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Discurso pronunciado el día 12 de Octubre de 1934 por el escritor católico argentino Hugo Wast en el Teatro Colón y con motivo del día de la raza, durante el XXXII Congreso Eucarístico Internacional celebrado en la Ciudad de Buenos Aires.

por Gustavo Martínez Zuviría

Por la tarde, pasadas las 18, tuvo efecto en el teatro Colón el acto organizado por el comité ejecutivo del Congreso Eucarístico Internacional, con motivo del Día de la Raza. Desde mucho antes de la hora señalada la amplia sala de nuestro primer coliseo se vio colmada por un numeroso público, en el que se notaban las personalidades más destacadas de nuestro mundo social y de las altas esferas gubernativas.

La llegada de cada uno de los eminentes prelados dio motivo a calurosas demostraciones de simpatía y adhesión, demostraciones que culminaron cuando hizo su aparición Su Eminencia el Cardenal Pacelli (quien sería en un futuro el Papa Pío XII).

Las damas, que lucían que lucían los trajes con que asistieron a las ceremonias del día, así como muchos uniformes de algunas congregaciones, pusieron una nota de severidad en el ambiente, que desde el primer instante tuvo el carácter de un acontecimiento religioso poco frecuente en el Teatro Colón.

El Presidente de la República, general Agustín. P. Justo, ocupaba el palco de la Presidencia.

Para el Excmo. Cardenal Pacelli y los Cardenales de Francia, Polonia, Portugal y Brasil y sus respectivos séquitos se había habilitado el palco de las funciones de gala. A poco de llegar, el Cardenal Pacelli fue invitado por el Presidente de la República a ocupar un sitio en su palco, lugar desde donde escuchó el desarrollo del acto, con repetidas muestras de aprobación.

Este comenzó con la ejecución de los himnos Pontificio y Nacional, bajo la dirección del Sr. Juan José Castro, quien igualmente tuvo a su cargo la interpretación de la obertura "Egmont", de Beethoven, y del "Encantamiento del Viernes Santo", de Parsifal.

El primer orador de esa función de gala fue el célebre escritor argentino Dr. Gustavo Martínez Zuviría, Director de la Biblioteca Nacional y Presidente de la Comisión de Prensa y Publicidad del Congreso Eucarístico, novelista católico universalmente conocido bajo el seudónimo de Hugo Wast.

Discurso del Dr. Martínez Zuviría

No os sorprenda, señores, mi emoción al usar de la palabra en este momento y en presencia de tan ilustre concurso.

He vacilado mucho al entrar, os lo confieso, pero he recordado la hermosa oración de Esther, antes de llegar a la presencia del rey Asuero, y la he repetido mentalmente: "Acordaos de mí, Señor, vos que domináis todo poder. Poned en mi boca lo que debo decir, a fin de que mis palabras sean agradables al príncipe".

Eminentísimo Señor, que representáis con incomparable majestad al Vicario de Cristo en la tierra, rey de reyes, aunque se firme "siervo de los siervos de Dios", dignaos aceptar el corazón palpitante de esta gran ciudad latina, que tiene en su escudo una cruz.

Y a vos, Excmo. Señor Presidente de la Nación, dejadme que os diga que el pueblo argentino, que anoche visteis desfilar, y cuya fé se muestra en forma intergiversable, está orgulloso de veros continuar la lista de sus presidentes católicos, y de afirmar con palabras elocuentes y con hechos prácticos vuestras sinceras convicciones, fuentes de buen gobierno, por que como vos mismo lo dijisteis en vuestro discurso de anoche: los pueblos sueñan todavía con el reino de la justicia y del amor que les anticipara el Divino Maestro.

Me complace aludir al escudo de Buenos Aires delante, de V. E. Monseñor Gomá y Tomás, primado de España, por que es recordar al gran español don. Juan de Garay, que en 1580 abrió los cimientos de esta ciudad; y en testimonio de su fe católica la puso bajo la advocación de la Santísima Trinidad y le dio por blasón un águila coronada, que empuñaba una cruz roja, semejante a la que llevan en su manto los caballeros de Calatrava.

Las armas de Buenos Aires, son ahora la insignia del XXXII Congreso Eucarístico Internacional, con la diferencia de que el águila no levanta una cruz, sino la resplandeciente custodia Eucarística.

A vos Excmo. Señor, que habéis dado gloria a Dios y a las letras castellanas escribiendo con pluma de oro libros profundos y hermosos por su ciencia y por su fervor, os complacerá sin duda descubrir en los cimientos de Buenos Aires esta roca firme de la fundación, sellada con la católica y españolísima cruz de aquellos caballeros que hacían voto de defender, aún con las armas, la Inmaculada Concepción de María, objeto de vuestra ardiente devoción y tema de algunos de vuestros libros.

Todos conocéis, señores, la historia de los Congresos Eucarísticos y sabéis quienes son los autores de la iniciativa de celebrar en Buenos Aires el primer congreso de la América Latina.

No era fácil lograrlo, por que todas las naciones del mundo se disputan la gloria de estas asambleas.

Los abogados de Buenos Aires, llamémoslos así, no se intimidaron ante los grandes títulos que otros países podrían aducir.

El que observa el viento, no sembrará; el que interroga las nubes no cosechará, dice un proverbio de Salomón.

La cuestión se promovió en el Congreso de Ámsterdam en 1924 y se repitió en el de Cartago en 1928 y triunfó en el de Dublín en 1930.

Y esto que estamos viendo es su realización más que estupenda milagrosa.

No perdonaríais mi distracción si olvidara los nombres de los insignes personajes que tuvieron la iniciativa de celebrarlo en Buenos Aires.

Uno de ellos no ha presenciado el triunfo de su idea. Fray José María Liqueno, humilde y celoso franciscano fallecido en 1925. Como los santos en el cielo no se desinteresan de sus obras en la tierra, podemos creer que el P. Liqueno ha prestado el Congreso Eucarístico de Buenos Aires todo su valimento en la presencia de Dios; y quien sabe en qué medida ha contribuido al éxito.

Otro es el apostólico soldado de Cristo, doctor Tomás R. Cullen, cuyos trabajos en los Congresos Eucarísticos de Ámsterdam y de Cartago continuó en Dublín un prelado argentino a quien todos conocéis y veneráis, Monseñor Daniel Figueroa.

Más poco habrían podido ellos solos si no hubieran conquistado la ayuda entusiasta de los delegados españoles en Ámsterdam, en Cartago y en Dublín. A Vuestra Excelencia me refiero, señor Arzobispo de Toledo, y a vuestro noble compatriota, el Excelentísimo obispo de Madrid-Alcalá, aquí presente, que fuisteis en aquellos decisivos momentos los mejores amigos de la Argentina.

Tenemos la gloria de asistir al más grande de los Congresos Eucarísticos Internacionales. Buenos Aires, foco de las miradas del mundo católico, es la nueva Jerusalén a donde convergen los caminos de millones de modernos cruzados, que vienen a adorar la Hostia.

Y por el insigne honor de albergar en sus muros al Legado del Papa, que es en esta asamblea como el Papa mismo, se la puede elogiar con las palabras que la Iglesia pronuncia en la misa de la Inmaculada Concepción: "Tus fundamentos están en la montaña santa. Hoy se canta tu gloria, oh ciudad de Dios".

Después de los millones de comuniones que han hecho en las últimas semanas las mujeres de Buenos Aires; después de la enternecedora comunión de 107.000 niños, en la mañana de ayer en Palermo; después de la impresionante comunión de los hombres, en la madrugada de hoy, que desbordó todas las previsiones pues se esperaban cuarenta mil y concurrieron doscientos mil, y hemos presenciado atónitos cuadros dignos de la Iglesia primitiva, hombres adultos aproximarse a un sacerdote desconocido y confesarse con él, allí, en plena calle, en plena luz, unas veces de rodillas, otras ambos de pie, pegados al oído del confesor los labios del penitente, y abrazados ambos y sin preocuparse de la muchedumbre, que pasaba silenciosa rozándolos; y hemos visto dividir una Forma en cinco, seis, ocho partes, para que pudieran comulgar ocho hombres con una sola Hostia; después de estas escenas que ni se vieron jamás, ni se presumieron nunca, podemos afirmar que Buenos Aires está en estado de gracia.

¡Inolvidables Escenas, señores! Doscientos mil hombres, que, sin respeto humano, iban a comulgar, mientras otros hombres, millares y millares, desde los balcones o las aceras, los contemplaban emocionados, todos sorprendidos y muchos llenos de envidia.

En cuantos ojos hemos leído anoche esta melancólica declaración: "Si yo tuviera fuerzas para romper tales prisiones; si yo tuviera energía para desdeñar tal censura; si yo tuviera valor para desafiar tal sonrisa, yo haría como ustedes, tocaría en el hombro a un sacerdote, me confesaría aquí mismo, comulgaría después y mi alma quedaría en paz. ¡Pero no tengo fuerzas! ¡Recen por mí! Sí, señores, anoche rezamos por ellos.

Este es uno de los frutos del Congreso Eucarístico Internacional. Delante de estos cuadros uno se pregunta: ¿dónde está el secreto de los Congresos Eucarísticos para atraer a las almas?.

No es difícil descubrirlo.

Hasta los hombres que han perdido en los revueltos caminos del mundo, el recuerdo de la niñez y del hogar, cuando un gran peligro amenaza su vida o su honor, buscan un punto de apoyo, algo seguro en que afirmar la voluntad o la esperanza e instintivamente tienden los brazos al recuerdo de la madre viva o muerta.

Así, los pueblos ebrios de arte, fatigados de ciencia, desesperados de orgullo y hastío, un día sienten la necesidad de una palabra simple que les dé la clave de las dos o tres cuestiones fundamentales que nos interesan:

¿De dónde viene el hombre?

¿Adónde va?

¿Por qué existe el dolor?

Con saber eso basta. Inútil interrogar a la filosofía pretenciosa y escéptica. Inútil preguntar a la herejía confusa y contradictoria.

Londres contesta de un modo, Berlín de otro, Moscú de cien. Sólo Roma, que es la madre de las naciones civilizadas, desde hace veinte siglos, responde con la misma palabra inmutable y sencilla.

Por que Roma es la Iglesia, y la Iglesia es el Papa infalible.

El alma llega a sentir aquella interior ansiedad del padre del muchacho enfermo, que refiere San Marcos y exclama con voz que enternece y descubre la silenciosa llaga de los incrédulos:

"Señor, creo, es decir, no creo todavía: ayuda a mi incredulidad. Cura mi escepticismo".

Comprendo la contradicción y la vaciedad de esa filosofía liviana, que en el siglo XVIII niega a Cristo, en el XIX a Dios, en el XX niega la santidad, la moral y la patria, para abrazar los dogmas sangrientos y disolutos del comunismo.

Y se cansa de oír hablar de los derechos del hombre; y se pregunta:

¿Sólo derechos tiene el hombre? ¿No tiene también deberes?

¿Cuáles son los deberes del hombre?

Pero esa es la doctrina del sacrificio que sólo Roma conoce.

El sacrificio que sorprende y escandaliza al hombre de mundo es la copa dulcísima en que beben los santos:

"A todos los éxtasis, dice Santa Teresita, yo prefiero el sacrificio".

El Señor escucha siempre la voz de los que quieren creer y todavía no creen. Y sale El mismo en su busca; y recorre los campos, las calles, las plazas.

Cristo ha llegado a Buenos Aires y anda buscando obreros para su viña.

¿Recordáis el episodio evangélico?

El Señor salió de mañana y encontró unos hombres que no trabajaban ¿Qué hacéis que no trabajáis? Id a mi viña. Os pagaré un denario. Salió al mediodía y halló otros. Salió mas tarde, a la siesta, y todavía encontró obreros desocupados. ¿Por qué estáis así todo el día en la plaza sin hacer nada?. Id a mi viña, os daré un denario.

A todos les pagó igual, no conforme al tiempo que le habían servido, sino conforme a su propia inescrutable voluntad de repartir sus gracias sin acepción de personas.

De tal modo que los obreros del atardecer resultaron ser los mejores pagados.

Cristo hoy recorre las calles y las plazas de Buenos Aires.

Ya conoce a sus obreros de siempre; ahora busca a los otros.

Quia tempus misericordi ejus, quia, quia venit tempus.

"Ha llegado el momento de la misericordia".

Hay que confesar digámoslo con seguridad y orgullo, que Buenos Aires, y cuando digo Buenos Aires digo la Nación, y digo nuestra América y digo nuestra raza, se ha puesto de pie, para seguir a Cristo y librar bajo su pabellón las supremas batallas contra las puertas del infierno, por la fé, por la familia, por la patria.

Sí, señores, la Nación se ha puesto de pie.

Permitidme citar una vez más el Santo Evangelio según el texto de San Lucas.

Fue en la última Pascua. Tomó el pan y lo repartió diciendo "Este es mi cuerpo".

Luego el Cáliz: "Esta es mi sangre, que será derramada por vosotros.

Y sin embargo, aquí, sobre la mesa, está la mano del que me traiciona".

Y aquellos hombres que le escuchan, sin comprenderlo todo, empiezan a disputar sobre cosas nimias; y el Señor los calma y les enseña y de pronto les dice:

"El que no tenga, venda su túnica y compre una espada; por que estamos llegando al fin".

Y ellos contestaron: "Señor, he aquí dos espadas".

Así ha respondido la Nación Argentina a la voz de Jesús, que le decía

"Vamos llegando al fin. ¿Estas dispuesta? Vende la túnica y compra una espada".

"Señor, estoy dispuesta: aquí tienes dos espadas".

Y hemos presentado al Señor la nueva ley de los obispados y este maravilloso Congreso Eucarístico.

Transformación milagrosa y más oportuna que nunca.

Buenos Aires, con sus millones de Hostias consagradas es un inmenso copón que la mano del Papa levanta a los cielos.

Y de este copón y de esas Hostias que son la carne viva y adorable de Nuestro Señor Jesucristo se alza esta oración.

Señor, Dios de los ejércitos, pero también Príncipe de la paz, mira lo que está pasando en la tierra.

Y por la desesperación de las madres que ven partir los batallones;
y por la plegaria de las esposas que oyen con espanto los clarines, convocando una nueva clase;
y por el llanto sin culpa de los huérfanos;
y por el sagrado heroísmo de los campos de batalla;
y por la desolación de los heridos, abandonados en los bosques profundos de nuestra América;
y por la sed de los agonizantes,
y por la contrición de los que ven llegar las sombras de su última noche;
y por la esperanza de los que ven encenderse al morir las verdades eternas;
y por el último grito que es a veces la primera oración del soldado que muere;
y por la gracia bautismal de los 107.000 niños cuyos padres hemos oído vuestra palabra "dejad a los niños que vengan a mí" y los hemos empujado a vuestros brazos;
y por las doscientas mil comuniones de hombres, a la medianoche,
y por las misas de estos mil sacerdotes venidos de toda la tierra;
y por las manos doblemente consagradas de estos doscientos obispos;
y por la ardiente devoción de vuestros Cardenales;
y por la piedad del Papa, que ha querido aumentar vuestra gloria con magnificencia de rey;
y por la dulzura de vuestra Madre Madre, a quien invocamos Reina de la paz;
y de nuevo por el dolor de todas las madres que pierden sus hijos en la guerra;
y por la sangre de Cristo, que llena este inmenso copón de Buenos Aires,

os imploramos la paz para nuestra América, la paz para España, la paz para el mundo inquieto y triste.

Pero la paz que pedimos no es solamente la cesación de las batallas.

Recordemos las palabras de Jesús, cuando lloró ante las puertas de Jerusalén:

"Si a lo menos conocieras lo que haría tu paz. Pero estas cosas están ahora ocultas a tus ojos".

Ahora no, Señor, ahora hemos visto, ahora sabemos donde está la paz. El instinto secreto de una raza, que a pesar de sus prevaricaciones sigue siendo íntimamente católica, nos ha advertido en estos días del Congreso Eucarístico dónde está la fuente de la paz.

Como el torrente del profeta Ezequiel, cuyas aguas endulzaban el mar, por que nacían a la puerta del Santuario, la fuente de la paz para los pueblos y para los soldados, para los espíritus y para los corazones, está en el copón de la Eucaristía.

Y Buenos Aires ya lo ha descubierto en esta suprema jornada y puede exclamar como la esposa del Cantar de los Cantares:

"Yo soy a sus ojos la que ha encontrado la paz".

·- ·-· -······-·
Gustavo Martínez Zuviría



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