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ABORTAR=ASESINAR El aborto es un asesinato, pues se mata a una persona con premeditación (se prepara reflexivamente, tal como lo marca la ley con su procedimiento, y se perpetra un delito, aunque sin pena, como también indica la ley) y alevosía pues no hay riesgo para los asesinos. R.A.E.: - asesinato. 1. m. Acción y efecto de asesinar. - asesinar. (De asesino). 1. tr. Matar a alguien con premeditación, alevosía, etc. - premeditación. (Del lat. praemeditatio, -onis). 1. f. Acción de premeditar. - premeditar. (Del lat. praemeditari). 1. tr. Pensar reflexivamente algo antes de ejecutarlo. 2. tr. Der. Proponerse de caso pensado perpetrar un delito, tomando al efecto previas disposiciones. - alevosía. (De alevoso). 1. f. Cautela para asegurar la comisión de un delito contra las personas, sin riesgo para el delincuente. Es circunstancia agravante de la responsabilidad criminal. (recuerdese que el aborto voluntario sigue siendo delito tipificado aunque se le elimine la pena)
«Cada año mueren en España por aborto químico más españoles que los caídos en los tres años Guerra Civil
Cada semana son asesinados por aborto quirúrgico en España tantos españoles como ETA ha asesinado durante sus 40 años de acciones terroristas
El aborto es legal en España, desde la Ley Orgánica 9/1985, aprobada por el Parlamento, ratificada por el Rey, y mantenida por los gobiernos del Sistema»


Persona y Bioética: La indisponibilidad de los Derechos Humanos

por Max Silva Abbott

Actualmente el derecho a la vida ha dejado de ser un tópico indiscutido, sobre todo para el embrión humano. Aún cuando las argumentaciones son muchas, una de las más recurrentes es aquella que señala que para ser considerado “persona”, debe ser capaz de realizar ciertos actos (en especial, tener un cierto desarrollo mental). Sin embargo, este razonamiento hace depender la esencia de un ser, y por consiguiente, su dignidad, de sus operaciones o facultades, por lo que aquélla queda absorbida por ésta. Sin embargo, lo anterior es imposible, porque son las potencialidades las que dependen de la naturaleza de un ente, no lo contrario, motivo por el cual, todo ser humano es persona desde siempre, desde la concepción hasta su muerte natural. Lo anterior es confirmado, además, por los derechos humanos, inherentes al hombre por su propia dignidad, que de ser auténticos, deben predicarse de toda persona, sin condiciones.

“El material humano parece tener un rasgo particular:
no le gusta que se le reduzca exclusivamente
a la condición de material humano”
[1]

Introducción

Hasta hace no muchos años, se consideraba que el derecho a la vida era un derecho incuestionable, sobre todo luego de las experiencias sufridas durante la Segunda Guerra Mundial. Incluso no faltaron las constituciones que, horrorizadas ante esos hechos, lo proclamaron expresamente –dejando, en consecuencia, de darlo por descontado–, como un intento de evitar que sucesos como los ocurridos, se repitieran. De este modo, un contundente “nunca más”, resonaba por todas partes, manifestado incluso en varios tratados y acuerdos internacionales [2].

Sin embargo, en los últimos 20 a 30 años, este auténtico dogma, lugar común o topoi, ha ido desdibujándose, y al parecer, cada vez de manera más acelerada. En efecto,

La presentación de una serie de trabajos acerca del derecho a la vida era tal vez una tarea fácil y hasta superflua hace no muchos años, cuando ese derecho aparecía prácticamente como incuestionable y era poco verosímil la existencia de debates a su respecto. Pero sucede que, en nuestros días, esta incuestionabilidad ha desaparecido y no sólo debemos enfrentarnos a violaciones concretas del derecho a la vida, sino también a negaciones o subalteraciones teóricas de ese derecho. Y si bien las violaciones fácticas del derecho a la vida no son un hecho nuevo, sí lo es su cuestionamiento absoluto en sede jurídica, filosófica o ideológica [3].

Este socavamiento del derecho a la vida ha sido particularmente fuerte respecto del embrión humano. En efecto, la vida intrauterina ha pasado de ser un bien jurídico básico protegido, como era de manera generalizada en el orbe jurídico hace unos treinta años –manifestado en la tipificación del aborto como delito contra la vida–, a un interés importante, aunque prescindible, fruto del posterior movimiento despenalizador del aborto, para terminar hoy, en muchos sectores, siendo considerado un simple objeto de libre disposición, al haberse consagrado el “derecho” de la mujer a liberarse del mismo, sea por considerar que sólo es una “parte” más de su cuerpo o, como también se oye hoy, en virtud de los llamados “derechos sexuales y reproductivos”. Es decir, se da la paradoja de que no sólo se perdió un derecho –a la vida del no nacido–, sino que su propia eliminación terminó convirtiéndose a su vez, en un derecho. O si se prefiere, lo que antes era delito, es ahora considerado una prerrogativa, y la acción del Estado ha pasado desde la represión a la facilitación, desde el castigo a la ayuda social. Todo esto, además, respaldado por diversas justificaciones. De ahí que lo peculiar de la situación actual sea que los nuevos atentados contra la vida se efectúan, precisamente, en nombre de la libertad individual, en virtud de lo cual pretenden para sí la autorización y la ayuda del Estado. Su otra nota característica, se ha señalado, es que van dirigidos precisamente contra la vida humana en sus estadios más débiles, la vida naciente y la terminal [4].

Esta mutación del estatuto jurídico del embrión ha ido de la mano del paulatino desconocimiento de su condición de persona –con toda la carga valorativa que ello lleva consigo–, lo que ha conducido a tratarlo, de manera más o menos explícita, como una simple “cosa”. Dicho de otro modo: de su anterior estatus de sujeto de derechos, ha pasado a tener el de un mero objeto de derechos.

Obviamente no es ni la primera ni la última vez que la vida humana se ve amenazada, y la historia del hombre es buena prueba de ello. Con todo, tal vez el problema más llamativo de la actual situación –y que para algunos constituye la mayor amenaza contra la vida que ha existido jamás– es que antes este desconocimiento abarcaba a sectores más o menos amplios de personas (esclavos, enemigos, “bárbaros”, etc); mas, lo peculiar de la situación actual, es que hoy estamos asistiendo a una completa eliminación de la idea misma de dignidad del ser humano en cuanto tal, que al menos en algún momento, ha afectado a todos y cada uno de los hombres y mujeres –antes de nacer– y que eventualmente, podría sorprenderlos nuevamente, en la vejez, fundamentalmente por motivos de eutanasia [5].

Ahora bien, un cambio tan drástico de situación no es fruto del azar, y en realidad, lo anterior puede ser considerado como una de las pruebas más contundentes del peso que tienen las ideas en la acción humana, o si se prefiere, de que el hombre actúa fundamentalmente por convicciones, por ideales. Como ha dicho Hazard a este respecto,

Al estudiar el nacimiento de las ideas, o al menos sus metamorfosis; al seguirlas a lo largo de sus caminos en sus débiles comienzos, en el modo que han tenido de afirmarse y animarse, en su progreso, en sus victorias sucesivas y en su triunfo final, se llega a la convicción profunda de que son las fuerzas intelectuales y morales, no las fuerzas materiales, las que dirigen y dominan la vida [6].

Este cambio de mentalidad no obedece a una sola causa, y sería un error atribuirlo únicamente al avance de la ciencia. La ciencia por sí sola no basta para explicar esto, y aún cuando las aristas son muchas, no cabe duda que existe una mentalidad de corte utilitarista que es una de las grandes responsables del hecho que venimos comentando.

Indagando en el origen del problema

Dentro del cúmulo de motivos que se esgrimen hoy para justificar estos atentados contra la vida humana en sus inicios, tal vez uno de los argumentos más socorridos sea aquel que señala que el embrión, al menos en sus primeros días, no sería una persona. Con todo, no deja de ser curiosa esta afirmación, porque de ser verdad, el hombre sería el único ser que no podría engendrar un vástago de su misma especie.

Esta afirmación puede ir desde aquellas posturas que derechamente niegan su condición de ser humano (al considerarlo un simple “puñado de células” o una parte del cuerpo de la madre), a aquellas que señalan que se trata de un ser humano “en potencia” o incluso de un ser humano sin más, pero nunca de una “persona”. Ahora bien, las razones que se esgrimen para introducir esta diferenciación entre ser humano y persona también son muchas, pero por regla general, apuntan a que para poder ser considerado “persona”, el sujeto debe ser capaz de realizar ciertos actos u operaciones. En el fondo, que para ser persona, hay que “demostrarlo” con hechos comprobables. No sólo eso, sino que dicha demostración debe ser actual, en el tiempo presente: si eventualmente sería capaz de estar en condiciones de hacerlo en el futuro, es un dato de menor importancia, porque por tratarse de una mera posibilidad, no existe plena certeza de que ello ocurra; de ahí que a lo sumo, este ser tendrá un estatuto superior al de una “cosa”, pero en todo caso, inferior al de una “persona”. Este es el motivo por el cual en este orden de ideas, no sea extraño oír hablar de “derechos prima facie” del embrión o del feto, esto es, prerrogativas que en principio merecen respeto, pero que por poseer un valor menor que los “derechos en serio” [7] –únicamente propios de una persona–, pueden ceder ante otros intereses considerados superiores, como por ejemplo, la “salud” de la madre (entendida, por cierto, en un sentido cada vez más amplio), o a los ya aludidos “derechos sexuales y reproductivos”.

Dicho de otro modo: sólo serán considerados “persona” quienes lo demuestren ahora –en un inquietante in crescendo–, ya sea que estén en condiciones de sentir dolor, que además tengan sus facultades mentales sanas, o para otros, sólo si el sujeto es realmente autónomo, en el sentido de autosuficiente. De este modo y en propiedad, de seguir esta última postura, sólo los seres humanos adultos serían “persona” y dejarían de serlo, por tanto, los no nacidos, los niños hasta cierta edad más o menos indeterminada, los ancianos con sus facultades mentales dañadas, los que están en coma, los dementes, y de ser coherentes, incluso uno mismo, al estar dormido, bajo los efectos del alcohol, las drogas o la hipnosis. Posturas como esta son sostenidas por autores como Singer, Hoerster, Hare, Hooley, Frey, Farrel, Mc Closkey y Engelhardt [8]. Como dice este último:

...no todos los seres humanos son personas, no todos son autorreflexivos, racionales, o capaces de formarse un concepto de la posibilidad de culpar o alabar. Los fetos, los infantes, los retardados mentales graves, y aquellos que sin esperanza alguna están en coma profunda, constituyen ejemplos de no-personas humanas. Tales entes son [únicamente] miembros de la especie humana [9].

Esta línea de argumentación se encuentra en estrecha vinculación con las éticas de corte utilitarista, que abogan por medir la bondad y maldad de las acciones humanas de acuerdo al placer o dolor que ellas producen, en el propio sujeto y eventualmente, en los demás. De este modo, “el mayor bienestar para el mayor número” sería la clave para determinar qué debe considerarse bueno –de acuerdo a dicha utilidad numérica– y qué malo, situaciones ambas que cambiarían de manera constante, de acuerdo a los criterios de utilidad de cada momento [10].

Así entonces, los eventuales derechos “prima facie” que podrían ser atribuidos al embrión –de ser considerado un miembro de la especie humana y no un simple puñado de células–, cederían ante otros criterios de utilidad cuantitativa, como la salud de la madre, la investigación científica o la medicina reparadora, por ejemplo. Por tanto sería posible quitarles la vida (o si se prefiere, dejarían de tener el “derecho a no ser muertos” [11]) por razones de utilidad o de interés familiar [12].

También desde una perspectiva utilitarista el derecho a la vida queda en situación precaria, es decir, como subordinado a –o sobrepasable por– consideraciones de utilidad; efectivamente, casi todos los autores que han intentado desde esta perspectiva elaborar una teoría de los derechos humanos o morales (T. Scanlon, D. Lyons, M. Farell y varios más), consideran los derechos humanos, y en especial el derecho a la vida, como meros derechos prima facie, que se poseen sólo en primera instancia o en principio, pero que en casos puntuales pueden ser dejados de lado para dar lugar a soluciones de mayor utilidad social [13].

Ahora bien, el problema de fondo, como es obvio, radica en la igualación, o si se prefiere, en la asimilación de lo que el sujeto es, con lo que éste puede hacer; o si se prefiere, considera que la esencia de un ser se identifica con sus operaciones, potencialidades o facultades. De esta manera, la conclusión lógica será que se vale por lo que se tiene o se puede hacer, no por lo que se es. La dificultad radica en que en una ontología en que el tener se sobrepone al ser, sólo valdremos según nuestro papel social y la fuerza que podamos desplegar y –lo que es obvio, pero que se escucha poco–, mientras tengamos la posibilidad de desplegar estas operaciones.

Se llega así a una negación selectiva de la dignidad humana, porque se otorga la primacía a los fuertes, a los dotados, frente a los débiles. En consecuencia, habría seres humanos dignos y otros indignos de vivir, lo que conduce, en definitiva, a que se llegue a una sociedad de excluidos.

Persona y personalidad

Sin embargo, que se iguale lo que un ser es a sus operaciones o facultades, o si se prefiere, que se haga coincidir el ser con el tener, no pasa de ser un sinsentido. En efecto, si el ser se limitara o identificara sólo con el hacer, de lograr, por ejemplo, crear una máquina que pudiera imitar las operaciones humanas, ¿podría decirse por eso que es una persona? ¿sería esto suficiente para hacerlo merecedor de derechos y de una dignidad? En otras palabras,

En esta posición se hace lugar un equívoco filosófico muy notable, que consiste en la disolución de la sustancia (y de su realidad), y en su concomitante transformación en el concepto de función u operación [...] El equívoco al que aludimos consiste fundamentalmente en identificar el orden del ser con el orden de obras, disolviendo totalmente el primero en el segundo. De esta manera, la sustancia no tiene su raíz en el acto de ser, sino en su proceso de capacitación operativa. Y según sea la escuela filosófica, se hará más hincapié en un tipo de operación o en otro (autoconciencia para unos, el campo relacional para otros, el social, el productivo, el técnico, etc.) [14].

Parte de este problema se soluciona con la vieja distinción de Aristóteles entre sustancia y accidente: las potencialidades, facultades u operaciones de un ente, incluidas las del hombre, sólo son accidentes, esto es, características, atributos o simples manifestaciones de lo que un ser es (de su naturaleza); pero se requiere de “algo” –en este caso, “alguien”– que soporte o sustente dichos accidentes (la sustancia). Es decir, tal como un predicado –y según reza su propia nomenclatura– sólo existe si se “predica” o atribuye a un sujeto (puesto que siempre debe existir un sujeto, incluso tácito), las operaciones o facultades (cualquiera que estas sean: la completa autoposesión, la autoconciencia o la facultad de sentir dolor) sólo son posibles gracias a la existencia previa de esta sustancia, en este caso, un ser humano. Podrá no tener todas sus facultades desarrolladas, estar éstas disminuidas o incluso imposibilitadas de uso, transitoria o definitivamente, pero todo ello es secundario; lo importante es que se trate de un ser cuya estructura, naturaleza o forma de ser, permita que dichas operaciones, facultades o potencialidades, puedan predicarse a su respecto, se realicen o no. Se requiere por tanto, de un sujeto subsistente, que por lo mismo, no se confunde con sus operaciones, o para decirlo de otro modo, podríamos preguntar si existe un “yo”, un sujeto, un centro de existencia, de libertad y de vida, que constituya el lugar último en el que intervienen las funciones, y que representa aquello a lo que se le debe respeto en primer lugar [15].

O si se prefiere:

Para todos estos autores, la “personeidad”, para utilizar un término de Zubiri, no consiste en un constitutivo esencial del ser humano, no es una dimensión óntica del hombre, sino que es más bien el resultado del ejercicio actual de una serie de facultades o disposiciones, tales como la autoconciencia, la responsabilidad moral, la libertad de movimientos y de elecciones, la capacidad de comunicación y así sucesivamente, todas las cuales son susceptibles de poseerse en mayor o menor medida [16]

Lo contrario (la homologación del ser con el obrar) trae como consecuencia que el sujeto será considerado persona, como se ha dicho, sólo cuando pueda “demostrarlo” por medio de sus operaciones y sólo mientras éstas sigan en acto.

Dicho de otro modo: homologar el ser al obrar equivaldría a hacer valer a las personas no por lo que son, sino por lo que hacen, por lo que tienen; en este caso, no por el patrimonio económico, sino por su salud, fuerza o desarrollo físico. Mas, si hoy repugna hacer discriminaciones en atención a la raza, la opinión política, la religión o la posición económica –precisamente porque se considera que existe un sustrato común a todos los seres humanos–, lo mismo debiera aplicarse aquí: la persona lo es siempre, de manera independiente a las operaciones o propiedades que tenga, a aquello que se pueda predicar de ella como sujeto.

Por tanto, hecha esta distinción entre el ser y el obrar, se desprende que el ser, en este caso, la persona en sí misma considerada, tiene más valor que sus operaciones: el sujeto no se diluye en las predicaciones que se le atribuyen, no se agota en sus operaciones o accidentes. Y lo anterior es obvio, porque si el sujeto es lo que sustenta o sostiene dichas operaciones, es superior a ellas de manera evidente, porque el sujeto puede existir sin sus operaciones, pero las operaciones no tienen ninguna posibilidad de existir sin el sujeto del cual se predican. Lo anterior, sin perjuicio de que en última instancia, el orden del obrar depende del orden del ser, puesto que el actuar sigue al ser. En consecuencia, forzoso es concluir que la persona existe, aún con ausencia de sus operaciones.

Además, en caso de que el ser se identificara con el obrar (y por tanto, la persona con su autoconciencia, por ejemplo), surgen tres dificultades. La primera consiste en que de acuerdo a esta hipótesis, habría que concluir que existe una concepción “gradualista” de la persona: una especie de parábola, que primero sube hasta cierto nivel –la plenitud del ser– y luego comienza un declive más o menos largo hasta su muerte, todo esto, supuestamente, comprobable empíricamente. Mas, esta concepción gradualista de la persona, que tiene un in crescendo y un final, torna bastante incierto los límites o márgenes que marcan la nada intrascendente diferencia entre quien es y quien no es persona. En efecto, ¿cuál sería el límite psíquico nítido entre los que son y los que no son persona? [17]

Por otro lado, y precisamente en razón de lo difuso de este límite, existiría una clasificación gradual de personas: habría seres humanos que serían considerados “más persona”, y otros “menos persona”, dependiendo de la fuerza de sus operaciones. La calidad de persona sería así algo variable, por lo que resultaría absurdo hablar de una unidad del género humano.

Pero además –y esto es fundamental–, existe el problema de que lo esencial de un ser, aquello que lo hace ser eso y no otra cosa, no puede admitir grados: o se es o no se es; la existencia de aquello esencial no puede darse por niveles. Por el contrario, nada de esto se aplica a las características o funciones –los accidentes–, que efectivamente, pueden estar o no, y en el caso de estar, en diferentes grados. Mas, desde este momento, aquello que es de suyo variable no resulta, por eso mismo, esencial en el ente. Las características pueden tenerse sólo en potencia, llegar a acto, y luego perderse, o si se prefiere, pueden crecer, disminuir o faltar; pero por ese sólo hecho, no son –no pueden ser– esenciales. En cambio, las propiedades esenciales no admiten grados: o existen o no existen, en una estructura de todo-nada. En consecuencia, se torna evidente que la calidad de persona no depende de sus manifestaciones externas, de cualquier tipo que éstas sean, sino que es algo que se adquiere desde el primer instante de la existencia, o no se adquiere nunca [18].

Por tanto, parece forzoso concluir que con sus actos, el sujeto no va adquiriendo el carácter de persona, sino su personalidad: cualidades que emanan y dependen de algo previo, que por eso, ya existe en y por sí mismo. Por tanto, “no hay contradicción en sostener que un individuo puede ser al mismo tiempo persona en acto y personalidad en potencia.” [19] Ser persona es distinto a la adquisición de la personalidad, y no puede tener personalidad quien antes no es persona. Por el contrario, si persona se identifica con operaciones (y con la “personalidad”), sería posible que un ser humano no fuese persona, hasta que adquiera dichas operaciones. Como ellas sí se diferencian, cualquier individuo de la especie humana será persona siempre, desde siempre y bajo toda circunstancia, aún cuando no haya aún adquirido su personalidad [20]. Por tanto,

Es bien claro que un ente no puede llevar a cabo actividades “personales” si previamente él mismo no es persona. Y es persona por una cualidad intrínseca o esencial, que no puede poseerse en grados y que no puede, salvo por una decisión arbitraria, tener un origen y una finalización distinta a la del ente que se constituye como tal por esa esencia [21].

De ahí que se pueda concluir que la conciencia es un signo de la persona, algo relacionado con un cierto grado de desarrollo del individuo humano que fluye de su naturaleza esencial, pero que no representa una característica determinante como para que su ausencia indique categóricamente el no ser persona, es decir, no ser una naturaleza espiritual [22].

Ahora bien, lo anterior es de la máxima importancia, porque el planteamiento en comento (la distinción entre ser humano y persona) apunta, tal vez de manera inconsciente, a que existirían vidas humanas que no valdrían la pena, que serían inferiores y que por tanto, no debieran existir o cuya existencia es prescindible. Lamentablemente, y retrocediendo a etapas que se creían ya superadas, sobre todo luego de la Segunda Guerra Mundial, esto implica, como se ha dicho, decidir que algunas vidas humanas son más “dignas” que otras, al punto que sería lícito desde este punto de vista, impedir el curso natural de las cosas y evitar la venida de algunas clases de seres humanos, o liberarse de otros, considerados “indeseables”.

Persona y Derechos Humanos

Ahora bien, las anteriores consideraciones no dejan de tener su importancia, si se relacionan con un tema tan “ecuménico” del mundo actual como el de los derechos humanos. En efecto,

Aparece como un dato obvio [...] que la ética política de nuestro tiempo, al menos en los países occidentales, se encuentra apoyada sobre dos pilares básicos: la democracia como la única forma de gobierno legítima y los derechos humanos como criterios fundamentales para la valoración de la conducta política. Se trata en ambos casos de lo que Aristóteles denominaba topoi, es decir, lugares comunes indiscutidos, que se dan por aceptados y a partir de los cuales se desarrolla la totalidad del debate político, sin que pueda ponerse en discusión su validez [23].

De hecho, a tal punto se han convertido en un auténtico “dogma”, que existen autores que incluso abogan más por defenderlos positivamente, que por buscarles un fundamento [24].

Ahora bien, sobre qué son los derechos humanos, se ha dicho de todo. Mas, la idea fundamental que casi se “respira” a su respecto, apunta a que se trata de ciertas prerrogativas (ciertas facultades de exigir) que tiene el hombre por el sólo hecho de ser hombre, de ser persona, de manera independiente a aspectos accidentales (edad, color, raza, sexo, posición, creencias, etc.). En suma, que se estima que el hombre posee una inherente dignidad que hace que no cualquier conducta a su respecto sea tolerable, no por un sentimiento más o menos arbitrario, sino porque se considera justo que se le trate de cierta manera y no de otra. Precisamente, es esta dignidad la que lo hace merecedor de estos derechos, de estas “cosas” y “actitudes” que merece por parte de los demás, tal como los demás merecen, igualmente, una actitud análoga de su parte. Es decir, la noción misma de derechos humanos, presupone el carácter eminentemente social del hombre, y constituye un loable esfuerzo por lograr una convivencia ordenada y armónica, inspirada en el respeto mutuo. En definitiva, los derechos humanos no son sino una manifestación de la idea de justicia:

Ser justo significa reconocer al otro en cuanto otro, o lo que viene a ser lo mismo, estar dispuesto a respetar cuando no se puede amar. La justicia enseña que hay otro que no se confunde conmigo, pero que tiene derecho a lo suyo. El individuo justo es tal en la medida misma en que confirma al otro en su alteridad y procura darle lo que le corresponde [25].

Por otro lado, uno de los valores que más profundamente acompañan a la idea de derechos humanos y que a la vez le sirven de fundamento, es el de la igualdad del género humano: no sólo todos tienen derechos, sino que además, los mismos derechos –al menos los más fundamentales– de manera previa a cualquier otra consideración. Mas, desde este momento, surge una conclusión obvia a su respecto: para que los derechos humanos no se desvirtúen, resulta imprescindible que ellos sean reconocidos respecto de todo hombre, no atribuidos por unos hombres a otros hombres, de acuerdo a consideraciones más o menos arbitrarias.

Dicho de otro modo, los derechos humanos, para ser realmente eso, deben estar más allá de su consagración positiva, de su recepción formal por las legislaciones estatales, lo cual no significa desconocer la importancia e ineludibilidad de este fenómeno. De ahí que estos derechos se tornan más evidentes, precisamente cuando un régimen político los desconoce, cuando se impermeabiliza a los mismos, lo cual no hace sino confirmar su carácter eminentemente suprapositivo [26].

A la misma conclusión se puede llegar indagando en la razón de ser o motivo que originó las primeras declaraciones de derechos. Este motivo era fundamentalmente la limitación del poder, la lucha contra la arbitrariedad, precisamente en razón de su injusticia, en razón de no tratar a las personas como ellas merecen. Mas, desde este instante, estos derechos se presentan como diques de contención de la arbitrariedad de cualquiera, no sólo de la autoridad; o si se prefiere, los derechos humanos o fundamentales se esgrimen contra cualquiera que atente contra ellos, incluso contra una mayoría democrática. Por lo mismo, si su fundamento es la inherente dignidad de la persona humana y su fin, el respeto a este bien básico, no dependen para su existencia de su mero establecimiento por un Derecho positivo cualquiera.

Por todo esto, es posible concluir que derechos humanos son todos aquellos derechos subjetivos cuyo título radica en la personeidad de su sujeto activo, o en alguna de las dimensiones básicas del desenvolvimiento de esa personeidad y de los que se es titular, los reconozca o no el ordenamiento jurídico positivo y aun cuando los niegue [27].

O dicho de otro modo:

es bien claro que si la existencia de los derechos humanos dependiera de la mera voluntad de los legisladores, su declamación y la exigencia de su cumplimiento resultarían, cuando menos, una broma macabra [28].

Por lo mismo, los derechos humanos están más allá de los vaivenes democráticos. En realidad, no son los derechos humanos los que dependen del régimen democrático, sino que es este último el que se basa en aquellos. De hecho, este respeto de los derechos humanos es la base misma de la democracia; o si se prefiere, el supuesto poder de algunos (una mayoría momentánea) de decidir quiénes tienen derechos (quiénes viven y quienes no), es la abolición de la misma democracia, porque con esta actitud se violan dos de sus principios básicos: a) la participación de todos los ciudadanos en el ejercicio del gobierno; y b) la vigencia de los derechos humanos. Proceder de este modo convierte al poder del estado en arbitrario y antidemocrático [29].

Por tanto, proclamarse fervientemente democrático y proponer al mismo tiempo la exclusión de un sector de entes humanos de la titularidad del derecho a la inviolabilidad de la vida, resulta evidentemente autocontradictorio, ya que ambas afirmaciones no pueden ser sostenidas al mismo tiempo, al menos mientras tengan vigencia en este mundo las leyes de la lógica [30].

Dicho de otro modo: la democracia supone el dato: un hombre, un voto. Pero es el voto el que emana del hombre, no el hombre del voto: para que existan votos, se requieren hombres preexistentes, que por lo mismo, son anteriores y superiores a esos votos, simples actos –accidentes– suyos; Por eso, el voto, por muy libre que sea, no puede negar esa previa condición de hombre, de persona; y por lo mismo, no puede quitarle esta condición a nadie, aún a aquellos que en razón de su edad o de alguna enfermedad, no puedan votar. Plantear lo contrario (esto es, que la condición de votante, y por tanto, de persona dependa de simples consensos), significaría, en suma, que no habría inconveniente para que se atribuyera la capacidad de votar –y por tanto, de ser “persona”– a animales, plantas o cosas (como por ejemplo, un ordenador).

Además, una democracia que no respeta a una minoría, pierde legitimidad, lo cual ocurre, precisamente si los derechos humanos dejan de predicarse de todos y cada uno de los hombres que conforman el todo social.

Mas, todo lo que se viene comentando exige un fundamento “fuerte”, basado en valores racionales, objetivos y universales, no en simples consensos. O si se prefiere, esa indisponibilidad para los hombres de un núcleo de juridicidad intrínseca sobre el que ni el legislador, ni el juez, ni nadie pueden disponer, requiere de una fundamentación proporcionada a esa misma indisponibilidad; efectivamente, la fundamentación de una norma deónticamente absoluta e inexcepcionable ha de ser también de algún modo absoluta; la conocida regla lógica según la cual la conclusión de un razonamiento no puede ser más “fuerte” que sus premisas invalida cualquier pretensión de fundar relativamente preceptos absolutos, es decir, de justificar racionalmente normas inexcepcionales a partir de proposiciones condicionales, hipotéticas o meramente probables. Dicho de otro modo, unas normas o preceptos cuyo contenido resulta indispensable e inmanipulable por el hombre sólo pueden fundamentarse en afirmaciones acerca de realidades también indisponibles, al menos en cierta mediada, para los hombres [31].

El problema –que sólo puede dejarse planteado aquí– es que si de acuerdo a varias corrientes del pensamiento actual, los valores son irracionales, y dependen sólo de gustos o pareceres de suyo cambiantes, parece imposible arribar a esta “objetividad fuerte” que unos derechos de esta importancia, requieren. Se da así tal vez una de las paradojas más llamativas del tiempo presente: que siendo la época en que más se han proclamado los derechos humanos, se carezca en muchos sectores, de las bases necesarias para justificarlos de manera proporcionada a su importancia y propaganda [32].

Algunas conclusiones

Ahora bien, si se tiene en cuenta todo lo dicho hasta aquí, tanto sobre la consideración respecto de la persona como de sus derechos, parece forzoso arribar a varias conclusiones.

La primera resulta bastante obvia: consiste en la universalidad de los derechos humanos, esto es, que todo miembro de la especie humana (y por tanto, toda “persona”, que viene a ser lo mismo), es titular de estos derechos, de manera independiente a cualquier consideración accidental a su respecto.

De ahí que en este mismo orden de cosas, cualquier limitación temporal sea incompatible con la esencia misma de los derechos humanos, al ser absolutamente arbitraria:

El hombre posee no sólo una forma espacial cuya integridad es una exigencia de la dignidad humana que debe ser respetada. El hombre posee también una forma temporal. A esta forma pertenece –como representación de lo incondicional– que su comienzo y su término no sean el resultado de la operación intencional de otro hombre [...] Pertenece a la forma temporal de la persona humana que su comienzo no esté en las manos de una producción intencional, sino que acontezca con motivo de un acto humano que no tiene en absoluto como fin inmediato la elaboración de un “producto” [33].

Esto significa que este derecho debe perdurar durante todo el tiempo que dure la vida humana, y por lo tanto, desde la concepción hasta la muerte:

no puede dudarse seria y desinteresadamente de que todo individuo de la especie humana tiene el constitutivo esencial de la “personeidad” o carácter de persona y que, por ello mismo, el derecho a la inviolabilidad de la vida que se sigue necesariamente de ese carácter pertenece a todo ser humano desde que comienza su existencia con la concepción, hasta que se extingue por la muerte. Todas las demás elucubraciones destinadas a separar conceptualmente las nociones de ser humano y de persona no son sino construcciones ideológicas destinadas a justificar las diversas formas de violación de ese derecho, en especial aquellas que tienen por destinatario a las más inermes de las personas [34].

Además, si se permite atribuir arbitrariamente el carácter de “persona” a un ser humano en algún momento de su existencia, por lo mismo, su muerte a manos de otros puede justificarse, convirtiéndose, por consiguiente, en lícita. “Y sucede que una vez aceptado ese principio, todos estamos en peligro inminente de ser asesinados, sin ningún cargo de conciencia” [35].

La segunda conclusión lógica apunta a la intensidad de estos derechos. Salvo que existan causales eximentes de responsabilidad (como por ejemplo, la legítima defensa), este derecho se tiene de manera “fuerte”. Es decir, este derecho no admite grados, no puede tenerse un poco, o más o menos, o mucho, y por lo tanto, no puede nunca ser dejado de lado o sobrepasado por consideraciones de utilidad o conveniencia, por importantes que estas aparezcan. De lo contrario, no estaríamos en presencia propiamente de derechos, sino de meros “edictos de tolerancia revocables”, con lo que quedarían sin sentido todas las declaraciones de derechos y los hombres sujetos a la posibilidad, moralmente aceptable, de ser eliminados no bien su desaparición se presente como útil o conveniente [36].

En consecuencia, parece una contradicción hablar de derechos humanos “prima facie”:

unos derechos que se tienen sólo en la medida no se considere útil violarlos, no pueden ser llamados “derechos” sino muy impropiamente; cuando se habla de “derechos” se hace referencia a una cierta exigencia, a un poder que se tiene sobre algo o para algo, a una “fuerza” que impone una restricción o una exigencia al obrar de los otros; en este caso ello no se da, ya que sólo habrán de ser respetados cuando resulte inútil violarlos o cuando se siga alguna utilidad de observarlos. Dicho en palabras más breves, nos encontraríamos frente a una mera concesión graciosa, que se respeta cuando conviene y se desprecia cuando deja de ser ventajosa. Y todo esto a pesar de los alambicados artificios que realizan los utilitaristas para obviar esta consecuencia [37] .

De ahí que la situación actual, en que se invoca la libertad de unos (los dotados, o si se prefiere, los que “demuestran” que son personas por medio de sus operaciones) para desconocer los derechos de otros (aquellos que no pueden hacerlo), no puede sino ser una contradicción total con el genuino sentido de los derechos humanos.

En efecto, la situación actual se encuentra en las antípodas del Derecho, porque el Derecho pretende sustituir la violencia por la paz, la fuerza por la razón. Para ello, se basa en el reconocimiento del otro como ser digno, y por tanto, en la no discriminación arbitraria. Por lo mismo, los derechos humanos suponen que el hombre, a diferencia de los animales o de las cosas, no puede ser sometido al dominio de nadie: sólo sobre las cosas se tienen derechos, no sobre las personas. En realidad, se podría decir que la evolución, o si se prefiere, el proceso de maduración del Derecho ha consistido, precisamente, en ir superando las discriminaciones arbitrarias en función de características o atributos de los seres humanos (esclavos, mujeres, etc.), lo en el fondo obliga a reconocer como persona a los que aún no han completado todo su desarrollo.

Esto significa que los derechos humanos de última generación (como los llamados “derechos sexuales” [38]) obedecen a una mentalidad completamente distinta a la que dio origen a los derechos humanos “clásicos”, que pretendían evitar la arbitrariedad. En realidad, estos nuevos “derechos” parecieran esconder relaciones de fuerza, no de respeto ni reconocimiento mutuo:

No es exagerado, a mi juicio, caracterizar esta situación como retorno a la barbarie. Y ello porque negar la igualdad de los débiles en el derecho a la vida, anteponiendo la libertad de los fuertes, supone introducir el criterio de la fuerza como patrón de la convivencia, que es exactamente lo contrario a la comunidad política que se organiza sobre el respeto al Derecho. Cuando, además, ello se pretende llevar a cabo mediante instrumentos jurídicos, y no solamente por la vía de los hechos, el mismo ordenamiento jurídico queda invadido por ese déficit de civilización, es decir, se hace distinguible de la ruda violencia sólo por su mayor refinamiento en los métodos, lo que, en realidad, supone un incremento de su perversión [39].

En realidad, el asunto es importante, porque en el fondo, con los actuales planteamientos,

Lo que está en juego es precisamente el reconocimiento de la universalidad de los derechos, y de la común naturaleza humana que les sirve de fundamento. Negar la universalidad de los derechos, anteponiendo la libertad y el bienestar de unos a la vida de otros, precisamente de los débiles, equivale a negar la igualdad y a introducir diversas categorías entre los seres humanos [40].

Más aún: este modo de plantear las cosas podría muy bien compararse a una mentalidad genocida, que precisamente intenta destruir de manera organizada segmentos o grupos enteros de personas, consideradas indignas por alguna circunstancia (origen, raza, religión, etc.), en este caso, su desarrollo físico o mental o por alguna otra discapacidad.

Por tanto, para ser coherentes con el genuino espíritu y razón de ser de los derechos humanos, la única solución a su respecto es que se considere al hombre como un ser indisponible. La dignidad humana debe ser, pues, absolutamente incondicionada, porque

Si el respeto no es incondicionado, no se hablará propiamente de dignidad, sino de valor (relativo). La dignidad supone, pues, un valor absoluto, no sometido a condición, como ya se ha dicho [41].

Lo contrario equivale a convertir a unos en dueños de otros. De ahí que sea ineludible reconocer esta radical indisponibilidad de los derechos humanos, tanto para terceros como para uno mismo. Como ha dicho Spaemann a este respecto:

Si debe haber en algún sentido algo así como derechos humanos, entonces sólo puede haberlos en el supuesto de que nadie esté capacitado para juzgar si yo soy [un] sujeto de tales derechos. Pues la noción de derecho humano indica precisamente que el hombre no se convierte en miembro de la sociedad humana mediante una captación realizada sobre la base de determinadas características, sino en virtud del propio derecho. En virtud del propio derecho sólo puede significar: en virtud de su pertenencia biológica a la species homo sapiens. Cualquier otro criterio convertiría a unos en jueces sobre los otros. La sociedad humana se convertiría en un closed shop y la noción de derecho humano quedaría eliminada de raíz. Sólo cuando el hombre es reconocido como persona sobre la base de lo que es simplemente por naturaleza, puede decirse que el reconocimiento se dirige al hombre mismo y no a alguien que cae dentro de un concepto que otros han convertido en criterio para el reconocimiento. Como es natural, de aquí se deduce también que todo límite temporal para su reconocimiento inicial como hombre es convencional, y, por lo mismo, tiránico [42].

O, como señala en otro lugar:

...si la pretensión de pertenecer a la sociedad humana quedara al juicio de la mayoría, habríamos de definir en virtud de qué propiedades se posee dignidad humana y se pueden exigir los derechos correspondientes. Pero esto sería suprimir absolutamente la idea misma de derechos humanos. Éstos presuponen que todo hombre, en tanto que miembro de la humanidad, puede hacer valer sus derechos frente a otros, lo cual significa a su vez que la pertenencia a la especie homo sapiens sólo puede basarse en aquella dignidad mínima que hemos llamado dignidad humana [43] .

Por eso, desde el momento mismo en que algunos –no importa cuántos: unos pocos, una mayoría o incluso por unanimidad– se consideran con la prerrogativa para decidir quiénes son o no “persona”, se ha terminado de raíz con la noción y esencia misma de los derechos humanos, para convertirlos, más bien, en auténticos “privilegios humanos”, atribuidos a unos en vez de a otros.

Es decir, los derechos humanos o emanan de lo que somos, como algo indisponible, propios del hombre por el sólo hecho de existir, de manera independiente a su edad, sexo, estirpe o condición, y por lo mismo, están más allá de los vaivenes y arbitrariedades de mayorías temporales y manipulables, o son sencillamente acuerdos de no agresión provisorios, “edictos de tolerancia revocables” [44], pactados entre nosotros mismos, que por ello, pueden ser dejados sin efecto en cualquier momento, esto es, los tendremos mientras pertenezcamos al grupo mayoritario y más fuerte.

En consecuencia, somos nosotros los que, por decirlo de alguna manera, debemos “servir” a los derechos humanos –en el sentido de reconocerlos tal cual son–, asumiendo todas sus consecuencias, nos gusten o no, y no lo contrario, esto es, no “servirnos” de estos derechos para nuestros intereses particulares (destruyéndolos, de paso), al introducir diferencias arbitrarias entre los sujetos.

De ahí entonces que pueda concluirse respecto de los derechos humanos, lo siguiente:

a) El derecho a la inviolabilidad de la vida tiene su fundamento en el bien humano básico de la existencia viviente, condición necesaria aunque no suficiente para la realización de los demás bienes humanos y de la perfección humana;

b) Este derecho pertenece a todo miembro de la especie homo sapiens, durante toda su vida, durante toda su duración natural: desde la concepción hasta su muerte natural; de ahí también que no tiene justificación la distinción entre ser humano y persona;

c) Es un derecho absoluto, inexcepcionable y vale para todos los hombres, desde siempre y para siempre; no es por tanto un derecho prima facie, porque ello es una contradicción;

d) Este derecho a la vida tiene un papel central en la sistemática de los derechos humanos, por contener el bien humano más básico, condición para el resto de las perfecciones humanas, al referirse a la misma existencia sustancial del hombre, sustrato en el que se inhieren las restantes perfecciones humanas, existencialmente no autónomas –sus accidentes–; y

e) Todo esto se opone, por tanto, al desprecio por la vida humana implícito en la mentalidad que pretende diferenciar entre ser humano y persona [45].

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Max Silva Abbott



[1]. Milosz, Czeslaw, El pensamiento cautivo, Barcelona, Taurus, 1981, p. 281.

[2] . A este respecto, pueden mencionarse como claros ejemplos, el llamado “Código de Nüremberg”, de 1947, surgido luego de la Segunda Guerra Mundial, en particular por el caso “Estados Unidos contra Karl Brandt”, en el que se debatió el tema de la experimentación médica en seres humanos, en atención a existir un auténtico vacío legal en la legislación internacional. Este “código” sentó las bases de la distinción entre la experimentación ética y antiética –y por tanto, legal e ilegal– con seres humanos, y su influencia se ha hecho sentir por más de 50 años. Lo anterior fue confirmado, además, por la Declaración de Helsinski, adoptada en la 18º Asamblea Médica Mundial, en Finlandia, en 1964 y ratificado por las posteriores Asambleas Médicas de Tokio y Venecia, de 1975 y 1983, respectivamente. Por último, y en este mismo orden de cosas, en 1997, la ONU emitió la Declaración Universal sobre el Genoma Humano y los Derechos Humanos.

[3]. Massini, C. I., Serna, P. (Eds.), El derecho a la vida, Pamplona, Eunsa, 1998, p. 11.

[4]. Serna, Pedro, “El derecho a la vida en el horizonte cultural europeo”, en Massini, C. I., Serna, P. (Eds.), El derecho a la vida, cit. , p. 25.

[5]. Respecto de la eutanasia, se ha dicho, y al parecer con razón, que si la vida se considera un derecho como cualquier otro (v. gr., como el derecho de propiedad), casi de manera “independiente” al propio sujeto (que por lo mismo, tiene un poder ilimitado sobre su propia vida), ella también podría ser “expropiada” por el Estado, por causa de “utilidad pública”, decretándose así, la muerte de ciertos sujetos en aras del “bien común”, esto es, se llegaría a la eutanasia no por solicitud del interesado, sino por imposición del Estado. Sobre esto vid. Rivas, Pedro; Serna, Pedro, “¿Debe una sociedad liberal panar la eutanasia? Consideraciones en torno al argumento de la autonomía de la voluntad”, en Revista de Derecho, Universidad Católica de la Ssma. Concepción, vol. IX (2001), pp. 285-299.

[6]. Hazard, Paul, La crisis de la conciencia europea (1980-1715), Madrid, Alianza Editorial, 1988, versión española de Julián Marías, p. 13.

[7]. La cita alude al famoso libro de Dworkin, Ronald, Los derechos en serio, Barcelona, Ariel, 1997.

[8]. Cfr. Massini, Carlos Ignacio, El Derecho natural y sus dimensiones actuales, Buenos Aires, Editorial Ábaco de Rodolfo Depalma, 1999, pp. 83-122; Possenti, Vittorio, “¿Es el embrión persona? Sobre el estatuto ontológico del embrión humano”, en Massini, C. I.; Serna, P., (Eds.), El derecho a la vida, cit., pp. 119-128.

[9]Manuale di bioetica, Milán, Il Saggiatore, 1991, p. 26.

[10]. Respecto de la ética utilitarista, puede verse Massini, Carlos Ignacio, Los derechos humanos en el pensamiento actual, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 2ª ed., 1994, pp. 47-81, y Cruz, Luis María, Derecho y expectativa. Una interpretación de la teoría jurídica de Jeremy Bentham, Pamplona, Eunsa, 2000, passim, especialmente, caps. II y III.

[11]. Massini, C. I., Serna, P. (Eds.), El derecho a la vida, cit., p. 16.

[12]. Cfr. Serna Bermúdez, Pedro, “La reproducción asistida”, en Revista Clínica Española, vol. 203, extraordinario Nº 1, marzo 2003, pp. 63-66.

[13]. Massini, C. I., Serna, P. (Eds.), El derecho a la vida, cit., pp. 13-14.

Precisamente en este mismo orden de cosas se puede enfocar otro problema (que sólo puede dejarse planteado aquí): el del “derecho” al hijo: “...el ‘derecho al hijo’ equivale a entender la paternidad como un aspecto de la calidad de vida del progenitor, y supone un principio de cosificación del hijo, en la medida que jurídicamente hablando todo aquello que puede ser objeto de derecho se equipara a las cosas, nunca a las personas, cuya especificidad consiste precisamente en ser sujetos de derechos, nunca objetos de un derecho ajeno.” ( Serna, Pedro, “La reproducción asistida”, cit., p. 64.)

[14]. Possenti, Vittorio, “¿Es el embrión persona? Sobre el estatuto ontológico del embrión humano”, cit. , pp. 127 y 128. Énfasis en el original.

[15] . Ibid, p. 123.

[16]. Massini, Carlos Ignacio, El Derecho natural y sus dimensiones actuales, cit. , p. 209

[17]. Cfr. Possenti, Vittorio, “¿Es el embrión persona? Sobre el estatuto ontológico del embrión humano”, cit., pp. 123-126.

[18]. Cfr. Ibid, pp. 135-139.

[19] . Ibid, p. 135.

[20]. Cfr. ibid, pp. 130-135.

[21]. Massini, Carlos Ignacio, El Derecho natural y sus dimensiones actuales, cit. , p. 210.

[22]. Possenti, Vittorio, “¿Es el embrión persona? Sobre el estatuto ontológico del embrión humano”, 139.

[23]. Massini, Carlos Ignacio, Los derechos humanos en el pensamiento actual, cit., p. 13.

[24]. Bobbio, Norberto, El tiempo de los derechos, Madrid, Sistema, 1991, trad. de R. de Asís R., pp. 64-65.

[25]. Pieper, Josef, Las virtudes fundamentales, Bogotá, Rialp-Printer, 1988, p. 100.

[26]. Entre muchos otros, cfr. Spaemann, Robert, “Sobre el concepto de dignidad humana”, en Massini, C. I.; Serna, P., (Eds.), El derecho a la vida, cit. , pp. 82-85.

[27]. Massini, Carlos Ignacio, El Derecho natural y sus dimensiones actuales, cit., p. 203.

[28]. AA. VV., El iusnaturalismo actual, compilado por Carlos I. Massini-Correas, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1996, p. 12.

[29]. Cfr. Serna, Pedro, “El derecho a la vida en el horizonte cultural europeo”, cit., pp. 76-78.

[30]. Massini, Carlos Ignacio, El Derecho natural y sus dimensiones actuales, cit. , pp. 224-225.

[31]. Ibid, p. 124.

[32] . De ahí que para varios autores (Rawls, Mackie, Dworkin) la única forma de que el hombre de hoy se adhiera a una mentalidad ética, es construirla nosotros mismos racionalmente, a partir de ciertos supuestos consensuados procedimentalmente de un modo más o menos arbitrario. Lo anterior descansa en los siguientes supuestos:

a) Que el hombre es un ente absolutamente autónomo, en el sentido más fuerte de la expresión: toda moralidad de su conducta libre debe emanar sólo de sí mismo; no puede existir una obligación “heterónoma”, indisponible o previa a su libre elección;
b) Que pese a esto, se considera inaceptable la mera elección subjetiva de la norma moral, porque ello hace inviable la convivencia, por la gran diversidad de concepciones morales imperantes hoy; y
c) Por eso, es necesario alcanzar cierto grado de objetividad, aunque sea débil en los principios morales, “que los sustraiga de la mera subjetividad individual, pero sin que dejen de ser por ello autónomos; esta versión restringida de la objetividad ética puede lograrse sólo a través de una universalización trascendental o de un cierto acuerdo o consenso entre los miembros de una sociedad, acerca de cuyas modalidades no existe, paradójicamente, consenso entre los autores.” ( Massini, Carlos Ignacio, El Derecho natural y sus dimensiones actuales, cit., pp. 41-42).

Pero se trata de una eticidad o de una juridicidad “débil”, que en el fondo, no obliga. En efecto, puesto que su carácter es relativo, no absoluto, “carecen por lo tanto de la fuerza deóntica necesaria para que sus preceptos revistan carácter propiamente obligatorio; esto resulta especialmente evidente cuando nos encontramos frente a preceptos jurídicos que exigen el sacrificio de un bien importante para nosotros en beneficio de los demás o de la comunidad como un todo; nadie se sentirá obligado a sacrificar ese bien sobre la exclusiva base de un consenso procedimental o de un acuerdo decidido por sus representantes en una situación ficticia. En efecto, la normatividad jurídica es constitutivamente “fuerte” y exige un respeto incondicionado o sin excepción; una obligación que pudiera ser sobrepasada o superada por meras consideraciones de utilidad individual, conveniencia subjetiva o fastidio personal, no podrá ser concebida en rigor como jurídica.” (Ibid, p. 117).

[33]. Spaemann, Robert, “Sobre el concepto de dignidad humana”, cit., pp. 104-105.

Esto es, si su fuerza obligatoria depende sólo de nosotros, en verdad no obligan, porque es posible abandonarlas o cambiarlas cuando se quiera. Y lo anterior es lógico: si el sujeto no puede obligarse a sí mismo, menos puede obligar a otros: tomar en consideración a la sociedad y no al sujeto, no cambia en nada la cuestión, porque se trata de una diferencia sólo cuantitativa, no cualitativa Massini, Carlos Ignacio, El Derecho natural y sus dimensiones actuales, cit., pp. 24-25.)

Dicho de otro modo, tal como el péndulo puede moverlo todo, salvo a sí mismo, el consenso puede justificarlo todo, salvo a sí mismo.

[34]. Massini, Carlos Ignacio, El Derecho natural y sus dimensiones actuales, cit., p. 211.

[35]. Ibidem.

[36]. Ibid, pp. 214-215.

[37]. Ibid, pp. 67-68.

Y más adelante, agrega: “efectivamente, un “derecho” cuyo cumplimiento queda librado a que el obligado no tenga grandes –o no tan grandes– inconvenientes para realizar la prestación que es su objeto, no puede ser llamado propiamente derecho, sino que se reduce más bien a una mera pretensión, o súplica, o ruego. Correlativamente, es imposible que el sujeto pasivo de un derecho se considere realmente “obligado” a cumplirlo, si cabe que está autorizado a no hacerlo si le resulta inútil, gravoso o molesto su cumplimiento. Nadie puede “tomar en serio” un derecho que está sujeto a la condición suspensiva de que el deudor pueda no cumplirlo por razones de utilidad o de comodidad”. (Ibid, pp. 213-214.)

[38]. Cfr. Ibid, 169-196.

[39]. Serna, Pedro, “El derecho a la vida en el horizonte cultural europeo”, cit. , p. 29.

[40]. Ibid, p. 26.

[41]. Ibid, pp. 63-64. Para estas ideas, cfr. ibid, pp. 63-79.

[42] . Spaemann, Robert, “La naturaleza como instancia de apelación moral” en AA. VV., El iusnaturalismo actual, cit., pp. 362-363.

[43]. Spaemann, Robert, “Sobre el concepto de dignidad humana”, cit., p. 98.

[44]. Ibid, p. 82.

[45]. Cfr. Massini, Carlos Ignacio, El Derecho natural y sus dimensiones actuales, cit., pp. 225-226.


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