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No a una legislación tiránica que destruye los fundamentos de Europa y desconoce la   dignidad de los europeos

Piensa, hombre, piensa

por Gonzalo Rojas

"Las catástrofes y los cambios históricos bruscos -escribía el filósofo ruso Nicolai Berdiaev- han predispuesto siempre a meditar sobre la filosofía de la historia, a intentar comprender el proceso histórico y a idear las más diversas teorías para explicarlo.”

El dramático presente es precisamente el momento que se le ha dado a esta generación para pensar en serio sobre el sentido de la historia.

Nuestros mayores tuvieron la oportunidad de hacerlo ante Hiroshima y Nagasaki; y sus padres, frente al Somme y Verdun. Ahora nos toca a nosotros, por Washington y Nueva York. Y si no pensamos en serio, quizás simplemente no haya ninguna otra pareja de palabras que remueva la conciencia de la humanidad y la llame a rectificar.

Las reflexiones pueden centrarse en los escenarios de un conflicto bélico; o se puede ir aún más adentro y hacer un estudio de civilizaciones y religiones comparadas. Ambas cosas son necesarias y forman parte de los primeros niveles en que naturalmente nos movemos al informarnos y comentar los acontecimientos con nuestras familias, amigos y colegas.

Pero hay que ir más a fondo, o se corre el riesgo de trivializar la conversación centrándola sólo en mapas y estadísticas, en disquisiciones sobre grupos terroristas y desviaciones religiosas. Porque de lo que verdaderamente se trata -según la sugerencia de Berdiaev- es de pensar en el sentido mismo de la Historia, es decir en el cómo y el para qué de la vida humana en el tiempo... pero delante de la eternidad. Los instrumentos teóricos para hacerlo están disponibles.

Marx sostuvo que la Historia concluiría con la reintegración del hombre en la naturaleza, después de una revolución que aboliría el trabajo, la propiedad, las clases y el estado. Ya falló.

Spengler anunció la decadencia de occidente y dirigió sus dardos especialmente hacia la noción de progreso, en cuanto vinculada a las libertades económicas y políticas. En ese contexto, el Estado se iba a constituir en el salvador universal de una masa amorfa. Lo asumió el nacionalsocialismo -aunque se distanció del Spengler de la última hora- y ya sabemos qué desastres trajo para la humanidad el brutal estatismo nazi.

Toynbee creyó ver la aproximación de una era de convergencia de las grandes religiones en una sola, después de que se produjera un proceso de petrificación del cristianismo ¡Qué ilusión!

Fukuyama, siguiendo tesis de Hegel supuestamente puestas al día, anunció que se acercaba el fin de la Historia, en las coordenadas del triunfo universal de la democracia y de la economía de Mercado. No muy convencido de su propia tesis, le puso una serie de condiciones suspensivas.

Pero…se han cumplido las condiciones, no la tesis.

Otros han recurrido a Isaiah Berlin o Inmanuel Kant para buscar explicaciones y salidas; no faltará el que postule a Nietzsche como luz… para unos pocos indiviuduos superiores. Pero, no, tampoco sirven.

¿No hay entonces filosofía de la Historia alguna que pueda resistir la fuerza de los acontecimientos presentes y servirnos de material iluminador para nuestra necesaria, imprescindible reflexión?

En Marx, Spengler, Toynbee y Fukuyama y tantos otros, no. Pero qué importa: ellos son unos recién llegados a la ardua tarea de pensar para qué estamos en esta vida.

No hay que asustarse, por lo tanto de ir más atrás a buscar material para pensar. Fue por allá por el año 413 -en momentos que anunciaban la catástrofe final del Imperio Romano de occidente- que Agustín de Hipona escribió en la Ciudad de Dios que la Providencia del Creador rige la historia de una manera tal que no hay nada en ella que no esté previsto y, sin embargo, nosotros los actores de la historia somos libres para construir en nuestras vidas, en nuestros corazones y acciones, o la ciudad prevista por Dios… o una meramente humana, pecadora y por eso mismo limitada al tiempo, sin apertura a la eternidad con Dios.

Es ciertamente ésta la visión histórica vigente en Juan Pablo II, quien insiste hace ya años que un mundo construido sin Dios es un mundo edificado contra el hombre. Ciertamente no se trata de una suave crema, de una pomadita religioso-moral que por poco tiempo y superficialmente parezca cerrar las heridas del corazón humano. Por el contrario, si tiene que sangrar, que chorrée no más, pero sabiendo qué sentido tiene ese dolor.

Se trata, por eso mismo, de pensar en la línea sugerida por Noreste en su número del presente mes: “El enemigo no está fuera de nosotros, sino dentro; ¿a dónde se dirigen, entonces, todos esos reservistas?” y “Mohamed Atta, secuestrador del primer avión que se estrelló contra el WTC; nació el 1 de septiembre de 1968; fue un niño, ¿jugó en una montaña de Kabul o en un barrio de Gaza? ¿amaba el sabor del café? ¿dijo mamá antes de estrellarse? ¿su Dios era Dios? Mientras no lleguemos al fondo de su corazón será inútil levantar otra vez las torres gemelas, y si lo hacemos, éstas se derrumbarán una y otra vez.”

Con Agustín de Hipona, piensa, hombre, piensa.

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Gonzalo Rojas

 

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