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No a una legislación tiránica que destruye los fundamentos de Europa y desconoce la dignidad de los europeos

¡Viva Fruela III!

por Luis María Sandoval

Cuando los españoles nos vamos a enfrentar a propuestas de reforma constitucional, no deja de extrañar que se nos presenten como ineludibles, de obligada unanimidad y sin caber discrepancias. Lo que debiera ser menos discutible, como la unidad de la nación, o la soberanía entregada a la oligarquía eurócrata, se está concediendo de entrada sin defensa, y en la relativamente secundaria modificación en la sucesión de la corona a favor de las mujeres, que permite opiniones legítimas opuestas, no se aprecia debate. No sólo la sucesión femenina es opinable desde varios puntos de vista, sino que en el orden sucesorio ni se proponen las modificaciones que serían imprescindibles ni se actúa con rigor lógico en cuanto a las conclusiones de las propuestas proyectadas. Hablemos de la sucesión a la Corona.

Aunque no sea de la importancia que las amenazas a la unidad y soberanía españolas, la proyectada modificación constitucional en el orden de sucesión a la Corona tiene su importancia, sobre todo para mostrar el modo falaz y poco riguroso con el que la tiranía de la corrección política construye los consensos de obligada unanimidad.

Y si la Corona es algo secundario, no olvidemos que lo segundo es lo más importante después de lo primero: por poco que lo sea, la Monarquía liberal es un signo de unidad nacional, de valiosas características de continuidad e indiscutibilidad, y con notable incidencia afectiva -si no racional-, que no brindaría en igual medida una jefatura del estado electiva, igualmente simbólica.

La sucesión femenina al trono

El orden de sucesión a la Corona está fijado por el artículo 57, párrafo I, de la vigente constitución de 1978 que reproducimos: “La Corona de España es hereditaria en los sucesores de S.M. Don Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica. La sucesión en el trono seguirá el orden regular de primogenitura y representación, siendo preferida siempre la línea anterior a las posteriores; en la misma línea, el grado más próximo al más remoto; en el mismo grado, el varón a la mujer, y en el mismo sexo, la persona de más edad a la de menos”.

Observaremos que el sexo femenino no queda excluido de la Corona, sino que sólo se prefiere el varón a la mujer en el mismo grado, puesto que de otro modo la hija del rey difunto es preferida al hermano de éste, etc. Conviene recalcar, pues, que no hay en la actualidad exclusión femenina de la Corona, y que las disposiciones son mucho más benévolas que otras que rigieron en nuestro país en tiempos modernos, como la Ley de Sucesión de Felipe V (de 10 de mayo de 1713), en que sólo “siendo acabadas íntegramente todas las líneas masculinas del Príncipe, Infante y demás hijos y descendientes míos legítimos varones de varones, y sin haber por consiguiente varón agnado legítimo descendiente mío, en quien pueda recaer la Corona según los llamamientos antecedentes, suceda en dichos Reynos la hija o hijas del último reinante varón agnado mío en quien feneciese la varonía, y por cuya muerte sucediere la vacante, nacida en constante legítimo matrimonio, la una después de la otra y prefiriendo la mayor a la menor [...] siendo mi voluntad que en la hija mayor o descendiente suyo que por su premoriencia entrare en la sucesión de esta Monarquía, se vuelva a suscitar, como en cabeza de línea la agnación rigurosa entre los hijos varones que tuviere nacidos en constante legítimo matrimonio...

También merece la pena recordar que la tradición monárquica española al respecto ha sido plural y cambiante. Pero hasta ahora, existiendo varón del mismo grado, nunca ha sucedido la mujer nacida con anterioridad con preferencia a éste, como ahora se pretende: los ejemplos menudean, desde Isabel la Católica (sucedió a Enrique IV como hermanastra –hija de la segunda esposa de Juan II y aquel de la primera- sólo porque falleció su hermano de doble vínculo Alfonso, dos años menor, reconocido como sucesor y aclamado rey entre 1466 y 1468 por el partido contrario a la Beltraneja que a continuación pasó a apoyarla a ella) hasta Alfonso XIII (cuando nació en 1886 como hijo póstumo tenía dos hermanas mayores, las infantas María de las Mercedes, hasta entonces Princesa de Asturias, nacida en 1880, y María Teresa nacida en 1882).

Esta segunda constatación, que se pasa por alto fácilmente, nos libera de hacer una excursión histórica sobre las diferentes tradiciones sucesorias respecto a las mujeres en León y Castilla y en las coronas periféricas, como Portugal o los condes de Barcelona. No: el cambio que se proyecta no significa un nuevo retorno a una tradición de cierta estirpe castellana más que aragonesa (en Aragón no sucedían las mujeres sino en ausencia de herederos varones, pero su exclusión no era completa); esto es otra cosa.

En España, hasta hoy, las mujeres han reinado o transmitido derechos al trono cuando en el mismo grado no hubo varones en quienes recayera la corona.

Así fue el caso del acceso al reino de León de la dinastía navarra (en 1037 Fernando I de Castilla se entronizó en León como esposo de Sancha, hermana del difunto Bermudo III), y luego de la de Borgoña (Urraca, breve y azarosa reina titular de Castilla y León entre 1109 y 1111, tuvo a Alfonso VII de su primer marido, fallecido mucho antes de su entronización, Raimundo de Borgoña).

Igualmente, el caso del entroncamiento del reino de Aragón y el condado barcelonés (Ramón Berenguer IV casó con Petronila de Aragón y entró a reinar en él, en 1137), de la reunión de Castilla y León (en 1217 Berenguela tomó posesión de Castilla para cederla a continuación a San Fernando, que heredaría León en 1219 en detrimento de sus hermanastras mayores).

En el reino de Navarra se produjeron numerosos cambios de dinastías por causa de la sucesión femenina:

- primero advino la casa de Champaña, cuando Teobaldo I sucedió a su tío Sancho VII el Fuerte como hijo de la hermana de aquél;
- luego, Navarra entró en la orbita de la monarquía francesa, y se separó de ella merced a las líneas femeninas (en 1274 quedó Juana I por única heredera, y finalmente casó con el que fue Felipe IV de Francia, con él son cuatro los reyes franceses que lo fueron de Navarra hasta que la nieta de aquella, Juana II, consiguió ver reconocidos sus derechos en 1328, atropellados antes por la aplicación indebida en Navarra de la ley sálica por sus dos tíos; con su marido Felipe accedía al trono pamplonés la casa de Evreux);
- y todavía, a partir de 1425, por recaer sucesivamente la corona en Dª Blanca, su hija Leonor y su nieta Catalina se vio en el trono pamplonés a un monarca Trastamara aragonés, un Foix y un Albret.

También por ausencia de sucesores varones encontramos los casos sucesivos de la reina Isabel de Castilla y de su hija la también reina Juana, que condujo a la introducción de los Austrias en los reinos de España.

A Felipe II se le reconocieron derechos por rama femenina en Portugal sólo después de la muerte del cardenal-rey Enrique (1580).

E incluso la sucesión de Carlos II por los borbones pasa por los derechos de las descendientes femeninas de Felipe III y Felipe IV (y en ese sentido extendió sus testamentos Carlos II siempre), en tanto que el Archiduque alegaba derechos por no contar sino las ramas masculinas.

En la tradición contemporánea de España, el carlismo y su influencia doctrinal están indisolublemente ligados a la preferencia varonil estatuida por Felipe V desde que Fernando VII favoreció el acceso al trono de su hija Isabel en detrimento de los derechos de su hermano Carlos María Isidro, abriendo con ello paso al liberalismo. Las constituciones liberales, por idéntico motivo aunque opuestamente valorado, han tenido que mantener ininterrumpidamente la posibilidad de un soberano femenino, imponiendo que su marido no tendrá autoridad ninguna ni parte en el gobierno, como ya había establecido la Constitución de 1812. Sólo la constitución napoléonica de Bayona introducía la rigurosa agnación varonil francesa, con “exclusión perpetua de las hembras”. Y la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado de 1947 se atrevía a situarse expresamente a medio camino: la mujer no podrá reinar pero sí, en todo caso, transmitir a sus herederos el derecho (art. 11,I).

De modo que en España la tendencia tradicional posee variados motivos y precedentes para inclinarse a la vigente preferencia de los varones, a igualdad de grado, en la llamada a la sucesión.

* * * * *

Pero la cuestión no se plantea ahí –sin que se deban ignorar del todo el peso de tales consideraciones históricas- sino en una cuestión de principio: la discriminación de la mujer contraria, se nos dice, al espíritu y la letra de la Constitución de 1978.

Efectivamente, el artículo 14 de la constitución, primero del capítulo de derechos y libertades, reza “Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”.

Ahora bien, si se considera discriminatoria por razón de sexo la preferencia de los varones menores a las hermanas mayores, no se soluciona gran cosa con modificar el antecitado artículo 57,1 parcialmente. La monarquía hereditaria es, por definición, una discriminación por razón de nacimiento, rechazada sólo dos palabras antes que la de sexo, y la aplicación al mismo del igualitario 14 no conduce en buena lógica a su reforma, sino a su abolición.

Por cierto que resulta bastante admirable la susceptibilidad y el totemismo de las feministas profesionales. Suelen intentar que las mujeres se sientan halagadas (¿por comunión mística en el sexo?) con motivo de que una de ellas haya accedido a determinado puesto, logro individual que no repercute en cada una de las demás como sí lo hace una discriminación general negativa. En el tema que nos ocupa, más importante que una hija de rey pueda ser monarca con ser de mayor edad que su hermano varón debiera ser que en la actualidad ninguna mujer -ni ningún varón- con independencia de sus deseos y méritos, pueden ser Jefes del Estado si no son hijos o descendientes del Rey.

Los argumentos igualitarios para reformar la sucesión de la Corona son admisibles pero débiles. Llevados a su extremo peligraría la institución misma.

* * * * *

Por lo demás ¿se puede dar, todavía, alguna razón a la preferencia del varón a la Corona dentro del mismo grado? Sí la hay para los que no comparten la descristianización y el individualismo, aunque desde luego son razones de conveniencia y no apodícticas.

Históricamente la preferencia por la sucesión masculina no sólo tuvo un componente de desconfianza en las facultades femeninas para el arduo empeño de reinar (que incluía el imponerse por la fuerza cuando fuera menester), sino un componente que parece pre-nacionalista, pero es prudente: la sucesión femenina entregaba el reino a un príncipe no nacido y –lo que es más importante- criado en él. Esta motivación es clarísima en Portugal.

La actual Monarquía liberal es apenas simbólica, y la trascendencia de quien la ostente es casi nula, por eso el triste caso de Isabel II no es válido como precedente en ningún sentido. Desde una perspectiva individualista una mujer puede ser la Reina de España y su marido, teóricamente, aparejador del Ayuntamiento de Móstoles, armador pesquero en Ortigueira, ganadero salmantino o anticuario en Barcelona.

Ahora bien, desde una perspectiva natural existe cierta contradicción en que el Soberano se encuentre bajo otra autoridad. Y desde una perspectiva cristiana, la condición de cabeza de familia del marido que enseñó San Pablo (Ef 5,23) deberá explicarse y refinarse, pero por mucho que su autoridad sea un servicio –igual que la del mismo monarca- no puede declararse abolida. El ejemplo español de las implicaciones de esa concepción cristiana lo constituye el de la santa Reina Católica, que siendo reina titular en Castilla, mediante la fórmula del ‘Monta tanto’, concedió poder general a su marido (fórmula, por cierto, que no tuvo reciprocidad en Aragón por parte de su marido y de aquellos reinos, donde no pasó de consorte). Y, salvo en el caso de aquel excepcional matrimonio regio, la verdad es que en los reinos españoles las mujeres llamadas a la sucesión no han reinado propiamente, sino sólo transmitido la corona a sus consortes.

En perfecta concepción liberal, el Rey debiera ser tan sólo un individuo más, pero la realidad se impone y la Corona es siempre, necesariamente, una institución más amplia que una sola persona. La idea de Familia Real, de una familia singular al frente de un conjunto de familias, y cuya cabeza lo es también del reino, es más congruente con la visión ‘familiarista’ cristiana de la política (víd. Catecismo de la Iglesia Católica § 2212).

La preferencia de los varones para el cargo supremo que vela por el bien común puede encontrar, además, otro fundamento.

Por necesidad pastoral y abundancia de su corazón Juan Pablo II escribió la Carta apostólica Mulieris dignitatem (1988), pero no una simétrica ‘Munus viris’. Sin embargo, la crisis de la paternidad refleja una necesidad de orientación sobre el papel de los varones en cuanto tales, y ésta aunque no esté explícita, no es difícil de establecer, mínimamente, a partir de esa misma Carta apostólica.

Dado que “la masculinidad y la femineidad se distinguen y, a la vez, se completan y se explican mutuamente” (§ 25), cuando el Papa expone que “comúnmente se piensa que la mujer es más capaz que el hombre de dirigir su atención hacia la persona concreta y que la maternidad desarrolla todavía más esta disposición” (§ 18) nos parece lícito inferir que el varón es más capaz que la mujer de dirigir su atención al hombre en comunidad, y por lo tanto es en principio el sexo más idóneo para ejercitar y simbolizar la tutela del bien común.

Conste que esas mayores capacidades –tanto la masculina como la femenina- se refieren al promedio y no a cada caso individual. Y que el ‘plus’ aludido no indica incapacidad en el otro sexo –ambos participan plenamente de la naturaleza humana-, ni por tanto debe significar exclusión absoluta.

Sí parece que la referencia recíproca, de polaridades y equilibrios entre uno y otro sexo, reclama nuestra propuesta simetría de mujeres y varones respecto al individuo concreto y a la humanidad general –objeto específico de las leyes-. De otro modo, o bien la igualdad entre ambos sexos, o bien la opinión respaldada por el Papa sobre la específica valía femenina para el amor concreto, deben ser rechazadas por incompatibles.

Si se quiere decir que hay un sexo que es tan capaz como el otro en todo y en algunas cosas un poco más, pero en ninguna un poco menos, en este caso el femenino, niéguese la igualdad entre hombres y mujeres y afírmese abiertamente la superioridad de éstas. Y si se quiere pagar tributo a la igualdad absoluta, niéguese contra toda experiencia hasta la menor diferencia –como la indicada-, que siempre indica ‘más’ y ‘menos’ respecto a cierta magnitud. Dentro de que hombres y mujeres comparten la misma naturaleza -no son dos especies- nuestra propuesta de polarización simétrica nos parece la más sensata y ajustada a la experiencia de la humanidad y a las opiniones los sociólogos cristianos. Y de ahí la preferencia general y sobre todo simbólica de los varones en la jefatura del Estado.

* * * * *

En conclusión, entiendo que la reforma proyectada es de suyo opinable, y opino que para mantener el actual orden sucesorio, además del motivo coyuntural de no entrar a reformar la Constitución para no dar ocasión a otros perjuicios gravísimos, abogan varias razones:

- la continuada tradición política hispánica
- que no resuelve el problema de la naturaleza de suyo ‘discriminatoria’ de la institución monárquica
- y que existen razones de conveniencia no desdeñables para mantener la preferencia del varón en la sucesión

La reforma imprescindible: descendencia legítima

El artículo 57 de la vigente constitución que estamos comentando no es original: reproduce a la letra el texto que ya contuvieron anteriores constituciones monárquicas del siglo XIX (artículos 51 de 1837, 50 de 1845, 56 de 1856, 77 de 1869 y 60 de 1876).

Pero en todas esas constituciones, salvo la de 1869 (y, curiosamente, también la Ley de Sucesión de Franco), el artículo siguiente a cada uno de ellos se refiere a los descendientes “legítimos”, concepto de descendencia legítima que consta incluso en el artículo 2 de la intrusa Constitución de Bayona, y a la que la Constitución de 1812 dedicaba íntegramente su artículo 175 (“No pueden ser Reyes de las Españas sino los que sean hijos legítimos habidos en constante y legítimo matrimonio”).

Que la Constitución de 1978 no contenga precepto equivalente, presente en todos sus modelos anteriores no es sino omisión deliberada. Y muy desgraciada. Ni siquiera, como hemos dicho, puede presentar la estúpida excusa de antifranquismo sistemático. Se debe, por el contrario a la mentalidad progresista con que fue construida. Mal puede preservar en la familia real del artículo 57 la distinción entre hijos legítimos e ilegítimos una Constitución que previamente, en su artículo 39,2 establece “los poderes públicos aseguran, asimismo, la protección integral de los hijos, iguales éstos ante la ley con independencia de su filiación, y de las madres, cualquiera que sea su estado civil. La ley posibilitará la investigación de la paternidad”.

Pues bien, ya que se pretende introducir reformas en la Constitución, y particularmente en la sucesión de la Corona, debemos sugerir y pedir que se introduzca la condición de hijos de legítimo matrimonio de los herederos con capacidad de suceder en el trono. Petición con suficientes precedentes absolutamente liberales, y llena de justicia y prudencia.

Existen tres motivos objetivos por los que los bastardos –digamos ‘descendientes extramatrimoniales’- de la Familia Real no han de acceder a la Corona en ningún caso.

Las cualidades de la sucesión hereditaria son el automatismo en la designación de heredero y la preparación del mismo para su cometido desde la cuna. La filiación legítima imposibilita que exista ninguna duda sobre el llamado a suceder al Rey, y evita que la jefatura del estado sea objeto de disputas. La certidumbre del orden sucesorio permite la educación y preparación del que será rey a la medida del reino.

Si en cualquier momento puede surgir un pretendido hijo ilegítimo a trastornar el orden sucesorio, estas cualidades de la monarquía hereditaria (que incluso los partidarios de la jefatura del estado electiva han de admitir, aunque no basten a inclinar su criterio) dejan de existir. Si hoy se descubre un bastardo que se anticipa a los hijos legítimos y conocidos, mañana puede aparecer otro aún más antiguo que se anteponga a aquel en el orden sucesorio. No sólo se pierde la certidumbre sucesoria y la oportunidad de preparar al heredero para sus altas funciones, sino que, tercer motivo, es muy probable que el hijo ilegítimo, no reconocido sino tardíamente, arrastre lesiones psicológicas por la condición postergada de su madre y suya: no sólo su educación en los saberes, sino la afectiva y moral serán muy inadecuadas.

Y no queremos omitir otro motivo en contra, éste moral y de ejemplaridad: en todo reino cuya célula básica sea la familia fundada sobre el matrimonio, la indiferencia ante la infidelidad y sus frutos tiene el máximo efecto destructivo.

Y el efecto moral siempre puede convertirse en político. Un recordatorio: Alfonso XI dejó tras de sí once bastardos varones y con ello dejó las bases para una posterior guerra civil intermitente de quince años. Aunque su hijo legítimo, Pedro I ‑que le superó en desórdenes de todo género-, alcanzó a matar a tres de sus hermanastros, a la postre murió a manos de Enrique de Trastamara, siendo el último rey hispánico asesinado hasta Carlos de Portugal, ya en el siglo XX. Son efectos propios de su época, pero en ninguna dejarían de tener efectos perniciosos los bastardos reales.

Por eso, el vedar expresamente la sucesión de la monarquía a los bastardos no es solo perfección debida para cubrir todas las hipótesis legales, sino una precaución muy adecuada, también en la actualidad.

Supuesto el derecho a entrar en la Familia Real, en los presupuestos, e incluso acceder al Trono, de cualquier hijo ilegítimo, y respaldada constitucionalmente en el mismo artículo que hemos citado la investigación de la paternidad ¿a qué sonrojantes demandas se verían sometidos una y otra vez el Príncipe y el Rey, bajo los focos de la telebasura? Sólo si la Constitución cierra el paso de entrada a cualquier posible derecho de los bastardos reales se evitarán las reclamaciones de los mismos en caso de existir, con su posibilidad de abusos y las indignidades consiguientes.

Pero esa exclusión también es muy adecuada a amenazas ya apuntadas. Antes de ocuparnos del orden entre los descendientes no habidos del Príncipe Felipe y su legítima esposa Letizia debemos preocuparnos si un día puede presentarse la reclamación de algún (o alguna) descendiente ilegítimo de aquel, incluso si su madre hubiera prometido ahora no hacerlo, descendiente que encontraría siempre el referido portillo legal y reuniría un partido en la sensiblería de la opinión, el interés oportunista de otros y el jaleamiento de cierta prensa sensacionalista. Cuestión desagradable y espinosa que ya hemos abordado públicamente (víd. “Una boda contra el matrimonio”, artículo publicado en el número de Arbil de noviembre de 2003). El reciente reconocimiento de Leandro de Borbón como hijo natural de Alfonso XIII, tras pleito por su parte y fallo a su favor es una demostración de que los trastornos apuntados no son pura hipótesis.

Si, como ha insinuado cierta prensa, existiera ya una hija de D. Felipe, de no existir exclusión legal de los hijos ilegítimos podríamos encontrarnos que si D. Felipe y Dª Letizia sólo tuvieran descendencia femenina, la mayor de las hijas y heredera sería la preexistente bastarda. En el mismo caso, y con el orden sucesorio actual, si simultánea o posteriormente D. Felipe fuera infiel con descendencia masculina, tal varoncito gozaría de la precedencia sucesoria.

Pero si se cambiara la legislación sucesoria como se pretende el resultado podría ser incluso peor: incluso si Dª Letizia diera a D. Felipe siete hijos todos varones, de existir una hija ilegítima precedente y demostrarse, sería lo mismo que si fueran estériles, porque ésa sería la primogénita y heredera, sin que tampoco hubiera lugar a las Infantas y sus líneas.

Y no es esta la peor de las hipótesis. Cualquiera que pretendiera ser hijo ilegítimo del Rey, con tal de ser mayor que D. Felipe aunque menor que las Infantas podría pretender un derecho sucesorio.

En esta época de equiparaciones forzadas de lo aberrante con lo natural, como en el caso de las uniones homosexuales, si se va a reformar la Constitución en lo referente a la Corona, no estará de más que de forma legal, y no con hipocresías implícitas, se excluya de la sucesión a los hijos no nacidos de legítimo matrimonio.

¿Una transitoria discriminatoria?

Pero además, la reforma progresista propuesta es, como de costumbre, falaz.

Se nos dice que no se quiere eliminar privilegios masculinos para que impere el criterio absoluto de igualdad desde este mismo momento, pero no es eso lo que se hace.

Caben dos posibilidades: que sólo se elimine la mención a la preferencia de sexo o que además se acepte nuestra sugerencia de incluir la condición de descendiente legítimo en el sucesor.

El final del párrafo I del artículo 57 vendría a adoptar la siguiente forma: “La sucesión en el trono seguirá el orden regular de primogenitura y representación [entre los descendientes legítimos], siendo preferida siempre la línea anterior a las posteriores; en la misma línea, el grado más próximo al más remoto, y en el mismo grado la persona de más edad a la de menos”.

En la prensa se ha dicho que se intenta defender de posible preterición a una o varias hijas mayores de los Príncipes de Asturias si con posterioridad les naciera un hermano varón. Para que hiciera falta esa protección que se nos presenta como urgente debieran darse primero una serie encadenada de condiciones:

- que Su Alteza la Princesa Letizia pueda quedarse en su momento embarazada, posibilidad que es difícil evaluar.
- que el primogénito de los Príncipes fuera hembra –si es varón no se suscita problema discriminatorio: es el varón y el mayor-, de lo cual existe un 50% de posibilidades.
- que existiendo una primogénita haya un segundo hijo del matrimonio (de no haberlo no existe más que una heredera femenina no discriminada), lo cual es de nuevo difícil de evaluar.
- que el segundogénito fuera varón (si fuera hembra no habría problemas de discriminación). La probabilidad en ese segundo embarazo es de un 50%, lo que hace una probabilidad teórica del 25% para esta sucesión de casos.

De llegar más hijos (los Reyes no han tenido más que tres, el varón fue el último), cada hipotético nuevo embarazo supone un 50% de posibilidades de nacimiento de un varón en colisión de derechos con la primogénita (las otras no cuentan o son el varón del caso anterior). En suma: se está cubriendo un riesgo máximo del 25% de los casos.

Y decimos máximo por dos motivos: la capacidad de engendrar y la voluntad de querer tener más de un hijo no son cuantificables, y los Príncipes, para los que no es desdoro utilizar los recursos legales sin mayores consideraciones morales (la Princesa ya recurrió al matrimonio civil y al divorcio, y el Príncipe aceptó casarse con una divorciada), pueden acogerse a los supuestos de reproducción asistida existentes legalmente, con lo cual pueden seleccionar qué embrión engendrado por ellos dejar vivir por no traer complicaciones constitucionales, y cuales otros eliminar por inadecuados.

Desde luego, una Constitución que ampara la llamada reproducción asistida (con la eliminación como desperdicios de seres humanos concebidos y sobrantes) y el aborto no necesita preocuparse del orden en que nacerán los hijos de la realeza. Ya se deshará de los que no convenga y les impedirá nacer.

Por el contrario, confiados en Dios y dejando obrar a la naturaleza creada, la preferencia de un hermano menor sobre una hermana mayor puede tardar mucho en producirse. Los nacimientos de hijos, nietos y biznietos son sucesos estadísticamente independientes entre sí. Por lo que pueden verse en una estirpe varias generaciones en las que se sucedan los primogénitos varones.

* * * * *

Todo esto era un exordio para recordar que todas las prevenciones de discriminación en futuro se pretenden que sirvan para consagrar una discriminación, ésta real y en presente, que se oculta.

No sólo se está olvidando intencionadamente cuanto hemos dicho de los derechos prioritarios –siempre en hipótesis- de un bastardo del Príncipe sobre las hijas de la Princesa, o de un bastardo del Rey sobre el propio Príncipe y las Infantas. Lo hemos recalcado, y ahora, por gracia del argumento, lo dejaremos de lado. Sólo recordemos que la existencia de bastardos agrava cuanto vamos a decir.

Si se hiciera una modificación del artículo 57,1 como la que he mostrado más arriba, no se estarían amparando los derechos al Trono de las hipotéticas hijas de D. Felipe y Dª Letizia, sino retrasándoselos hasta negárselos en la práctica, junto con sus no menos presuntos hermanos varones y ¡sus propios padres!

Si la Corona de España es hereditaria en los sucesores de S.M. Juan Carlos I de Borbón, y a su muerte está vigente una Constitución con una modificación como la indicada, por primogenitura y representación, en la primera línea directa y en primer grado, sin distinción de sexo y por orden de edad se encuentra su primogénita: S.A.R. la Infanta Elena, Duquesa de Lugo, casada y con dos descendendientes, siendo el mayor, además, varón. Y detrás de ella, en la misma línea directa y grado, sin distinción de sexos y por orden de edad, S.A.R la Infanta Cristina, Duquesa de Palma, también casada y con tres hijos vivos y otro en expectativa.

Si se elimina la discriminación de sexo del artículo 57 de la Constitución no se asegura el trono a una hipotética primogénita de D. Felipe frente a un más hipotético todavía segundogénito varón: simplemente el primogénito masculino o femenino de D. Felipe pasa, como mínimo, al noveno lugar en el orden sucesorio (y si nace el primo o prima que se espera, y estos primos tienen descendencia antes de morir D. Juan Carlos sus posibilidades de reinar son casi nulas).

Tan elemental conclusión sólo puede ser inesperada para los que no están habituados al rigor, a la lógica, a entender y cumplir las normas y a mirar la realidad en vez de aceptar que se la cuenten.

Si desde ahora mismo se quiere eliminar discriminación de sexos en la Corona no hay que pensar en los hijos de los Príncipes, que llegarán o no. Cuando se está hablando de ellos se está estableciendo otra discriminación, ésta sí muy real y nada hipotética, además de bastante odiosa.

Porque para que, modificada la Constitución en lo que hace a la preferencia de los herederos varones, sea aplicable entre los hijos por venir de los Príncipes, y no entre los hijos de D. Juan Carlos, la Constitución debiera modificar el artículo 57,1 y, además, incluir una compleja Disposición Transitoria Décima. Ni siquiera bastaría que dicha transitoria tuviera el siguiente tenor: “Al fallecimiento de S.M. Juan Carlos I de Borbón se preferirá para sucesor al varón entre los herederos más próximos en línea y grado, y luego a las herederas en la misma línea y grado por orden de edad. Sólo al fallecimiento de dicho sucesor se aplicarán las disposiciones del artículo 57,1”, porque si la Infanta Dª Elena premuriera al Rey, su línea sería anterior, aunque femenina, a la de D. Felipe, y por derecho de representación sería D. Juan Froilán el heredero de la Corona.

O bien se añade a la modificación del artículo 57 que se pretende una Transitoria en que se especifique que el nuevo texto no entra en vigor para la primera transmisión hereditaria de la Corona, manteniéndose en todo (en personas y líneas) la tradicional preferencia varonil que tanto parece urgir remover, o bien se pretende que D. Felipe ostenta un derecho patrimonial adquirido y no revocable sobre las expectativas a la sucesión en el Trono (ambas suposiciones a cual menos igualitaria), o bien, simplemente, se entiende que el Estado democrático de Derecho y su Constitución sirven para hacer lo que le dé la gana a los gobernantes prescindiendo de las garantías escritas y de los odiosos silogismos.

Que la llamada discriminación antifemenina la deban sufrir con seguridad las Infantas Elena y Cristina y no, hipotéticamente, una primogénita del Príncipe de Asturias –aún no nacida- por causa de un posterior hermano varón –aún menos nacido- es mantener y subrayar lo que se tiene por una injusticia del modo más odioso por lo que tiene de veto nominal.

Que el Príncipe de Asturias posea un derecho sobre la Corona que ni la misma Constitución que se la otorga puede revocar, parece un retorno a concepciones nada igualitarias. El Príncipe heredero lo es “desde su nacimiento o desde que se produzca el hecho que origine el llamamiento” (art. 57,2). ¿No sería suficiente hecho originador del llamamiento un cambio constitucional? Recordemos que en el Antiguo Régimen –más lógico de lo que nos cuentan- la modificación no podría hacerse en detrimento de derechos adquiridos. Pero en nuestro régimen democrático es el Príncipe el que ha jurado la Constitución, no las Cortes las que le han reconocido y jurado por heredero, de ahí que el título de Príncipe de España, a mi entender, sea en la actualidad perfectamente revocable.

Respecto a los derechos adquiridos ante los cambios legales democráticos no está de más recordar, por la proximidad del asunto, el trato dado por los tribunales a la sucesión en los títulos nobiliarios. Mientras docenas de mujeres aristócratas reclamaron títulos de nobleza en razón de su primogenitura y la igualdad de sexos en contra de la sucesión tradicional con preferencia masculina ya ejercitada se nos dijo que la analogía con la Corona que esgrimían los poseedores para mantenerlos no era válida, porque la sucesión de la Familia Real se regía por el derecho político y la Constitución misma velaba por su orden de preferencia masculina. Ahora, cuando se quiere equiparar la Familia Real a las condiciones del derecho común a todos los ciudadanos en cuestión de preferencia de sexos, no parece que se haya de hacer a medias: si a los nobles que ostentaban ya un título se les privó de él en nombre de una aplicación retroactiva de la igualdad de sexos, no vemos por qué no pueda hacerse lo mismo con el Príncipe de Asturias, que es uno de los que impulsan la igualdad de sexos en la Corona.

* * * * *

Para acabar y en resumen: la modificación de la Constitución para modificar el orden sucesorio de la Corona no es imprescindible, si acaso lo sería la exclusión decidida de los descendientes extramatrimoniales. Pero además, parece que se prepara la perpetración de una chapuza y un fraude, claramente discriminatorios, en su aplicación inmediata.

En las presentes circunstancias sería mejor no entrar a reformar la Constitución, y menos que el orden sucesorio sea el pretexto para, ‘de paso’, consagrar un ataque a la unidad de España. Pero sí se hace, lo más justo, y lo menos malo que nos puede ocurrir, sería que en el futuro los españoles hayamos de gritar un día “¡Viva Fruela III!”.

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Luis María Sandoval

 

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