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No a una legislación tiránica que destruye los fundamentos de Europa y desconoce la dignidad de los europeos

La cuestión del sentido de la vida humana. Fin concreto existencial y su resolución en la libertad

por Elizabeth Da Dalt de Mangione

El artículo intenta mostrar que la crisis socio-cultural ofrece a los pensadores el reto de favorecer la síntesis entre el saber científico y el ético a fin de contribuir al desarrollo moral y propiamente humano; promover una captación de la unidad de lo real, conocimiento cuya estructura supone hacer ver la relación existente entre todas las cosas, que son semejantes, análogas, solidarias entre sí; hacer descubrir el sentido de cada ser y en especial, de la vida de los hombres que están llamados a participar en constante y mutua relación y edificación humana, a darse al bien de los demás hombres en virtud de la trascendencia

Introducción

En nuestro tiempo estamos superando el prejuicio neutralista tras la comprobación de su real imposibilidad, aún como ideal regulativo. "En este punto, el relativismo se mantiene bien en las discusiones más o menos eruditas y en la biblioteca, pero no en la vida, donde nadie queda indiferente ante determinados espectáculos, ni es deseable que quede así" (Barrio Maestre, 1997, p. 204).

La cultura nos remite a cultivar la capacidad creadora en orden al bien genuino en los diversos ámbitos de la vida humana. La civilización, en cambio, puede usufructuar de los productos complejos y bienes derivados de la creatividad sin poseer la cultura que los engendró, lo cual entraña el riesgo del poder manipulador. Advertimos que los pueblos cultos se esfuerzan por abordar el núcleo de los problemas, intenta resolverlos con hondura, de raíz, con total fidelidad a las exigencias de lo real. Tratan con absoluta seriedad las cuestiones absolutamente serias. “Los pueblos civilizados, pero no cultos, manipulan los productos de la cultura –por ejemplo, los medios de comunicación- para tratar los temas serios de modo frívolo y someterlos a su arbitrio” (López Quintás, 1994, p.109). Un pueblo culto vela por los bienes supremos de la sociedad: “uno de tales bienes es el respeto absoluto a la vida humana. En él, como en una roca, se asienta la posibilidad de la existencia en común” (Ibíd., p. 110).

La actual crisis social nos plantea un reto insoslayable: abordar la misión de los pensadores de hoy como una acción profundamente humanizadora capaz de favorecer el libre e interiorizado desarrollo de aquellos valores que nos sirvan de referencia y nos permita conjugar, en armonía, el aprender a pensar crítica y reflexivamente y el aprender a vivir bien, como dos dimensiones que se unen, se funden y se encuentran a lo largo y en lo profundo de la vida.

“Si la ciencia fuera más digna que el hombre, si sus fines se pusieran por delante y con ignorancia del fin de la vida humana, la ciencia perecería. La ciencia debe estar siempre al servicio de la vida del hombre” (Polaino-Lorente, A., 1997, p.39). Vida, persona humana y dignidad interactúan recíprocamente. Según sea el concepto de vida humana que se defina dependerá también el concepto de dignidad que le corresponda. De allí la relevancia de descubrir lo que el hombre realmente es.

Hoy, desde el ámbito científico se ofrecen diversas definiciones que, a pesar de sus matices, en su mayoría resultan excesivamente biologizantes, fisicalistas o mecanicistas. Luego, el gran sesgo del error cientista hoy consiste en tomar la parte por el todo. En efecto, en una perspectiva de la vida físico-biológica la dignidad especial que corresponde al hombre queda reducida a elementos físico-bioquímicos. Estos ciertamente entran en su composición, pero no pueden identificarse con el hombre vivo. El reduccionismo físico-biológico desprecia lo que no pueda percibirse físicamente o cuantificarse. De este modo, se termina por negar la genuina dignidad del hombre. “Si la vida humana es apenas ‘un edificio prodigiosamente complicado de electrones (…), ¿le estará permitido al hombre, efímero e inmerso en el desmesurado cosmos, considerarse al menos depositario de un valor privilegiado, que desafiaría las reglas del tiempo y del espacio?’”. A esa pregunta hay que contestar que sí, que al hombre le está permitido eso y mucho más y que todo eso que le ha sido permitido no es razón de un privilegio, sino mera consecuencia de su ser natural. El hombre es un fin en sí mismo, un ser pensante, autoconsciente y libre, capaz de amar. Y todas esas capacidades (…) son sin duda alguna transbiológicas e inmateriales (Ibid., p 41).[1] “’Toda ciencia tiene su realización plena en cuanto ciencia del hombre y para el hombre’. La ciencia encarna su sentido más pleno en la medida en que sirve y dignifica la existencia humana (…) Amar al hombre por el hombre mismo en modo alguno significa replegamiento en el individualismo solipsista. Cuando el científico se entrega a su trabajo por amor al hombre –por servicio a todos los hombres- precisamente entonces, está alejando la tentación individualista .(…) Tampoco ‘amar al hombre por sí mismo’ significa egocentrismo. Porque en el hombre –en cualquier hombre, cualquiera que sea su condición y circunstancia- se trasluce algo transhumano, que no por estar más allá de la naturaleza humana es impropio de ella. Dicho con otras palabras: en todo hombre hay un ‘plus’ sobreañadido, un carácter indeleble que lo trasciende y en el que se trasciende. Misteriosamente, el hombre es más que el hombre. De esta manera, al descubrir en el hombre la trascendencia humana, el científico redescubre, se encuentra y acaba por enseñorearse de su propia autotrascendencia. En la trascendencia el hombre logra vencer, por su propia naturaleza, la seducción lisonjera de convertirse en un ser clausurado, optando definitivamente por la apertura al ser, donde únicamente puede encontrar la dignificación y el desarrollo de su más alta estatura a la que, por otra parte, vocacionalmente está llamado (Ibid., pp. 43-44). Cabe entonces, a la filosofía hoy reflexionar sobre lo que hay de inmaterial en el hombre y preguntarse qué es la vida humana, cuál es su fin, qué sentido tiene cada existencia personal y humana?

Libertad Humana, Valor y Ser

Si bien el desarrollo social es condición de la formación de la persona­li­dad, el desa­rro­llo moral no se reduce ni identifica con él. El núcleo más profundo y fuente central donde se origina, resuelve, desarrolla y dirige la moralidad es la interioridad personal y libre. El hombre con su inteligencia es capaz de desentrañar y discernir cuáles son los valores que al ser actuados o realizados en la vida concreta lo hacen plena y auténticamente humano. Mediante su volun­tad puede libremente inter­venir en el flujo de sus afectos e instintos y ordenar­los conduciendo responsable­mente sus acciones y por ello, al decir de Max Scheller, "el hombre es un asceta de la vida". La libertad no se explica sin la inteligencia ni la voluntad, ya que el obrar humano implica una deliberación, un juicio, una valoración, que sólo puede realizar la inteli­gencia a instancias de la voluntad. Corresponde a la perfección de la vida intelectual y libre que los bienes sean conoci­dos no solo en tanto deseables sino en cuanto valores, es decir, en su verdad y moralidad. Únicamente el hombre es capaz de valorar, apreciar el valor o la falta de valor de las cosas o acciones, “leer dentro”, conocer intelectualmente la existencia en la realidad de un orden o jerarquía “dada” de valores. Es capaz de descubrir que en un nivel inferior están los hedónicos o de placer; próximos a ellos están los valores económico- técni­cos (de utilidad) y los biológi­cos (de salud); por encima de éstos se hallan los valores estéticos (de belleza), los teóricos y los sociales (de comunidad); y en la cúspide, los ético-religiosos. [2] Únicamente el hombre por su libertad puede ordenar y gobernar sus diferentes y a veces opuestas tendencias. Por su libertad es capaz de superar aquellas limitaciones innatas, como pueden ser algunas de su temperamento - tendencia a la pereza, a la envidia, al rencor,- y trans­formarlas por el esfuerzo de su voluntad iluminada por la inteligencia, en acciones edifi­cantes. Por su libertad puede alcanzar el dominio y seño­río de sí ya que no está determinado en su actuar sino que él mismo puede determinar­se en su accionar. Cuando el obrar humano es conforme a esta escala objetiva de valores, cuan­do en una acción humana se antepone el valor superior al inferior, tal acto se cualifica como ética­mente bueno y plenificante. Cuando da la primacía al valor inferior sobre el superior, la acción no conviene a la plenificación humana, es decir, es éticamente mala.

Solo el hombre es capaz de amar o despreciar un objeto por el valor o disvalor que entraña. Solo el hombre puede conocer y amar los valores y su ordenación, porque solo él es un ser moral, y sus acciones, en tanto obrar humano, son morales. Únicamente el hombre se enfrenta con el desafío de la autodeterminación volun­taria, con la real capacidad de elegir entre obrar o abstenerse, entre obrar de un modo u otro modo, elegir entre poner un acto edificante o deshonesto. Y la cualificación moral honesta o deshones­ta de su conducta va perfilando su individualidad personal, va esculpiendo su figura y estatura humana. El hombre en su situación actual y conforme a su natura­leza [3] de cuer­po y alma espiritual -no obstan­te ser una sola sustancia- puede y debe ordenar y gobernar cons­tantemente en armóni­ca sinto­nía con los valores reales y en su jerarquía objetiva, tendencias sensibles y espiritua­les viven­cia­das muchas veces en pugna, con "tironeos" interiores. Es capaz de hacerse señor de sí y no dejarse "tirar" por la fuerza de las tendencias inferiores. Sin embargo, se advierte que no basta conocer lo valores y su ordenación. Esto es un supuesto necesario pero no suficiente. El conocimiento de los valores no es garantía de que lo realicemos. Muchas veces no hacemos el bien que conocemos y aún admiramos. El hombre además de iluminar su inteligencia con el conocimiento de los valores, que son "auténticas verdades para la acción" debe vivirlos, encarnarlos, plasmarlos con su acción concreta. Ahora bien, el desarrollo moral tiene su fuente en la interioridad personal y su fruto en las virtudes. Es la conquista de las virtudes, más que la autonomía, el punto clave del desarrollo moral. No se reduce a saber juzgar bien acerca de problemas morales, sino a realizar el bien en la vida concreta como proyección de una riqueza interior. La moralidad no se reduce a un proble­ma de razón, sino también de carácter, motivación y acción. La acción buena exige una moti­vación fuerte que la lance a la existencia, una voluntad vigorosa y robusta que quiera realizarla.

Mientras la libertad de indiferencia se opone a las inclinaciones con el objeto de dominarlas, la libertad de calidad presupone unas disposiciones naturales en las que se arraiga para extraer de ellas la fuerza que presidirá su desarrollo. El germen de la libertad moral encuentra su fuente en la tendencia a la verdad y al bien, a la rectitud y al amor, al deseo de conocimiento y de felicidad.

Dado que las facultades se revelan por sus actos, en el análisis del acto humano, su orientación hacia un fin y la elección, descubrimos la naturaleza del libre albedrío (I, q.83, a.3; De Malo, q.6). El obrar voluntario procede de una aprehensión del bien que produce una inclinación en la voluntad que da origen a la acción. Lo propio de la acción voluntaria reside en que la aprehensión del bien por la inteligencia es de carácter universal, originando en la voluntad una inclinación hacia el bien en su universalidad. Sin embargo, destaquemos que la acción misma es singular y particular. De allí que la inclinación de la voluntad está orientada hacia muchos bienes y no se halla determinada en sus elecciones y actos singulares. "(...) La libertad se funda en la naturaleza misma de nuestras facultades espirituales; su inclinación hacia la verdad y hacia el bien universales crea una apertura hacia lo infinito que hace la voluntad libre respecto de todos los bienes finitos y particulares entre los cuales se puede colocar al acto mismo de la elección, que, emanando de nosotros, es contingente y singular" (Pinckaers, 1988, p. 499). La dificultad existe en precisar si la voluntad está o no determinada por el bien perfecto, cuestión que trataremos luego.

La conciencia psicológica es un conocimiento reflexivo por el cual, al conocer de algo que es o no es, conozco y me conozco conociendo. Puedo reflexionar sobre esta actividad concomitante subjetiva. Pero, debido a la posibi­lidad de reflexionar sobre el propio acto que com­porta la concien­cia psicológica, es posible la inversión, factible en el orden espe­culativo, entre ser y conciencia.

"En virtud de esta reflexión, es posible también la inversión (...) no real pero sí pensada, de las relaciones entre ser y conciencia, como si la subjetivi­dad radical que es puesta en acto de conciencia por el ser, fuera quien pusiese el ser" (García de Haro, 1978, p.148).

Consecuencia de esta inversión en el orden espe­cula­tivo, llevada efectiva­mente a cabo por el pensamiento moder­no, es la pérdida, en el ámbito de la con­ciencia moral, de la función di­rectiva del conocimiento en orden a la acción.

El ser pensado no regula, no mide, sino que es fruto de la concien­cia. Con­se­cuentemente, se diluye la distinción entre moralidad y puro hacer, pensar y pura proyección sin lími­tes de la subjetividad (Fabro, en García de Haro, 1978, p.149).

El "pienso" (cogito) que no halla nada cierto en sí, sino que encuentra cer­teza de sí, conduce a la confusión de la liber­tad con verdad. La conciencia vaciada de la realidad objetiva, no regula iluminan­do la acción en la verdad, sino que es regulada por la voluntad que, al comportar certe­za de sí y considerarse única fuente de certeza, se erige en fuente absoluta de verdad y con­se­cuentemente de normatividad: todo acto libre es transformado en verdad y se identifica con el bien. La consecuencia visible es la poderosa fuerza di­sol­vente del ámbito mo­ral: com­porta la negación de la verdad objetiva; y la identificación de libertad con verdad.

Cuando la inteligencia no se abre a la realidad para conocerla tal cual es, reemplaza el saber de la ciencia por el puro pensar inmanente, intras­cendido y sin medida objeti­va. Entonces, "(...) la voluntad vacía a la inteli­gencia de su luz, que lleva a cono­cer la verdad de las cosas, que compro­meten y exigen en tanto son y como son, para llenarse de proyectos no iluminantes ni directivos, sino puramente redun­dan­tes de las decisiones de la voluntad" (García de Haro, ibíd, p.151).

El puro pensar inmanente intrascendido y sin me­dida, es decir, el "pienso" (cogito) activo fundante de la certeza, que da prioridad al acto de pensar sobre el conte­nido, negando la intencionalidad real de la concien­cia, lleva a autofundar el "ser" y la "verdad" como certeza en una proyección ilimitada y desbordante de la subje­tividad.

"Es un ‘quiero’ (volo) que se pone como re­alidad del acto de pensar y como verdad del mis­mo" [4] (Ibídem).

Únicamente si el "quiero" (volo) depende del "pienso" (cogito), si éste es fundante y el primero fundado (y el cogito sólo es fundante en cuanto es pensamiento de "otro objeto o ser" o intencio­na­do), cobra neto relieve la distinción o dualidad entre el acto del sujeto y el objeto, entre conciencia y ser, entre entendimiento y voluntad, entre libertad y norma, entre finito e infinito, entre criatura y Creador (Fabro, en García de Haro, Ibídem). [5]

La cuestión del sentido de la vida humana. Fin concreto existencial y su resolución en la libertad

Con razón Adler reconoce la relevancia de la finalidad en la vida psíquica del hom­bre. "Lo que, antes de nada, podemos captar de los movimientos psíquicos, es el mismo movimiento, que se dirige hacia un fin...Por consiguiente, la vida del alma humana está determinada por un fin. Ningún hombre puede pensar, sentir, querer, o incluso soñar, sin que todo eso sea determinado, condicionado, limitado, dirigido por un fin situado delante suyo...No se puede concebir un desarrollo psíquico más que dentro de este marco". (...) He aquí precisamente el porqué, presentándose la ambigüedad de los fenómenos propios de la vida psíquica, se trata de considerarlos no uno a uno, aislados entre sí, sino por el contrario, en su conexión y como dirigi­dos en la unidad hacia un fin común. Lo que interesa es la significación que un fenómeno reviste para el individuo en todo el conjunto coherente de su vida" (Citado en Pinkaers, 1988, p. 49). Esta cuestión del sentido y fin o meta de la vida tiene una relevancia primor­dial para el hombre y se halla en germen en las diversas actividades que realiza, las que imprimen y dan un fin, un sentido a nues­tra vida. Es además, una de las caras o columna vertebral de la cuestión relativa a la felicidad.

Claramente comprobamos que todos los seres tienen una razón de ser; los ojos para ver, el reloj para dar la hora. Verificamos la existencia de la finalidad en la naturaleza.

Por doble vía podemos conocer el fin natural de un hombre: una ascendente y otra descen­dente, estrechamente relacionadas.

El camino descendente supone, de manera especial, una actitud realista y sincera. Cuando el hombre reflexiona sobre su existencia advierte su auténtica reali­dad: su condición de creatura. Esta funda su dependencia real u ontológica de origen, de vida y de destino. Esta vinculación es óntica, natural, no elegi­da. Existe con o sin conoci­miento de la misma, con su aceptación o pretendido recha­zo. [6]

El hombre es un ser contingente y no necesario; finito, y no infinito; es sim­ple­mente una creatura. Por ello, las características de la naturaleza humana son determi­nadas por el fin que el Hacedor asig­na al hombre. Naturaleza y fin están profundamente relaciona­dos: lógicamente el fin precede a la naturaleza, es su razón de ser, su causa. En consecuencia no pode­mos compren­der la naturaleza sin el fin: todo ente ha sido hecho por Dios para algo, y, en orden a ese fin, ha sido dotado de determinadas características que le permitirán alcan­zarlo.

Por la misma razón, mediante la vía ascendente, que analiza la natura­leza huma­na para llegar al término del dinamismo que lleva impreso en sus entrañas, se ad­vierte en ella la manifesta­ción del fin para el que ha sido esen­cialmente crea­da. El análisis de sus potencias e inclinaciones expresa su intrín­seca finalidad.

"Es evidente que si nuestra inclinación básica es saber, lo que deseamos y necesitamos saber tiene que ser la verdad, si no vana sería esa apetencia. La verdad en su forma más alta y pura posible. La historia humana es la historia más o menos dramática de esta búsqueda insaciable. Porque el alma tiene un deseo de algún modo infinito de saber y nada la sacia si no la Verdad infinita. Esa ansia no es infinita en acto, por cierto, pero lo es en potencia, por ello sólo la colma el Infinito en acto.

Pero ¿qué es la verdad? En el momento cumbre de la historia de la humanidad salió a relucir, justamente, este tema, y quizá no podría haber sido de otro modo, pues era precisamente allí y ese día que se jugaba ni más ni menos que la Verdad, la verdad definitiva sobre el hombre y del hombre frente a Dios. Es Poncio Pilato el que la formula, en nombre de toda la humanidad en tinieblas (sentada a la sombra de la muerte, como dice la Escritura) la pregunta clave. Es cuando Jesús se halla arrojado brutalmente en el torbellino de su Pasión cuando se le hace esta pregunta: ¿Qué es la Verdad? Pero el escepticismo de Pilato hizo imposible una respuesta. Y Jesús quedó callado.

Resulta decisivo, pues, para la vida humana, que sepamos qué es la verdad. La postura escéptica es sólo la máscara de una desesperación no asumida. Desesperación, sí, porque nos va en ello nuestro propio ser, nos va la vida, y nuestro destino eterno. Hoy asistimos a una suerte de contracultura escéptica, que los frívolos aparentan seguir alegremente... La desesperación (...)hace imposible la esperanza. (...) Tomás de Aquino (...) se plantea la pregunta ¿Qué es la verdad?... La verdad es la adecuación de la cosa y el entendimiento... El fundamento último de la verdad son las cosas mismas. Pues las cosas o los seres son verdaderos porque son y es por eso que nuestra adecuación mental a ellos constituye la verdad en su sentido más formal y propio. El grado de verdad depende, pues del grado de ser, y además, de nuestra más o menos perfecta adecuación al ser. En este sentido Dios es la Verdad Suma, la Verdad sin más, absoluta, y por lo tanto, en sí la más cognoscible y esplendente. Pero no lo es para nosotros, seres humanos, que apenas tenemos de Dios una noticia oscura, a punto tal que, pudiendo llegar a Dios por las solas luces de nuestra inteligencia, Él prefirió revelarse a nosotros, pues no es nada fácil llegar a Dios sin error y prestamente, con sólo nuestras pobres fuerzas intelectuales." (Pithod, 1993, pp.45-46) [7] .

"La inteligencia humana está hecha para la verdad sin límites y, por eso, puede entender toda verdad, sin saciarse nunca, porque está hecha para la Ver­dad infinita, como su último Fin. De igual modo la voluntad está hecha para el bien sin límites y por eso puede querer cual­quier bien, sin que ninguno la sacie, pues está hecha para el bien infinito de Dios"(Derisi, 1980, p.10)

Ambas vías permiten arribar al fin último del hombre en virtud de la insepara­ble unión entre naturaleza y fin. El segundo camino expresa la vida moral como perfeccionamiento del hombre en cuanto tal. El primero, que tiene como punto de partida el fin de la crea­ción, demuestra que la conducta moral no se reduce a una autoplenificación, sino que comporta un destino generado por su Autor.

En las creaturas materiales, la consecución del fin está asegurada por las leyes, que de modo necesario, las conducen a su perfección y consi­guien­te gloria de su Hacedor. La criatura racional y libre es capaz de alcanzar su fin, pero de modo propor­cionado a su naturaleza, es decir, libremente. La ley eterna orienta al hombre mediante la ley moral inscripta en su corazón y la ley natural que reina en todo el universo.

Si bien uno solo es el fin último del hombre, las cosas creadas no son des­preciables, ni carentes de valor. El fin último no es el único bien honesto, pero sólo él es digno de ser amado de modo absoluto. Cuando esto sucede así, el fin último conduce a querer de un modo armonioso todas las criaturas, según su naturaleza y fines connaturales e inmediatos. Puesto que el fin es el término del recto desarrollo de la naturaleza, el amor del fin verdadero conduce a respetar y amar a las personas y a las cosas y sus fines, a emplear las cosas para lo que son.

Consideramos que la naturaleza implica un proceso hacia la plenitud, que llamamos felicidad. Esta inclinación natural del hombre al bien absoluto se refleja en el deseo natural de ser feliz. La consecución estable y per­petua del Bien Perfecto, amable por sí mismo y que satisface y colma las exigen­cias y deseos de la naturaleza humana tiene su fruto: la genuina felicidad. Fin último y felicidad coinciden, como dos caras de una misma moneda.

El objeto de la voluntad es el bien universal o felici­dad perfecta.

Tomás de Aquino distingue dos formalidades en la vo­luntad: 1) la inclinación natural y necesaria (voluntas ut natu­ra) y 2) la inclinación electi­va y libre (vo­luntas ut libera). De esta manera sostiene que "(...) existen bienes particulares que no di­cen relación necesaria con la felicidad, ya que sin ellos uno puede ser feliz. A tales bienes no se adhiere la voluntad necesariamente. En cambio exis­ten otros que tienen relación necesaria con la felicidad, por los cuales el hombre se une a Dios, en quien solamente se encuentra la verdadera felici­dad. Pero hasta que sea de­mostra­da la necesidad de esta conexión por la certeza de la visión divi­na, la voluntad no se adhiere necesariamente a Dios ni a las cosas que son de Dios. En cambio, la volun­tad del que ve a Dios en esencia se une a Dios necesa­ria­mente, del mismo modo que ahora deseamos la felicidad" (1 q. 82 a. 2 c). [8]

Esta distinción formal no implica dos actos voli­tivos real­mente diferentes: uno necesario y otro libre. Se trata de dos motivaciones deter­minantes distin­tas: una natural y otra libre.

Por naturaleza la voluntad está inclinada hacia el Bien Ab­solu­to, por lo cual, en esta vida, al encontrarse frente a bienes parciales que no satis­facen esta global potencialidad del querer, se halla siempre libre frente a ellos. "Es porque siempre hay un "plus" de tendencia con respecto a la capaci­dad atracti­va e iman­tadora de este bien, porque siempre hay tal plus, por eso es que este bien no me puede atraer necesariamente. Hay un hori­zonte más amplio que está imantan­do mi voluntad" (Soaje Ramos, 1970, p.30).

Es importante advertir en el acto libre el aspecto correspon­diente a la volun­tas ut natura, ya que "no existe el acto químicamente puro en el que no se descu­bre esa procedencia de la facultad del querer como hecho natu­ral."(Utz,1972, p.135).

Si bien el objeto de la voluntad es el bien en común, sin embargo el fin concreto existencial no puede ser este abstracto bien en común, sino que debe ser determinado, esto es: elegido. Y en la vida concreta cada uno elige el objeto real en el cual quiere cifrar su felicidad. Es un hecho evidente -como es evidente la reali­dad del mal moral- que el hombre, como se ha dicho, puede escoger lo infinito como lo fi­nito, los bienes pasajeros o la vida eterna. Por lo tanto, la elec­ción no se refiere sólo a los medios sino también (y espe­cialmente) al fin existencial, que no sólo es Dios (más aún para Sto. Tomás lo es en muy pocos) sino toda la gama de los bienes terrenos (riqueza, placeres, carrera, fama, glo­ria... la ciencia, la filosofía, la literatura, etc)" (Fabro, 1977, p.173).

La elección radical del fin existencial genera una dirección a todo el accionar humano : Por la elección del fin existencial, la aspiración indeter­minada a la felicidad (la vo­luntas ut natura) deviene operante y es el principio tendencial que mueve al hombre a la conquista de los valores que encarnan para él la per­fección (real o supuesta). Y esta elección radical -la elección de la propia vocación e ideal en esta vida- es una elección siempre reformable se­gún todo el ámbito de la propia libertad.

Es decir, el hombre es libre y "libre" aún para dirigir sus pasos en orden al fin que él mismo elija. Y la elec­ción que haga de su último fin concreto existen­cial, en el cual quiere cifrar su propia felicidad, definirá, marcará el rumbo fundamental que dará a su vida entera. Cada elección particular se hará "en fuer­za de ese motivo" (Fabro, 1971, p.338) y pondrá de manifiesto el fin que de base se ha elegi­do como el supremo o máximo.

Se advierte entonces que la clave para resolver el pro­blema cen­tral de la vida humana reside en esforzarse por descubrir el verdadero fin del hom­bre y decidirse, autodeterminarse activamente por él. La solución de este pro­ble­ma dará sentido a la vida misma. "La unidad con la voluntad de Dios es la fórmula cristiana de la moralidad; la fusión con Él, la de la eudaimonía" (Speaman, 1991, p.22).

"Cada hombre ha de decidir su destino: y decidirlo para una eternidad. Somos libres, y en las distintas y diarias elecciones con las que cada uno va forjando su modo de vivir y morir, cuenta con la guía de su conciencia. Concien­cia y libertad se entrelazan, en la más apasionante decisión del hombre en el tiempo: el modo en que vivirá su eternidad" (García de Haro, op.cit., p.13).

La búsqueda de sentido de la existencia humana es algo que a la mayoría de las personas inquieta y que sólo se aquieta en la experiencia de la trascendencia.

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Elizabeth Da Dalt de Mangione


Bibliografía:

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[1] No resulta ético que un científico degrade la realidad por él estudiada para hacerla acomodaticia a tenor del reduccionismo impuesto por su propia ciencia para autoconstituirla, una vez configurada, en el concreto y específico objeto de estudio de la ciencia por él cultivada. “La ética del comportamiento científico exige del investigador otro comportamiento muy diferente: sencillamente si algo no puede explicarse o comprenderse desde la ciencia que uno cultiva –por ser una realidad suficientemente compleja o por escapar del ámbito de estudio de esa disciplina- lo que el científico debe concluir es que desde su ciencia no alcanza a explicar o comprender aquello, sin por ello reducir o tergiversar la realidad ni ampliar o magnificar el ámbito de competencias que es propio de su disciplina” (Polaina-Lorente, 1996, p.41).

[2]Estos valores trascendentes están formalizados en el obrar concreto por la conjunción o síntesis de la elección moral (por la libertad) y de la religación natural (del hombre -creatura- con Dios), en tanto el hombre reconoce y encarna en su conducta la bondad (cuando elige entre el bien y el mal) o la mayor perfección de un bien (cuando elige el mejor entre bienes alternativos). En la jerarquía de valores descripta -en relaciones de condiciona­miento y sentido-, los valores inferio­res son fundan­tes, sirven de base a los superiores, y los que se ubican en el vértice de la ordenación dan el sentido último.

[3] "El conflicto humano entre espíritu y cuerpo, entre espíritu y carne o entre espíritu y vida (...) es segura­mente el centro del drama existencial de este ser compuesto por dos naturalezas, que, no obstante, constitu­yen una sola sustancia(...): La constitución misma de un ente al mismo tiempo celeste y terreno, como decía Platón. (...). La condición humana, la Existenz de los existencialistas, lo convierte en un ser misterioso, paradóji­co incluso. Como si de su propia esencia brotara la tensión que lo aqueja, del hecho mismo de ser un 'mixto', un compuesto de espíritu y cuerpo que oscila en los lindes de dos mundos. (...) Y es verdad que por lo que tiene de corporal, el hombre depende de las leyes de la naturaleza física, por lo que tiene de espiritual depende de la razón y de la libertad...Pero el misterio del hombre es que una sola y única naturaleza pertenece a la vez e inseparable­men­te a esos dos mundos" (Pithod, 1994, pp. 66-67).

[4] Volo: 1a. Persona sg. Pte. Indicativo. Verbo volo, vis, vult, velle, volui. Yo quiero.

[5] El agnosticismo y escepticismo propios de la filosofía de la inmanencia son particularmente disolventes de la filosofía práctica o moral. “El deseo de autojustificación, que está en el origen de todo oscurecimiento de la conciencia y de la doctrina moral, encuentra los postulados éticos de dicha filosofía -creatividad de la conciencia, relativismo de la ley, naturaleza histórica del hombre, etc,- la aparente comprobación científica a su desfiguración de la verdad moral “ (García de Haro, 1978, p. 152). Se produce entonces la la pérdida del sentido de lo real que hace miopes para corregir evidentes errores y desastrosas situaciones.

[6]No revis­te ninguna novedad el intento de sustraerse a la esencial característi­ca de su con­dición de creatura, cuyo ser, con su fin y orden al fin, le han sido dados por su Hacedor: se trata simplemente de "(...) la pirueta en falso de una ­reivindicación or­gullosa de su autonomía moral, de tomarse a sí mismo como fin y sustraerse a Dios". (García de Haro, ibid., p.90).

[7] Sobre el tema, aconsejamos al lector remitirse a la obra de Pithod (1993): El alma y su cuerpo.

[8] Esa inclinación necesaria de la voluntad es la causa de la liber­tad. Debido a que la voluntad está naturalmente necesitada de felicidad plenifi­cante que la satisfa­ga totalmente sin dejar margen alguno de insatisfacción, se halla siempre libre frente a todo lo que no sea la plena felicidad. La voluntad es señora, es siempre libre, aún en el orden del ejercicio del acto "(...) también en relación con el bien universal y con Dios, por­que estos son conocidos (y, por tanto, están pre­sentes a la con­ciencia) de modo abstracto y mediato" (Fabro, 1982, p.130).

 

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