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Guerra Civil y Represión: El combate por la Memoria

por Ángel David Martín Rubio

Desde un primer momento, las pérdidas humanas que dejó tras de sí la Guerra Civil española, y más en concreto las víctimas causadas por la represión, sirvieron de arma arrojadiza para los dos bandos. Un millón de muertos fue la cifra redonda invocada por todos al tiempo que se magnificaba lo ocurrido en el bando contrario, negando o justificando los excesos propios.

Hace ya algunos años que se ha convertido en tópico la afirmación de que no tenemos cifras exactas de las víctimas de la guerra civil. Ahora bien, si al hablar de cifras exactas buscamos una precisión matemática, está claro que no puede haberlas ni de éste ni de cualquier otro fenómeno demográfico del pasado, menos aún de los que van acompañados de una alteración de las circunstancias ordinarias como es un conflicto bélico:

«La cuestión demográfica de la época de la guerra civil ha de ser forzosamente abordada con materiales escasos, dudosos y, prácticamente irremplazables o corregibles. En consecuencia, cabe reconocer, de entrada, que sólo es posible alcanzar conclusiones aproximativas, jamás definitivas. No obstante, no cabe duda de que incluso las más escasas y las más imperfectas estadísticas demográficas suelen ser siempre las menos malas de las estadísticas de cualquier tipo. Renunciar al uso, prudente y reflexivo, de los datos demográficos es, pues, en general, sólo una muestra de excesivo puritanismo o de incompetencia» [1].

Aunque se pueda tener la impresión de un cierto baile de cifras al recordar los valores numéricos que se han propuesto, no se puede reducir todo a una sucesión inconexa de hipótesis a cual más peregrina. A un lado y otro del camino quedan los que han dado números insostenibles sin más base que el cálculo arbitrario o el exabrupto motivado por prejuicios ideológicos pero hay unos jalones en el estudio que han permitido avanzar en la dirección correcta. Las referencias básicas son una temprana investigación acerca de las repercusiones demográficas de la guerra civil del Doctor Villar Salinas [2] y la aportación de Ramón Salas Larrázabal [3] a mediados de la década de los setenta.

El paso del tiempo y el cambio político operado en España por estos años hubieran hecho posible, junto a una más serena reflexión, la profundización en el análisis de ciertos aspectos deformados por años de propaganda a favor de cualquiera de los dos bandos. El resultado fue muy distinto: mientras en los ámbitos de la vida política tuvo lugar un interesado olvido, en la historiografía sobre la Guerra Civil tuvimos que sufrir una nueva invasión de naturaleza ideológica que hablaba de la represión para minimizar y justificar lo ocurrido en zona revolucionaria y presentaba con lentes deformadas (y de aumento) lo ocurrido en zona nacional. Así se han creado y difundido los que podemos llamar mitos de la represión, es decir, formulaciones con algún fundamento en una realidad que ha sido deformada y que sirven para sostener un determinado sentimiento o conducta, en este caso la reivindicación del bando frentepopulista cuyo hundimiento tuvo lugar primero en el terreno moral y después en el militar. Las vinculaciones existentes entre los promotores de la recuperación de la memoria histórica y el neo-reopublicanismo de la extrema izquierda hacen innecesario incidir con más detalle en lo que decimos.

Estos mitos pretenden caracterizar la represión en la Guerra Civil española con unas notas que sintetizamos en los siguientes enunciados prescindiendo de citas porque pueden encontrarse dispersos en las obras de varios autores [4]:

1. En relación con la cronología:

-La represión republicana a partir de los seis primeros meses careció de importancia, la franquista actuó ininterrumpidamente durante toda la guerra y no finalizó después.

2. En relación con la procedencia de las víctimas

-En zona republicana, las detenciones y asesinatos se dirigieron hacia la aristocracia y la burguesía que ejercían el poder económico, y hacia el clero, militares y políticos no integrados en el Frente Popular.

-En zona nacional ocurriría lo contrario: los perseguidos serían los representantes de los sectores sociales y políticos que habían puesto en cuestión el denominado “orden tradicional” mediante el reformismo de la etapa republicana: obreros y burguesía de izquierdas. En ambos casos la violencia sería expresión de una guerra de clases.

3. En relación con las responsabilidades y los procedimientos empleados para llevar a cabo la represión:

-En       zona republicana la represión fue consecuencia de la ausencia de autoridad, la impotencia y el propio caos revolucionario que la rebelión había provocado; en zona rebelde, responde a una voluntad política que es auspiciada desde el propio poder del Estado.

-Los franquistas incluían en su estrategia fusilamientos en masa como medio de asegurarse el terreno e impedir cualquier reacción de la población sojuzgada por el terror. En la zona republicana no se habría usado este tipo de represión como estrategia o método de guerra.

Todo ello lleva a hablar de diferencias cualitativas entre lo ocurrido en ambas zonas, diferencias que sitúan a la represión franquista —siempre según el mito— muy por encima de la republicana no solo en lo que a las cifras se refiere sino en una valoración presuntamente ética. Esta interpretación revela con toda crudeza los prejuicios ideológicos en que se sustenta cuando se llega a afirmar que:

« La represión ejercida por jornaleros y campesinos, por trabajadores y obreros y también por la aplicación de la ley entonces vigente era para defender los avances sociales y políticos de uno de los países con más injusticia social de Europa. Los muchos errores que indudablemente se cometían, pretendían defender una nueva sociedad. Más libre y más justa. La represión de los sublevados y de sus seguidores era para defender una sociedad de privilegios» [5].

Parece que aquí se ha tocado con brutal sinceridad el fondo del problema y que muy poco se ha avanzado en tantos años: mientras se justifiquen los crímenes cometidos por las ideas que decían defender los verdugos nos moveremos en una argumentación en la que no parece legítimo entrar. Con razón se ha dicho que «estas frases renuevan el tono bélico, aunque mencionen “errores”, bien comprensibles dadas las circunstancias. De ahí a gritar “¡Bien por la represión contra los opresores!” no media ni un paso, pues la conclusión está implícita» [6].

Aunque el trabajo de otra generación de historiadores va situando las cosas en su sitio y dibujando un panorama menos apasionado y condicionado por presupuestos ideológicos, la tendencia que venimos describiendo se ha acentuado en los últimos años. Agitados de nuevo los fantasmas de la Guerra Civil en las campañas electorales de 1993 y 1996, la izquierda española ha sostenido desde entonces la unilateral revisión de lo ocurrido bajo el señuelo de la memoria histórica.

Primero fue la reivindicación de las Brigadas Internacionales como héroes de la libertad, luego se planteaba en el Parlamento español una descalificación del 18 de julio —considerado como un golpe militar fascista— y el 20 de noviembre de 2002, con desconcertante unanimidad, se aprobaba una declaración de condena del franquismo. Acuerdos más recientes han seguido en la misma línea anacrónica y, como fondo, la exhumación de restos que siempre pertenecen a víctimas causadas por el bando vencedor. Como si no hubieran pasado casi setenta años desde el inicio de la guerra civil y treinta desde la muerte del Caudillo, de manera artificial se ha vuelto a colocar sobre el tapete de la actualidad una cuestión que, desde hace ya mucho tiempo, solamente ocupaba un lugar en la mesa de los historiadores y en los más entrañables recuerdos familiares.

Al servicio de esta campaña se ponen algunos libros recientemente publicados que proporcionan una cobertura seudo-histórica, artículos de prensa o revistas de divulgación, programas de televisión [7], páginas en internet, asociaciones para la recuperación de la memoria histórica, congresos... todo ello con un discurso sorprendentemente uniforme y financiado en buena parte con dinero público. Solo por citar un caso, a través de los enlaces de una de las páginas web dedicadas a la memoria histórica se accede a la de Unidad Cívica por la República donde se ofrece un modelo de moción para aquellos grupos políticos municipales interesados en llevar a sus plenos la moción “Por la recuperación de la memoria histórica de los republicanos”. Con métodos así no debe sorprender la repetición de los mismos argumentos. Algo semejante ocurre con la reiteración de intrascendentes monografías de ámbito local o provincial que se limitan a encorsetar los datos de que se dispone bajo el mismo patrón metodológico e intrepretativo.

El discurso de los promotores de la recuperación de la memoria histórica recurre, por tanto, a una argumentación basada en tópicos y lugares comunes que se repite de acuerdo a formularios pre-establecidos, que está al servicio de una intencionalidad política y que no tendría mayor repercusión a no ser por el verdadero monopolio con que las instituciones oficiales intentan someter toda voz discordante. La subordinación de algunas Universidades a estos planteamientos provoca lamentables episodios de pobreza intelectual, deterioro moral y agresividad militante como los que se vieron en el Simposio sobre la Memoria Histórica de los sucesos de 1936 en Badajoz, celebrado en los días 17 y 18 de noviembre  de 2004.

Lo más penoso de todo es que para articular esta campaña se enarbole como bandera el legítimo interés de algunas personas por conocer dónde reposan los restos de sus familiares o los recuerdos de quienes eran niños en 1936 y cuyos testimonios se airean sin someter a previa y elemental crítica y sin invitarles a contrastarlos con los de otros supervivientes para que así, esos mismos testigos sean conscientes de lo que ocurrió en España y no se limiten a airear sus dramas personales. Se olvida así, que muchos familiares de los asesinados por los frentepopulistas tampoco saben dónde fueron enterrados sus caídos: basta recordar lo ocurrido en las poblaciones aragonesas de Quinto y Belchite, ocupadas por el Ejército Popular en el verano de 1937, y muchos de cuyos vecinos o defensores fueron inmediatamente fusilados sin que se sepa dónde fueron enterrados. Algo semejante cabría decir de tantos de los que fueron sacados de las checas y cárceles que abundaban en la retaguardia revolucionaria: aparte de los casos más conocidos de Madrid y Barcelona, en varios lugares de La Mancha se conservan pozos atestados con los cadáveres que dejaban a su paso los defensores de la República y que hasta ahora no han sido exhumados [8]. Pero las fosas de la memoria son para ellos solo un pretexto: la reiterada parcialidad con que se asume una cuestión tan largamente debatida excusa de más demostración acerca de su verdadera intención.

Por encima del oportunismo de esta campaña, no deja de resultar sintomático que, transcurridos tantos años, se siga poniendo en cuestión el verdadero significado de la Guerra Civil y del régimen nacido de ella. Pero dicho balance sólo será posible si se acepta como punto de partida un reconocimiento leal de lo que ocurrió en España antes y después del 18 de julio de 1936. Un análisis para el que ofrecemos a continuación algunos elementos.

Aunque el conflicto bélico durase algo menos de tres años —el tiempo que transcurre entre julio de 1936 y abril de 1939— podría decirse que a lo largo de un espacio de tiempo mucho más largo, España vivió una situación de verdadera guerra civil en la cual se distinguen tres períodos.

1. Con propiedad, todo se inicia con la implantación de la República fuera de todo cauce constitucional y como consecuencia de un acto de fuerza disimulado bajo apariencias legales. La primera etapa estuvo marcada por el movimiento antidemocrático de 1934, cuando el Partido Socialista y los separatistas catalanes se sublevaron contra la voluntad mayoritaria de la nación que se había expresado en las elecciones de noviembre de 1933, las únicas que se llevaron a cabo con una cierta normalidad en el panorama convulso de la Segunda República. El intento revolucionario fracasó pero en Cataluña, sobre todo en Asturias y en algunos lugares más se produjeron los mismos asesinatos, saqueos, incendios y tormentos repetidos en 1936 en mucha mayor proporción. Sofocada la revuelta con las armas quedó de manifiesto la incapacidad de los más altos poderes para responder al atentado sufrido y, mientras la propaganda izquierdista clamaba contra una represión que no había sufrido después de lo de Octubre, sus mismos organizadores se preparaban para un segundo y definitivo asalto al poder que tendría lugar después de las elecciones de febrero de 1936.

El proceso que llevó al Frente Popular desde un ajustado resultado electoral a redondear una mayoría en las Cámaras tuvo su culminación con la ilegal destitución del Presidente de la República y su sustitución por Manuel Azaña. Durante los meses que transcurren entre febrero y julio de 1936 se asiste al desmantelamiento del Estado de Derecho con manifestaciones como la amnistía otorgada por decreto-ley, la obligación de readmitir a los despedidos por su participación en actos de violencia político-social, el restablecimiento al frente de la Generalidad de Cataluña de los que habían protagonizado el golpe de 1934, las expropiaciones anticonstitucionales, el retorno a las arbitrariedades de los jurados mixtos, las coacciones al poder judicial... Al tiempo, actuaban con toda impunidad los activistas del Frente Popular protagonizando hechos que, una y otra vez, fueron denunciados en el Parlamento sin recibir otra respuesta que amenazas como las proferidas contra Calvo Sotelo. No había ninguna razón para no pensar que, en poco tiempo, los objetivos de la revolución de Octubre se habían de alcanzar haciendo ahora un uso combinado de la acción directa y de los cauces legales. Así lo pedían los socialistas:

«Si el estado de alarma no puede someter a las derechas, venga, cuanto antes, la dictadura del Frente Popular. Es la consecuencia lógica e histórica del discurso de Gil Robles. Dictadura por dictadura, la de las izquierdas ¿No quiere el Gobierno? Pues sustitúyale un Gobierno dictatorial de izquierdas [...] ¿No quiere la paz civil? Pues sea la guerra civil a fondo [...] Todo menos el retorno de las derechas. Octubre fue su última carta y no la volveremos a jugar más» [9].

El asesinato de Calvo Sotelo  fue visto por muchos como la prueba de que «sólo existía en España, con la apariencia fingida de un Estado civilizado y normal, autoridades y justicia al servicio de la violencia y del crimen» [10]. En una línea semejante se mueve la siguiente argumentación de Luis Suárez con la que coincidimos plenamente:

«Comparar el asesinato del teniente Castillo con el del líder de la oposición tratando de justificar la segunda, parece incorrecto. En primer término porque la venganza nunca es un valor positivo. La muerte de Castillo carece de justificación y correspondía al Gobierno, la policía y los tribunales detener, juzgar y castigar a los culpables. Era una más en la cadena de violencias que Gil Robles denunciara y constituía negligencia e incapacidad del Gobierno el que no se corrigieran debidamente. Pero el asesinato del jefe de la oposición tenía todas las características de un crimen de Estado, ejecutado por policías de uniforme, que empleaban su poder oficial con alevosía y nocturnidad. Un Estado que consentía tales cosas y no quería o no podía castigarles había perdido, sin duda, toda legitimidad: cualquier ciudadano podía ser impunemente asesinado. Éste es un dato histórico» [11].

2. Lo que comienza en julio de 1936 no es sino la segunda fase de un proceso que se había iniciado con anterioridad. Cualquier análisis que ignore lo hasta aquí expuesto carece de rigor para explicar lo que ocurre cuando lo que quedaba de la Segunda República, del Estado constituido en 1931, cayó por tierra como consecuencia de una doble acción: la de los militares sublevados y la de los revolucionarios armados por decisión del Gobierno. Es lo que lleva a hablar de la completa implosión política de un sistema (Stanley G. Payne).

Desde ese momento, España quedaba dividida geográficamente en dos zonas. En una de ellas siguió adelante una revolución protagonizada de forma relativamente autónoma por socialistas, anarquistas y comunistas, grupos que en los meses siguientes iban a protagonizar una pugna interna por la hegemonía que desembocó en el predominio del comunismo de obediencia soviética. Dicha revolución supuso una transformación radical aunque se dejaran en pie algunos elementos de la fachada de la Segunda República que favorecían el respaldo internacional. Como reconocería el propio Azaña en sus Memorias de guerra la democracia que había se acabó porque el sistema imperante desde entonces era una revolución que sólo produjo desorden. Enfrente, no ya de la República sino de la revolución, los sublevados iban a compaginar el esfuerzo de guerra con la construcción de un nuevo Estado. Desaparecida la legalidad, los dos bandos hicieron uso de la represión para someter al adversario que sobrevivía en la propia retaguardia.

Ya hemos apuntado como para algunos historiadores hubo en la España de la Guerra Civil dos formas de represión. Una, la de la retaguardia frentepopulista, habría sido fruto de la acción revolucionaria incontrolada, consecuencia del vacío de poder inicial provocado por la sublevación, llevada a cabo a pesar de unos gobernantes empeñados en salvar la vida de sus oponentes (aunque solo fuera con declaraciones verbales de impotencia), episódica, reducida en el espacio y en el tiempo... si no fuera por que sabemos que causó decenas de miles de víctimas habría que pensar que no existió, tal vez que fue un mito de la propaganda franquista.

La otra represión, la del bando nacional y la de posguerra, habría tenido carácter institucional, fue una represión de Estado según el modelo nazi, duró unos 15 años en los que nadie movió un dedo para salvar a un enemigo y, estuvo dirigida siempre contra inocentes campesinos y trabajadores, víctimas de represalias políticas. Realmente han tenido trabajo toda una serie de historiadores filofranquistas empeñados en ocultar cifras y en negar la verdad hasta que han visto la luz rigurosos análisis en los que sistemáticamente se corrigen al alza las cifras de la represión nacional y a la baja las de la frentepopulista.

Frente a tanto maniqueísmo resultan esclarecedoras unas palabras que aparecieron en una obra publicada por la Editora Nacional cuando gobernaba en España el vencedor de la Guerra Civil:

«El Gobierno se creía justificado lamentando los hechos. Sus contrarios con negarlos. Sin lugar a dudas, la responsabilidad de lo que sucedía en uno y otro campo era colectiva, recaía y recae sobre todos los españoles y se compendia en los dirigentes de ambos bandos, bien por acción o bien por omisión, pues la omisión era consentimiento cuando no complacencia. La vida humana había dejado de ser respetable y respetada» [12].

En efecto, somos muchos los que sostenemos que no puede afirmarse que la crueldad fuera patrimonio de uno de los dos bandos y que tampoco se puede descargar en ninguno de ellos toda la responsabilidad por lo que sucedió en España a partir de 1936. En líneas generales, sí ocurrió lo mismo: en las dos zonas hubo represión, represión irregular y represión controlada, en ambas faltaron mecanismos de defensa y en ambas se negaron al opositor todos sus derechos, en ocasiones hasta el más elemental, el de la vida. Más tarde, superada la explosión de odio, miedo y venganza de los primeros meses, hubo en las dos zonas un intento serio de que la represión discurriera por cauces legales todo lo precarios que se quiera pero que, sin duda, ahorraron sangre. Por último, a los vencedores les fue posible una exigencia de responsabilidades terminada la guerra que es la que acaba por desequilibrar la balanza de las cifras.

Naturalmente eso no significa que en cada zona la represión no tuviera unos caracteres propios y que no exista entre ambas una diferencia sustancial. En zona republicana la represión fue de manera predominante el resultado del «procedimiento jurídicamente inconstitucional y moralmente incalificable, del armamento del pueblo, creación de Tribunales Populares y proclamación de la anarquía revolucionaria, hechos equivalentes a “patente de corso” otorgada por la convalidación de los [...] miles de asesinatos cometidos, cuya responsabilidad recae plenamente sobre los que los instigaron, consintieron y dejaron sin castigo» [13]. En zona nacional y en la posguerra la represión fue de manera predominante el resultado de una exigencia de responsabilidades por comportamientos durante el período de control revolucionario de los que se derivaban consecuencias penales. Podrán señalarse algunas excepciones a estas dos reglas generales pero difícilmente se podrá discutir que caracterizan a grandes rasgos lo sucedido y explican la diferencia en las cifras entre las provincias que estuvieron sometidas al proceso revolucionario y aquellas que permanecieron desde el principio de la guerra en zona nacional.

Las diferencias sustanciales entre lo ocurrido en dos lugares que se han impuesto sobre todos los demás y se han convertido en símbolo de la represión en ambos bandos (Badajoz y Paracuellos del Jarama) pueden convertir a estos lugares en un símbolo de lo que fue la represión, no porque sirvan para repartir las responsabilidades entre ambos contendientes por igual sino porque definen bien los caracteres generales de lo ocurrido en cada una de las zonas en que quedó dividida España. Con posterioridad a la ocupación de Badajoz por los sublevados fueron fusilados varios centenares de personas entre agosto y diciembre de 1936, las represalias siguieron a un período de control revolucionario y afectaron, de manera predominante, a los responsables de dicha movilización y de las alteraciones que se habían producido durante el período anterior. En Paracuellos los muertos se cuentan por varios miles en apenas un mes, en esa impresionante nómina se encuentran personas de relieve intelectual y político, militares, sacerdotes y religiosos. Todos ellos tienen algo en común: se encontraban en las cárceles, en muchos casos desde el comienzo de la guerra, sin que en ninguno de los casos se pueda hablar de una depuración de responsabilidades penales.

3. El último período de la situación de guerra civil a que nos referíamos al principio de este capítulo es el inmediatamente posterior al enfrentamiento armado, la posguerra, cuyas urgencias primordiales fueron mantener a España en neutralidad, consolidar las bases del Estado nuevo, rehacer la economía y conciliar la exigencia de responsabilidades con una progresiva política de incorporación de los vencidos a una misma convivencia dentro de la nación.

La represión no acabó con la guerra. Conociendo lo que había ocurrido en los años anteriores es difícil pensar que pudiera haber terminado:

«Una guerra civil deja un formidable reguero de pasiones colectivas a las que no resulta fácil poner coto. Hablemos con entera claridad: cada medida de Gobierno hacia la liberación de los vencidos era vista con desagrado profundo por enormes sectores de opinión. Naturalmente que esa opinión no surgía de la integridad del ámbito nacional, sino de la enorme porción triunfante. Creer que al final de una contienda como la nuestra se restaura automáticamente la convivencia y que las gentes piden a voz en grito medidas liberales sería incurrir en el pensamiento tópico y abstracto, ajeno a la realidad, no siempre apacible, de la Historia, tan al uso al enfocar los problemas políticos» [14].

Como no podía ser menos, la retórica de los promotores de la memoria histórica se ha volcado con toda su artillería sobre lo ocurrido en la posguerra olvidando y silenciando que después de la guerra se juzgaba en un buen número de casos por delitos concretos así como toda la obra que se llevó a cabo en paralelo para la reintegración de los vencidos en la vida civil y que se puede dar por finalizada en 1945, seis años después de terminada la guerra. El siguiente balance es, a mi juicio, irrebatible y da por zanjada la cuestión:

«Esta retórica recuerda a la de la campaña de 1935 sobre la represión en Asturias, falsa en un porcentaje elevadísimo, como hemos visto, pero que forjó el espíritu del terror de 1936. y, desde luego, desafía a la experiencia y a la estadística. Aunque hubo una durísima represión en los primeros años de posguerra, en la que debieron de caer responsables de crímenes junto con inocentes, ni de lejos existió tal exterminio de clase o no de clase. La inmensa mayoría de quienes lucharon a favor del Frente Popular (más de 1.500.000 hombres), de quienes lo votaron en las elecciones (4.600.000) o vivieron en su zona (14 millones) ni fueron fusilados ni se exiliaron; se reintegraron pronto en la sociedad y rehicieron sus vidas, dentro de las penurias que en aquellos años afectaron a casi todos los españoles. Esto es tan obvio que resulta increíble leer a estas alturas semejantes diatribas, quizás pensadas para “envenenar”, en expresión de Besteiro, a jóvenes que no vivieron la guerra ni el franquismo» [15].

Impermeables a cualquiera de estos planteamientos seguirán aquellos que pretenden justificar la represión llevada a cabo por los revolucionarios descargando la responsabilidad sobre los otros. Al servicio de esta tesis previa se ha puesto una producción historiográfica más abultada en su número que en su calidad y en la que todo se somete a los métodos típicos de la propaganda en la selección de los temas y el tratamiento de los argumentos, en los títulos [16] y las ilustraciones y en el empleo de un lenguaje brutal, a-científico y plagado de descalificaciones personales.

Resulta difícilmente previsible qué ocurrirá en los años venideros. Lo más lógico sería que esta oleada se desvaneciera en su propia esterilidad pero el absoluto control ideológico de la Universidad estatal, el dirigismo de la política de publicaciones y el verdadero terrorismo intelectual que se practica en España con los disidentes [17] hace previsible la proliferación de una intrascendente historiografía de ámbito regional y local inspirada en el mito y convierte en un reto la capacidad de supervivencia de los pocos intentos de mantener una postura independiente y crítica frente a lo que Ricardo de la Cierva —con su habilidad para el calificativo— ha llamado la Marea Roja. Naturalmente, la dificultad de una tarea no implica la dimisión de ella sobre todo cuando se tiene la convicción de que es importante contribuir a salvar la memoria de los que vivieron la Guerra Civil, de los que nacimos en la España en paz y de las generaciones más recientes que están sufriendo la tentación de destruir el patrimonio recibido.

Unos y otros podríamos cobijar los recuerdos y el estudio de nuestro pasado bajo esa hermosa Cruz que se levantó tras la victoria en el centro de España, no lejos de El Escorial. Una Cruz para todos los que murieron por España. Una Cruz que nació como monumento de verdad, de reconciliación y de unidad.


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Ángel David Martín Rubio

 

 



[1] Vidal Bendito, Tomás - Recaño, Joaquín, «Demografía y guerra civil», La Guerra Civil. 14. Sociedad y guerra, Historia 16, 56.

[2] Villar Salinas, Jesús, Repercusiones demográficas de la última guerra civil española. Problemas que plantean y soluciones posibles, Sobrinos de la Suc.de M.Minuesa de los Ríos, Madrid, 1942.

[3] Salas Larrazábal, Ramón, Pérdidas de la guerra, Planeta, Barcelona, 1977.

[4] Podemos citar: Reig Tapia, Alberto, Ideología e Historia. Sobre la represión franquista y la guerra civil, Akal, Madrid, 1984; Moreno Gómez, Francisco, La guerra civil en Córdoba, Alpuerto, S.A., Madrid, 1985; Casanova, Julián (et all.), El pasado oculto. Fascismo y violencia en Aragón, Siglo XXI, Madrid, 1992; Juliá, Santos (coord.), Víctimas de la guerra civil, Temas de Hoy, Madrid, 1999.

[5] Villarroya i Font, Joan - Solé i Sabaté, Josep M., «El castigo a los vencidos», en La Guerra Civil. 25. Vencedores y vencidos, Historia 16, 66.

[6] Moa, Pío, El derrumbe de la segunda república y la guerra civil, Ediciones Encuentro, Madrid, 2001, 545.

[7] En general se trata de burdas manipulaciones elaboradas con mentiras, medias verdades y testimonios previamente sometidos a censura

[8] Uno de los casos más dramáticos es el del pozo de la mina situada en término de Camuñas donde los revolucionarios arrojaban a las víctimas de los pueblos limítrofes de Ciudad Real y Toledo.

[9] Periódico Claridad cit.por Payne, Stanley G., La primera democracia española. La Segunda República, 1931-1936, Paidos, Barcelona, 1995, 399.

[10] Dictamen de la comisión sobre ilegitimidad de Poderes actuantes en 18 de julio de 1936, Editora Nacional, Barcelona, 1939, 75.

[11] Suárez Fernández, Luis, Franco: Crónica de un tiempo. I. El General de la Monarquía, la República y la Guerra Civil. Desde 1892 a 1939, Actas Editorial, Madrid, 1999, 313-314.

[12] Salas Larrazábal, Ramón, Historia del Ejército Popular de la República, Editora Nacional, Madrid, 1973, 455.

[13] Dictamen de la comisión..., ob.cit., 75.

[14] Hoy, Badajoz, 8-noviembre-1945. Publicado antes en Arriba.

[15] Moa, Pío, El derrumbe de la segunda..., ob.cit., 556.

[16] La columna de la muerte, Esclavos por la Patria, Toda España era una cárcel... Otras veces se hacen curiosas selecciones, así: La guerra civil y la represión franquista en la provincia de Jaén. 1936-1950 (se evita cualquier alusión a la represión republicana) o La guerra civil en Valladolid. Amaneceres ensangrentados mientras que en un libro sobre el Toledo revolucionario se habla únicamente de una romántica utopía: La Guerra Civil en la Provincia de Toledo (Utopía, conflicto y poder en el sur del Tajo. 1936-1939). No creo que los amaneceres del Toledo revolucionario fueran menos ensangrentados que los de Valladolid. 

[17] Basta referirnos a lo ocurrido a Pío Moa con posterioridad a su entrevista en TVE o la afirmación de una profesora de la UNED de que historiadores como Ricardo de la Cierva han sido erradicados de la historiografía profesional. Así nos va.

 

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