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Entre las columnas de Hercules: Un virrey y en la emancipación americana

por Ignacio Vargas Ezquerra

El virrey José Fernando de Abascal y Sousa (1806-1816) sobrevivió hábilmente a la crisis dinástica de 1808 y salvó al virreinato del Perú del conflicto interno, que trastornó a los otros virreinatos americanos de Río de la Plata, Nueva Granada y Nueva España, así como a las capitanías generales de Caracas y Chile desde 1809-1810..

Por medio de su política de reciprocidad, Abascal pudo trascender la tensión entre españoles y americanos con la perspectiva de volver del revés la política carolina desde la década de 1770. La política conservadora de Abascal combinó la defensa del orden establecido con una contraofensiva exterior. El gobierno limeño se aprovechó de las revoluciones criollas en Quito, el Alto Perú y Chile para restablecer el control peruano entre 1809 y 1815. Este nuevo gran Perú contrarrevolucionario presentó un reto formidable a los regímenes revolucionarios de Nueva Granada y Buenos Aires. Este último fracasó por tres veces en el intento de establecer su control sobre el Alto Perú, que Abascal volvió a unir a Lima en 1810. Efectivamente, los dos bastiones del legalismo absolutista en América del Sur fueron el Perú y el Brasil, este último centro de la monarquía portuguesa del momento. Abascal se presentó como el auténtico virrey en el momento de la Emancipación. Él fue realmente el único virrey del momento, puesto que Iturrigaray en Nueva España, Hidalgo de Cisneros en Río de la Plata y Amar y Borbón en el de Nueva Granada, carecieron en su actuación de aquellas cualidades que deben caracterizar la función de representación de la realeza, que es consustancial a la personalidad del virrey. Se hallaron tan sorprendidos por la novedad y tan carentes de iniciativa personal, que pronto fueron arrastrados por los acontecimientos, excepto Abascal, que no pudo aceptar una actitud expectativa e inhibitoria. Fue un hombre con energía, decisión e iniciativa propia, lo contrario del tipo de virrey creado por las reformas borbónicas, recortado en sus atribuciones y simple ejecutor. La época en que éste gobernó el Perú atravesaba por una completa crisis de autoridad y, para un militar de casta como él, nada podía ser más lamentable que encontrar en los gobiernos peninsulares nuevas ideas que minaban, a su juicio, su autoridad más que las reformas borbónicas. Por el hecho de no resignarse a actuar débilmente en una época crítica, Abascal procedió como autoridad independiente.

Por entonces se produjo el golpe más duro que sufrió la unidad de los dominios de la Monarquía Hispánica provocando, además de una crisis institucional del virrey y de los virreinatos, una crisis de las personas. La situación creada por el movimiento emancipador exigía al virrey desenvolverse operando sobre otras bases constitucionales completamente distintas. La postura revolucionaria hizo triunfar la idea de que siendo el virrey nombrado por el rey, desde el momento en que dejara de existir la autoridad real, la autoridad del virrey fenecía automáticamente. No pudo darse efecto más contrario al que pretendían los teóricos anunciadores de la libertad, puesto que el resultado inmediato fue recortar todavía más la limitada autoridad de los virreyes, cuando la más elemental medida política, ante una conmoción revolucionaria, era la de reforzar enérgicamente los resortes del poder.

Sin embargo, Abascal salvó la crisis constitucional con un verdadero alarde de tino político, mediante el que fue capaz de conciliar la obediencia al gobierno metropolitano, reprimir los intentos revolucionarios, recompensar a sus servidores, mantener los Reales Ejércitos, socorrer fuera del Virreinato a todas las autoridades en peligro de ser rebasadas por los insurgentes, en unas circunstancias en las que todo le era necesario y todo era poco para las atenciones del propio Perú, y lograr la formación de un partido americano criollo realista para hacer frente a los partidarios de la Independencia. La actitud firme e irreconciliable del Virrey hacia los revolucionarios y descontentos fue, quizá, el factor más decisivo en el mantenimiento de la autoridad española. Contrario a otros débiles representantes, que se rendían dócilmente a la presión en otras partes del imperio, estaba constantemente en guardia, decidido a sostener el sistema absolutista en el que creía, desaprobando no sólo la vacilación de sus colegas en otras partes de la América española, sino también las políticas conciliadoras de los sucesivos grupos que habían tenido la autoridad en la Península. Reveló en tan difíciles circunstancias talento, sagacidad y decisión, dotes que se pusieron reiteradamente de manifiesto cuando el ejemplo de las revoluciones americana y francesa, además de los conflictos en la propia metrópoli, agitó a todos los estamentos del Perú. Su prestigio personal y sus cualidades de estadista, a la par que su actitud recta e inquebrantable, le ganaron el respeto y la simpatía de la población limeña, si bien es verdad que la contrapartida de esta adhesión fue de veras onerosa en el campo económico. Con este objetivo, Abascal adoptó una política de conciliación y acercamiento a las elites americanas, especialmente a los intereses ya concedidos por la política borbónica del siglo XVIII. Su política en Perú no fue innovadora, ni mucho menos abrupta, sino continuadora de un proceso de acercamiento entre el gobierno virreinal y las elites limeñas, que ya había comenzado. La habilidad política de Abascal le permitió sobrevivir en una situación potencialmente peligrosa en la cual la elite limeña, sinuosa e intrigante como siempre, estaba buscando maneras para promover sus propios intereses.

La hipótesis esencial que hemos pretendido demostrar en este libro se centra en los aspectos políticos, judiciales, económicos, intelectuales, militares y religiosos que empleó José Fernando de Abascal y Sousa durante su mandato como virrey del Perú a lo largo del primer tercio del siglo XIX -concretamente entre julio de 1806 y julio de 1816- para mantener fieles a la Corona los territorios ultramarinos a él encomendados. Por todo ello, a lo largo del desarrollo de esta obra, hemos ido desgranando cronológicamente los principales hechos que acontecieron durante todos estos años de mandato virreinal, desmenuzando cada uno de ellos en diversos capítulos que nos han ayudado a ver cómo se las ingenió el Virrey para defender la causa realista y cuál fue la reacción de la elite social peruana a sus exigencias.

Concretamente, durante el primer capítulo, “Una dilatada carrera de servicio al Rey (1762-1804)”, hemos explicado brevemente sus largos años de servicio en tareas de carácter eminentemente castrense, sin por ello olvidar su labor burocrática en todos los lugares donde debieron de defenderse los intereses de la Corona. De gran importancia para la tarea que posteriormente desempeñó como virrey del Perú fue, por ejemplo, la forma de trabajar que Abascal desarrolló en los asuntos públicos durante sus años de Gobernador y Comandante general en Guadalajara de Nueva España.

Este asturiano ingresó pronto en el Arma de Infantería, donde aprendió gradualmente el arte de la estrategia que de tanto le sirvió después en América, desde las playas de Argel hasta los campos del Rosellón, sin desdeñar para nada su dilatado servicio en las provincias indianas comenzando con Santa Catalina y la Colonia del Sacramento, pasando por Santiago y La Habana hasta llegar a Guadalajara. En él hemos visto cómo se forjó un militar que –al igual que otros compañeros de profesión- ejerció también un mando político conforme avanzó en edad y experiencia, sabiendo siempre conjugar ambas al servicio de la Monarquía Hispánica. De hecho, estuvo tan ocupado en sus destinos que poco dedicó a sus asuntos personales, como fue su matrimonio tardío.

En el segundo capítulo, “La larga marcha al Perú (1804-1806)”, se ha trabajado el periplo alargado y costoso que supuso el traslado de Abascal a su último destino, causado por los rápidos cambios que se dieron en la política internacional de entonces. Sin embargo a éste inconveniente supo sacar partido el nuevo virrey al conocer, de primera mano, el territorio que fue objetivo de su inmediata acción de gobierno.

Un hecho relevante en la carrera político-militar de Abascal fue el ascenso, desde la gobernación de la Guadalajara novo hispana al virreinato de Río de la Plata, que se vio truncado a causa del apresamiento, por parte de los ingleses, de la embarcación en la que navegaba. Su periplo desde Veracruz a La Habana y de ahí -ya preso- hasta las Azores y Lisboa fue un aldabonazo a su conciencia de estadista al que pronto puso remedio. Sacando fuerzas de flaqueza, hizo un viaje tan largo como provechoso cuando fue removido de su anterior empleo, sin estrenar siquiera, al de virrey del Perú. Jamás mandatario peruano alguno había hecho un trayecto de 3.500 kilómetros de marcha terrestre entre Sacramento y Lima, cuando lo habitual había sido la ruta marítima Cádiz-La Habana-Veracruz-Panamá-Paita y de ahí, por tierra, hasta la Ciudad de los Reyes. Su aprovechamiento fue hecho por un hombre habituado a las penalidades de la vida castrense y a su olfato político.

El tercero de ellos, “Las iniciativas de un ministro ilustrado (1806-1808)”, supuso el reflejo de su espíritu cultivado, que se plasmó en acciones encaminadas a favor de los súbditos españoles americanos del Perú; entendiendo éstos como la elite social, a sabiendas de que toda medida tomada desde un organismo público en cualquier dirección no era baladí sino que, por el contrario, iba encaminada a granjearse las simpatías de los mismos. Por este motivo, Abascal se centró en asuntos de salubridad pública, cultura y defensa, que le sirvieron de apoyo en los momentos difíciles por los que atravesó el Virreinato, tanto en el interior como en el exterior del mismo.

La elite social peruana de la época demostró -dentro de la gran amalgama de razas y lenguas existentes- estar cohesionada gracias al linaje al que pertenecieron, al nivel de vida que ostentaron y, ante todo, a la cosmovisión común del momento presente que les tocó vivir, que se centró en los campos político, judicial, económico, intelectual, militar y religioso. Adscribiéndose toda esta elite al conjunto formado por aristócratas, mercaderes y terratenientes y eclesiásticos. Con ello rompemos una lanza contra la visión historiográfica nacionalista, que encontraba en la raza y el lugar de nacimiento elementos fundamentales y exclusivos para entender el comportamiento de la elite social americana en su conjunto y peruana, en particular, frente a la española, durante la época que aquí estudiamos.

Aunque el aristócrata criollo no era el peninsular en cuanto a su apego a las rentas fijas despreciando las variables, sí que tuvo una sed de títulos encomiable y que, claramente, reflejamos a lo largo de todo este estudio. Además, no fue una nobleza cortesana en el sentido europeo del término (aduladora, domesticada e indiferente, en ocasiones, a los avatares del reino) sino exigente para consigo misma y para con el representante real, a la par que culta y refinada como pocas del viejo continente. Igualmente, tuvo otro ingrediente particular que fue la necesidad de diferenciarse de las múltiples castas que pulularon por América -en Europa tan sólo tuvieron conocimiento de las mismas por medio de frescos y litografías- pero no por desprecio racial sino por consideración a su estatus y todos los privilegios que ello conllevó. Por otra parte, el ingreso en el mundo aristocrático americano fue más fácil que en España, pero más arriesgado. Así fue siempre la aventura americana.

El otro elemento de la elite peruana, los mercaderes y terratenientes, siempre fue mucho más inquieto a la hora de introducirse en el mundo nobiliario. Poseían grandes fortunas gracias a sus florecientes comercios con el mundo exterior –en contraste siempre con el provincianismo y autarquía interior- que la Monarquía les brindó, pero su afán se concentró en los privilegios jurídicos, propios de los aristócratas, que a ellos les estaban vetados. Sin embargo, en una sociedad con tantos matices, joven, emprendedora y -como en casi todo- tan lejos de la “Madre Patria” no puso objeciones a la hora de establecer fecundas relaciones entre una nobleza depauperada en ocasiones y una incipiente burguesía enriquecida, que ansió los fueros de los notables. Esta, empero, fue mimada por el virrey Abascal cuando les reabrió las alhóndigas altoperuanas, rioplatenses y quiteñas sin olvidar las chilenas, con la contrapartida que le brindaron en su, siempre exigente, política impositiva con el fin de pagar los gastos de su acción de mando, tanto en tiempos de paz como de guerra.

Finalmente, el tercer elemento de la elite social peruana de la época, estuvo formado por los eclesiásticos. La Iglesia vivió unos tiempos de cambio que fueron más sangrantes en Europa que en América, pero el laicismo cada vez más fuerte del Estado -que ya se vio con la expulsión de los jesuitas- llegaría a su paroxismo con la desamortización durante el primer tercio de siglo en la España peninsular. Los ministros ordinarios también tuvieron sus diferencias internas, entre los elevados a la categoría de obispos y provinciales de órdenes religiosas y los responsables de sus parroquias y curatos, como fueron los presbíteros y misioneros. Por otro lado, la vida de fe gozó de buenos momentos pero sus integrantes sufrieron, como los demás mortales, las asechanzas propias de su tiempo.

En relación con las políticas de orden interno, el virrey Abascal se centró, como buen ilustrado que era, en aspectos sanitarios y culturales. Entre los primeros destacamos el apoyo a la vacunación antivariólica de los súbditos peruanos, aprovechando la expedición del doctor Salvany por tierras hispanoamericanas y con el apoyo del protomédico Unánue. Otra medida ilustrada fue la creación, fuera de los muros de la ciudad de Lima, de un cementerio para evitar enfermedades contagiosas que se pudieran acarrear del hecho de enterrar a los muertos dentro de las iglesias y conventos capitalinos, para lo cual hizo una cuantiosa inversión apoyada por aportaciones dispares y con el claro sostén del alto clero limeño así como del colegio médico. Entre el segundo tipo de medidas, surgió la creación del Colegio de Medicina y del Jardín Botánico (contando para ello con claustro de profesores, biblioteca, salas de prácticas, etc.) para la formación de galenos y especialistas, para lo que Abascal contó con muchos de los ilustres hombres peruanos y de los antiguos territorios virreinales como Quito y Santa Fe. La razón que le llevó a ello fue la observación que hizo, durante su penoso recorrido de toma de posesión, de las carencias que sufría gran parte de Sudamérica en esta materia. También cabe destacar, entre las iniciativas de carácter cultural, el empuje a los colegios de San Pablo y del Cercado para la instrucción de los hijos de la elite peruana y la fundación del Colegio de Abogados capitalino, netamente criollo.

En relación con las actividades de orden externo, destacaron las llevadas a cabo en armas y dinero a favor de Liniers y Elío en la defensa de Buenos Aires y Montevideo, respectivamente, frente a los ataques de invasión británica comandadas por Beresford y Wizeloch entre 1806 y 1807, como claro ejemplo de la nueva guerra habida entre España e Inglaterra por la hegemonía del mundo marítimo. Pero el virrey Abascal no se limitó, como hemos visto, a prestar eficaz ayuda a un ataque concreto, sino que puso en marcha todo un ambicioso y acertado plan de defensa de la ciudad de Lima, el puerto del Callao y sus alrededores, la reparación de la antigua fábrica de pólvora y la reorganización de los Reales Ejércitos. Entre éstos últimos destacamos la atención perentoria que le dedicó al Arma de Artillería como ingenio de defensa y ataque de gran eficacia en las nuevas guerras que se avecinaban sin olvidarse, obviamente, de las armas de Infantería y Caballería, de entre la que destacó la creación de un regimiento de patricios (“La Concordia Española en el Perú”, cuyo nombre fue el mismo que se le dio a Abascal como título de Castilla en 1812), como símbolo de la unión entre los españoles peninsulares y americanos que se reveló de gran eficacia por su simbolismo en la contienda civil americana. Otro elemento de suma importancia en la defensa de los intereses de la Corona fue la reorganización de una flotilla que custodió los mares del Sur contra extranjeros e insurgentes. Como hemos podido comprobar, todo en él fue previsión, buen juicio y eficacia, unidos al apoyo y halago de la elite social peruana de su época.

Durante el cuarto capítulo, “La sagacidad de un político (1808-1810)”, al cambiar el cariz de las circunstancias, se vio el Virrey obligado a poner toda su atención en objetivos más apremiantes. En un momento de ineludible crisis institucional, como era la ausencia de la cabeza política de la Monarquía y la invasión militar de la metrópoli por tropas extranjeras, hemos observado cómo Abascal reaccionó hábilmente ante tales hechos.

En Europa las cosas llevaban años poniéndose feas -a raíz de las revueltas habidas en Francia- que afectaron tanto a España como a otros tantos países de su entorno. Sin embargo, lo peor aún estaba por llegar. Coronado Napoleón emperador de los franceses, se lanzó a una política de expansionismo que logró la dominación de todo el continente europeo, a excepción de los reinos peninsulares ibéricos. Con la astucia y el engaño, logró aprovecharse de la división interna de la Familia Real Española, secuestrándola y colocando en los tronos luso e hispano a reyezuelos bajo sus órdenes. De este modo, la Casa de Borbón había sido borrada del mapa y las Indias -teóricamente- a su merced. En los virreinatos españoles, la noticia provocó una gran crisis. Las noticias generalmente confusas, la ineptitud de muchos de sus gobernantes para ejercer el mando en tiempos de crisis y el revanchismo de parte de la elite criolla, fueron los ingredientes de un cóctel, para algunos, difícil de digerir. Estalló de este modo la Guerra Civil Hispanoamericana que acabó con la segregación de las provincias de ultramar americanas respecto de la metrópoli. A pesar de que al Perú nunca llegaron tropas galas, sí que es cierto que llegaron emisarios a otros virreinatos, así como cartas invitando a la colaboración con el nuevo orden a varias personalidades con responsabilidad en puestos clave de gobierno. De este hecho, se aprovechó la tradicional alianza anglo-lusa para apoderarse de las ricas posesiones americanas pero, gracias a los avatares bélicos peninsulares favorables a los españoles (Bailén), pudo dicho pacto ser conjurado. Por esta misma razón, el astuto Abascal se adelantó a jurar lealtad al rey Fernando VII, haciendo uso de su autoridad como máximo mandatario político, militar y jurídico del Perú. Inmediatamente, el Virrey se lanzó a una campaña de apoyo pecuniario a favor de la causa española en el viejo continente, empezando por él y acabando por el súbdito más recóndito del Virreinato sin olvidar a los intendentes, los comerciantes del Consulado, los miembros de la Iglesia, etcétera.

Por último, el quinto capítulo, titulado “La convicción de un virrey (1810-1816)”, ha sido probablemente el que mayor renombre le dio a este personaje. Durante esta parte final nos hemos detenido en su modo de actuar como representante legítimo del poder constituido en un medio hostil a éste, tanto en España como en el cono sur americano, poniendo Abascal para ello todos los medios a su alcance, sin olvidarnos de la vuelta a casa del veterano representante real.

En la primera parte de este capítulo, nos centramos en las acciones militares para pacificar las revueltas. De hecho, las contraofensivas virreinales fueron siempre puramente defensivas frente a los ataques y revoluciones protagonizadas constantemente por los insurgentes, que se aprovecharon de la situación de descabezamiento que se dio en la Península y a la dejación en sus funciones de algunos de sus representantes en América. No obstante, José Fernando de Abascal y Sousa fue el paladín de la causa real en los virreinatos, pudiéndose decir claramente que fue la lucha de un brazo contra un continente y afirmar con rotundidad que, cuando no había rey en España, Abascal lo fue de América.

Las acciones a favor del orden legal establecido se dieron primero en el territorio de la Real Audiencia de Quito, entre los años 1809 y 1810, por parte de un conde Ruíz de Castilla poco apto para la ocasión y un inseguro marqués de Selva Alegre. Aprovechando su proximidad geográfica con la Capitanía General de Caracas, nos hemos atrevido a realizar una referencia a los avatares que allí acontecieron desde sus inicios hasta su sofocamiento por parte de las tropas peninsulares de Murillo en 1815, con el objetivo de contrastar su recorrido con el del Perú.

Hemos seguido el camino por el propio virreinato del Perú donde destacamos varias revueltas, de diverso cariz, que tuvieron lugar durante los diez años de gobierno del Virrey con la nota común de estrepitoso fracaso, por no existir caldo de cultivo alguno en este territorio para un levantamiento revolucionario; ya sabemos que el Perú fue independizado por fuerzas “extranjeras”, tal y como los irrefutables hechos históricos nos lo han demostrado.

Continuamos nuestro recorrido por la Capitanía General de Chile donde, a pesar de los intentos golpistas de Carrera y las cabriolas de O´Higgins, la victoria de Rancagua y la reconquista de Santiago posibilitaron reabrir el importante comercio chileno-peruano, que sorteó los intentos de agostarlo por parte de los corsarios rioplatenses.

Inmediatamente, nos adentramos en el abrupto Alto Perú, lugar de marchas y contramarchas, en el que destacaron, por su habilidad y eficacia, Goyeneche y La Serna, estrategas que han pasado a la historia militar por su destreza en las victorias de Guaqui, Vilcapugio, Ayohuma y Viluma donde destrozaron, una y otra vez, a las tropas porteñas.

Finalmente, nos adentramos hacia el sur, pasando rápidamente por el Paraguay de Rodríguez, para detenernos en la heroica defensa de Montevideo por parte de Elío y acabar en el Río de la Plata con el triste recuerdo de un Liniers ensalzado y ejecutado por los mismos revolucionarios y la penosa conducción de la crisis efectuada por Cisneros, paradigma de funcionario débil.

En cuanto a la segunda parte, hablamos de cómo influyó la Constitución de 1812 en la acción de gobierno del virrey Abascal.

En primer lugar, destacamos los representantes peruanos a Cortes con distinta suerte en su proyección política y personal.

Tras entretenernos un poco con la Carta Magna, nos adentramos en los vericuetos que produjeron las comidillas e intrigas gaditanas a favor y en contra de la figura del Virrey.

Seguidamente, más en detalle, desvelamos los entresijos de las elecciones a los cabildos de Lima y Cuzco, paradigmas de la libertad constitucional en el Perú, que se truncaron en esta última ciudad por la revuelta criolla e indígena que en ella se produjo y que tan deplorables secuelas trajo a la paz de la zona.

Cabe resaltar el interés que tuvo siempre la Corona por la rectitud de los oidores de la Real Audiencia que, en el caso de Lima, estuvo contrastada hasta por seis informes en los que se puso de manifiesto la honda preocupación que se tenía en que el buen funcionamiento de este organismo público, fuese avalado por la capacidad profesional y personal de sus miembros; algo que no siempre se logró satisfactoriamente.

Otro elemento destacable fue la libertad de imprenta que llegó con la Constitución. Periódicos conservadores, como la Gaceta del Gobierno de Lima o el Verdadero Peruano o pro constitucionales como El Peruano o el Satélite del Peruano, fueron frentes de batalla de la elite política virreinal empleada por absolutistas y reformistas hasta 1814. Pero el reflujo de ideas también se dio en los claustros universitarios de San Marcos y San Antonio, sitos en las dos principales ciudades peruanas, en los que tan pronto debatían escolásticos y novatores como se leían clandestinamente obras de L´Encyclopèdie bajo la constante mirada, entre condescendiente y atenta, de Abascal.

Por su parte, la Iglesia se debatió entre la fidelidad de un obispo como Las Heras y la insurgencia de otro como Armendáriz, mientras que la Suprema pasaba a mejor vida sin el menor rictus en el rostro del Virrey en 1813, junto con el auge de la vida conventual.

Por último, tratamos acerca de la vuelta a la paz y tranquilidad anterior a la invasión napoleónica de España, con la restitución del rey Fernando VII en 1814, la derogación de la Carta Magna, el restablecimiento de la Inquisición, la prohibición de la libertad de prensa y el aplastamiento de los levantamientos revolucionarios en toda la América española. Sin embargo, algo había cambiado, era el principio del fin.

En sus últimos días como virrey del Perú, Abascal se limitó a confirmar todas las reales órdenes llegadas desde Madrid, dar consejos del tipo de gobernante que necesitaban las provincias ultramarinas, rehabilitar a los jesuitas, dar carta blanca a la explotación de minas por medio de bombas de vapor y a los bancos de pesca balleneros, así como a mejorar la Ceca.

Su vuelta definitiva a España -cargado de títulos y honores, su única hija comprometida con un oficial peninsular y el reconocimiento de la elite social peruana por la que tanto hizo en los diez años más azarosos y meritorios de toda su vida- se produjo con la partida, el 13 de noviembre de 1816, no sólo del Perú sino de la América española, a la que ya no volvió a ver jamás.

Resulta curioso el hecho de que, doscientos años después de los acontecimientos aquí estudiados, sólo se haya destacado la figura de tan insigne gobernante en pequeños estudios o referencias secundarias. Es nuestro deseo que el resultado de este libro haya aportado un poco de luz a este período, tan apasionante como lleno de interés, con el fin de que las comunidades político-culturales hoy existentes a ambos lados del Atlántico, revisen la Historia que un día les tocó vivir en común.

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Ignacio Vargas Ezquerra



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