reflexión en torno a la elección del “mal menor”: no quería provocar más tensiones. Concurría otro temor: enfrentarme a lo “políticamente correcto” y entrar en una suerte de polémica ideológica que me desbordaba, dada la agresividad manifestada por las activistas ultrafeministas.

Y dada la evolución personal de Gabriel a lo largo de todos estos años, pensaba que –acaso- su comportamiento se desenvolvería prioritariamente determinado por la dinámica propia de un trastorno de personalidad, que entendía mejor o peor tratado.

En cualquier caso, la lectura del libro me horrorizó.

Así en la pregunta 35 se manifestaba la existencia en la persona alienadora, de los siguientes rasgos:

- Comportamientos caprichosos.
- Pensamientos absolutos.
- Distorsiones obsesivas.
- Gran dificultad para reconocer el error.
- Radicalizado sentido del orgullo.
- Costosa comprensión de lo que dice el entorno.
- Autoprotección y protección ajena.
- Tendencia muy acusada, observable y visual de la violencia verbal, que llega a romper cualquier norma de respeto.<
- Incapacidad de negociar.

Pero, ¡si parece que estuviera describiendo a mi exmujer!

También se describía el “efecto meseta”; modalidad de comportamiento prototípica del menor alienado en el desarrollo de las entregas y en la convivencia con el padre alejado. ¡Tal era el modo de comportamiento de Gabriel en los últimos meses!

Pero lo que más me alarmó, fue la lectura de los posibles efectos psicológicos de la exclusión de un progenitor en la vida de un menor. A corto plazo: ansiedad, problematización, somatización. Todo ello Gabriel lo venía desarrollando desde el inicio del conflicto, arrastrando, por ejemplo unos dolores fortísimos de espalda que carecían de base fisiológica, además de otros estomacales, que parecieron extremarse en el último otoño de su existencia. Pero a largo plazo, y como expresión de mayor gravedad, estos expertos hablaban del Síndrome abandónico, por el que el menor se sentiría rechazado, excluido por su entorno social, con enormes dificultades a establecer relaciones afectivas con compromisos. Ese cuadro concordaba con su carencia de amigos, con su rechazo visceral hacia el otro sexo. Y continuaba acerca de las probables crisis existenciales y de ansiedad; de modo que si no se consiguen resolver sus sentimientos de culpabilidad, los menores alienados quedan atrapados en una línea autodestructiva. ¿No era, en resumen, la historia durante estos cuatro años, de Gabriel?

También describía el texto que, como efectos de una programación mental, de características sectarias, el menor se comportaba como un adulto prematuro: ello explicaría sus juicios hipercríticos, más propios de un adulto “de vuelta de todo”, y su papel de “policía” y vigilante en diversas fases de nuestra coexistencia; entre otros síntomas.

Debo confesarlo: con los antecedentes de mi hijo y tales informaciones, me entró el pánico, al reconocer esos síntomas claros de una problemática que entendía descartada y que podía precipitarle fatalmente al abismo, acaso como respuesta a algún estímulo reactivo.

Si mi primer error fue no contactar con profesionales expertos en estas materias, el segundo fue el autoengaño al que me sometí, en un intento de sostenerme en la esperanza de la sanación de Gabriel y en –lo que consideraba secundario- una normalización de nuestras relaciones; aunque tardara años en conseguirlo.

Gabriel fue una víctima del nivel de conflicto más alto que puede darse entre progenitores, salvo, acaso, el asesinato. Además, era la víctima más débil, dada su frágil personalidad. Pero ni jueces, profesionales sociales, psiquiatras, psicólogos, docentes…; ninguno de todos los profesionales participantes en este proceso fue capaz de mirar más allá de los límites de su propia disciplina, y, no pocos de ellos, desde la rutina, los tópicos, las vagas e inespecíficas expectativas, y lo “políticamente correcto”.

Por todo ello, ante las preguntas de si Gabriel fue víctima del SAP, y si yo pude hacer algo más, debo responder, escuetamente sí en ambos casos. Así de sencillo, así de duro.

¡En cuantas ocasiones he intentado ponerme en el lugar de Gabriel! Siempre percibí que ser instrumentalizado, en aras de un proyecto de odio, únicamente podía acarrearle más y más sufrimientos. Y a la desconfianza hacia mí, se sumó la dirigida hacia su madre y el resto del mundo.

Encontró otra dificultad añadida: la cobardía de quienes pudiendo frenar a su madre, en esa loca carrera destructiva, no lo hicieron: es más, en la mayoría de los casos, ni siquiera lo intentaron.

Y es que la madre empleó otras muchas armas, además de la manipulación mental de Gabriel: durante años sostuvo en todo tipo de entornos que existía una orden de alejamiento hacia ella y mis hijos, lo que nunca se produjo. Llamó por teléfono a mi trabajo afirmando que había hecho cosas aberrantes, a mis familiares y a algunos amigos. Rompió todo tipo de relaciones personales, incluso con profesionales, directas o indirectas. No he podido hablar por teléfono con mis hijos, pese a resoluciones judiciales emitidas a tal efecto. Ha roto todo contacto con el punto de encuentro desde hace años. Familiares suyos me han llamado amenazando e insultando. Cada vez que me veía por su ciudad, llamaba al Servicio de Atención a la Mujer (Policía Nacional) para que me “hicieran algo”, pues según ella, yo no podía ir por esa ciudad. Sostuvo, ante médicos varios, que mi hija acudía a tratamiento psiquiátrico por secuelas de abusos, y a una inexistente comisión de maltrato a la mujer de un Centro de Salud en el que mi hija era totalmente desconocida; cuando ambas afirmaciones eran totalmente falsas. Incluso trató de impedir físicamente que pudiera salir del punto de encuentro con mi hija, previa autorización judicial de esa modalidad de visita, en la primera ocasión en que ese avance tendría lugar; etc., etc.

Por mi parte, mis llamamientos de alarma, peticiones de socorro, propuestas de mediación o de sinergias de los diversos recursos, fueron constantes y crecientes a lo largo de todos estos años: visité centros psiquiátricos juveniles, recursos educativos extraordinarios, consulté expertos en varias ciudades; incluso en Madrid. Pero era una lucha sin expectativas; aunque yo entonces no era consciente: únicamente era un padre alejado forzosamente, criminalizado, estigmatizado socialmente, desorientado. No pocos profesionales me apoyaron de un modo u otro, pero, realmente, la llave la tenían su madre… y el psiquiatra. La primera, por odio patológico, era incapaz de mirar más allá de su propio dolor y de su personal cruzada contra mí; el segundo, permanecía prisionero de sus contradicciones y limitaciones, que apenas podía enmendar. Por su parte, el juez vivía en otra realidad: fría, distante, burocratizada, alejada…

A mediados de noviembre de 2009 viajé por enésima vez para entrevistarme con su psiquiatra y su tutora, no en vano me encontraba muy preocupado por la evolución general de Gabriel. Acaso intuía algo, espoleado por la lectura de ese texto, aunque sin lograr esquematizar y racionalizar los motivos concretos de mi creciente desazón.

Su psiquiatra, dados los antecedentes, temía una reacción desmedida de Gabriel ante el esperado y estrepitoso fracaso escolar de su primer trimestre en Bachillerato.

Por su parte, la tutora, a quien expuse mis temores abiertamente, me trató con frialdad, desconfianza e ignoró todas mis propuestas.

Conocedor de sus numerosas asignaturas suspendidas, en el transcurso del último fin de semana que vino a mi domicilio (27 a 29 de noviembre de 2009), traté de prepararle psicológicamente, desde mi mínima capacidad, hacia la formación profesional. Ante mis asertos, percibí que asentía mecánicamente. En realidad, Gabriel estaba cerrado a cualquier alternativa: ya no contemplaba futuro alguno a su vida. Lo supe después…

A los pocos días de mi visita, el 9 de diciembre, tras una bronca monumental propinada por su madre al encontrarle el boletín de notas que él había ocultado, tragó numerosas pastillas de benzodiazepinas. Fue ingresado en psiquiatría durante 8 días; unos 4 más de los que establecen los protocolos de ese Centro para los intentos autolíticos, según me explicaron los psiquiatras del servicio. Fue dado de alta el jueves siguiente, día 17. Y el lunes inmediato, el 21, se prendió fuego en el domicilio materno, falleciendo 8 días después; el 29 de diciembre de 2009.

La causa inmediata de este holocausto fue, tal vez, el fracaso escolar, a lo que se sumaba su sentimiento de inferioridad, su nula inserción entre los muchachos de su edad, la ausencia de gratificaciones, las heridas morales tan profundas sin cura posible…

Pero nada de ello se explicaría sin toda la trayectoria anterior. No puede hacerse un paréntesis de todo lo acaecido en su vida y, para tranquilidad de todos, cargar en su libertad, y en su malestar ante el inmediato fracaso escolar; relegando las inhibiciones, torpezas, indiferencias y maldades de todos los que, pudiendo y siendo su obligación, apenas nada hicieron para evitar tan fatal desenlace.

Es inimaginable el sufrimiento que padeció durante esos espantosos 50 meses: moral y físico. Me aterra pensar lo sólo que se sintió; y traicionado, y asustado, y dolorido, y angustiado hasta la muerte…

Qué pude sentir yo y mis familiares amigos más íntimos en esos días finales, cómo lo vivimos, se puede imaginar algo; pero no es lo relevante. Lo realmente importante es que un chaval joven, provisto de enormes cualidades, con toda la vida por delante, falleció de uno de los modos más dramáticos que nadie pueda imaginar.

Se me dirá que se trata, en suma, de una más de las escandalosas carencias de la salud mental en nuestro país. Y en parte también es cierto. Pero no me consuela. Ni me lo explica. Ni, mucho menos, lo justifica. Pues falló lo más importante: un correcto diagnóstico de la situación y la adopción de medidas acordes con el mismo, tanto a nivel legal, como social y psiquiátrico. Y todo ello, por “imperativo legal”.

Tuve conocimiento de su postrer intento a las 17 horas de aquel fatídico 21 de diciembre a través de la voz aterrorizada de mi abogada. Los policías encargados de la investigación no contactaron conmigo: yo los localicé; finalizando sus pesquisas con un escueto informe. En el Tribunal Tutelar de Menores me personé de motu propio, aportándoles el certificado de defunción. Un funcionario me transmitió su pésame, a la vez que me comunicaba que el caso sería archivado. El Juzgado de lo Penal, igualmente, archivó el asunto, por no ver indicios de delito. Y, desde Fiscalía de Menores y el Juzgado de Familia, conocedores del asunto vía Servicio de Encuentro Familiar, no se molestaron en transmitir su pesar, si es que lo experimentaron, ni desarrollaron iniciativa procesal alguna. Nadie de su nuevo colegio, ni de la orden religiosa rectora, contactó conmigo, ni me acompañó en la agonía de esos terribles días; aunque sí tres de sus antiguos profesores de otros años. Nadie parecería ser competente. Nadie se movilizó más allá de lo que prescriben unos protocolos que, a mínimos, únicamente persiguen “cubrir el expediente” y sus espaldas, en un marco de rutina, fatalismo, desinterés, incompetencia y ausencia de compromiso con los más débiles. Nadie se movilizó particularmente por ello. ¿Seguro que, alguno de ellos, no incurrió en responsabilidades legales? Si Gabriel estaba enfermo mentalmente, de modo que no era responsable de sus decisiones, ¡alguien tenía que serlo por él! Por su debilidad, por ser menor, por su estado de extrema y evidente necesidad. Es triste, pero hay que decirlo: ¡un preso de una cárcel española está más protegido de sí mismo, en su salud mental, que un adolescente!

Puede parecer una nota de humor negro pero, el de Gabriel es un contundente ejemplo, totalmente rechazable, de la crónica de una muerte anunciada: porque entre todos lo mataron, y él solito se murió.

Gabriel murió destrozado por dentro y por fuera. La última vez que nos vimos en vida, cuatro días antes de su holocausto, afloró el Gabriel que había conocido: sensible, empático, amoroso. Me acarició el rostro ¡por primera vez en años! y me dijo que… ¡me quería! Ante el horizonte de una muerte inevitable, que él había decidido, cayeron en su interior todos los prejuicios, todas las inhibiciones, todas las interferencias y manipulaciones. En una misteriosa conjunción de fatalidad y sencillez, Gabriel volvió a ser, por unos momentos, el entrañable ser humano, humanísimo, que siempre fue. Sus carceleros, maltratadores y los cobardes e irresponsables que le rodeaban, no pudieron censurar que -en un supremo gesto de humanidad, sencillo y directo- resurgiera la extraordinaria persona que fue. Estaba derrotado, desesperanzado; con esa desconcertante pero muy conocida tranquilidad que caracteriza a quien ha tomado esa definitiva y desesperada decisión.

Gabriel ya no está físicamente conmigo. Y lo hecho muchísimo, y dolorosamente, de menos. Y me arrepiento de mis faltas; por no haber sabido dar siempre la talla. Y me río con algunas de sus alegrías y entusiasmos que rememoro, y lloro con su sufrimiento que nunca ha dejado de golpearme en estos casi cinco meses de ausencia. Me queda el recuerdo y a veces, el sentimiento de su amor, la única fuerza que puede cambiar a las personas, mantenerlas en la esperanza y cambiar el mundo; un amor reflejo y manifestación del único Amor verdadero, ese que puede sustentar todo esfuerzo por una vida más humana que jamás se regala: se conquista con la lucha.

Gracias, queridos amigos, por vuestra lucha».

·- ·-· -······-·
Redacción



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