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Origen del Cuerpo de Capellanes de la Armada

por Francisco Díaz de Otazu Güerri

Siempre han acompañado, y no pocas veces combatido directamente, a los ejércitos españoles clérigos, ordinarios o frailes. Desde el legendario ermitaño de Covadonga al cardenal Cisneros ante Orán, pasando por las órdenes militares y algún rey de Asturias o de Aragón que era diácono o monje, es lógico dado que la construcción de España fue en gran medida un esfuerzo religioso. También su proyección oceánica; Colón se acompañó de franciscanos, siendo el primer vicario apostólico de América el benito catalán Bernardo Boil, ex capitán de galera. Urdaneta era a la vez agustino y un genial navegante...Pero no nos ocupamos del cruce, esencial o accidental en la historia, de quienes eran “mitad monjes, mitad soldados”. Nos interesa hoy el inicio de la regulación de la capellanía castrense, particularmente en la Armada.

El Imperio español tenía tres frentes; el del norte, de contención a la Reforma Protestante, era fundamentalmente terrestre. Al contrario, la expansión ultramarina de la Indias y la contención mediterránea del turco eran, básicamente, esfuerzos navales. El Consejo de Guerra contaba con la Junta de Galeras para agilizar la defensa del Mediterráneo. La Junta de galeras se creó en 1550, presidida por el Comisario General de Cruzada. Bajo ella aparecerá la institución que nos ocupa. Para profundizar creemos que es García Hernán el historiador más especializado en la cuestión y al que básicamente hay que seguir.

Atendiendo a Flandes, un capellán por compañía, unidad que doblaba en efectivos a las actuales, ya lo había establecido Alejandro Farnesio, siendo la Missio castrensis propia de la Compañía de Jesús, debido al gran servicio que está prestó a los gobernadores de los Países Bajos; Alba, Requesens y Juan de Austria. Dirigidos por el Vicario general del Ejército, designado por el Arzobispo de Malinas, los jesuitas predominaron en ese servicio sobre el clero diocesano. Tomás Sailly encabezó un eficaz equipo de jesuitas belgas desde 1587. Dos años antes la infantería se había galvanizado por el providencial hallazgo de un cuadro de la Inmaculada, que junto con el hielo que aprisionó los buques holandeses supuso una admirable victoria. Pero sigamos con el embrionario cuerpo de capellanes; inicialmente eran doce, el duque de Parma lo mantiene a sus expensas, luego se establecen limosnas fijas, que no sueldo. En verano en campaña y en invierno en el Colegio de Bruselas. Entre 1600 y 1604 estuvieron en la campaña de Nieuport y en la de Ostende.

También en este servicio hay que prestar una especial atención a la armada. Como reacción al aniconismo y alguna otra desviación litúrgica, hasta mediados del s. XVII no se permitía la Misa en un barco. El aumento del tamaño del galeón y las consideraciones espirituales confluyeron para el cambio. La cubierta libre de una galera era escasa al lado de la bancada donde sufría la chusma. Se oficiaba al desembarcar, lo que siempre implica una acción de gracias, y a bordo el resto de los servicios. El capellán de la Armada no sólo desempeñaba una acción religiosa, si no que se encargaba de la hospitalaria. Además de cirujanos de emergencia, debían ser mediadores, apaciguando o animando, según el momento de la durísima vida en una galera, -entre las diversas descripciones de cómo era, recomiendo una desde la ficción (*)-, infundiendo coraje, en un tiempo en que el quemarropa y el abordaje decidía todavía muchos encuentros. En 1560 la Armada ataca la isla de los Gelves, siendo responsable del Hospital Real el capellán Diego de Arnedo, que reunió como obispo de Mallorca gran experiencia sobre la piratería berberisca. En 1565, varios jesuitas, padres y hermanos, se presentan voluntarios para sostener Malta, un breve de Pío IV refrendó este impulso. En 1569, S. Pío V, envió a su amigo el jesuita Cristóbal Rodríguez, en la galera de Requesens, a la escuadra de D. Juan de Austria que aisló la revuelta morisca, peligrosa cabeza de puente de alguna audacia turca. Este capellán tuvo amplios poderes, que podía conferir a coadjutores. Poco después, 1571, se lanzó la Liga Santa, la campaña de Lepanto. Los capellanes debían evitar los diversos conflictos entre fuerzas de naciones diversas, que estuvieron a punto de arruinar la coalición, además de, y más difícil aún a bordo, impedir el juego, el mucho beber y jurar. La homosexualidad implicaba pena de vida. En Mesina D. Juan de Austria hizo quemar a cuatro sodomitas

Pío V, implicado directamente como aliado en la operación, estableció un programa que llenaba las horas del día francas de servicio con ejercicios teórico-prácticos, que combatían el peor enemigo del marino, que no es el turco o la marejada, si no el ocio. Parece que el pasado de prior dominico de Vigevano del papa de Lepanto y del Rosario, que no casualmente son la misma fiesta, el 7 de octubre, influyó en la naturaleza de estas instrucciones. Francesco Cirni, un noble corso y político en Génova, en su obra histórica sobre las campañas de Berbería hace referencia a la labor abnegada de este cuerpo de capellanes de la Armada.

El legado pontificio castrense podía nombrar presbíteros idóneos para el duro servicio, fuesen regulares u ordinarios, que tenían licencia para absolver incluso los pecados reservados a la Santa Sede y los que se incluían en la bula Cena Domini, liberar de votos menores, e impartir la indulgencia plenaria in articulo mortis. Las instrucciones que el jesuita Antonio Possevino escribió por encargo del Papa, en principio para un campaña francesa tuvieron vigencia en la de Lepanto.

La Inquisición estaba estrechamente unida al cuerpo de capellanes. El inquisidor Alonso Andrade redactó El buen soldado católico, más bien dirigido a los príncipes y generales. La moral, en su doble acepción religiosa y castrense, tenía eficacia inmediata en el servicio, por ello nacen tratados y manuales dirigidos a las tropas. Francisco Antonio, amigo de San Francisco de Borja, que como antiguo Virrey tenía experiencia militar y que le dio concisas instrucciones, escribe en 1590, y tuvo éxito a juzgar por las reediciones.

Aunque para Francisco de Borja debían los capellanes mantenerse en grupos de seis en una misma galera, en la Liga Santa había una capellán por galera. En todo caso el capellán debía mantener el equilibrio entre la exagerada libertad y los escrúpulos monjiles, impropios en una masa de hombres dispuestos a matar y morir. El superior naturalmente en la nave capitana. Servían en régimen de contrato con consentimiento circunstancial de sus ordinarios. No todos los capellanes eran ejemplares, alguno era fugitivo de su ordinario, por eso se debían comprobar sus credenciales. El Capellán Mayor, desde el barco de D. Juan de Austria tenía facultades de Inquisidor general para el crimen de herejía. Las funciones sanitarias fueron creciendo en importancia, ya que de ayudar a bien morir a ayudar al cirujano, sobre todo en aquellas terribles condiciones, no había tanta distancia. También ejercía de notario testamentario y amanuense en general. El Papa concedió al Capitán General de Venecia Jerónimo Zane facultad para nombrar capellanes, así como al obispo de Nona, en Dalmacia, y a su Capitán General Antonio Colonna. Todos estos capellanes llevaban un altar portátil, y, como hemos indicado, celebraban sólo en tierra.

Los capellanes informaban al Papa en sus “advertimientos” de cuestiones de su competencia, como los desordenes de enfermería. Muchos enfermos y heridos murieron en los atestados sollados. Las medicinas estaban en la “especiería”, en una sola galera, de modo que faltaban en las demás. El médico, aunque tenía sueldo, cobraba en cada intervención, y a veces se negaba. El uso era que el Papa aportara una galera desarmada, sin remos, solo con vela, y donde estaban los bancos se disponían camas hasta para 400 enfermos en cubierta. La bodega era ocasión de todo contagio. Iban ocho o diez capuchinos, el médico y el cirujano, diez marineros y diez remeros para agua, leña y limpieza.

Con ocasión de la Liga Santa, un juez especial con potestad de vicario podía inquirir desligándose de los territorios de origen, con atribuciones incluso donde no había llegado la Inquisición Española. Con potestades amplísimas, que se mantenían en discreción ante el episcopado, dependía sólo del Papa, sin ser obispo, y era vicario para el Ejército. Nació así, unida a la sanidad y a la religión, la jurisdicción castrense y, en cierto modo, como función específica, otro de los cuerpos comunes de nuestras FAS. El primer responsable sobre los capellanes fue Jerónimo Manrique, a la vez juez ordinario eclesiástico, inquisidor y responsable del Hospital Real. Le sucede con D. Juan de Austria, en 1575, Rodrigo de Mendoza, inquisidor de Aragón.

La batalla de Lepanto fue una prueba en muchos aspectos, en la que el soporte ideológico y moral corrió en gran medida de un clero voluntario de diverso origen. Junto con la Misión Naval de la Compañía de Jesús en la flota de Flandes, bajo Ambrosio de Spínola, 1621, formalizada por la gobernadora en 1623, en la que los capellanes son adscritos a una escuadra, no a cada buque, siendo su jefe el rector del Colegio de Dunkerque. Son los dos embriones del histórico cuerpo de capellanes navales y militares, que con diversos avatares ha llegado hasta nuestros días sirviendo, sin contradicción alguna, como en Lepanto, a dos excelsas banderas.

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Francisco Díaz de Otazu Güerri

Bibliografía

DELGADO IRBARREN, José A.. Jesuitas en campaña. Studium, Madrid 1956

GARCÍA HERNÁN, Enrique. La Armada española en la Monarquía de Felipe II y la defensa del Mediterráneo. Madrid 1995

GARCÍA HERNÁN, Enrique. Capellanes militares en el Mediterráneo del s. XVI. “Historia 16” nº 312

(*)GORDILLO COURCIERÈS, José Luis. Membranzas de la galera Envidia (¿1524-1574), ed. Albatros, Valencia 2003.

 

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