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Cambia una constitución abortista, tal como confirma el organismo encargado de interpretarla a través de las Sentencias del Tribunal Constitucional de 53/1.985, de 11 de abril y de 116/1999, de 17 de junio . No permanezcas indiferente ante una legislación tiránica

Acedia en el educador católico

por Sebastián Sánchez

La acedia es el pecado capital del hombre contemporáneo. Y esto por dos razones: primero porque es "cabeza" de muchos otros pecados y, segundo, porque es el pecado más difundido en la actualidad. Esta propagación acédica es la que ha llevado al P. Horacio Bojorge a decir que hoy "puede describirse una verdadera y propia civilización de la acedia

El pecado de la acedia

Importa, en primer término, señalar algunas características de la acedia aunque en esa tarea, hoy más que nunca, caminemos en los hombros de gigantes. Pretender realizar una caracterización honda y exhaustiva de este terrible fenómeno espiritual, dadas las obras autorizadas que se han ocupado del tema, sería una demostración de estulta petulancia que pretendemos evitar. Remitimos por ello a los magníficos libros del P. Horacio Bojorge SJ, "En mi sed me dieron vinagre. La civilización de la acedia" y "Mujer, ¿por qué lloras? Gozo y tristeza del creyente en la civilización de la acedia", publicados ambos por Lumen en Buenos Aires. Del mismo modo, resultan significativos los trabajos magistrales de Francisco Canals Vidal "La pereza activa" y el de Mauricio Echeverría "La acedia y el bien del hombre en Santo Tomás", publicados en la página de la Universidad Virtual Santo Tomás. Es claro que en las obras de los Padres y en toda la Tradición de la Iglesia se encuentran gran cantidad de escritos que tratan el tema de la acedia. Desde Casiano en su "Carta al Obispo Castor" hasta Fray Melchor Cano OP que dedica a esta cuestión abundantes páginas de su "Tratado de la victoria de sí mismo", pasando por la obra magna del Aquinate, se encuentran multitud de referencias a este mal espiritual. No obstante, la obra del P. Bojorge adquiere especial importancia no sólo porque atrae nuestra atención respecto de un pecado "olvidado" (y, quizás por ello, aún más inicuo), sino también y fundamentalmente porque demuestra que ese pecado ha tomado la forma de civilización y que se ha expandido hasta alcanzar tal gravedad que su ponzoña no respeta ya institución o comunidad alguna.

Por lo dicho, y remitiendo gustosos a las obras mencionadas, nos limitamos a señalar que el Catecismo de la Iglesia Católica define la acedia cómo "pereza espiritual [que] llega a rechazar el gozo que viene de Dios y a sentir horror por el bien divino”(CIC, N°2094). Se trata de un pecado contra el Amor de Dios, una falta contra la Caridad. El P. Bojorge enseña que el nombre de ‘acedia’ es figurado y metafórico y que deriva de palabras latinas que "portan los sentidos de tristeza, amargura, acidez, y otras sensaciones de los sentidos y el espíritu ”. Por ello, la acedia entraña acidez, aquella que resulta del "avinagramiento de lo dulce, es decir, de la dulzura del Amor divino".

Los efectos de la acedia deben buscarse, ante todo, en el alejamiento de Dios y el acercamiento a las "cosas", al Mundo. Es por eso una "fuerza teófuga y cosípeta’ como la llama el P. Bojorge en tanto entraña el doble movimiento que San Pablo asignara al hombre que vive ‘según la carne".

En lo teológico la acedia se manifiesta en la herejía naturalista y en lo ideológico y cultural se evidencia en la proclamada ‘civilización de la inmanencia’, tan deseada por el ideólogo marxista Antonio Gramsci. Por ello, la civilización de la acedia, embebida de naturalismo, es a lo espiritual lo que la civilización de la inmanencia es a lo filosófico, cultural y político. No hay separación tajante entre una y otra pues ambas son grados distintos de la misma negación y aversión hacia Dios y la Creación.

Ahora bien, la acedia, convertida en civilización, es un signo de los últimos tiempos. Lo ha dicho Newman con claridad meridiana: "En aquel momento en que nos hayamos arrojado a los brazos del mundo, y le hayamos entregado nuestra independencia y nuestra fuerza, y dependamos de él para nuestra seguridad, podrá entonces arrojarse furioso (Satanás) sobre nosotros en la medida en que Dios se lo permita". Es el pecado acédico el que impulsa a los hombres a la "homologación con el mundo" con sus dramáticas consecuencias.

Por lo dicho, la acedia es un pecado 'católico'. Nos explicamos: la acedia es una importante voluta del humo de Satanás que ingresa en la Iglesia Católica, según conocida expresión del Papa Pablo VI. Es claro que el enemigo también sufre la acedia, pues ésta es un pecado y, ¿cómo comprender al Enemigo sino a través de la compilación de todos los pecados juntos? Pero el drama de la acedia es que hoy ha adquirido rango de civilización, de cultura, de forma de vida. El católico medio es, por antonomasia, el objeto y a la vez sujeto de la acedia.

Lo que aquí nos importa dejar señalado es el papel de la acedia en el ámbito de la escuela católica o, peor aún, en el educador católico que cumpla con su tarea educativa en un centro confesional o estatal.

La acedia en el educador católico

Primeramente cabe preguntarse cuáles son las causas de la acedia en la escuela. El P. Bojorge señala algunas entre las cuales se hallan la servidumbre escolar (el cepo de los horarios), la fatiga escolar (que tanto se acrecienta hacia fin de año), la claustrofobia escolar (la monotonía de horas y días), la ascesis escolar (los esfuerzos por superar todas las dificultades) y la neurosis escolar (la sensación del sinsentido de la tarea desarrollada). Es obvio que estas no son las únicas, pues "la acedia aggiorna sus motivos, amplía y diversifica su repertorio".

Pero, sin prejuicio de lo antedicho, resulta cierto que una de las grandes causas de la acedia 'escolar' es el agobio espiritual, y también intelectual, que implica hacerle frente a las constantes provocaciones del 'mundo'. Es el "cansancio" que ha señalado Gambra el "El silencio de Dios, es decir, el agobio surgido "de una permanente actitud de oposición y de lucha junto al anhelo, para ciertos sectores del catolicismo, de una 'homologación' con el mundo circundante".

En efecto, la escuela (y, especialmente, la escuela católica) es uno de los campos de batalla en los que la acedia pretende día a día enseñorearse. Por ello, a partir de este agobio espiritual, en muchas ocasiones los profesores optan por 'dejar hacer', por no poner freno a las tergiversaciones constantes, sintiéndose impotentes ante las avasallantes innovaciones destructivas. Pero esto, siendo grave, no constituye lo peor pues el elemento más pernicioso es la actitud de aquellos que disimulan la catolicidad en aras del mentado contacto con el mundo, preocupados por no ser tildados de "retrógrados", "integristas", "intolerantes" o cualquier otro mote que proponga el enemigo.

Así las cosas, en este 'abatimiento espiritual' (que redunda en el mal intelectual - las faltas hacia la verdad; y en el mal moral - las faltas a la Caridad) muchos educadores optan por refugiarse en lo 'pedagógicamente correcto', creyéndose así más seguros. Por lo dicho, el motor acédico por excelencia para todos los ambientes es la entrega al mundo, a las cosas, y el consecuente alejamiento de Dios. La acedia es privativa del hombre que vive "según la carne", como en forma inefable lo ha advertido el Apóstol de los Gentiles.

Hemos dejado planteadas las causas de la acedia escolar por lo que ahora es menester centrarse en el análisis de sus consecuencias. ¿Cuáles son los fenómenos propios de la acedia escolar? Procuraremos, en este imperfecto recuento, enumerarlos según su importancia y gravedad sin perder de vista que todos componen un armazón acédico demoledor para la escuela.

En primer lugar, la acedia promueve el escándalo de la verdad . En efecto, la verdad repugna y escandaliza. Muchas veces el educador católico, aún reconociendo la verdad, se esfuerza por "moderarla", por "presentarla en forma accesible", por mitigarla "para que los alumnos la entiendan". Ello, casi huelga decirlo, sólo conduce a la elusión sistemática de la verdad, escamoteándole la proclamación que ésta exige. Nuestro Señor Jesucristo es la Verdad, ¿cómo hacer para presentarlo morigerado?

Para el acédico la verdad es peligrosa porque compromete y obliga a testimoniarla. Por eso, prefiere discurrir en el error, en la corriente, en lo "pedagógicamente correcto". Y todo esto en medio del autoconvencimiento de que es "mejor plantear estrategias para que la Verdad llegue, aunque sea de a poco, en módicas cuotas". Justamente por eso la acedia ha sido analogada tantas veces a la tibieza, pues implica el abandono de la Verdad y del testimonio que a Ella se le debe. El acédico en general, y el educador portador de este mal en particular, es un auténtico desertor que abandona el anuncio de la Verdad para convertirse en el adalid de la "nueva ortodoxia" que anunciara Chesterton, esto es, que "un hombre puede estar inseguro de todo mientras no esté seguro de algo".

La acedia, ha dicho el P. Bojorge, va animada por la doble dinámica del pecado: aversio a Deo et conversio ad creaturas y es por eso un abandono a las cosas, un éxtasis hacia abajo. Este alejarse de Dios e ir hacia las cosas, hacia lo inmanente, hace perder el sentido de la Verdad pues, como ha dicho el último Concilio, "sin el Creador la criatura se diluye. Además, por el olvido de Dios la criatura misma queda oscurecida"(Gadium et Spes, N°36). De ahí en más, todo es una caída donde el hombre pierde hasta la capacidad de poder distinguir el bien y el mal en una ofuscación de la conciencia, nacida del desprecio de Dios, que se encuentra bien representada en las palabras de Nietzsche: "Mal, sé tu mi bien".

No es necesario buscar mucho para reconocer ejemplos de esto en la escuela. Sólo pensemos, haciendo un verdadero examen de conciencia, cuántas veces utilizamos la palabra "depende", y cuantas aquella terrible expresión: "¿por qué no?". Esas son las palabras talismán del acédico, las que antepone en toda frase y en toda circunstancia.

Asociado al escándalo de la verdad se encuentra el fenómeno acédico de la persecución. Para el Cristiano del Evangelio (como lo llama el P. Emmanuel para diferenciarlo del cristiano mistongo que indicaba el P. Castellani) la persecución siempre está a la orden del día. La Iglesia de Cristo ha nacido bajo el signo de la persecución. Lo deja señalado el Cardenal Newman al decir que Cristo "la dejó en la persecución y la hallará en la persecución. La Iglesia que El reconoce como suya, la que El ha edificado y reivindicará, es una Iglesia perseguida, que porta Su Cruz".

Para algunos, sujetos al compromiso homologador con el mundo, la palabra persecución puede ser demasiado fuerte para asociarla a la realidad escolar. Mas, por contra, conviene pensar bien en las diversas formas que puede adquirir la persecución sub especie aceditatis. Al respecto el P. Bojorge nos remite a la burla, configurada como una de las primeras formas de persecución acédica pues, "detrás de las burlas a personas, a sus nombres, a palabras, signos y símbolos sagrados, hábitos religiosos, objetos de culto, espacios sagrados, está la acedia: tristeza e irritación por los bienes que se escarnecen. Esa burla, hija de la acedia, sigue hoy acompañando a la Iglesia como forma de persecución".

Entre los niños y jóvenes el tener un comportamiento fuera de lo común y original suele implicar el convertirse en objeto de irrisión o burla. Sólo por dar algún ejemplo, vale pensar en aquél que se persigna ante la capilla de la escuela o reza concentrado, o entona con fuerza las canciones patrias y recibe en respuesta la burla persecutoria. Pero tal comportamiento no es privativo de los jóvenes pues los adultos nos manejamos en forma similar cuando alguien demuestra devoción religiosa y patriótica. Ante eso, muchas veces lo más fácil es, ¡y cuantas veces así lo hacemos!, esconder nuestra devoción, reservándonosla y restringiéndola al ámbito de lo privado.

Hace poco tiempo, unos días nomás, el P. Luis Murri nos remitía un boletín escolar de un niño de 3° grado en el que se lo sancionaba fuertemente porque el pequeño no entonaba el Himno al masón Sarmiento. Esto es una muestra de lo que implica la acedia: la persecución desatada cuando la Verdad es anunciada, aún bajo la forma del testimonio de un niño de nueve años.

Del mismo modo que implica a la negación de la Verdad y el escarnio persecutorio a quien la proclama o manifiesta, la acedia conlleva la falta de caridad. "Aborrecer el error pero amar al que yerra", nos dice San Pablo, Y enseña lo propio el Cardenal Pie en el sentido que el cristianismo es intolerante con el herejía pero piadoso con el que cae en ella. La vida del cristiano consiste en transmitir la Verdad para propugnar, aún en lo limitado de nuestras fuerzas, la conversión del otro. Es claro que el paso a la Vida en el Espíritu es obra de la Gracia de Dios pero nosotros debemos asumir la misión que Nuestro Señor nos ha encomendado: "Id, mensajeros veloces...", como nos señala perentorio el Profeta Isaías.

Pero, ¿qué sucede cuando, por falta de apego a la Verdad o por temor a la persecución, nos negamos a señalar el error en el otro? Sencillamente, faltamos a la Caridad. Incluso a veces, merced a la inversión acédica que destruye el sentido común, se llega a decir que la verdadera caridad es "no ofender al otro" dejándolo de ese modo persistir en el error. Pero, ¿qué sentido tiene la corrección fraterna sino el de ayudar a sacar al otro de la oscuridad del error y de la opresión del pecado?

Esta actitud terrible, casi apóstata en algunos casos, se evidencia en no pocas ocasiones en el marco de lo que hoy se da en llamar "dialogo interreligioso" representado por el falso ecumenismo que hoy domina muchas de las relaciones de la Iglesia con cultos alejados de la Verdad, cuando no decididamente heréticos. En la escuela esta actitud se ha hecho norma de forma tal que la Verdad se reduce a "acuerdos consensuados" en los que pesa el número y, en última instancia, lo que es pedagógicamente correcto. Pero la Verdad no sabe de números y nada tiene que ver con el consenso sino con la aceptación personal, la apertura del corazón a la Palabra.

El escándalo de la verdad, la persecución, la falta de caridad pueden, a su vez, ser directamente vinculados con una cuarta consecuencia de la acedia en el marco escolar: la destrucción del silencio por el ruido. "La palabra humana - dice el P. Díaz - ha sido violada, ya que ha sido despreciado Aquél que es Palabra Encarnada, el Verbo de Dios, en el cuál ha sido modelada toda palabra, como lo imperfecto se modela según lo perfecto. A la palabra se la atropella en todos los niveles, y junto con ella al silencio el cual es la matriz que genera la palabra. Toda palabra es engendrada en el profundo silencio".

En la escuela se necesita el ruido porque no hay capacidad para el verdadero silencio. Estar en el silencio implica escuchar la Palabra y contemplar la verdad con "temor y temblor", tal como anuncia el Salmo. En vez de eso, se erige el ruido que aturde y que aleja a cada uno de sí mismo y de la posibilidad de la religación verdadera con Dios. Por eso, según ha enseñado el P. Sáenz, la imposición del ruido en general y en la escuela en particular "esconde un claro intento por destruir toda posibilidad de vida interior".

En muchas escuelas católicas se ha institucionalizado la "radio de los recreos" de modo tal que, al ingresar al establecimiento resulta imposible sostener una conversación con un colega o emprender un momento de reflexión con los alumnos. El ruido atroz, la música (un tema aparte por sus características) que aturde y la imposibilidad real de gozar en el silencio. No nos hablamos, no nos escuchamos, no pronunciamos la Verdad ni queremos que sea anunciada.

Otra vil consecuencia de la acedia escolar es la pasión por la "novedad", lo "último", lo que hoy se propone como "óptimo". Lo primero para aclarar en este punto es que lo que se señala como "novedad" en realidad está muy lejos de serlo pues lo verdaderamente novedoso es el Evangelio. En efecto, como ha expresado Chesterton, la Iglesia "obra sobre su entorno real con la fuerza y la frescura de una novedad". Y, a poco de pensar esta afirmación, se cae en la cuenta de su radical veracidad, constatable en la virulencia de la acción anticatólica: el enemigo del catolicismo, en todos los tiempos, ataca a la Iglesia como si fuera algo nuevo y no de 2000 años de existencia. Y si es así es porque la Buena Nueva, la Palabra que ilumina a la Iglesia se renueva todos los días.

Queda dicho entonces que no hablamos aquí de novedad en ese sentido diáfano sino en el que la ideología le ha dado. Lo nuevo, en muchos ámbitos escolares, es lo último que se ha producido, lo más próximo a nosotros. Existe en ese sentido un prejuicio que señala que lo moderno es lo más apropiado mientras que lo antiguo necesariamente debe darse por muerto, de la misma forma que partir en la enseñanza de cosas antiguas (sean éstas libros, pensamientos, filosofías, etc.) es ser un retrógrado.

De ese modo, asistimos a la incorporación de la computadora y la Internet, sin medir ni pensar los riesgos propios que la cultura computacional puede acarrear. Y, por efecto de lo mismo, es común ver a los profesores medir el valor de la bibliografía en base a la fecha de edición y a su utilización en ámbitos "progresistas". No es extraño encontrar a educadores católicos propiciando en sus alumnos la lectura del último libro del pequeño blasfemo que es Savater (que, sin rubor, se propone como el nuevo Aristóteles o el nuevo Abraham, descifrando los "nuevos" mandamientos) o proponiendo, en las dichosas jornadas institucionales, la última reflexión de Filmus sobre "la problemática educativa".

La verdad es que lo nuevo suele coincidir con lo peor, con lo decididamente progresista o anticatólico. Por lo demás, la novedad, y esto no suele fallar, está asociada a la mediocridad. En tal sentido, y siguiendo esta lógica irracional, todo lo 'viejo' o antiguo resulta desechado por inútil, perimido o directamente "superado".

Pero, como si fuera poco lo señalado respecto de lo pernicioso de la acedia en el ámbito escolar, debemos señalar, retomando el pensamiento de Gambra, otra trágica consecuencia: la pérdida del sentido del rito y de la Ciudad, esto es, del quiebre acédico de la relación del hombre con Dios se sigue la fractura de la religación con la Patria y con la Familia.

En efecto, por la acedia se pierde el sentido sagrado del espacio. El acédico es aquél que, por ejemplo, al mirar la Catedral de Toledo exclama: "¡Demasiado grande!, ¡Cuánto dinero se debe haber gastado!. "¡Debería ser más pobre o, directamente, ser derruida pues no necesitamos de Iglesias para comunicarnos con Dios!". Y lo propio acontece con la capilla de la escuela, relegada a un aula en desuso o a salón de usos múltiples, en el que tanto se celebra el Sacrificio Eucarístico como los bailongos de fin de año.

Y, de la misma forma, la acedia en la escuela desacraliza el tiempo, es decir que "desprecia los ritos y costumbres que son morada humana en el tiempo", según acertada expresión de Gambra. En realidad, el hombre acédico experimenta un secreto placer al destruir esos 'tiempos'. Por eso, los actos escolares son indiferenciados del resto de los tiempos de la escuela y la Misa se ha reducido a determinados, muy pocos, momentos del año y siempre dejando a los alumnos la posibilidad de no asistir, "por que no es algo que se les pueda imponer". Así las cosas, el tiempo escolar, transcurre indiferenciado, uniforme y monótono como el que se da en los ámbitos del comunismo, siempre igual, un día tras otro. No hay fiesta, ni solemnidad, ni recuerdo, sólo el paso sin sentido de tiempo demoledor.

Claramente asociado a esta desacralización del tiempo y del espacio, a esta pérdida del sentido del Rito y de la Ciudad, está la disolución del sentido de la Patria. En forma constante asistimos a la negación de la Patria, como si en nosotros, cristianos, pudiera caber tal separación. No es infrecuente este rechazo del patriotismo, visto como una exageración o un peligro, en muchos ambientes católicos y en los que la escuela no es una excepción. Muchas veces se considera al patriotismo como "chauvinismo", xenofobia o negación de las otras naciones, confundiendo al catolicismo con un confuso 'universalismo' o, lo que es peor, con el internacionalismo, como ha sabido hacer el Modernismo en sus diversas manifestaciones. Cuando así se actúa se desconoce, una vez más, el inefable magisterio pontificio, especialmente el del entrañable Juan Pablo II quien en forma constante ha demostrado lo esencial de la patria para el cristiano como prefiguración de la Patria eterna y celeste. Y lo ha hecho en forma permanente testimoniando su amor por su Polonia natal. Y entre nosotros lo ha dicho el querido P. Ezcurra al enseñar que el amor a la Patria "es una obligación cristiana; pertenece en primer lugar a la virtud de la Piedad, que es aquella por la cual amamos a los padres, amamos a los antepasados, amamos a la Patria". Pero el acédico nada quiere saber ni con el Papa ni con el P. Ezcurra, pues ellos pertenecen a la "Iglesia jerárquica, cerrada e integrista", la Iglesia de la exageración, la que debe ser superada por los vientos de la Historia.

Los remedios

Hemos descrito la patología, resta ahora ver los remedios para la misma. En tal sentido es preciso señalar que el reconocimiento de la enfermedad y la descripción de sus síntomas es un primer y esencial paso para la recuperación. Como ha dicho el Arcipreste de Talavera: "si el mal no fuese sentido, el bien no sería conocido". La propia descripción de la acedia es el comienzo de la curación, y según nos indica el P. Bojorge, "el demonio de la acedia se exorciza ya con conocerlo e imperarlo por su nombre".

Antes de señalar algunas cuestiones respecto de la "curación" de la acedia, es menester indicar que, en última instancia, no depende de nosotros sino de la Gracia inefable de nuestro Señor. Sin embargo, debemos hacer todo como si de nosotros dependiera. "Dios no nos pide que venzamos, sólo nos pide que no dejemos de luchar", ha dicho el P. Castellani con indudables reminiscencias del Libro de Job.

En tren de atisbar soluciones decimos primeramente que a la acedia que se ha hecho civilización es menester responder con la civilización de la Caridad por cuya formación viene pregonando los Pontífices, desde Pablo VI. Pero esta civilización, nos dice el P. Bojorge, se encuentra en el orden de las cosas dadas, en el orden de la gracia, más que en el las cosas obtenidas por la acción de los hombres. Por eso, es menester entender que el 'médico' o agente principal para la curación de la acedia es Dios Nuestro Señor. De pensar otra cosa caeríamos en un grosero voluntarismo inconducente. Sin embargo, puestos en el marco de lo que nosotros debemos y podemos hacer, es preciso señalar ahora algunas cuestiones presentadas a modo orientativo.

Lo primero es, sin dudas, la oración y la vida sacramental. Y esto independientemente de que el profesor católico trabaje o no en una escuela confesional pues, cualquiera sea el caso, ¿por qué no comenzar la clase con una oración proponiendo a los alumnos compartirla? En el mismo sentido, debemos tener presente la frecuentación de los sacramentos y la devoción a nuestra Señora. La imagen de la Virgen presente en cada aula, en cada ámbito de la escuela. La invitación constante a rezar el Rosario.

Por otra parte, el apego a la Verdad. La afirmación constante de la Verdad es en sí misma un poderoso remedio contra la acedia. Sólo debemos pensar en todas las ocasiones en que la Verdad es repugnada y en la sensación de molestia, hasta física, que eso nos produce. Con la asistencia de la oración, es nuestro deber sobreponernos al agobio espiritual que nos impide actuar cuando el error parece enseñorearse entre nuestros alumnos y colegas. Recordemos, con Gambra, que ante la destructiva pregunta: ¿por qué no?, debemos responde con un rotundo, valiente y caritativo: ¡porque no! Sólo testimoniando la Verdad podremos darnos cuenta de cuántos de nuestros contemporáneos están esperando que alguien se lance a la palestra, como decían los griegos.

El testimonio, qué duda cabe, debe inspirarse a su vez en el ejemplo de los santos que pueblan la historia de la Iglesia. Ese el verdadero sentido de la hagiografía: el mostrar el testimonio indeleble de aquellos que han dado la vida por los otros, por la Iglesia y por la Verdad Crucificada. Y, dentro del ejemplo brindado por los antiguos, recordar siempre el recurrir a los clásicos, no en tanto 'clásicos' sino en virtud de los trascendentales del Ser que emanan de su legado. El 'traer' a los clásicos, las fuentes de nuestra cultura, representa un buen antídoto para la superstición de la novedad que asuela hoy en la escuela.

Un remedio más: la búsqueda del silencio para el acercamiento a la Palabra. "El silencio - dice el ya citado P. Díaz - hace retornar al alma en sí y es, además, la mejor respuesta a la iniciativa de Dios (...) el silencio, al ser un medio de perfección, implica para su logro mucho sacrificio y heroicidad (...) el hombre - dice un viejo adagio - es superior a los animales por la palabra; por el silencio se hace superior a sí mismo".

Por otro lado, es menester la referencia constante a la Patria terrena como prefiguración de la Patria Celeste y Eterna y, en ese marco, la alusión constante a los héroes del pasado. San Agustín decía: "Ama a tus padres y más que a tus padres, a tu Patria y más que a tu Patria, sólo a Dios", con lo cual dejaba establecida la triple filiación de todo hijo de Dios. En tal sentido, nosotros debemos pugnar por la restauración de la patria cristiana.

Es esencial, en este escueto recuento "terapéutico", el recupero de los tiempos solemnes. Que siempre esté presente el sentido de los actos escolares, en tanto efeméride plena de sentido patriótico y religioso. Los alumnos y los profesores deben reconocer el valor intrínseco del recuerdo de quienes nos precedieron en el peregrinar de la Patria y de la Iglesia. Pero, además, es esencial recuperar el sentido de los "instantes distintos" en los que resulte imposible el comportamiento, no digamos ya vulgar, sino meramente cotidiano. Incluso la clase, con todas sus características propias debe ser concebida como un fragmento de tiempo especial. Algo de eso hay en la no exenta de ironía "pedagogía del picaporte" que propone Caponnetto: "cerrar la puerta del aula y dar clases como Dios manda", en la plena concordia que supone la contemplación de la Verdad compartida entre alumnos y profesor o maestro. Concordia, unidad de corazón, que debe implicar un momento distinto.

Pero, sin desestimar el valor de todo lo dicho, debemos recordar que el remedio esencial contra la acedia es la entrega a Dios, la confianza y el abandono a la Divina Providencia y el pedido constante de la intercesión de la Madre del Cielo. No mera fórmula retórica sino entrega concreta en la oración y en la formación de forma tal que las cosas vuelvan a su quicio, incluyendo a la escuela para que ésta deje de ser antro y sea de nuevo templo de contemplación de la Verdad.

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Sebastián Sánchez

Bibliografía consultada

* Horacio BOJORGE: En mi sed me dieron vinagre. La civilización de la acedia, Buenos Aires, Lumen, 1999.

* Horacio BOJORGE: Mujer, ¿por qué lloras? Gozo y tristezas del creyente en la civilización de la acedia, Buenos Aires, Lumen, 1999.

* Antonio CAPONNETTO: Poesía e historia. Una significativa vinculación, Buenos Aires, Nueva Hispanidad, 2001.

* CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA.

* CASIANO EL ROMANO: “Carta al Obispo Castor. Los ocho pensamientos viciosos”, en: NICODEMO EL HAGIORITA – MACARIOI DE CORINTO: Filocalia, Lumen, 2002.

* Gilbert K. CHESTERTON: La Iglesia Católica y la Conversión, Buenos Aires, Tierra Media, 2000, p. 31.

* Armando DIAZ O.P.: El silencio y La educación, Santa fe, Ediciones de la Universidad Católica de Santa Fe, 1993.

* Alberto Ignacio EZCURRA: Sermones patrióticos, Buenos Aires, Cruz y Fierro, 1995

* Rafael GAMBRA: El silencio de Dios, Buenos Aires, Huemul, 1981.

* Cardenal John NEWMAN: Cuatro sermones sobre el Anticristo, Buenos Aires, Ediciones del Pórtico, 1999.

* Alfredo SÁENZ: "Crisis educativa y crisis religiosa. Concomitancias.", en: Patricio RANDLE (Ed.): Ante el colapso de la educación, Buenos Aires, Oikos, 1994, p. 201.


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