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El fantasma de la ópera (Phantom of the Opera).

por Francisco Galdúroz

Como una pepita de plata en el lodo de cine consumista y banal, surge esta excelente adaptación a la gran pantalla del soberbio y famoso musical creado por el talento de Andrew Lloyd Weber.

Como una pepita de plata en el lodo de cine consumista y banal, surge esta excelente adaptación a la gran pantalla del soberbio y famoso musical creado por el talento de Andrew Lloyd Weber (que recorrió triunfalmente todo el mundo, desde su estreno en Londres hace 18 años). Con la firma del cineasta Joel Schumacher, somos introducidos en un espacio visual y sonoro fascinante.

Efectivamente esta arriesgada conversión es resuelta óptimamente por el irregular director de la saga Batman –entre otros títulos-; si bien algunos puntos que comentaremos no convencen en profundidad, globalmente es disfrutable y no defraudará al público en general, honestamente.

Hay que advertir que ésta es una obra cantada en casi su totalidad (el doblaje al castellano es de meritoria calidad); y el metraje quizá resulta algo excesivo para un espectáculo ciertamente no de masas: tradicionalmente los amantes del género musical trasladado al cine, -con excepciones como: Moulin Rouge, Chicago- no suelen ser mayoritarios en nuestro país.

Esta magnífica versión está basada en la conocida pero interesante y dramática historia, llevada ya hace décadas al cine, de un amor imposible cuyo protagonista (encarnado por un más que correcto Gerald Butler –Drácula 2001, Tomb Raider-) oculta su terrible secreto en los subsuelos de un teatro, en pleno París de Napoleón III.

Elementos como: el amor y el resentimiento, la humanidad, el genio, los celos, la tragedia, la tensión… y hasta pequeñas dosis de humor, esencialmente contenidos en la novela tardo-romántica de Gaston Leroux –prácticamente contemporáneo de los “tenebrosos” Allan Poe y Lovecraft-, son reflejados con mayor ó menor acierto en el ambiente “gótico” de esta notable realización.

El fantasma es la metáfora de un hombre dividido, como su cara: al mismo tiempo que atormentado por su deformidad física -y moral-, la pasión por la belleza simbolizada en la música y encarnada en una mujer –no desprovista de sutil erotismo- prueba su positividad interior.

Se nos narra cómo el desgraciado que oculta la mitad de su faz desfigurada, conduce hacia su recóndito mundo -donde sobrevive alejado de las miradas indiscretas- a la bella y aparentemente frágil corista Christine Daaé (interpretada por la poco conocida Emmy Rossum -El Día de Mañana-); en la esperanza de redimir la asfixiante soledad a la que su fealdad, y en realidad su amargura, le ha condenado.

La trama parte de la preparación por la ópera popular de uno de sus mayores fastos, que es vigilada atentamente tras las bambalinas por un misterioso personaje que cuyas apariciones cada vez son más perceptibles; ese pánico presente entre todos, llega a frustrar la actuación de Carlotta, la petulante diva. Así, este ser –que sólo quiere a la ingenua y seductora Christine, a quien enseñó a cantar y protege con obsesión- no vacilará en métodos para hacer de su dulce amada, una nueva estrella, y protagonista en su lúgubre morada, de una grandiosa pieza compuesta por él mismo. Por ello, cuando la cantante principal (maravilloso trabajo de Minnie Driver) abandona súbitamente la producción, los dueños deben promocionar a la joven como inesperado relevo. Pero la noche del estreno conquista la sala, sobre todo al aristócrata De Chagny (Patrick Wilson) –mecenas de la ópera- tornándose en nueva y fulgurante titular. Christine, que corresponde a la atracción del Vizconde, despertará la ira de este espíritu…

El fantasma de la Opera es fiel a la ópera-rock de Weber, con los modernos añadidos técnicos que proporciona el séptimo arte; los majestuosos y “barrocos” fondos –con toques hasta kitsch-, junto a la perfección de la fotografía de John Mathieson, nos traslada mágicamente a una atmósfera enigmática, llena de canciones apoteósicas de fuerza clásica.

El conjunto, sin elevada brillantez, funciona agradablemente; incluso se dan momentos admirables de emoción sin caer demasiado en la cursilería. En cuanto a los actores –ninguno miembro destacado del star-system hollywoodiense- cumplen pulcra y adecuadamente; mención especial a una discreta pero eficaz Miranda Richardson como Madame Giry-.

A resaltar igualmente, los recursos al suspense y los “saltos en el tiempo” (tanto a la infancia como a la vejez de los protagonistas), con secuencias estupendas (como la inicial de la transformación durante la subasta) que agilizan el transcurrir de la cinta con moderados cambios de ritmo.

Por último, y como aspectos criticables que no negativos, la factura de la cinta es tan ajustada a guión que peca un poco -¿deliberadamente?- de “aséptica”; por otra parte, el boato y la suntuosidad estética de los decorados (con abuso de los dorados), sin duda intencionadamente recargados, sirven de soporte estética a una recreación exagerada.

Pero si pueden, relájense y comprueben todo esto personalmente.

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Francisco Galdúroz

 

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