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No a una legislación tiránica que destruye los fundamentos de Europa y desconoce   la dignidad de los europeos

Reinstalando a Dios en la Filosofía (A favor de una Razón Tabuizada)

por Inés Riego de Moine

Ni el escolasticismo medieval, ni el racionalismo más ilustrado, ni el nihilismo más pesimista, han podido finalmente acabar con ese Dios de inacabable presencia, fruto de su propia epifanía en la humana nostalgia eterna, del que huyo y me escondo como filósofo pero al que busco en las penurias de mi vida y en las dichas del encuentro que me funda.

Nada mejor para instalar en el debate mi decir sobre Dios que estas desgarradas palabras del filósofo judío Martin Buber:

“Generaciones de hombres han depositado la carga de sus vidas angustiadas sobre esta palabra - Dios - y la han abatido hasta dar con ella por tierra: ahora yace en el polvo y soporta todas esas cargas. Las razas humanas la han despedazado con sus facciones religiosas; han matado por ella y han muerto por ella, y ostenta las huellas de sus dedos y de su sangre. ¡Dónde podría encontrar otra palabra como ésta para describir lo más elevado! Si escogiera el concepto más puro, más resplandeciente, del santuario más resguardado de los filósofos, sólo podría captar con él un producto del pensamiento, que no establece ligazón alguna. No podría captar la presencia de Aquel a quien las generaciones de hombres han honrado y degradado con su pavoroso vivir y morir"1.

No hace falta decirlo: también en nuestro pavoroso vivir y morir como filósofos hemos matado hace tiempo la palabra Dios, rematando con un sí rotundo aquel dramático proferir de Nietzsche. Pero matar la palabra que menta es en este caso matar lo mentado: Dios mismo, cuyo estatuto epistemológico, si lo hay y si lo hubo, fue eminentemente Logos, palabra de palabras, luego razón de razones, luego idea de ideas. ¿Olvidamos en nuestra apresurada y sospechante mirada filosófica que era, ante todo, amor de amores? Al deicidio nihilista, ya lo sabemos, le sucedió el homicidio positivista y estructuralista y a éste nuestro propio suicidio posmoderno. Ni deicidio, ni homicidio, ni suicidio pueden comulgar en el amor. "¿Dónde estás?" (Gen 3, 9), preguntó Dios a Adán. El eco de aquella voz aún resuena, aunque ya no desde el jardín del edén sino desde el desierto del mundo: "¿Dónde estamos?" nos pregunta Dios hoy y "¿Dónde está Dios?" es nuestra pregunta obligada. Dos interrogantes correlativos y correspondientes. Nada de catastrofismo, sino puro realismo strictu sensu. ¿Acaso podemos aún albergar en nuestro feliz 'reino de las ideas' la esperanza de subsistir, siquiera como idea, luego que un Nietzsche y un Foucault vieran con claridad meridiana la entrañable ligazón entre la idea de Dios y la idea de hombre, nuestra propia idea? ¿Habremos por fin comprendido que en nuestro decir o en nuestro desdecir de Dios va implicado el modo en que nos instalamos, religados o desligados, fundados o desfondados, en la totalidad de real? La pregunta de fondo es: ¿podremos instalarnos como humanos habiendo desinstalado a Dios, Fondo que funda, no sólo de la filosofía y la cultura sino, mucho peor aún, del territorio de nuestras vidas? ¿No habremos de reinstalar a Dios en la vida y en la idea para restaurar el cobijo de una mirada amorosa que al fundarnos nos abrigue y nos resguarde del duro frío de la muerte? Empero, sólo se reinstala lo preteridamente instalado. Pues bien, a ese Dios instalado y aposentado durante siglos, desinstalado en el último eón de la cultura de Occidente, cabe hoy reinstalarlo en nuestra 'pantalla' porque en verdad siempre estuvo resguardado en ese 'disco duro'2, muy duro, que endurece nuestro interior y nos sigue soportando. Pero la paradoja que atraviesa ese duro interior, y que no es sino metáfora de analogía viva, nos recuerda al salmista que otrora invocaba sin recelos y sin sospecha:

"Yahveh, mi roca y mi baluarte,
mi liberador, mi Dios;
la peña en que me amparo...
Pues ¿quién es Dios fuera de Yahveh?
¿Quién Roca, sino sólo nuestro Dios?"3

Expuestos al abismo de nuestra propia dureza - 'corazón duro', hubiera advertido el virtuoso Hegel -, no será otra nuestra osadía hoy: reinstalar a Dios en la filosofía, porque en ese reinstalar nos reinstalamos a nosotros mismos como eternos buscadores del absoluto, desde un soliloquio que se abra al coloquio, desde un pensar (Denken) que se haga invocación vocante, memorial (Eingedenken) y oración (Andenken)4. Hace falta una razón cálida que no gelifique nuestro pensar, una razón agapeizada que ahonde en las profundas razones cordiales, una razón tabuizada que nos devuelva el horizonte de la confianza encantada del mito, la incontrastable cara en penumbras del logos. Así pues, si a la muerte de Dios le ha correspondido, como en un eco recidivante, el fenómeno de la huida de Dios, personal y colectiva, también es posible vislumbrar en los signos actuales una especie de retorno cultural y filosófico de Dios. Es el aroma temporal de la caricia eterna porque, en realidad, el Dios eclipsado no ha colapsado, no ha muerto, está a nuestra espera, muy cerca, en la puerta de nuestra casa.

I. La huida: el horizonte sin Dios

Hace ya unas cuantas décadas, un centinela de nuestro tiempo como Martin Heidegger anticipaba un perfil del actual silencio de Dios, difícil de soslayar desde nuestro hontanar de filósofos. "La edad del mundo está determinada por el alejamiento de Dios, por la 'falta' de Dios (...). La falta de Dios significa que ya no hay un Dios que de modo patente e inequívoco reúna en sí los hombres y las cosas y, mediante esta reunión, armonice la historia del mundo y la residencia del hombre en él. Mas en la falta de Dios se anuncia ya algo peor. No sólo los dioses y Dios han huido, sino que el brillo de la divinidad se ha extinguido en la historia del mundo (...). La penuria ha llegado ya a tal extremo que ni siquiera es capaz esta época de sentir que la falta de Dios es una falta; (...) esa incapacidad mediante la cual aún para el indigente se le hace oscura su indigencia es lo absolutamente indigente de la época"5.

Es el silencio de la Presencia que en realidad no ha huido - y en esto disentimos con el gran Heidegger - sino que se ha llamado a silencio por no contar con nosotros, su único interlocutor válido, el que debe habitar en el despejo de su Palabra pero también el que puede dar la espalda a su invitación. Es el hombre quien ha huido de Dios, no Él, que aguarda, con el celo y la paciencia de aquel indecible manikós eros - amor loco de Dios - de los Padres orientales, el genitivo hecho respuesta encarnada de nuestra señora y soberana libertad. Así las cosas, la huida adquiere el aparente estatuto infranqueable de silencio de Dios. Pero vistas desde un cristal más pulido, tal huida es tan sólo el síntoma clarísimo con el que sudamos nuestra propia enfermedad mortal, nuestra propia lejanía de Dios, nuestro propio silencio en el decir de Dios. ¿Quién como Kierkegaard no vio y vivió y sufrió esa hemorragia del Dios cristiano que se respiraba en su tiempo con aires de putrefacción? ¿Quién como Nietzsche no plasmó en modélico formato aquel asesinato de Dios urdido por la humanidad desde la conciencia - o la inconsciencia - de los siglos?

Pero seamos realistas: el hombre ha huido de Dios en todos los tiempos. Ha huido en aquel pasado en que el horizonte real era el mundo objetivo de la fe donde Dios lo acogía desde su magna mansión cósmica, pero era él quien decidía desligarse de ese mundo debiendo crearse para ello su propia huida. Hoy la mansión quedó en ruinas y el mundo objetivo es la huida misma. Si quieres huir, adelante, tu escenario está montado y tú la marioneta que baila. Si quieres creer, ¡cuidado!, debes fabricar los hilos de tu fe y huir con prisa del mundo de la huida. La fe se ha desinstalado del horizonte epocal en tanto que el hombre se halla instalado en la cultura de la huida de Dios, aún mucho antes que se la llegue a percibir como tal. Nuestro formato viene, por ende, sellado por la peor de las indigencias: no advertir ya nuestra calidad de indigentes ante la indigencia suprema, la falta de Dios. Mas la falta de Dios no es sino el correlato cultural y existencial de nuestra propia falta: hemos preferido el vértigo de la huida al éxtasis de la búsqueda, hemos optado por prohijarnos en el tiempo de la huida a ser prohijados por el Padre eterno. Por desgracia o por falta de la Gracia, "...la huida continúa aunque el hombre se olvide de huir. No se necesita ya un acto particular para huir de Dios. No hay, tras una situación de huida, ninguna pausa, ningún cambio entre el huir y el no huir. La huida es incesante, y tan obvia que se respira en el aire; es tan connatural que parece no haber existido otra cosa antes que ella. Siempre huida"6.

El filósofo ha dicho desde el decir que le impuso la razón ilustrada que es éste el tiempo del ascenso del nihilismo, el horizonte sin Dios, sin fundamento, sin sentido y sin verdad. Pues bien, desde el espejo de mi conciencia personal el nihilismo es a la filosofía y a la cultura lo que la huida de Dios a la vida de cada cual. Mi horizonte sin Dios ha anidado con tal fuerza en mi conciencia que la huida me es connatural, tan lejos de aquel conocimiento de Dios por connaturalidad7 en que tan naturalmente creyeron nuestros abuelos filósofos, y porqué no, nuestros abuelos teólogos. ¿Cómo no iba a haber connaturalidad si el hombre era síntesis de su amor, imago Dei, aquella imagen en que se encuentra el vestigio divino, como se encuentra en una sinfonía la huella de su creador, en un cuadro la marca de su autor? Éramos el lugar de la epifanía donde el Autor supremo supo plasmar ese plus de su amor, ese más que es amor y que se unió a nuestra imagen indisolublemente. Éramos la imagen más clara y la más intensa, precisamente porque clamamos por el amor más intenso y porque nuestro mejor rostro, el que humaniza nuestra enfermiza humanidad, era el rostro del hombre amante, amante del otro humano y amante del propio Dios. Esa imagen aún nos dibuja aunque hayamos olvidado al dibujante eterno.

Sí, vuestra conclusión es correcta: el mundo de la huida, el horizonte sin Dios asalta al hombre cuando éste olvida el amor, cuando el rostro del otro decrece en transparencia, cuando su misma imagen se torna difusa y confusa, sin contornos reales, sin responsabilidad respondente. "Sí, el amor decrece en el tiempo de la huida; decrece precisamente porque retiene, y este retener es cosa que no agrada al hombre de la huida. El hombre de la huida no quiere la imagen, porque ésta engendra el amor que ata. El mundo se ha convertido en algo carente de imagen, para que no pueda plantearse ninguna reivindicación del amor"8. ¿Cuándo habremos los filósofos de plantarnos frente al amor para reivindicar al amor, con todo el respeto por lo real humano-divino y con toda la pasión que ello amerita? ¿Cuándo terminaremos de comprender que el Dios de los filósofos que supimos construir y en quien creímos alguna vez, es bien distinto del Dios del amor, tal como lo comprendió Blas Pascal en su siglo? ¿Cuándo habremos de desplazar el horizonte de la huida por el horizonte del amor, aunque aún no creamos del todo en Aquel que es fundamento de todo amor?

II. La búsqueda: un Dios que aguarda

"Alma, buscarte has en Mí,
Y a Mí buscarme has en ti.

.............................................

Fuera de ti no hay buscarme,
Porque para hallarme a Mí,
Bastará sólo llamarme,
Que a ti iré sin tardarme
Y a Mí buscarme has en ti"9.

"Búscame en ti, búscate en Mí" fueron aquellas célebres palabras escuchadas por santa Teresa de Jesús en oración y vertidas en la insuperable belleza de estos versos, que plasman con hondura única el misterio de ese encuentro eternamente buscado entre el hombre y Dios, encuentro en que la razón más capaz parece perder pie como ante un abismo sin fondo. Sin embargo, este buscar no sólo ha persistido en el corazón de los místicos, también en los anhelos más profundos y secretos del hombre común, aunque muchas veces el vértigo de la huida lo ahogue y aunque la filosofía de nuestros días se esfuerce en decapitarlo. Como muy bien lo expresara Buber, "...sin la verdad del encuentro todas las imágenes son ilusión y engaño de uno mismo. ¿Y quién osaría, en esta hora en la cual todo discurso debe tener una seriedad mortal, yuxtaponer a Dios y los dioses en el plano del encuentro verdadero? Hubo una época en la cual un hombre que invocaba a un dios con verdadera devoción quería decir Dios Mismo, la divinidad de Dios, manifestándose a él como fuerza o como forma, en ese momento y en ese lugar. Pero esa época ya no existe"10.

Hemos desencantado el mundo y hemos silenciado a Dios, mas la búsqueda no pasará nunca. Ella nos constituye desde que existimos como humanidad, y más aún desde que el fundamento divino se nos revelara como el Dios-Persona, aquel que nos crea de continuo advocándonos y convocándonos al encuentro amoroso con Él. Pero el Dios del encuentro, que es el Dios del amor, ha chocado contra la muralla de la modernidad, contra aquellos ilustrados que vienen repitiendo hasta la saciedad que depender de Dios en forma radical - esto es entregarse a Él por amor - no puede ser más que servil esclavitud o, en la jerga del filósofo, radical heteronomía. Aquella tentación del "seréis como dioses" (Gen 3, 5) se convirtió en el imperativo de mayor seducción, objeto de deseo y presupuesto sin par de las antropologías y las éticas allí gestadas. Autonomía y libertad absolutas exigieron la negación de Dios así como la represión de cualquier señal de su presencia. "Resulta entonces que no se tienen noticias de Dios, pero como no se tienen de alguien de quien se está esperando. Sólo que esta afirmación de la trascendencia humana, esta nostalgia, no bastan para identificar al Dios de la religión. El temor a finitizarlo y a perder la propia libertad, si aparece demasiado claramente, lleva a no pocos hombres a vivir esa relación sin atreverse a nombrarla ni invocarla, como una especie de apertura a una trascendencia inapelable, a un infinito sin riberas"11. Mas tampoco ha bastado ello para que el Dios de la filosofía, exiliado peregrino del Dios verdadero, siguiera existiendo poniendo de tal modo vallas a la libertad absoluta de la moderna razón desvinculada. La razón se quedó sin sus vínculos, aquellos que desde la comprensión del logos griego fecundado en abundancia por el Logos cristiano mostraban su intrínseca ligazón con el fundamento divino. Era el logos agapeizado, abierto al ágape, que comprendía en su paradójica y dialéctica presencia lo racional y lo mítico, lo filosófico y lo religioso, luz y penumbras, así como en la línea curva se contienen sin molestarse ni excluirse lo cóncavo y lo convexo. Desvinculación mortal, desencuentro infinito entre el logos del hombre y el Logos de Dios, cuyos misterios concomitantes se prestan mutuamente luz cuando se iluminan desde el encuentro, desde la búsqueda que los deja decir y advenir al tiempo de la palabra, del logos hecho vínculo esencial. ¿Dónde buscar hoy ese ámbito preterido de luz común?

¿Buscar a Dios en mí?, ¿buscarme a mí en Dios? ¡Qué expresiones tan lejanas y extempóreas! Imposibles de ser justificadas desde el tribunal hipercrítico del filósofo. Tan lejanas y extrañas como aquella del salmista que exclamaba: "En ti están mis fuentes todas" (Sal 87, 7). Ahora yacen aplastadas bajo el peso acusador de la sospecha y el resentimiento contra la presencia 'dominadora y abusiva' del Dios cristiano, el mismo Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, como gustaba distinguir la palabra de Pascal. El tiempo inequívoco en que la experiencia de Dios ha huido del tiempo de la palabra es el nuestro. Si aún somos creyentes nos refugiamos en el silencio para con Dios (incapacidad para la invocación y para la mística) y en el silencio sobre Dios (incapacidad para la teología). Si desembocamos en el silencio definitivo de Dios (¿capacidad o incapacidad para la filosofía?), ya hemos desesperado de toda búsqueda, ya ni siquiera admitimos la posibilidad remota de ese Tú lejano que nos aguarda.

Ambos horizontes, el de la huida y el de la búsqueda, se concilian en nuestra instalación como personas ante el Dios desinstalado. Quizás uno y otro nos inhabiten con alternancia para evitar nuestro peor exilio, la huida del propio yo. Empero, si aún se enciende en nosotros el brillo indescriptible de la mirada que busca, no todo está perdido. Si el yo que todavía busca, adviniese al yo que filosofa y lo admitiera como compañero de su reflexión, quizás el tiempo del logos tendría un lugar para su restauración, para ese pensar sin censuras y sin clausuras que supone el pensar sobre Dios. Habremos entonces de tabuizar la razón, pensando... pero también orando.

III. La razón tabuizada: capacidad para pensar a Dios

Hacer del tabú una idea compatible con la razón parece merecer nuestra repulsa ipso facto. ¿Dentro de qué esquema de 'racionalidad' cabría proponer una razón tabuizada como lugar o capacidad para pensar a Dios? Si la razón ilustrada decapitó todo intento en tal sentido fue porque en definitiva se instaló en el formato del soberano tribunal de la sospecha, devoradora de certidumbres y de confianzas, y quiso desdivinizar y desencantar aquella racionalidad que durante siglos había convivido con el ámbito de la confianza en lo divino, pero también con el de la máxima confianza en un Alguien divino. Recordemos a Max Weber para quien la configuración de un mundo desencantado y secularizado adviene a la modernidad por un proceso creciente de racionalización de las imágenes mítico-religiosas de ese mismo mundo12 y, agregamos nosotros, de la racionalización excesiva de la imagen de Dios - precedente innegable del moderno 'Dios de los filósofos' - en manos del escolasticismo de la última teología medieval, arrojando como resultado una religión descentrada y signada con el estigma de lo irracional, sobre todo, vista ella desde su vertiente mística13.

¿Podemos a estas alturas referirnos a la religión como a un irracional?, ¿es Dios mismo, en algún resquicio de la convicción filosófica, un irracional contrario a toda razón? Si la racionalidad ilustrada se acostó en la desconfianza, la irracionalidad plena tampoco nos conduciría a la confianza sobre la que se acuesta toda religión y todo decir filosófico o teológico de Dios. Pero sin confianza tampoco viviríamos ni como individuos ni como sociedad, como lo ha pensado muy bien Leszek Kolakowski: "Los diversos vínculos humanos tradicionales que hacen posible ante todo una vida en comunidad y sin la cual nuestra existencia solo estaría regida por la ambición y el miedo apenas sobrevivirían sin un sistema de tabúes (...). En la medida en que la racionalidad y la racionalización amenazan la presencia de tabúes en nuestra cultura, destruyen la capacidad de supervivencia"14. Mas no legitimaremos el tabú concibiéndolo como un simple artilugio garante de más o mejor vida, sino admitiendo que ni la plena racionalidad ni la plena irracionalidad - cuya manifestación más intensa en nuestra cultura son los fundamentalismos de ambos signos - entran en consonancia con el adecuado y, en nuestro caso, buscado pensar sobre Dios. Admitir o postular una razón tabuizada significa admitir la imposibilidad de vivir y pensar sin creencia alguna, al margen de todo tabú, pues nadie que se llame humano, filósofo o no, puede negar que, al menos, nos sostenemos en el umbral de la confianza mínima, aquella que nos permite confiar (cum fidei: con fe) y, por lo tanto, creer ¡hasta en la mismísima razón! Mientras la religión es la suprema expresión de la fe (y por tanto de la confianza) en algo o alguien divinos, transpersonal o personal, la ciencia y la filosofía dan testimonio de la confianza elemental en la racionalidad naturaliter humana. De lo contrario, ¿en qué otro recóndito resquicio actitudinal de la subjetividad, más atrás de la misma condición racional que también debe fundarse, se fundarían sin confundirse las pretendidas certezas y/o verdades, filosóficas o científicas, provisionales o no, falsables o no? Por ende, ninguna sombra de duda nos impide sostener que rehabilitar una razón tabuizada es rehabilitar el horizonte de la confianza en el que es dable reinstalar a Dios, no sólo en el frágil ámbito de nuestras vidas sino también, y por extensión, en las arenas movedizas de la filosofía.

Haciendo nuestras estas expresiones de Carlos Díaz, gestadas desde el decir de su razón profética, reafirmamos lo que hasta aquí hemos pretendido mostrar: "Al magisterio de la sospecha le sustituye ahora el lúcido ministerio de la ingenuidad, de la confianza en lo real. No se trata de abolir la crítica, ni de bajar la guardia del método, ni de apelar a un fideísmo que luego diera a su vez paso a un fundamentalismo, etc., etc. Se trata solamente de elaborar un sistema de convicciones que puedan funcionar como tabúes razonables, válidos en su modestia hasta tanto no se encuentren convicciones más profundas. Aquí, ciertamente, no nos disgusta la 'moral provisional' cartesiana, esa moral que en el fondo resulta la misma del hipercrítico empirismo, y que no es sino ese refugio último que a pesar de nuestras dudas y de nuestros escepticismos nos sirve día a día para caminar y para vivir aún con alguna ilusión"15. Estamos ante un verdadero desafío en nuestra forma habitual de pensar las relaciones entre fe y razón, pues de ninguna otra cosa hemos tratado hasta aquí. Si la capacidad de pensar a Dios y de reinstalar su vigencia en la filosofía exige un cambio de marcha en el itinerario de la razón, entonces hay que darlo, hay que atreverse a consumarlo, reconociendo una de las verdades que nos traspasan desde el eje de nuestra verticalidad - tensión, búsqueda y encuentro entre el hombre y Dios - pero para dar sentido a nuestro eje horizontal - tensión, búsqueda y encuentro entre el hombre y los hombres: "para pensar en profundidad y con radicalidad es menester 'pensar para', y en que ese 'pensar para' tarde o temprano habrá de ser un pensar religioso"16.

Estaremos capacitados para pensar a Dios, no cuando logremos demostrar su existencia o su razonabilidad habilitándole un sólido soporte epistemológico, sino cuando logremos concebir que a ese 'pensar para' debemos añadirle el dativo señalado en el 'alguien'. Sólo 'pensando para alguien' que es pensar para salvar(lo), lograremos erigir el pensar en oración y en ofrenda de verdad, de toda la verdad de que seamos capaces. No basta con re-encantar el mundo, hay que encantar al hombre para devolverle el horizonte de su búsqueda y de su espera, para devolverle el brillo de la mirada de quien se sabe infinitamente amado. Para volver a pensar a Dios hay que reinstalar nuestra mirada en el horizonte del amor, porque sólo concibiendo a Dios como aquél que nos aguarda en la plenitud del encuentro no seremos detractores de su Presencia. El amor es el regalo de su imagen imponiéndosenos en los derroteros de la confianza. El amor es meta y es camino que nos invita al encuentro 'rostro a rostro'. Por eso sólo cabe habitar el tiempo de la Palabra cuando ella se hace rostro humano, espejo del Rostro divino. Huimos de Dios tanto como huimos de nuestro propio rostro. Buscamos a Dios tanto como le buscamos en el rostro del otro tú. Tabuizar la razón es permitirnos buscar a Dios contando con el logos agapeizado, el logos comunizante, abierto, relacional, instaurador de confianza, que discurre en los términos del amor, que dialoga porque comunica lo pensado con lo amado, lo que se sabe con lo que se ama, y con ello lo que salva.

IV. Un Dios reinstalado, un filósofo redimido

Si Dios murió el día en que el profeta Zarathustra proclamó a viva voz aquella siniestra noche del mundo, ¿por qué no querrá Dios resucitar de la mano de aquel filósofo que vuelva a proclamarse profeta? ¿Acaso no fue el proferir de los poetas y filósofos el que inauguró el recorrido del logos en la voz augural del amanecer del pensar? ¿Acaso el logos develado no se unió al Logos revelado en la palabra del profeta hecha alabanza y esperanza? ¿Acaso el búho de Minerva no fue fecundado en su vuelo por el águila de san Juan hasta engendrar en el kairós de los tiempos al logos agapeizado que diera alas y luz al pensar de Occidente?

Ni el escolasticismo medieval, ni el racionalismo más ilustrado, ni el nihilismo más pesimista, han podido finalmente acabar con ese Dios de inacabable presencia, fruto de su propia epifanía en la humana nostalgia eterna, del que huyo y me escondo como filósofo pero al que busco en las penurias de mi vida y en las dichas del encuentro que me funda. Hemos de salvarnos como humanidad el día en que redimamos a ese Dios de la vida, ensangrentado de propias manos en los campos en que batalla el odio del mundo, mancillado en el polvo de la soberbia de la razón, la misma que inauguró la desesperanza del filósofo y con ella la desesperanza del mundo.

No hay alternativa. Uno debe elegir. Nosotros elegimos ser filósofos respondiendo a su Presencia con todos los movimientos que el proferir imponga, con el despojo de todas aquellas sendas perdidas que conducen al silencio omnipresente que se torna incertidumbre del decir y del querer, o a la hipercrítica destructiva que se afirma en la falta de propuestas constructivas. Sólo reinstalando el estatuto del Dios exiliado por habernos exiliado del Amor, podremos redimirnos como filósofos en un mundo en que la filosofía no cuenta. Y no cuenta porque perdió su raigambre salvífica, porque dejó de acudir al auxilio del hombre, dejó de pensar para alguien y se encerró en el solpsismo de la conciencia cogitante sin Dios y sin hombre. No desoigamos a Aquel que nos busca y reinstalemos a Dios en nuestro duro corazón de filósofos, que el tiempo de la redención se acerca si nos erigimos en auténticos custodios de la palabra eterna.

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Inés Riego de Moine

Notas:



1 BUBER, M.: Gottesfinsternis. (Eclipse de Dios. Estudio sobre las relaciones entre religión y filosofía). Ed. Fondo de Cultura Económica. México, 1993, 2ª. Edic. p.33.

 

2 Cfr. GARCÍA ANDRADE, CARLOS.: La Trinidad: "software de Dios". Ed. Ciudad Nueva. Madrid, 2000. p.7. Va hacia él nuestro agradecimiento por habernos inspirado la idea de la 'reinstalación de Dios'.

 

3 Sal 18, 3 y 32

 

4 Cfr. DÍAZ, CARLOS: En el jardín del Edén. Ed. San Esteban. Salmanca, 1991. p.119.

 

5 HEIDEGGER, M.: Wozu Dichter? (¿Para qué ser poeta?) in Wolzwege. Ed. Losada. Buenos Aires, 1960. pp. 224-225.

 

6 PICARD, MAX: Die Fluch vor Gott (La huida de Dios). Ed. Guadarrama. Madrid, 1962. p.18.

 

7 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO: Suma Teológica. I, q.12; II, q.45.

 

8 PICARD, M.: Op. cit., p.178.

 

9 SANTA TERESA DE JESÚS: Poesía 8, in Obras completas. Ed. Monte Carmelo. 7a edic. Burgos, 1994. p.1334. El poema glosa el lema 'búscame en ti, búscate en Mí', que en las Navidades de 1576 motivó el "vejamen", en el que participó también el propio san Juan de la Cruz.

 

10 BUBER, M.: Op. cit., pp. 47-48.

 

11 VELASCO, JUAN: La experiencia cristiana de Dios. Ed. Trotta. Madrid, 1995. p. 121.

 

12 Cfr. WEBER, MAX: Ensayos sobre sociología de la religión. Ed. Taurus. Madrid, 1998, 3 tomos.

 

13 Nos remitimos aquí a nuestro artículo "Religión, mística y filosofía. (Retorno y prospectiva del pensar originario)" in Acontecimiento, Nº 70, Año XX, Ed. Instituto Emmanuel Mounier. Madrid, 2004. pp.31-35. También véase Mardones, J. M.: El discurso religioso de la modernidad. Habermas y la religión. Ed. Anthropos. Madrid, 1998. pp. 43-45.

 

14 KOLAKOWSKI, L.: "Die Moderne auf der Anklagebank", in VVAA: Über die Krise. Klett Cotta
Verlag, Wien, 1986. pp. 86-87.

 

15 DÍAZ, CARLOS: De la razón dialógica a la razón profética. (Pobreza de la razón y razón de la pobreza). Ed. Madre Tierra. Móstoles, 1991. p.29.

 

16 Ibid., p.28.

 

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