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ABORTAR=ASESINAR El aborto es un asesinato, pues se mata a una persona con premeditación (se prepara reflexivamente, tal como lo marca la ley con su procedimiento, y se perpetra un delito, aunque sin pena, como también indica la ley) y alevosía pues no hay riesgo para los asesinos. R.A.E.: - asesinato. 1. m. Acción y efecto de asesinar. - asesinar. (De asesino). 1. tr. Matar a alguien con premeditación, alevosía, etc. - premeditación. (Del lat. praemeditatio, -onis). 1. f. Acción de premeditar. - premeditar. (Del lat. praemeditari). 1. tr. Pensar reflexivamente algo antes de ejecutarlo. 2. tr. Der. Proponerse de caso pensado perpetrar un delito, tomando al efecto previas disposiciones. - alevosía. (De alevoso). 1. f. Cautela para asegurar la comisión de un delito contra las personas, sin riesgo para el delincuente. Es circunstancia agravante de la responsabilidad criminal. (recuerdese que el aborto voluntario sigue siendo delito tipificado aunque se le elimine la pena)
«Se cumplen 20 años de la Ley Orgánica 9/1985, aprobada por el Parlamento, ratificada por el Rey, y mantenida. tras su alternancia, por los gobiernos del Sistema, con y sin mayorías parlamentarias.
Esta ley ha dejado matar cerca de un millón de niños por aborto quirúrgico y varios millones más por aborto químico»


El Evangelio de Jesús. Difusión e influencia. Siglos I-XXI,” de César Ignacio de la Mota

por Jesús Romero-Samper

Un resumen de los contenidos de la obra en el que se narran diversos avatares en la difusión y desarrollo del cristianismo, precedido por una introducción en la que se glosa al autor del libro, recientemente fallecido

Cuarenta y siete años. Un sesgo que nos dejará sentidas y hondas ausencias. Por la pérdida de una privilegiada mente, por la plenitud intelectual de una proyección que quedará vacua. Con César se pierde uno de esos magníficos descifradores de las conexiones entre Oriente y Occidente, un infatigable buscador de nuestra espiritualidad. Seguro que leyó el conocido “Gargoris y Habidis” de Fernando Sánchez Dragó, concluyendo similares tesis, en su larga y admirable introspección interior, personal, en sus indagaciones en la India. Nunca lo sabremos. Periplos interiores -le imagino enfrascado en sus lecturas- confrontados a otros exteriores cargados de una cruel y sombría realidad. De la miseria hindú más extrema, siempre sabía extraer algo de belleza, algo que aprender. Ese magnético Oriente que tanto ofrece por adivinar, más del que poco se nos revela: luminaria que, como el sol, lleva en su origen un destino en el orto. Un indescifrable laberinto de misterios, de hermenéuticos interrogantes.

¿Cómo era César? Uno de sus mejores amigos, el Dr. Aurelio Ortiz Palomo, ha tenido la gentileza de ofrecernos unas pinceladas impresionistas: breves pero definitorias. Recuerdo el emocionado tono de Aurelio cuando, la mañana de la pasada Nochebuena, por teléfono me narraba lo siguiente. Comentaba Aurelio que, ante todo, se podría definir a César como una persona leal y honesta, que siempre estaba ahí para ayudar a los demás con sus problemas, guardándose para sí los propios. Una persona muy independiente, que no introvertida, que vivía en su mundo: prefiriendo realizarse más hacia dentro que hacia fuera. Había estudiado en el Instituto Francés, y dominaba perfectamente el francés y el inglés. De carácter autodidacta, en él era innato estudiar y conocer. Católico convencido, había llegado a una especie de sincretismo con las culturas hinduista, budista y china. Todos los años viajaba a la India. Nada partidario de la medicina convencional, hasta el punto que no quiso recurrir a ella hasta el final del proceso oncológico que le costó la vida. Fue un gran seguidor de las -llamadas- medicinas alternativas. De hecho, estudió medicina china durante cinco años, llegando a poner una pequeña clínica en Madrid. César era vegetariano y abstemio. Era, en fin, una de esas personas que emanan luz propia.

César fue uno de los doctorándos, por su minucioso y aplicado trabajo, predilectos de mi padre, Andrés Romero Rubio. Tanto es así, que la relación docente pronto pasó a una franca y estrecha amistad. Y no sólo con él, sino con su padre Ignacio y su tío Justo. Quizás porque compartían mucho: su fe, su vocación periodística, su interés por las nuevas tecnologías, la colaboración en varios proyectos comunes (“Información de los medios,” Madrid, ed. Remarca),… el encanto por viajar. Recuerdo cuando César venía por casa, a la vuelta de uno de sus viajes por la India, y ambos se enfrascaban en extensas conversaciones. Con César sentimos una especial deuda de gratitud por su colaboración en “Comunicaçao, Informaçao e Opiniao Pública, Estudos de homenagem a Andrés Romero Rubio” (Universidad Católica editora, Lisboa, 2001): “Recuerdo con verdadero cariño las jornadas pasadas en la revisión y preparación de mi tesis doctoral con Andrés, y deseo rendirle homenaje con este breve trabajo, por todo lo que supuso de positivo en mi vida su amistad como persona y como maestro.”

La obra que ahora referenciamos (Edibesa, Madrid, 2004) no es sino la tesis doctoral de César. Una tesis que, para quien no conociera el inmenso trabajo que le llevó, es un exhaustivo estudio sobre la difusión del cristianismo a lo largo de la historia, así como sobre su influencia en la cultura occidental. Dos mil años compilados en este exquisito libro. Se divide la obra en cuatro secciones. Y asume César el compromiso del difusor, de relatarnos la increíble historia de nuestra fe, de nuestra cultura. Reto que asume con firme mano, haciéndonos partícipes de la historia, y -sobre todo- con resuelta decisión de compromiso.

En una primera parte, a modo de introducción, se repasan los hechos narrados en los Evangelios. Seguidamente se resume lo contenido en el Nuevo Testamento. Para acabar por hacer un pormenorizado análisis de los cuatro Evangelios por separado: cuándo y dónde se compusieron, su finalidad, contenido literario, redacción, estilo, rasgos específicos. Permite este desglose y análisis cómo trataron, como difusores del mensaje y la obra, la figura de Jesús los cuatro evangelistas: Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Una interesante labor de investigación que nos pone al alcance, a los poco legos en la materia, multitud de detalles y curiosidades historiográficas que parecían reservadas a doctos teólogos. Sin duda, para cualquier periodista o amante del saber, resulta llamativo que, ya para empezar, nos encontremos con las versiones de cuatro “reporteros” sobre un personaje: ¡hace dos mil años!

Seguimos con una segunda parte dedicada a la historia de la difusión del cristianismo a lo largo de la historia de la Iglesia, desde la predicación de los Apóstoles hasta el siglo XX. En el fondo es el tema central de la tesis de César, su proyecto investigador como profesional del periodismo. Aquí nos centramos en el aspecto periodístico-histórico de cómo se ha difundido la palabra de Jesús a lo largo de dos mil años, las vicisitudes y particularidades de este proceso a través de diferentes culturas, a lo largo de los tiempos en muy diferentes lugares. No me parecería desacertado señalar que esta preocupación por la difusión del mensaje, por su alcance y calado en diferentes culturas, fuera común al actual Pontífice Juan Pablo II: sí, en ambos hallamos ese irrefrenable deseo de conocer -de primera mano- cuál es la religiosidad del pueblo, cómo “hacerse y sentirse ‘ellos’ ” compartiendo los verdaderos valores de la Cruz. Jesús -Hijo del Hombre y del Padre- el primer apóstol en Galilea, en Judea. Wojtyla (el “Papa viajero”) siguiendo la estela, el perfil evangelizador. Y entre tantos otros, aunque sea desde un imperceptible lugar de estudio, César en lo suyo… cotejando diferentes culturas, religiosidades y modos de vivir: dando testimonio con su verbo, con su experiencia vital, donde más falta hace el testimonio de la creencia.

En una lectura apasionante partiremos de la fundamental labor de los primeros apóstoles en la comunicación con los gentiles: Asia Menor y el Mediterráneo. Bernabé y Saulo. Comunicación oral mística, escrita, cuando no a través de la imposición de manos: labor no exenta de ciertos apedreamientos, casi lapidaciones. “Una vez más, los judíos seguían con su labor de sedición de las masas y, seduciéndolas, les hicieron apedrear a los apóstoles.” Un apostolado que, sin duda, sufre un espectacular crecimiento con la conversión de Saulo de Tarso. Los viajes de Pablo a Seleucia, Chipre, Grecia, Antioquia, Siria, Cilicia, Macedonia, Corinto, Galacia, Frigia, Jerusalén, Roma,…

Capítulo aparte merece la difusión del Evangelio en Roma. La capital del Imperio era también la del martirio y persecución de los cristianos, desde tiempos de Nerón (año 64) hasta el 313: “Christiani non sint” (los cristianos no tienen derecho a la existencia). En este martirologio resultan especialmente significativas las muertes de Pedro y Pablo, pero también las de tantos otros santos: Justo, Pastor, Cecilia, Inés, Águeda, Ireneo de Lyon,… Se pregunta César: “¿Qué alquimia espiritual se habrá obrado en el corazón de estos seres para cambiar el metal base de sus egos por el oro puro y límpido de sus almas?” Compromiso con la fe testimoniado por la sangre, siguiendo al mismo Cristo. Bajo la persecución y el escarnio, comienza la Iglesia a organizarse jerárquicamente: los diáconos, los primeros Papas, Sínodos. Dos siglos y medio irían relevando persecución y exterminio por poder y fuerza de evangelización: Roma, o “la ciudad santa.” La organización de la Iglesia, junto a la conversión de Constantino en el 312, son las causas de la tolerancia surgida desde el Concilio de Milán. El emperador Constantino, pero también Licinio, son los primeros mandatarios propagadores del Evagelio. Por fin se puede propagar el Evangelio en libertad.

Constantinopla supondrá el afianzamiento del cristianismo hacia el Imperio oriental. En el 324 el emperador Constantino se encamina a crear un “doble de Roma” en la antigua colonia griega de Bizancio.

Estos primeros siglos vendrán salpicados del surgimiento de las primeras herejías. Será la primera la gnosos en el siglo I, crecida con la teoría de las emanaciones. Y en el 172 el montanismo en Frigia, aunado al herético novacianismo. Resurgirán los gnosos bajo el nombre de maniqueísmo, predicado por Manes en Persia, en el siglo III. Sigue el donatismo en el norte de África. Y a destacar el arrianismo nacido en Alejandría, herejía zanjada en el concilio del 313 de Nicea.

El fenómeno que supuso la incursión de la doctrina cristiana en Roma, y la posterior expansión de la Nueva Ley por las Galias, Hispania, Italia o Germania, es de suma importancia, por cuanto supone la cristianización de Occidente. En esta paulatina conversión de los pueblos sometidos al Imperio, radica precisamente la razón de ser de Europa, su origen como tal, el basamento cultural de lo que somos. Tan diversos pueblos godos y bárbaros que serían conversos a la fe, antes domeñados por las armas de Roma. Aquí jugó un paradójico papel el arrianismo, en tanto creador de comunidades cristianas en el seno de los pueblos godos (ostrogodos, burgundios, suevos,…): se identificaba la doctrina de Arriano como común baluarte de la resistencia antirromana. Pero la conversión del rey franco Clodoveo del paganismo a la fe de Cristo, supuso el hecho más importante desde la de Constantino. En España será el visigodo Recaredo el que adjure del arrianismo.

Sigue César con la expansión del mensaje de Jesucristo entre los anglosajones y su conversión: San Patricio, San Columbano, San Benito. Con otros cuarenta monjes San Andrés comienza por el reino de Kent, siguiendo por Essex y York, Yarrow. Nace la regla benedictina, que rápidamente se impone sobre otras reglas monásticas y se extenderá por Francia, España, Inglaterra y Alemania. Curioso es detenerse a reflexionar como Irlanda, cuna del cristianismo en el mundo anglosajón y evangelizadora del resto de su entorno cultural, muchos siglos después sigue siendo el baluarte de la Iglesia frente a las disensiones anglicanas surgidas en el Renacimiento.

Alemania y los pueblos bárbaros supondrían todo un reto para la evangelización. Sería precisamente un monje anglosajón, Wilfredo de York (San Bonifacio), quien comenzó a difundir -en el siglo VIII- el apostolado por Renania, comenzando por Turingia y Hesse y fundando los monasterios de Fulda e Hildesheim. San Bonifacio también reformaría, poniendo los cimientos del cristianismo carolingio, la Iglesia franca. Lombardia sería evangelizada por Pepino el Breve. Aunque sin duda el principal personaje en la evangelización fue Carlomagno, comenzando por la conquista de Sajonia. En España el emperador carolingio crearía el reino de Aragón y combatiría contra los musulmanes. Es de suma importancia la coronación, por parte del Papa León III en la Navidad del 800, de Carlomagno como emperador de Roma, por cuanto supone la reunificación del poder temporal del mundo con el atemporal de la Iglesia. De no haberse producido, seguramente Europa habría caído ante la amenaza normanda, dominadores del norte continental, así como ante los magiares del este y la tenaza musulmana. Carlomagno inicia una revolución cultural encaminada a dotar de un respetable nivel cultural a los clérigos, pero también al pueblo: una precisa instrucción, garante de una cultura y una civilización. Gracias al emperador, la tradición clásica (grecorromana) se salvaría y pasaría al Medioevo.

Ante la presión que, por parte de los bárbaros asiáticos, sufrían los pueblos del centro y este de Europa, el emperador Miguel III mandó a Moravia a San Metodio y San Cirilo. No exenta de ciertas fricciones con los predicadores germanos, la misión evangelizadora de ambos hermanos fue un éxito entre los eslavos. Bohemia, Moravia y los Balcanes se incorporaban a la cristiandad.

Sin embargo, luchas y disputas internas por el poder secular pronto comenzarían a desmoronar el Imperio Carolingio. Convulsos tiempos de guerras contra el Islam y los paganos, de intrigas entre las familias imperiales (Carlos el Gordo y Arnulfo, Guido y Lamberto de Espoleto, Luis de Provenza,…) y aristocráticas (la dinastía Teofilacte). Disensiones y conflictos que, tras un paréntesis cerrado con Otón I el Grande (año 962), dificultan enormemente la difusión del Evangelio. El sacro Imperio Romano, bajo el digno sucesor de Carlomagno, aplastaría las invasiones magiares. Pero la Iglesia decide liberarse del yugo de Otón I, provocando la ira de éste. Se sucederán convulsos tiempos de encuentros y desencuentros entre emperadores germánicos y Papas en Roma: Otón III, Boleslao el Glorioso, Silvestre II, Enrique II el Santo,… Será este último emperador el precursor de una recristianización de la nobleza feudal. Durante el siglo X el centro de la cultura se ubicará en Alemania, enfrentándose la Iglesia a una sociedad progresivamente belicista más preocupada por los poderes temporales. No obstante, se produce un creciente desarrollo cultural, bajo el amparo eclesiástico, no sólo en Alemania, sino también en Francia, Italia o España. Surge entonces, bajo la guía de Boleslao el Valeroso (992-1025), la Iglesia en Polonia. Y la subsiguiente penetración del cristianismo, gracias a la conversión de la esposa de Oleg de Kiev, en Rusia: fenómeno con grandes implicaciones del Imperio de Bizancio.

La creciente tensión entre las relaciones de la Iglesia con los Estados, fundamentalmente a causa del feudalismo, precisaba de una urgente toma de decisiones: independizarse del poder secular. Era imperioso desasirse de los intereses políticos, a efectos de no ser destruida por los mismos. Hasta el siglo VII los monasterios y abadías, bien bajo la regla benedictina como bajo la de San Chrodegang, sus propiedades (tierras incluidas) eran del correspondiente santo patrón. Pero a lo largo del VIII y del IX van pasando a manos reales y episcopales. Este trasvase a manos laicas conllevó una relajación de la vida espiritual, un mundano desorden entre los monjes y clérigos y, a la larga, un freno en la comunicación del Evangelio. Alarmados por la situación, Guillermo el Piadoso y el monje Bernon fundaron el monasterio de Cluny en el 910. La reforma de Cluny, basada en la sustracción monástica a toda dominación temporal, se propaga rápidamente por todo el Imperio Occidental. Al espíritu de Cluny espontáneamente se van uniendo diversas congregaciones, reglas y monasterios. Una férrea disciplina, por la que los canónigos vivirán de su trabajo y se dedicarán a la ejemplar predicación, va imponiéndose.

Sin embargo las tiranteces no estaban en absoluto solventadas. Se trataba ahora impedir que el poder laico nombrase a los eclesiásticos en sus propios cargos. Será en Alemania donde surja la chispa, cuando Enrique IV se subleva contra el monje Hildebrando (posteriormente alcanzaría el papado como Gregorio VII), quien difundía el decreto del 1075 promulgado en el Sínodo romano: insistiendo en “que la investidura de los obispos debería estar respaldada por la autoridad del Espíritu Santo.” Se suceden excomuniones, una sublevación sajona, la proclamación por los alemanes del antipapa Clemente III, el encarcelamiento de Gregorio VII,… Atisba un poco de luz la lucha entre el pontificado y el Imperio con el Pontífice Urbano II, quien congregó en torno suyo un adicto grupo del sur de Alemania y norte de Italia: origen del partido güelfo, heredero de toda la reciente actuación papal. En este ajedrecístico juego el Papa Pascual II, en contra de la reforma de Cluny, pone en manos del sucesor alemán Enrique V el poder sobre todos los territorios feudales de la Iglesia, a cambio de que ésta recuperase la libertad sobre los nombramientos canónicos: concordato de Worms (1112). Concordato que permitía “al pontificado reconocer al príncipe el derecho de conceder el dominio temporal según el momento político de la época.”

Volverá a renacer la insurrección alemana con la disputa entre los italianos Güelfos (linaje de los Wuelf, partidarios del Papa) y los Gibelinos (linaje Weiblingen, del emperador). Circunstancia que sabrá aprovechar el germano Federico Barbarroja, deseoso de implantar su hegemonía sobre Italia. Deseoso de imponerse al poder del pontificado, de dominar Lombardía (su puerta de acceso a Roma), desencadenará una serie de guerras en el seno de la cristiandad, entre 1159 y 1176, conclusas con el triunfo de las fuerzas papales en Legnaja. Sin embargo, la derrota y muerte de Barbarroja no significarían el final del problema, pues Enrique VI (su sucesor) no sólo heredó Alemania, sino también -por su matrimonio- todo el sur de Italia. Y así, sucesivamente, nos va narrando César I. de la Mota toda la serie de confrontaciones, entre los príncipes alemanes y la Iglesia, que habrían de continuar hasta 1272. Resulta significativo que la evangelización de los últimos pueblos europeos (los germanos) tan pronto trajera tal serie de conflictos, y que fuera -con el tiempo- causa de la reforma luterana.

Tras tantos avatares, alcanzada la alta Edad Media (siglo XIII) se viene a reconocer la suprema representación y jerarquía de la Iglesia: “Potestas Directa.” Más allá del espíritu de Cluny surge la irrupción de las Órdenes Mendicantes (dominicos, franciscanos, carmelitas y agustinos): una vida contemplativa consagrada no sólo al estudio y a la oración, sino a la predicación y a la docencia de la teología, la filosofía y los cánones. Es el impulso de Francisco de Asís, Domingo de Guzmán, Alberto Magno, Tomás de Aquino, Buenaventura y Antonio de Padua. Son tiempos de tranquila paz y glorioso éxito en la difusión del mensaje de Cristo. Los doctores franciscanos y dominicos dirigen las cátedras de las principales universidades occidentales. Gracias a los seglares (las Órdenes Terceras) se extiende el Evangelio entre familias, gremios, artistas, literatos y milicias.

Vendrá el siglo XIV acompañado de un nuevo decaer de la Iglesia, promovido -una vez más- por los poderes temporales: “De acuerdo a la doctrina de la Iglesia, el emperador tiene que someterse siempre a la autoridad del Pontífice para, juntos, emprender una tarea de civilización y evangelización del mundo.” Y de un lado y del otro se posicionan Tomás de Kempis (La Imitación de Cristo”) y Dante Alighieri (“Monarchia”). El disenso no vendrá esta vez de Germania, sino de Francia y su rey Felipe el Hermoso, fiel defensor del sometimiento estatal -en base a su soberanía- a la jerarquía eclesiástica. Los esfuerzos por parte del Papa Bonifacio VIII resultarían infructuosos: la Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra. Diversas vicisitudes desembocarían en el periodo (sesenta y nueve años) en el que el Papado, alejado de Roma, queda recluido en Aviñón. Al tiempo la Orden del Temple es entregada por Clemente V a la Inquisición para ser brutalmente aniquilada.

Servido estaba el gran Cisma de Occidente (1378 a 1417), con la división de la silla pontificia a lo largo de treinta y nueve años. Clemente VII respaldado por Francia, Aragón, Castilla, Dinamarca, Noruega y Escocia. Urbano VI obedecido por Inglaterra, Italia, gran parte de Alemania, Hungría, Polonia y Suecia. Situación caótica, porque ambas facciones contaban con el aval de buen número de santos. La sucesión de ambos Papas agravará la situación, convocándose el Concilio de Pisa (1409), en un vano intento de pacificar la situación: surge un tercer Papa, Alejandro V. Parece como si las intrigas político-eclesiásticas hubieran calado en lo más profundo de una Iglesia que tanto había costado eregir: en estos hechos históricos deben verse, desde la fe, los intereses del Anticristo (“divide y vencerás). El subsiguiente Concilio de Constanza (1414-1418), convocado por el emperador Segismundo, sólo consigue refrenar la división durante unos años, hasta que vuelven a brotar las herejías. Se nos presentan los predecesores de Lucero: el inglés Wicleff y el bohemio Juan Huss. A la condena y muerte de este último se produce una agitación, también instigada por un feroz nacionalismo, en Bohemia. Surgen así los utraquistas, que unidos a los usistas, propagan “una gran revuelta social y política… a desarrollar un sistema socialista para igualar a todas las clases sociales.” Antecesores del marxismo y abrigados bajo las ideas de Marsilio de Papua, pretenden proclamar un estado republicano gobernado por la asamblea del pueblo. A causa de esta herética corriente se desencadena la guerra de Usiat (en Austria, Silesia, Sajonia y Baviera). Corrientes conciliares que llegarían al de Basilea (1431 a 1449) donde nuevamente, frente a Eugenio IV se elige otro antipapa (Félix V): un nuevo intento infructuoso. Juana de Orleáns desempeñará, hasta sus cenizas de mártir, un ejemplar intento de impregnar a la Iglesia de su verdadero sentido.

Y entrando en el Renacimiento, explícitamente escribe César: “El florecimiento de los concilios para la reforma de la Iglesia se produce paralelamente a la desaparición de la Edad Media y al comienzo de una serie de movimientos artísticos e intelectuales, así como a una transformación social basada generalmente en un deseo de volver a reflotar los valores de la antigüedad, que se conoció con el nombre de Renacimiento.” Ya hemos mencionado los preocupantes antecedentes que se venían incubando, pues bien (sin solución de continuidad) decir -podríamos- que “la serpiente paciente sigue enroscada en su nido.” Si los concilios de Constanza y Basilea supusieron un semillero para las ideas de tantos “humanistas” (Petrarca, Pico de la Mirandola, Marsilio Ficina o Coluccio Salutati), tuvieron su éxito en tanto en cuanto diversos Papas entusiasmadamente escogieron estas ideas: Nicolás V, Calixto III, Paulo II, Sixto IV, Inocencio VIII, León XX,…

¿Qué solución realizable se presentaba?: la elección de Papas ajenos al mundo romano. Comenzando, a pesar de su brevedad en el pontificado, por Adriano VI (1522-1523) de Utrecht, preceptor de Carlos I de España y V de Alemania. España revelará en el liderato espiritual a Italia y Alemania.

El influjo renacentista en la Iglesia, unido al malestar conciliar y al profundo cisma existente, hacían urgente una renovación. Reforma que ya los Reyes Católicos juzgaban perentoria. Intervendrán personajes de la talla del cardenal Cisneros, San Juan de Ávila, Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz o Fray Luís de Granada. Paralelamente, y derivada de las ideas de Wicleff y Huss, se desarrollará una corriente rupturista con Roma, de la que es cabeza visible (a partir de 1520) Martín Lucero con sus conocidas noventa y cinco tesis. La rápida propagación del luteranismo por Alemania se debió, en gran medida, al apoyo recibido de Federico de Sajonia, adversario de Carlos V, así como al débil carácter de León X. Como respuesta a la secularización de los bienes eclesiásticos por parte de los príncipes alemanes, el Emperador desencadena una guerra que culminará con la victoria de Möhlberg (1547).

Pero la expansión de la Reforma fue más allá de los dominios alemanes. Se extendió a Suiza gracias a Zwinglio y Calvino. Si el luteranismo rechazaba la autoridad del Papa y el culto a la Virgen y a los santos, confiaba ciegamente en la misericordia divina u obviaba los sacramentos, no menos herético resultaba el calvinismo: propugnaba -resumidamente- la predestinación total. De Suiza la doctrina de Calvino pasó a Escocia (de la mano de Knox), Países Bajos, Hungría y Alemania. Mención aparte merece el caso de Inglaterra, donde la Reforma fue fruto de un cisma causado por asuntos políticos, no por interpretaciones de clérigos. Rechazada por el Papa su petición de anulación del matrimonio con Catalina de Aragón, Enrique VIII se proclama (1534) jefe único y supremo de la Iglesia en Inglaterra.

Ante esta serie de graves cismas, las órdenes religiosas y los grandes teólogos ven clara la necesidad de efectuar una “contrarreforma.” A efectos de condenar el dogma y las teorías protestantes, se desarrollará el Concilio de Trento (1545 a 1563). En él se reafirma como único texto a seguir la “Vulgata”, se defiende el culto a la Virgen y a los santos, los sacramentos y el purgatorio, incidiéndose en la necesidad del celibato.

El Absolutismo, nacido de la paz de Westfalia (1648), traerá la paz entre católicos y protestantes, si bien se caracterizará por un progresivo laicismo procedente de las clases dominantes e intelectuales. Secularizada la vida pública, comienza a abrirse paso un incipiente ateísmo que florecerá definitivamente en el XVIII. La Iglesia aprovechará esta cierta calma para estructurar su jerarquía, y para reiniciar el apostolado a cargo de las órdenes pretridentinas, especialmente la Compañía de Jesús. Obra que proseguirán con éxito las nuevas congregaciones que se irán fundando hasta la Revolución Francesa. No obstante, surgirán ciertas dificultades de diálogo entre la Iglesia y los estados, muy especialmente en Francia a raíz del surgimiento del galicanismo. El momento más crítico se producirá cuando Luís XIV (1673) decreta el sometimiento de todos los obispados al derecho de las regalías. Otras escisiones reseñables serán el janseismo, el febronianismo y el josefismo.

Con la mitad del XVIII se empiezan a abrir paso las ideas enciclopedistas, consiguiendo en España la expulsión de los jesuitas. Adicionalmente y por si fueran pocos los problemas, aparece el fenómeno de la francmasonería. Hermético movimiento que, a pesar de declararse humanista y filántropo, sigue siendo oscuramente secreto. Profusamente se extenderán las verdaderas pretensiones masónicas: desplazar al catolicismo, no ya a la Iglesia, como poder secular. Inteligentemente los masones se han auto vestido de un cierto misterio (un rito iniciático, unas secretas normas y unos ocultos fines), no más que una herramienta para alcanzar sus verdaderos objetivos: el mayor poder político y económico posible. A la masonería son invitados sólo los que tienen un cierto poder, o a los prósperos profesionales: ningún obrero será masón, sólo “los albañiles.”

Con la Revolución Francesa la difusión del Evangelio sufre una nueva dilación. Se confiscan los bienes de la Iglesia, los eclesiásticos pasan a convertirse en funcionarios del estado revolucionario. El rechazo de la mayor parte de los religiosos a medidas tales, desató una cruenta persecución por parte de las autoridades. Desde luego, tampoco iban a ser mejores las relaciones con la llegada de Napoleón. Y así, con su caída, Pío VII tratará de restaurar los Estados pontificios, equiparando el antiguo régimen y los nuevos ideales revolucionarios en base a ciertas concesiones. Los años sucesivos estarán plagados de conflictos: la proclamación de la República de Roma con el apoyo francés, la desposesión de los derechos de la Iglesia a través de la ley de garantías, Pío IX se declara prisionero en el Vaticano,…

León XIII fue un Papa que desarrolló una hábil diplomacia en Europa, y que se interesó enormemente por las mejoras sociales. En Alemania consiguió de Bismarck la abolición de las medidas persecutorias que venía sufriendo la Iglesia. En Francia reunificó las fuerzas de los católicos. En Inglaterra consiguió la conversión de muchos anglicanos al catolicismo. Contactos fructíferos que se extenderían también a los demás estados europeos y americanos, incluso a Rusia. Su encíclica “Rerum Novarum” ha pasado a la historia como gran carta magna del trabajo, abordando temas tales como la lucha de clases, el materialismo que impregnaba al socialismo, o la necesidad de unos sindicatos conciliadores.

Pasados los estragos de la Revolución, y a pesar del advenimiento de la lucha de clases, el siglo XIX traerá un resurgimiento de la vida religiosa. No sólo reaparecen antiguas órdenes encaminadas a la acción social, sino que se fundan muchas más: Marianistas, Salesianos, Adoratrices, Carmelitas de la Caridad,…

Con el siglo XX la Iglesia se ha visto sometida de continuo a duras pruebas en todo el orbe: persecuciones de distinto signo, desviaciones hacia el marxismo, guerras. Pero bien puede decirse que de todos los avatares siempre ha resurgido con más fuerza.

Concluye César esta segunda parte sobre la historia, con siete conclusiones acerca de cuál debe ser la actitud de los profesionales, públicos y teóricos, así como de la Iglesia misma, en la difusión del Evangelio. Conclusiones a modo de epílogo histórico.

En una tercera parte aborda el autor la influencia del Evangelio en la cultura universal. Permítaseme que a partir de ahora sea más sucinto en esta reseña, pues no se trata tampoco de hacer un resumen del magnífico libro de César que ahorre su lectura, mas bien incitarla puntualizando los temas tratados. Sin duda, el mensaje de Jesucristo ha ejercido un profundo calado cultural. Indudablemente en la espiritualidad, como originador de la vida monástica, que tanto habría de aportar a las culturas de Occidente y Bizancio. Asimismo fue el inspirador del ideal de pobreza, de las órdenes mendicantes: y este sentimiento de austeridad es -recordémoslo- uno de los pilares de la solidaridad que caracteriza a las civilizaciones más desarrolladas.

No menos desdeñable es la influencia del Evangelio en el saber, por cuanto inspiró a la Iglesia en la preservación del conocimiento de la Antigüedad, a la par que alentaba la generación de nuevos conocimientos en las Ciencias y en las Artes. Gracias a la Iglesia nacen las Universidades. En la Edad Media sólo los eclesiásticos se entregaban al estudio, fruto del cual nos legaron un inapreciable compendio de saber. Reseñar también la importancia de la Escolástica y de la filosofía.

Por lo que se refiere a las Artes resulta indudable su influencia. Así, en la música, resumidamente, es de destacar: el litúrgico canto gregoriano, la figura de San Ambrosio, las escuelas de Toledo, Metz, Rouen o St. Gallen, el “Ars Nova”, la polifonía flamenca y la veneciana, los oratorios en latín, Johann Sebastián Bach, Wolfgang Amadeus Mozart, las representaciones sacras.

La base de la literatura cristiana son los cuatro Evangelios, así como los demás libros del Nuevo Testamento y los escritos de los Padres Apostólicos. Los padres de la Iglesia eran grandes conocedores de los clásicos griegos y romanos (Virgilio, Cicerón,…): San Gregorio Nacianceno, San Juan Crisóstomo, San Basilio, San Jerónimo, San Ambrosio de Milán, San Agustín. A la luz de abadías y monasterios florecerán importantes obras. Y, por supuesto, en las universidades. Durante la Edad Media, Santo Tomás de Aquino escribirá la “Summa Theologiae” y Alfonso X el Sabio sus célebres “Partidas.” Qué decir de la prosa mística de Kempis, o de autores como Fray Luís de León o San Juan de Ávila. La aportación literaria española será especialmente significativa: Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, Calderón de la Barca, Lope de Vega, Quevedo. También en el teatro la influencia evangélica se ha hecho notar, basta recordar las representaciones de los “Misterios.”

Por lo que se refiere al arte es donde más se hace notar la influencia del Evangelio, a lo largo de las distintas épocas y en todas sus manifestaciones. Las primeras representaciones aparecerán en las catacumbas. Hace César una pormenorizada exposición de la historia del arte cristiano. Desde la escultura del Imperio a los libros miniados, pasando por las pinturas del Egipto paleocristiano, el arte bizantino o los mosaicos. Entrando en el arte románico, desglosa la escultura, la pintura, la arquitectura y la iconografía. Todos los estilos (gótico, renacentista, barroco) han manifestado, en mayor o menor medida, el mensaje de Jesucristo.

Finalmente, es indudable que la cultura occidental es heredera, a la par que de la grecorromana, de la evangélica. Conceptos fundamentales en el mundo actual, como el de la dignidad humana o el de libertad, son una verdadera conquista social del Evangelio.

En la cuarta y última parte de su obra, César analiza el papel de los medios de comunicación en la expansión del Evangelio, así como en el tratamiento del mensaje cristiano. Pues de hecho los evangelios en si son medios de comunicación, y como tales se concibieron. El primer mensaje fue el hablado: la palabra de Cristo. Seguido del testimonio escrito por los cuatro evangelistas. El Nuevo Testamento puede interpretarse como uno de los primeros ejemplos de periodismo histórico constatables: la transmisión por escrito de unos hechos históricos, una especie de gran reportaje en nada menos que cuatro versiones. Sin embargo, resulta llamativo el tratamiento que actualmente los medios de comunicación otorgan al Evangelio: habituales ataques, cuando no una velada indiferencia o silencio informativo. Grandes profesionales han estudiado profusamente esta, en general, dilapidatoria relación de los medios hacia la Iglesia. Esta última cuenta con serios estudiosos del tema, y periódicamente analiza cómo se trata periodísticamente el mensaje de Jesús, cuál es el alcance de su difusión, qué tergiversaciones se cometen, a qué atropellos jurídicos se somete la cristiandad. A tal efecto se han desarrollado toda una serie de códigos éticos, en la exigencia de una mínima deontología profesional.

Se plantea César cuál debe ser el papel del periodista cristiano en el mundo actual. Cómo debe comunicarse el Evangelio. Y analiza detalladamente el tratamiento del mensaje de Cristo en los diferentes medios (prensa, radio, cine, televisión), denunciando los agravios sufridos, deshonestas tendenciosidades, o el ostracismo al que es condenado cuando -simplemente- no se informa. Para acabar, el autor aborda la irrupción de las nuevas tecnologías, en un esperanzado anhelo de que un código deontológico controle la arbritariedad difusora que caracteriza a Internet.

En fin, es éste uno de esos libros de cabecera. Por cuanto supone un compendio historiográfico y una, excepcionalmente hábil, fuente de consulta. Pero sobre todo es un maravilloso análisis de cómo, a lo largo de dos mil años, se ha ido difundiendo el mensaje de Jesucristo. Un mensaje de paz y fraternidad, de consuelo y esperanza, de fe. Un mensaje que César compartía y vivía, y que -como comprometido periodista- ayudó a difundir.

Coloquialmente solemos decir que “siempre se van los mejores.” Es cierto. César, recordando las palabras de Aurelio, recordándole junto a mi padre, leyendo su tesis… César era de los mejores. Plena en valores, su truncada vida, en plena juventud y madurez intelectual, fue ejemplo de sencillez y honradez, lealtad con los amigos, entrega a todos, reserva e inquietud por conocer. Ojalá la lectura de este libro rinda un justo homenaje a César. Sería deseable que su edición se agotase, o que se reeditara en un breve espacio de tiempo. Animo a todos a su lectura. No les defraudará. ¡Va por ti, César!

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Jesús Romero-Samper


Todos a Colonia con el Papa

 

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