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Patria.. ¿de dónde vienes?

por Gonzalo Rojas

El origen de Chile y la chilenidad

Nuestro gran Jaime Eyzaguirre afirmó que el primer chileno fue Valdivia, porque tuvo una mirada completa y unitaria del territorio y el destino nacional. A su vera, cientos de españoles -contra la opinión hoy tan vulgarmente generalizada- vinieron a Chile no a depredar, sino a quedarse, a dar vida. El mestizaje comprueba que para ellos ésta no era aventura simplemente económica, sino fusión de razas, amalgama de sangres, generación de duraderas y permanentes estirpes.

Hacia 1630 -sí, tan temprano- la conciencia de la patria se hizo evidente en vecinos y encomenderos, quienes ya sentían más suya la tierra que propios los mandatos del monarca. El casi olvidado Néstor Meza lo dejaba muy en claro en su lúcido “La Conciencia Política chilena durante la Monarquía.” El reino era la patria y, ciertamente el rey su cabeza; pero la patria ya era Chile, no España. Los Felipes y los Carlos eran efectivamente reyes de Chile, así, con una explícita mención a este finis terrae entre sus títulos. La guerra de Arauco -más discontinua efectivamente que lo que pensábamos hasta hace unos pocos años- no por esporádica dejaba de ser decisiva en la forja cada día más sólida de nuestra conciencia patria. El chileno -criollo se le llamaba- combatía con fiereza al indígena, que sin saber exactamente a qué patria pertenecía, otorgaba con el intercambio bélico ese mismo valor a su adversario. Y no es retórica: abundan los testimonios de mutua admiración y reconocimiento al valor ajeno. Y ahí estaba nuestro ejército permanente… nuestro.

Y mientras tanto se gritaba -poco, pero fuerte si era necesario- que viviese el rey, pero que muriese el mal gobierno, porque el rey era de Chile, mientras que un mal gobernante parecía siempre un impostor importado. Eran los nuevos y gravosos tributos los que suscitaban rebeldías y no lo era por sí sola la presencia de los peninsulares representantes del monarca en los diversos cargos y oficios.

Por eso la Junta del 18 de septiembre de 1810 no pretendía romper con el rey, al fin de cuentas, padre común de la patria española y de la patria chilena. Por el contrario: fue para custodiar su poder que nuestros antepasados se organizaron con premura. Y si no hubiera sido por tanta torpeza virreinal y por tanta estrechez peninsular, quizás qué uniones no hubiésemos visto surgir después de la derrota de Napoléon.

La Patria chilena -diga lo que diga un alto poder- fue muy anterior a la independencia: era la tierra de nuestros padres y ellos forjaron lo nuestro mucho antes de 1810 o 1818. Sólo a partir de este último año la patria es sinónimo de independencia; es patria independiente, patria nueva.

Pero eso trajo un nuevo problema, ese “ser o no ser” que con acentos dramáticos el mismo Eyzaguirre utiliza para cerrar su “Fisonomía Histórica de Chile.” Porque la patria, al quedarse sin padre, sin rey, había de buscar una nueva legitimidad, un nuevo fundamento. Y sólo estaba disponible esa gorda señora, tan desconocida en estos lares como prepotente en su reclamación de privilegios: la voluntad general abstracta y soberana: la “matria.” En su nombre había que partir de cero, había que constituirse y codificar, había que darse orden y proyectos. Pero de ella no sabían casi nada los hombres de los años 1820 … y comenzaron los tumbos y los fracasos.

Sólo la construcción portaliana, tan sólida en vinculaciones con el pasado hispánico aunque en clave republicana, pudo poner atajo al desvarío. Y mientras Bello preparaba un Código civil enraizado en las Siete Partidas y comandaba una Universidad de Chile asentada sobre la de San Felipe, el roto chileno triunfaba en Yungay y Prat nos enaltecía en Iquique. Derecho, universidad y guerra fortalecían a la nación en sus ya ancestrales pilares. Chile independiente, pero Chile con patrimonio, conservando el aporte de los padres.

Las guerras civiles de 1851, 1859 y 1891, aunque no rompieron esta continuidad, parecían un mal augurio al mediano plazo. Cual más, cual menos, los tres conflictos anunciaban que la gorda señora insistía en que era a ella a quien le correspondía determinar el futuro. Y ahí nos enredamos. Porque con la prédica de historiadores y publicistas liberales, con el triunfo de las fuerzas parlamentaristas ya en armas, y con el último representante del poder paterno, el Presidente de la Constitución del 33 por los suelos… ¿qué vínculo con la patria de 1630 podía subsistir?

El Centenario se encargó de recordar nuestros rumbos perdidos, nuestras filiaciones olvidadas. Libros terribles como el “Sinceridad. Chile íntimo en 1910” de Alejandro Venegas entonces remecieron a pocos, pero hoy se leen con angustia mayor. Por eso no es extraño que lo que el liberalismo parlamentario no lograba centrar, lo trataron de corregir los internacionalismos proletarios. Parecía mejor experimentar con la inserción en el comunismo internacional, o en el socialismo latinoamericano o en el socialcristianismo mesiánico: los tres intentos opacaron lo propio, lo nacional, hasta que un 11 de septiembre de 1973, las Fuerzas Armadas y de Orden se hicieron cargo del Gobierno, en primer lugar para restaurar la chilenidad quebrantada.

La patria volvía a ser el eje de la acción gubernativa, y así durante 16 años y medio, el Presidente Pinochet -con la colaboración de miles de civiles y uniformados- sacó a Chile de su indefinición y volvió a colocar al país en posición de recuperar sus raíces correctas: Valdivia, Portales, Prat…

Después, el retorno a la democracia, los gobiernos de la Concertación con su decidida promoción de una pseudo cultura iconoclasta de nuestras tradiciones patrias, con su ambigua promoción de una globalización indefinible, con sus coqueteos indigenistas y ecologistas. ¿Y la patria?

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Gonzalo Rojas

 

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