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Cambia una constitución abortista, tal como confirma el organismo encargado de interpretarla a través de las Sentencias del Tribunal Constitucional de 53/1.985, de 11 de abril y de 116/1999, de 17 de junio . No permanezcas indiferente ante una legislación tiránica

Sobre el pensamiento de Juan Pablo II en relación con el mundo de la fe, la cultura y la empresa.

por Francisco García Piñero.

El artículo se centra en dos ámbitos explícitos: la historia de la cultura ó las relaciones entre la fe cristiana y la cultura contemporánea y el enconado – y no siempre agradable – mundo de la empresa. Se sabe que, tanto en uno como en otro ámbito, la aportación de Juan Pablo II ha sido de una claridad y lucidez extraordinaria. Documentos como Fides et Ratio ó Sollicitudo rei socialis – por citar sólo dos – son buena muestra de ello.

Hemos decidido optar, para abordar la primera parte de este artículo, por la exposición crítica de la Teología Progresista y de la Liberación, por ser uno de los ámbitos culturales desde los que más se ha criticado al pontífice. Como respuesta a tal crítica, y formando ésta la segunda parte del artículo, hemos sacado unas breves consecuencias del planteamiento de Juan Pablo II sobre el orden económico y social.

La Iglesia y el mundo: el reto de la cultura de la modernidad.

Es por todos conocido el hecho de que la cultura contemporánea ha planteado a la fe cristiana un sutil y complejo reto no siempre sencillo de captar, abordar y superar [1] . Seguro que no es este el lugar de abordar en extenso tal cuestión, pero si diremos que el núcleo del problema no se centró, a la larga, tanto en una especial animosidad por parte de la Iglesia hacia lo que el mundo moderno representaba, cuanto en una imposibilidad real – derivada de la fidelidad a su Fundador – de asumir ciertas cuestiones inherentes al planteamiento cultural de la modernidad. Dicho de otro modo, lo que planteó problema, donde se localizó el verdadero cogollo de la cuestión, no fueron tanto las – tan traídas y llevadas – libertades modernas, cuanto el posicionamiento antropológico desde el que dichas libertades se reivindicaban, y que no es otro que la concepción del hombre como ser radicalmente autónomo en su constitución. No faltaron intelectuales que, con ímprobo esfuerzo y buena voluntad, trataron de acercar posturas, de realizar una síntesis entre cultura contemporánea y visión cristiana, una nueva y necesaria inculturación de la fe pues, es bien sabido, que una fe que no se hace cultura no es una fe plenamente asumida [2] . A esto vino a sumarse un problema de peculiar importancia que aumentó el grado de dificultad y de confusión, y es que la cultura de la modernidad, que se daba por única y acabada solución para todos los problemas del hombre, vino a hacer aguas en las trincheras de Verdún [3] . En sustitución o enmienda de aquella, se comenzaron a aplicar soluciones de corte radical que vinieron a amenazar, aún más, el éxito de la ansiada inculturación en la misma medida en que, si urgente era la realización de tal proceso, más urgente la sintieron quienes fueron encargados de llevarla a la práctica [4] . Y la prisa es siempre mala consejera.

Aún habiendo existido grandes y poderosos intentos –los intelectuales antes citados dan buena prueba de ello –, no parece sin embargo, que algunos de ellos percibieran con claridad hasta qué punto, el empleo de unas categorías culturales que no dejan abierta una puerta a la metafísica y la trascendencia, pueden hacer derivar el planteamiento religioso cristiano hacia un peligroso moralismo inmanentista. Moralismo que acaba encerrando al hombre en una espiral de escepticismo – a veces no exento de violencia – al percibir con claridad que solamente el hombre, sin más ayuda, es incapaz de perseverar y transformar totalmente la realidad que palpa [5] . Más gravedad reviste el hecho de que tales planteamientos fueron realizados no sólo por intelectuales ajenos – o en su caso contrarios – a la Iglesia Católica, sino también por algunos otros que no sólo eran – y son – fieles católicos, sino que además pretendían seguir siéndolo [6] . Plenamente convencidos de que su enconado esfuerzo intelectual servía a la Iglesia a la que, sin duda, amaban – y aún aman. Y extraordinariamente ilusionados en hacerla progresar. Quizá debido a esto, algunos de ellos, no entendieron en su momento la postura de Juan Pablo II. Quizá por esto también, mostraron una actitud tan arisca y reacia a un entendimiento y acatamiento de las directrices del pontífice. No faltó sin duda – hemos de repetirlo de nuevo – la buena voluntad. Es evidente que no acertaron aún a pesar de ella. Tal fue el caso de la llamada Teología progresista y su derivación práctica iberoamericana Teología de la Liberación [7] .

Resulta sorprendente acercarse a ella y encontrar un punto de partida verdaderamente noble. La dolorosa realidad de lo que Pío XI llamó: apostasía de las masas obreras. El problema no se planteó tanto en el punto de partida cuanto en el análisis que realizaron de las causas de dicho alejamiento así como en las conclusiones a las que llegaron y las consecuencias que extrajeron. Expuesto con brevedad, el proceso fue como sigue. Movidos por un celo apostólico noble, se acercaron a una realidad completamente nueva, percibiendo en ella que el ambiente al que pretendían llegar no entendía su mensaje. Era preciso por tanto, redefinir las categorías en las que se debía volcar el mensaje evangélico para hacerlo comprensible al mundo obrero. Constatadas estas dos necesidades comenzaron la tarea echando mano de lo que entendieron era la cultura propia del mundo obrero, su forma de pensar y vivir, su tradición y su idiosincrasia propia. El resultado es conocido. Este fue su análisis. Toda la historia de la humanidad, desde que aparecieron las formas de propiedad individual hasta hoy, es la historia de la lucha de unos – los que poseen – contra otros – los que no poseen. Esta lucha constante, que ha pasado por diversas etapas, se encuentra ahora en un estadio en el que los que poseen son llamados capitalistas burgueses y los que no poseen son llamados proletariado. Ambas clases representan dos conceptos absolutos que marcan el devenir interno de la historia. La burguesía es el mal en sí mismo, el proletariado es la suma bondad. Del mismo modo que la burguesía tiene su propio sistema cultural, político etc...que ha logrado imponer a todos, el proletariado tiene el suyo. En este caso el socialismo marxista ó comunismo. Ambos, proletariado y comunismo, son las dos caras de la misma moneda y pertenecer a uno implica pertenecer a otro [8] .

Si esta era la historia, había que analizar el papel que la Iglesia había jugado en ella, siendo éste el lugar en el que se plantearon cuestiones de más riesgo para el cristiano. Si toda la historia era la lucha de clases y, a su vez, estas clases eran el bien y el mal absoluto, no existía la posibilidad de permanecer al margen de la lucha. Mucho menos al margen de los grupos que lideraban dicha batalla dialéctica. La constatación que extrajeron fue la siguiente: La Iglesia, que no es neutral en la lucha de clases, está enfeudada en el orden burgués. No es neutra ni política, ni económica, ni cultural, ni pastoralmente hablando [9] .

Llevados de este análisis, la conclusión siguiente no era difícil de establecer. Si el objetivo era conseguir acabar con la apostasía de la masas obreras y éstas se encontraban – eternamente – enfrentadas con las clases poseedoras, era preciso sumarse a su lucha para conseguir cumplir el objetivo propuesto. En esta lucha por implantar el orden proletario, la Iglesia sociológica, la Iglesia que llamaron visible, aquella que estaba enfeudada en el orden burgués, debía ser también purificada. En la misma medida en que esta Iglesia era – a los ojos de los teólogos progresistas – una manifestación sociológica de la Iglesia invisible ó verdadera, una manifestación estructural de la verdadera Iglesia sustancial, la purificación de la misma no impediría que, más tarde, una vez implantado el orden proletario, volvieran a surgir los valores religiosos del hombre [10] . De nuevo se percibía aquí toda la arrogancia y aplastante coherencia del análisis marxista. Toda la historia era una hoja de papel llena de falsos pliegues. Era preciso borrar esos pliegues y volver blanca la hoja. Esto era todo.

Por sacar, en breve espacio, algunas consecuencias prácticas de este planteamiento cultural, vamos a centrarnos en aspectos vivenciales que, en el ámbito de la empresa, se han podido percibir. Es evidente que la perfección cristiana se encuentra en la vivencia de la caridad. Resulta de una complejidad supina poder, siquiera tender, hacia la consecución de esta virtud si se entiende que toda la existencia del hombre está regida por la enconada lucha de unos contra otros. Desde ese punto de vista, y en segundo lugar, la cooperación de diversas personas en un lugar de trabajo se hace más que poco probable. Espoleados por un ferviente deseo de anular al otro – visto no como un hermano sino como un competidor – los que actuaron guiados por esta forma de ver la vida, entendieron que la caridad cristiana pasaba por el socavamiento irremediable del oponente, única forma de conseguir que fueran como debían ser. Así planteado se llegó a una reformulación del concepto de caridad cristiana que deja perplejo. Si la misión que tenían encomendada era la recristianización del mundo obrero y era éste la bondad absoluta mientras que el opuesto burgués representaba todos los males, la solución era simple. Había que eliminar el elemento burgués – incluido el que afectaba a la Iglesia visible – para conseguir su objetivo. Pero además – ya lo hemos dicho – no pretendían dejar de ser hijos fieles de la Iglesia, por tanto, acabaron vinculando, en su tenso afán por conciliar cristianismo y análisis marxista de la sociedad, una sana preocupación cristiana por los demás con lucha de clases y, ésta a su vez, con manifestación más acabada de caridad cristiana. Lo que en realidad pensaban que hacían eliminando al oponente era ayudarles a ser mejores cristianos. Realmente no supieron qué pasaba. La aceptación no ponderada de las categorías culturales marxistas, hizo que poco a poco – y de una forma quizá inconsciente – fueran perdiendo la conciencia cristiana que les había impulsado a introducirse en ese ambiente. No resulta extraño el fuerte proceso de secularización que advino en los años setenta y primeros ochenta sobre no pocos movimientos eclesiales tanto laicales como religiosos.

Karol Wojtyla es elegido Papa.

Sería una injusta aberración afirmar que este era el panorama eclesial general que se encontró Karol Wojtyla cuando fue elevado al solio pontificio el 16 de octubre de 1978. Lo habitual es que las personas sean siempre buenas. No implica esto – habida cuenta de que la persona es libre – que no podamos errar. La inmensa mayoría de los cristianos no comulgaban con los principios brevemente expuestos anteriormente. No obstante, también sería errado afirmar que no hubo algunos, en número elevado en ciertos ámbitos geográficos y movimientos específicos, que sí lo hicieron. En modo alguno era la Iglesia responsable de las injusticias que se percibían en regiones extensas del planeta. Tampoco parece posible poder afirmar que no se hubiera hecho nada por tratar de invertir la situación que se percibía. El problema era quizá de un calado más hondo. En esta misma medida, requería soluciones mucho más profundas que la simplista lucha de clases ó la revolución cristiana a la que algunos se referían por aquellos años. Esta fue – a nuestro entender – la amplia, ardua, dilatada y generosa tarea que emprendió Juan Pablo II para acotar el problema que – larvado desde antiguo – le había tocado vivir en los inicios de su pontificado [11] .

Aún está muy próximo el pontificado de Juan Pablo II como para poder evaluar de modo cabal su significado en la historia de la Iglesia y de la cultura occidental. No faltan, eso sí, reconocimientos a su labor procedentes de intelectuales mucho más capacitados que quien esto escribe. Es notorio, así mismo, que su figura ha sido muy reconocida por su prestigio intelectual y su autoridad moral. No obstante, es siempre necesario guardar alguna distancia de lo que se trata de historiar para poder evaluar con objetividad los hechos a los que se pretende uno acercar. Hecha esta salvedad, si diremos que – a nuestro entender – uno de los mayores logros del pontificado de Juan Pablo II ha sido el de convertir su figura, el pontificado, en un elemento de estabilidad y de referencia ética y moral, no tanto por la rigidez de sus posturas cuanto por el prestigio y la autoridad moral de su figura [12] . Hecho éste, posibilitado por una serie de factores que trataremos de exponer con brevedad. En primer lugar, la muy clara conciencia de que Jesucristo es el Redentor del hombre [13] y que, por tanto, la búsqueda de parámetros culturales útiles para hacer comprensible su mensaje al mundo de hoy, no puede hacerse al margen de Él. Es decir, no todas las categorías culturales son válidas para verter el contenido del mensaje evangélico. Teniendo este punto rigurosamente presente, en segundo lugar, la constatación clara y certera de que es urgente hacer llegar el mensaje de Cristo a la cultura moderna para lo cual es necesario abrir un diálogo con ella [14] . Dicho diálogo ha de estar presidido por los elementos certeros y universalmente válidos de la filosofía cristiana y no ha de significar una reducción de dichos elementos en aras de un mayor prestigio, de una menor tardanza ó de un mayor abarcamiento [15] . En tercer, y último lugar, la afirmación lúcida de que ningún sistema cultural que no respete la dignidad de la persona humana es lícito. Ligado a esto, dos conclusiones. La primera es que ninguna cultura es perfecta y que por tanto, la Iglesia – depositaria de un mensaje y una misión universales – no se enfeuda en ninguna de ellas, pero tiene el deber de entrar a dialogar con todas sin perder su propium en tal diálogo. La segunda es que es en la persona redimida por Cristo, en quien hay que poner la esperanza de que las cosas cambien, y cambien a mejor. Es la persona quien hace la cultura y para quien la cultura sirve. No es tanto cuestión de construir órdenes nuevos y perfectos que son siempre vanas ilusiones, sino de poner al hombre delante de Cristo. Es el hombre redimido por Cristo quien puede hacer la cultura más humana, la economía más justa, las relaciones sociales más sanas, la política más ecuánime, las relaciones internacionales más pacíficas...y esto en aras no de una clase, raza, voto mayoritario, casta, clan o familia concreta, sino en aras de un Amor universal del que la Iglesia es depositaria y que, gracias a Ella y a hombres como Juan Pablo II, todos hemos podido conocer pues lo han plasmado no sólo en sus escritos sino, más que todo, en su propia vida.

Aún resuenan con fuerza las palabras de aquel bello poema: “No tengáis miedo. Abrid el corazón a Cristo”. Esta es, a nuestro entender, la mejor respuesta que le ha podido dar nuestro Santo Padre a la teología progresista y a todo el mundo a lo largo de sus dilatados y fecundos veintiséis años de pontificado. Por todo ello y por todo lo demás que, a causa de nuestra limitación intelectual, no hemos llegado a atisbar quiero darte las gracias Santo Padre.

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Francisco García Piñero



[1] El proceso revolucionario que puso fin al Antiguo Régimen, y que se prolongó hasta bien entrado el siglo XIX, socavó también todo un modo de entender el hombre y sus relaciones con Dios, la historia y el mundo. Toda la cultura occidental fue borrada por deseo expreso de los artífices de la nueva cultura que se presentaba como única y definitiva. Cultura que a su vez, estaba construida sobre una forma de entender al hombre, y sus relaciones con Dios y con el mundo difícilmente compatible, en sus enunciados originales, con la fe cristiana. Por más que resulte algo excéntrico a estas alturas cronológicas, no parece que fuera descaminado el siguiente valor: “El espectáculo a que hemos asistido es éste: Primero se alza un gran clamor crítico; los recién llegados reprochan a sus antecesores no haberles transmitido más que una sociedad mal hecha, toda de ilusiones y sufrimiento; un pasado secular sólo ha llevado a la desgracia; y ¿por qué?. De este modo entablan públicamente un proceso de tal audacia, que sólo algunos hijos extraviados habían establecido oscuramente sus primeras piezas; pronto aparece el acusado: Cristo. El siglo XVIII no se contentó con una Reforma; lo que quiso abatir es la cruz; lo que quiso borrar es la idea de una comunicación de Dios con el hombre, de una revelación; lo que quiso destruir es una concepción religiosa de la vida”. Cfr. HAZARD, Paul: “El pensamiento europeo del siglo XVIII”, Madrid, Alianza, 1998, p. 10. No resulta ni extraño ni sorprendente que, ante tal aspiración, la Iglesia – siempre llevada por la prudencia de Madre – mantuviera ante la nueva cultura una actitud algo distante. Una aportación actual al estudio de esta cuestión puede verse en las actas de los simposios internacionales que, periódicamente, organiza el Instituto de Antropología y Ética de la Universidad de Navarra. El primero de ellos versó, precisamente, sobre las relaciones entre la Fe y la razón a propósito de la publicación de la encíclica Fides et Ratio. Cfr. ARANGUEREN, J., BOROBIA, J.J., LLUCH, M. (eds.): “Fe y Razón”, Pamplona, Eunsa, 2002.

[2] Intelectuales de la talla de Jacques Maritain, Edit Stein, Henri de Lubac, Jean Daniélou, Karl Ranner, Hans Küng – por citar sólo nombres muy conocidos – fueron hombres que trataron de llevar a buen término, con mayor o menor fortuna, aquella nueva evangelización.

[3] Sobre el proceso de formación y crisis de la cultura de la Modernidad puede verse VALVERDE, Carlos: “Génesis, estructura y crisis de la Modernidad”, Madrid, BAC, 1996. Así mismo, y con algo más de detalle, la crisis del liberalismo desatada a partir de la Primera Guerra Mundial puede seguirse en AA.VV.: “Historia Universal”, Pamplona, Eunsa, 1989, vols. XI, XII y XIII.

[4] Fueron estas soluciones los sistemas democráticos de ordenación social. Si durante los años de predominio de la cultura liberal – llamémosle – clásica, la meta a conseguir había sido el estado mínimo y la mayor libertad para el mayor número posible, a partir de la Gran Guerra, se comienzan a aplicar soluciones de sentido estrictamente inverso. La libertad es un valor que sólo el poder del estado puede otorgar y debe controlar para evitar que la masa se descontrole. El criterio de ordenación social que aplicará el estado variará en unos u otros lugares, siendo fundamentalmente tres los criterios aplicados. La raza, dando lugar a los sistemas nacionalsocialista y fascista. La clase, dando lugar a los sistemas democráticos populares. El voto, dando lugar a las democracias occidentales “modernas”. Como se sabe, posteriormente, en el seno de las democracias occidentales ha surgido una alternativa cultural “nueva”. Que algunos han denominado comunitarismo y que supone uno de los acontecimientos más significativos y positivos de la reciente historia de la cultura occidental. No obstante, también está sujeta a fuertes limitaciones cuya superación supone uno de los mayores retos que la intelectualidad actual tiene planteados. Cfr. GARCÍA PIÑERO, Francisco: “Nuevo Socialismo, Democracia y Sociedad Civil: ¿Ideales contrapuestos?, Arbil, nº 89, 2005, pp. 3-4.

[5] Ciertamente no han sido pocos los que admitieron la potencialidad de la teología de la liberación como medio eficaz para realizar la evangelización de ciertos ámbitos geográficos. Se trataba – y se trata – de situaciones de injusticia que en modo alguno se pueden justificar. Como se ha puesto de manifiesto antes, no faltó en ellos la buena voluntad. Leonardo Boff, Jon Sobrino o Gustavo Gutiérrez son nombres de sobra conocidos por todos. No obstante, la vaciedad de tales planteamientos se muestra en el hecho de que someter la fe cristiana a tal proceso de ideologización la vacía de su contenido salvífico trascendente. La convierte en una opción ideológica más entre otras muchas posibles. La liberación cristiana tiene un sentido, antes que nada, soteriológico y escatológico. Sólo con la liberación ganada por Cristo en la Cruz puede alcanzar el hombre la libertad interior y exterior necesaria como para transformar las estructuras que le rodean. Esta transformación de estructuras puede generar mejores condiciones e incluso eliminar o mitigar en gran medida las situaciones de injusticia social que se perciben en amplias zonas geográficas. No obstante, estas nuevas estructuras serán siempre imperfectas pues el centro de atención de la reforma social no se encuentra en primer lugar, y como elemento fundamental, en el exterior sino en el interior de la persona. Un planteamiento teológico que olvida estas cuestiones, corre el riesgo de secar el pozo del que espera estar bebiendo toda la vida. Eliminar la referencia a la liberación soteriológica y escatológica hasta conseguir una estructura social justa, implica perder de vista que la causa del mal social no está en la estructura sino en el corazón del hombre y, que ese corazón, sólo la gracia ganada por Cristo en la Cruz puede redimir. Sobre el sentido de la liberación cristiana, pueden verse: IBÁÑEZ LANGLOIS, José Miguel: “Doctrina Social de la Iglesia”, Pamplona, Eunsa, 1987; DE TORRE, José María: “Trabajo, Cultura, Liberación. Enseñanzas sociales de la Iglesia”, Madrid, Palabra, 1986. Una de las mejores críticas que se han realizado al concepto de liberación marxista implícito en la Teología de la Liberación es la efectuada por LÓPEZ TRUJILLO, Alfonso: “Liberación Marxista. Liberación Cristiana”, Madrid, BAC, 1974.

[6] Es en el caso de España, relativamente conocido el, ya reducido, círculo de teólogos de la Asociación Juan XXIII. Algunos de sus miembros, no han dudado en criticar el pontificado de Juan Pablo II tildándolo de teatrero sin percibir que ellos mismos no han perdido ocasión de asistir a programas de televisión para exponer sus posturas. Sin duda que el deseo de estos intelectuales es mantenerse al servicio de la Iglesia a la que pretenden hacer progresar. No parece sin embargo que perciban con claridad hasta qué punto el progreso de la Iglesia es la fidelidad a su Fundador.

[7] Sobre el panorama de la teología en América Latina, puede verse: SARANYANA, Josep Ignasi (dir.): “Teología en América Latina”, Madrid: Iberoamericana; Frankfurt am Main: Vervuert, 2002, vol. III.

[8] El análisis marxista en este punto es taxativo. No existe diferencia alguna entre clase obrera y Partido Comunista, que es su vanguardia. La clase por sí misma llega a reivindicaciones de cierto nivel, pero no puede pasar más allá de lo puramente económico. Necesita su alma, su vanguardia – el partido – para mutar esa reivindicación económica en política y generar la espiral, violenta en un principio, que destruya el orden capitalista-burgués e instale el nuevo orden socialista. La unidad orgánica, indisoluble entre masa y vanguardia queda apuntalada en base teórica: “Así pues, el que el conocimiento del condicionamiento histórico del capitalismo (el problema de la acumulación) se convierta para el marxismo en una cuestión vital se debe a que sólo en ese contexto, en la unidad de teoría y práctica, puede fundarse la necesidad de la revolución social, de la plena transformación de la totalidad de la sociedad. El circulo del método dialéctico -y también esta determinación procede de Hegel- no puede cerrarse mas que entendiendo la cogniscibilidad y el conocimiento de esa conexión como producto del proceso. Rosa Luxemburg subraya ya en su temprana polémica con Berstein esa diferencia esencial entre la consideración total de la historia, y la parcial, entre la dialéctica y la mecánica (sea ésta oportunista o extremista). En este punto, escribe, "se tiene la diferencia principal entre los golpes de estado blanquistas realizados por una minoría resuelta, que siempre son como pistoletazos irreflexivos y por eso caen siempre fuera de ocasión, y la conquista del poder del Estado por la masa popular amplia y consciente desde el punto de vista de clase, la cual no puede ser sino producto de una incipiente descomposición de la sociedad burguesa, razón por la cual presenta la legitimación económico-política de su oportuna aparición". Y en su ultimo escrito escribe análogamente: "La tendencia objetiva de la evolución capitalista hacia esa meta basta para provocar mucho antes una agudización social y política de las contraposiciones sociales y una insostenibilidad de la situación tales que por fuerza preparan el final del sistema dominante. Pero esas contraposiciones sociales y políticas no son en ultima instancia sino producto de la insostenibilidad económica del sistema capitalista, y de esta fuente toman precisamente su creciente agudización, precisamente en la medida en que se hace aceptable aquella insostenibilidad.

Así pues, el proletariado es al mismo tiempo producto de la crisis permanente del capitalismo y ejecutor de las tendencias que llevan al capitalismo a la crisis. El proletariado, dice Marx, ejecuta la sentencia dictada contra si misma por la propiedad privada con la producción del proletariado. El proletariado actúa en la medida en que reconoce su situación. Y reconoce su situación en la sociedad en la medida en que lucha contra el capitalismo.

Pero la consciencia de clase del proletariado, la verdad del proceso en cuanto sujeto, no es en modo alguno algo que se mantenga uniformemente estable o que proceda según leyes mecánicas. Es la consciencia del proceso dialéctico mismo: es él mismo un concepto dialéctico. Pues el lado práctico, activo, de la consciencia de clase, su verdadera esencia, no puede ser visible según su autentica figura mas que si el proceso histórico exige imperiosamente su vigencia, mas que si una crisis aguda de la economía lo mueva a la acción. En otro caso, y de acuerdo con la crisis permanente latente del capitalismo, él mismo es teorético y latente: se encuentra en la forma de mera consciencia, como suma ideal -según palabras de Rosa Luxemburg- de exigencias puestas a los problemas y las luchas del día.

Pero en la unidad dialéctica de la teoría y la practica que ha visto Marx en el movimiento de liberación del proletariado, y a la cual él ha dado consciencia, no puede haber consciencia mera, ni en la forma de la teoría pura ni en la del puro postulado, deber-ser, mera norma de conducta. El mismo postulado tiene aquí su realidad, esto es: la situación del proceso histórico que imprime a la consciencia de clase del proletariado un carácter de postulado, un carácter latente y teorético, tiene que cobrar forma como realidad correspondiente, e intervenir como tal en la totalidad del proceso. Esta forma de la consciencia proletaria de clase es el partido. No es casual que, precisamente Rosa Luxemburg, la cual reconoció antes que muchos otros y con mayor claridad la naturaleza espontánea de las acciones revolucionarias de las masas (con lo cual, por supuesto, no hizo sino subrayar otro aspecto de la afirmación, ya estudiada, de que esas acciones se producen necesariamente por la necesidad del proceso económico), haya puesto también en claro, antes que muchos otros, la función del partido en la revolución. Para los vulgarizadores mecanicistas, el partido era una mera forma de organización, y también era un mero problema de organización el movimiento de masas, la revolución. Rosa Luxemburg ha visto tempranamente que la organización es mas consecuencia que presupuesto del proceso revolucionario, por el hecho mismo de que el proletariado no puede constituirse en clase mas que en el proceso y por él. En este proceso, que el partido no puede ni suscitar ni evitar, el partido tiene en cambio una función muy alta: ser portador de la conciencia de clase del proletariado, consciencia de su misión histórica. Mientras que el punto de vista, aparente y superficialmente mas practico y, en todo caso, mas real, que atribuye al partido principal o exclusivamente tareas de organización se encuentra reducido, ante el hecho de la revolución, a la posición de un fatalismo insostenible, la concepción de Rosa Luxemburg llega a ser fuente de la actividad verdadera, de la actividad revolucionaria. Cuando el partido asume la responsabilidad de que en cada fase y en cada momento de la lucha toda la suma del poder presente, ya desencadenado, actuado, del proletariado se realice y se exprese en la posición de lucha del partido, de que la táctica de la socialdemocracia no este nunca, en cuanto a decisión y energía, por debajo del nivel de la efectiva correlación de fuerzas sino que se anticipe mas bien a ella, entonces el partido transforma su carácter de postulado, en el momento de la revolución aguda, en una realidad activa, introduciendo en el movimiento de masas espontáneo la verdad que alienta en el y levantándolo de la necesidad económica de su origen hasta la libertad de la acción libre. Y esta mutación del postulado en realidad se convierte en palanca de la organización verdaderamente clasista, verdaderamente revolucionaria del proletariado. El conocimiento se hace acción, la teoría se hace consigna, la masa actúa de acuerdo con la consigna se inserta cada vez mas robustamente, consciente y firmemente en las filas de la vanguardia organizada. De las consignas adecuadas nacen orgánicamente los presupuestos y las posibilidades incluso de la organización técnica del proletariado combatiente. La consciencia de clase es la ética del proletariado, la unidad de su teoría y de su practica, el punto en el cual la necesidad económica de su lucha libertadora muta dialécticamente en libertad. Al reconocerse al partido como forma histórica y portador activo de la consciencia de clase, el partido se convierte al mismo tiempo en portador de la ética del proletariado en lucha. Ésta su función tiene que determinar su política. Aunque su política no este siempre en armonía con la realidad empírica del momento, aunque sus consignas no sean seguidas en tales momentos, no solo le dará satisfacción la marcha necesaria de la historia, sino que, además, la fuerza moral de la verdadera consciencia de clase, de la correcta acción de clase, tendrá también sus frutos desde el punto de vista del realismo político.

Pues la fuerza del partido es una fuerza moral: se alimenta de la confianza de las masas espontáneamente revolucionarias, obligadas a sublevarse por la evolución económica. El partido vive del sentimiento que las masas no tienen en claro, la forma visible y organizada de su propia consciencia de clase. Sólo cuando el partido se ha conquistado y merecido esa confianza puede ser dirigente de la revolución. Pues solo entonces se lanzara el impulso espontáneo de las masas con toda su fuerza y con instinto cada vez mas claro, en la dirección del partido, en la dirección de su propia llegada a consciencia”. LUKACS, Georg: “Historia y Conciencia de Clase”, Barcelona, Orbis, Biblioteca de Política, economía y sociología, 1985, vol. I., pp. 102-105.

[9] Los enunciadores de tal análisis recurrieron a una argumentación teológica para justificar dicha afirmación. No conviene olvidar que, por duras que fueran sus conclusiones, eran y pretendían seguir siendo hijos fieles de la Iglesia. Para ellos – y para la teología tradicional –, existe la Iglesia visible y la invisible. El problema residió en la exacerbación que la teología progresista realizó de tal argumento y en la proyección que hizo sobre él de la dialéctica marxista. La Iglesia visible es, lo que llamaron, expresión sociológica de la Iglesia invisible. Según el análisis marxista elaborado por la Teología de la Liberación, la Iglesia visible es la expresión sociológica de la anterior y, por tanto, está sujeta a los cambios y vaivenes que la lucha que rige la historia conlleva. En el momento de ejecutar su análisis entendieron que dicha expresión sociológica estaba enfeudada totalmente en el orden que oprimía al bien absoluto y que, en consecuencia, era preciso no sólo criticar sino también mancillar. Sobre esta cuestión resulta de mucha utilidad el estudio de RODRÍGUEZ GARCÍA, Pedro: “Planteamiento doctrinal del progresismo cristiano”, Madrid, Ateneo, 1961.

[10] Ibid, pp. 39-42.

[11] Sería ingenuo pensar que el problema de la secularización de la cultura contemporánea advino como un proceso fugaz. De hecho, las primeras manifestaciones de ella comenzaron a percibirse ya en las décadas primeras del siglo XX cuando el embite Modernista socavó ciertas mentes privilegiadas. Atajado en un primer momento por los conocidos documentos de san Pío X, Lamentabili y Pascendi, el modernismo continuaría su sutil andadura en las afirmaciones y estudios de ciertos intelectuales. Es por todos conocida la llamada de atención que Pío XII realizó sobre tal asunto en la encíclica Humani Generis. Hemos de volver a repetir que, en modo alguno, faltó en ellos la buena voluntad. No implicó esto que no pudieran errar, como de hecho erraron. Hacia mediados de 1950 ya se percibían movimientos eclesiales, culturales e intelectuales que comulgaban con lo que poco tiempo después se llamaría progresismo. Podría decirse que, tras el Concilio Vaticano II, el problema larvado desde hacía tiempo, le estalló en las manos a Pablo VI. El problema del rebrote neomodernista de finales de los años sesenta es que, ya por esa época y como solución a la crisis de la cultura de la modernidad, se habían aplicado las formas democráticas de organización social, con lo cual, si en el primer embite el modernismo afectó tan sólo a un grupo restringido de personas – aquellos que suelen denominarse intelectuales –, ahora, y gracias a medios de difusión no siempre bien formados, los ramalazos de aquella postura llegaron a más capas de la sociedad. La confusión que se logró fue algo verdaderamente escalofriante. No menos escalofriante fue la turbación que muchas conciencias cristianas y buenas sufrieron a consecuencia de este proceso. Muchos buenos militantes de asociaciones seglares y no pocos religiosos y sacerdotes acabaron renunciando a sus formas de vida y – terrible – a la cosmovisión cristiana de la vida. Es más o menos conocido el tránsito que, en España – por poner un país concreto – y por esos años, se dio de militantes de organizaciones cristianas hacia organizaciones marxistas. Se les había formado en unos parámetros culturales que en nada diferían de los planteamientos de aquellas organizaciones. Además, sus superiores en los movimientos en los que militaban, les estaban recortando la libertad de actuación. Desengañados, desencantados y decepcionados, pasaron sin solución de continuidad de las organizaciones de apostolado seglar a las organizaciones marxistas más o menos radicales. Sobre el proceso de formación, consolidación y desarrollo de la Teología Progresista puede verse: FABRO, Cornelio: “La aventura de la Teología Progresista”, Pamplona, Eunsa, 1976. Sobre el modernismo existe una bibliografía muy extensa, no obstante, resultan de interés por su reciente aparición, la correspondencia cruzada por Maurice Blondel y Alfred Loisy que puede verse en el estudio de IZQUIERDO, César: “Correspondencia entre M. Blondel y A. Loisy a propósito de L´Evangeli et l´Eglise”, en SARANYANA, Josep Ignasi, (dir.): “ANUARIO DE HISTORIA DE LA IGLESIA”, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, XIII, 2004, pp. 199-227.

[12] Un logro que, es preciso decirlo, no se debe tan sólo al pontificado de Juan Pablo II. El 26 de enero de 1964, recogía un pequeño diario de provincias, el HOY de Badajoz, la siguiente declaración de Pablo VI: “Los pueblos comienzan a reconocer al Papa como guía moral del mundo”. Cfr. Diario Hoy, 26 de enero de 1964, p. 2. Afirmación que viene a confirmar cómo el proceso de evangelización del mundo moderno iniciado por la Iglesia desde los inicios de la misma cultura de la modernidad – y que no es otra cosa más que la resituación de los católicos en dicho mundo –, estaba surtiendo efecto. Como siempre ocurre, el fruto bueno se hace esperar. No precisamente por falta de trabajo, sino más bien porque requiere de una pausada, laboriosa y abnegada dedicación. Desde al menos el pontificado de Pío IX, las orientaciones del magisterio de la Iglesia a los católicos de la época habían ido decididamente dirigidas a hacerles conscientes de que debían vivir como hombres libres en la sociedad en la que se encontraban. Lógicamente, y habida cuenta que en la sociedad en la que tocaba vivir a los católicos existían planteamientos culturales – a veces sutiles – que contravenían la fe cristiana, esta orientación iba acompañada de la prudente advertencia sobre los mismos. Que en ocasiones dichas advertencias fueron hechas en un tono poco amistoso. No parece posible dudarlo. Tampoco es posible obviar el hecho inequívoco de que el liberalismo clásico tuvo una actitud hacia la Iglesia no precisamente tolerante. Cuestión por entero distinta a estas últimas afirmaciones es que, en la práctica, los católicos comprendieran de modo acabado qué era lo que los pontífices querían decir. Del mismo modo, también está por supuesto que pudieran acertar o errar a la hora de llevar a la práctica aquellas orientaciones. Mucho que ver con este aspecto tuvo la amplia acogida que, no en la Iglesia, pero sí en muchos hombres de Iglesia encontraron las amplias panoplias de pensamientos contrarrevolucionarios que, casi inmediatamente después de la Revolución, comenzaron a aparecer por todo el mundo occidental. Esto provocó que, en apariencia, la Iglesia y este tipo de pensamiento – y sus sistemas políticos, económicos, sociales, etc... adyacentes – parecieran ir de la mano. No será sino a través de un impulso lento, firme, paciente y seguro como se conseguirá hacer comprender a estos hombres de Iglesia el verdadero sentido que tiene el ser fiel a su propio carácter y misión. La cita que abre este texto es prueba de que durante el pontificado de Pablo VI se habían dado ya pasos importantes en este sentido. Pensamos que el pontificado de Juan Pablo II ha profundizado aún más en él.

[13] Resulta bastante significativo que la primera encíclica de un pontífice con un pensamiento social no precisamente conservador, no fuera de temática social sino sobre nuestro Señor Jesucristo. Cfr. JUAN PABLO II: “Redemptor hominis”, Madrid, Ediciones Paulinas, 1979. Desde esta perspectiva se entienden bien todas las manifestaciones de Juan Pablo II en contra de una economía que subyuga los derechos fundamentales de la persona; de una política que no respeta la dignidad fundamental de los hombres, de una cultura que no esté fundamentada sobre la aspiración a hacer al hombre más plenamente hombre, etc...Puede verse una buena síntesis del pensamiento de Juan Pablo II con respecto al orden económico y las relaciones laborales en: DOMENEC, Melé Carné: “Empresa y economía al servicio del hombre”, Pamplona, Eunsa, 1992.

[14] Una cultura de la que Juan Pablo II no era precisamente mal conocedor. Basten citar aquí sus amplios análisis sobre la filosofía de los valores de Max Scheler, sus aportaciones al estudio de la ética personalista y la fenomenología. Sobre este tema resultan de interés, las recopilaciones siguientes: WOJTYLA, Karol: “Mi visión del hombre”, Madrid, Palabra, 2003 e IDEM: “El hombre y su destino”, Madrid, Palabra, 1998.

[15] Muy claro fue en este sentido el Santo Padre en la encíclica “Fides et Ratio” al insistir en la necesidad de volver a la filosofía perenne del aquinate como guía o rail válido a la hora de entrar en un diálogo con el mundo moderno. Cfr. JUAN PABLO II: “Fides et Ratio”, Madrid, Palabra, pp. 62-65.


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