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ABORTAR=ASESINAR El aborto es un asesinato, pues se mata a una persona con premeditación (se prepara reflexivamente, tal como lo marca la ley con su procedimiento, y se perpetra un delito, aunque sin pena, como también indica la ley) y alevosía pues no hay riesgo para los asesinos. R.A.E.: - asesinato. 1. m. Acción y efecto de asesinar. - asesinar. (De asesino). 1. tr. Matar a alguien con premeditación, alevosía, etc. - premeditación. (Del lat. praemeditatio, -onis). 1. f. Acción de premeditar. - premeditar. (Del lat. praemeditari). 1. tr. Pensar reflexivamente algo antes de ejecutarlo. 2. tr. Der. Proponerse de caso pensado perpetrar un delito, tomando al efecto previas disposiciones. - alevosía. (De alevoso). 1. f. Cautela para asegurar la comisión de un delito contra las personas, sin riesgo para el delincuente. Es circunstancia agravante de la responsabilidad criminal. (recuerdese que el aborto voluntario sigue siendo delito tipificado aunque se le elimine la pena)
«Cada año mueren en España por aborto químico más españoles que los caídos en los tres años Guerra Civil
Cada semana son asesinados por aborto quirúrgico en España tantos españoles como ETA ha asesinado durante sus 40 años de acciones terroristas
El aborto es legal en España, desde la Ley Orgánica 9/1985, aprobada por el Parlamento, ratificada por el Rey, y mantenida por los gobiernos del Sistema»


El fundamento gnoseológico de la filosofía social de Louis de Bonald

por jmripr@hotmail.com

Estamos acostumbrados a indagar el origen de la filosofía política de los autores en su metafísica. Ello es consecuencia del siguiente razonamiento: el orden social es reflejo del orden del mundo, y consecuencia del mismo orden de la naturaleza. En efecto, tal es la concepción platónico-aristotélica que nosotros seguimos manejando. Sin embargo, es a partir de la filosofía moderna cuando el auge del orden del conocer sobre el ser supondrá asimismo un cambio en este modelo. El orden social y político se manifiesta más bien en la percepción que pueda tener el hombre de dicho mundo más allá de lo que tal mundo sea en sí. El vizconde Bonald no es ajeno a este planteamiento, y de hecho podemos encontrar el fundamento ideológico de sus opiniones políticas en una cuestión de la que dependerán todas las demás: el origen de las ideas

Así lo expresa en el capítulo primero de sus Investigaciones sobre los primeros objetos de los conocimientos morales (III,23) : “La cuestión fundamental de todos los sistemas filosóficos, el punto preciso de su oposición recíproca, es la cuestión del origen de las ideas, ya que en las ideas, sea cualquiera por otra parte su fuente, es donde hay que buscar el principio de nuestros conocimientos, que es el problema más importante que haya podido proponerse la filosofía. Esta cuestión, resuelta diversamente, ha dado lugar al platonismo y al peripatetismo, los dos sistemas principales en torno a los cuales han venido a colocarse, cada uno en su puesto, los sistemas derivados y secundarios”.

Son muchos los aspectos que podrían derivarse del comentario de este breve texto. Sin embargo nos quedaremos con que la mención del platonismo y del aristotelismo, tienen aquí la categoría de símbolo de dos filosofías diametralmente opuestas. Y Bonald se encuadra más bien en una concepción platónica del conocer humano, habiendo sido con razón llamado su discurso como “platonismo empírico” en un memorable discurso de don Leopoldo Eugenio Palacios en su recepción como miembro de la Academia de ciencias morales y políticas en el año 1954. Fijémonos en la mención de estas dos escuelas que Bonald cita.

La primera, partidaria de las ideas innatas, ideas universales, que valen con independencia de la experiencia, que repare en los sistemas modernos excitando siempre el mismo entusiasmo.

La segunda, la aristotélica, es partidaria de las ideas adquiridas, humillando así la inteligencia teórica rechazando las ideas innatas y haciéndolas venir al entendimiento por medio de los sentidos externos.

La querella entre ambas escuelas pervive continuamente en la tradición filosófica y tiene una fase moderna que abraza todo el problema de la filosofía civilizadora y de la filosofía bárbara, ininteligible para quien no lo enfoque desde ella. No lo olvidemos, porque esta es una clave del pensamiento que estudiamos, Descartes y la Francia del siglo XVII están en una corriente espiritualista, de raigambre platónica, favorable a la verdadera civilización; en cambio, Locke e Inglaterra viven en una corriente materialista de raigambre antiplatónica, que favorece la pulidez física, pero también la barbarie moral.

El sistema de las ideas innatas es eminentemente religioso porque parece dar a nuestras ideas un origen casi sobrenatural, y hacer de ellas una suerte de inspiración. Por eso agrada a los hombres en cuyo espíritu nacen grandes pensamientos y que reciben iluminaciones repentinas y casi inesperadas.

Estas ideas que no vienen por el canal de los sentidos son llamadas por Bonald “ideas generales”. O también ideas generales, morales y sociales; estos dos últimos nombres se los da el autor para significar que son el fundamento del orden moral y social, y hallan su origen no en el individuo, sino en la sociedad y en Dios (Investigaciones sobre los primeros objetos de los conocimientos morales, cap. I, III, 51). Tales ideas generales se diferencian de las particulares en que aquéllas son simples, mientras éstas son colectivas y generalizadas. Para Bonald la “idea general” o simple es aquella que refleja lo que llaman los escolásticos perfectio simplex; por eso poder, orden sabiduría, belleza, son conceptos que se pueden llevar al infinito y hacer de ellos otros tantos atributos de Dios; son, como dice Bonald, en su Legislación primitiva (I, lib. I, p.19m nota I, 969), “la idea de un solo y mismo ser, de Dios”. En cambio, la “idea colectiva” no se puede aplicar formalmente a Dios; Dios no es la “blancura” o la “acidez”. Lo que nos hace pensar que tales ideas colectivas corresponderían a lo que llaman los escolásticos perfectiones mixtae.

Por otro lado, ideología y política se dan la mano en el mismo error : “el gran error político de J.J. Rousseau es haber confundido la voluntad general y la voluntad colectiva o popular, y el gran error ideológico de Condillac es también haber confundido las ideas generales y las simples, y las ideas colectivas o compuestas, bajo el nombre de ideas abstractas, engaño que conduce al ateísmo, como el de Juan Jacobo conduce a la anarquía” (Ensayo analítico, capítulo 4, nota I, 1013).

No es difícil adivinar la trascendencia que esta doctrina tiene para la filosofía social bonaldiana. La teoría del poder concibe a éste como una perfección simple o “idea general”, a la manera monárquica, no a la manera democrática, en la que el poder surge de una colección de votos, como una “idea colectiva”. El poder es “voluntad general” nunca “voluntad colectiva”.

La cuestión del lenguaje

Colocar a Bonald en la línea de Platón, San Agustín, Descartes, Bossuet, o Leibniz es haber dado un gran paso para entender su obra. Pero es preciso seguir adelante. No es en la mera admiración a estos autores ni en la adhesión a su teoría de las ideas independientes de la experiencia como se forja un sistema nuevo. Y el de nuestro autor presenta una originalidad dentro del platonismo que es menester descubrir. Bonald, en efecto, se inclina al platonismo, y contempla la civilización como bajada del cielo en alas de las ideas generales, morales y sociales. Si nos planteamos de nuevo con qué perspectiva se queda Bonald con el de las ideas innatas o las adquiridas, hallaríamos la respuesta en el capítulo octavo de sus investigaciones sobre los primeros objetos de los conocimientos morales (III,197) : “Hay poco mérito en tomar partido en esta cuestión al lado de Descartes, de Fenelón, de Malebranche o de Leibniz contra Locke y Condillac, y a desafiar, tan bien acompañados, la ridiculez que se ha querido arrojar sobre la cuestión de las ideas innatas, condenadas sin haber sido escuchadas”.

Ahora no se trata de tomar partido, sino de que Bonald nos aclare si está totalmente de acuerdo con la doctrina de tales filósofos, y si está dispuesto a profesarla. Y aquí nos encontramos con que nuestro autor vacila, y se retrae con un ademán de cautela, y que después de haberles dado la razón en tantas cosas, se permite enmendarles la plana en alguna, y elaborar un sistema tan propio como ingenioso.

Desde 1800, en el capítulo tercero de su Ensayo analítico sobre las leyes del orden social, encontramos ya cierto recelo de los peligros que la teoría de las ideas innatas lleva consigo. Y lo más curioso es que se hace con ocasión de enjuiciar a un filósofo del otro bando, Rousseau. “Fanatismo y nada más es suponer entre los seres, como hace Rousseau, medios de comunicación fuera del orden natural y constante”. Y ¿con qué motivo se menciona aquí al soñador ginebrino? Es que éste había sostenido en su Emilio : “Lo que Dios quiere que el hombre haga no se lo hace decir por otro, se lo dice él mismo y lo graba en el fondo de su corazón”. Y Bonald rebota : “Hay en este pasaje tantos errores como palabras. ¿Dónde estará entonces la regla pública y social de las acciones humanas?” (I, 979). No hay por este camino ley objetiva e imparcial: cada cual es juez y parte de lo que está escrito en el fondo de su corazón y se cae así en un individualismo absoluto que hace inviable la misma sociedad. No hay que olvidar que es necesaria la existencia de un poder público, político y religioso, que legisle a la luz del día, y que no basta con un genio que promulgue su ley a puerta cerrada en las tinieblas de la noche cordial.

Otra reserva contra las ideas innatas: en la Disertación sobre el pensamiento del hombre y su expresión que publicó primeramente como apéndice al Ensayo analítico, y después, rasgo de trasiego raro en tal autor, incluyó al final de su Legislación primitiva, se leen estas palabras : “La expresión idea innata el mismo Rousseau la ha empleado, y en la acepción más escolástica, cuando dice que el hombre ha nacido bueno y ha nacido libre… “ Y esto sí que es señalar un peligro, decir que Rousseau ha empleado esta noción para edificar su sistema; igual alusión al ginebrino en la Legislación primitiva, reproduciendo su texto sobre la ley escrita en el corazón, que esta vez viene en compañía de un pagano , el cordobés Lucano : “Nec vocibus ullis, Numen eget dixitque semel nascentibus, auctor quidquid scire licet”. Y acompañado también de Cicerón : Est non scripta, sed nata lex… (Pro Mil.).

La teoría de las ideas innatas se ha propagado porque favorecía los intereses de la religión: los teólogos católicos vieron en ella un sistema que ponía al hombre en una comunicación más íntima y más desprendida de los sentidos con la inteligencia suprema,; los protestantes la acogieron con júbilo porque en ella encajaba a la perfección su dogma favorito del sentido privado y la iluminación particular del libre examen. Pero con todo, Malebranche ¿no la había anulado al rechazar las ideas como intermediarias entre nosotros y Dios, y al buscar el principio de nuestros conocimientos en una comunicación inmediata de nuestra mente con la inteligencia suprema? Leibniz volvió a las ideas innatas, pero para refutar a Locke en sus Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano. “ Y, sin embargo, dice Bonald, nadie se había entendido jamás en esta disputa, y Malebranche lo supo bien”. Las dificultades se atropellan en la pluma del filósofo; bien está que seamos platonizantes, que nos produzca náuseas el materialismo y el sensualismo de la “filosofía moderna”. Pero ¿es que uno va a entregarse indefenso a la teoría de sus adversarios, cuando tantas objeciones se levantan contra ella? “¿Qué eran estas ideas innatas presentes a nuestro espíritu y que precedían en él a toda instrucción? Si Dios las grababa él mismo ¿Cómo llegaba el hombre a poder borrarlas? Si el niño idólatra nacía igual que el cristiano con nociones distintas acerca de un Dios único ¿Cómo sus padres podían hacerle creer en una multitud de dioses?¿Por qué hay materialistas y ateos si traemos al nacer ideas innatas acerca de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma? Si los hombres al nacer traen las mismas ideas, ¿por qué una variedad tan grande de opiniones? Es que hay ideas innatas o ideas adquiridas. Pero ¿cómo las ideas adquiridas nos hacen olvidar las innatas? Porque al fin y al cabo no se puede perder sino lo que se puede adquirir, como no se puede adquirir sino lo que se puede perder.” Estas objeciones hacen ver el talento crítico de Bonald. Pero, además, su respeto al dato experimental, descuidado por el platonismo. “La experiencia, que en la senda de la verdad es como el bastón del ciego, venía a contrariar este sistema, y el pequeño número de seres encontrados en los bosques, fuera de todo comercio con los hombres, en cuanto pudieron hablar y fueron interrogados sobre su estado primitivo, no habían podido, para gran humillación de los teólogos y su satisfacción de sus adversarios, enseñar nada sobre sus ideas innatas de Dios, del alma, de la otra vida, etc…”

Ya vemos cuántas fisuras presenta el platonismo de Luis de Bonald y esto en una de sus primeras y principales obras, pues todas estas citas están tomadas del discurso preliminar de su Legislación primitiva. Platón y Descartes y sus discípulos tienen razón, y su sistema es el más elevado, el más sublime y el más civilizado de los sistemas, pero con todo, también los otros tienen reparos que oponerle. ¿Asomará un espíritu de componenda en un autor como éste tan ajeno a los compromisos? Esta pregunta no es ociosa, a juzgar por lo que dice el mismo Bonald en el preciso momento de enunciar por vez primera su nuevo mensaje filosófico : “Pero si la solución de la cuestión sobre el origen de las ideas no se encuentra en el sistema demasiado puramente espiritualista de las ideas innatas, ni en el sistema puramente materialista de las sensaciones transformadas, ¿no podrá encontrarse en los dos sistemas a la vez? El error separa y la verdad reúne…” (Ib., I, 1081).

De Malebranche y el platonismo hay que conservar lo esencial: la comunicación de nuestra mente con la luz celestial de la razón eterna; de Condillac y el antiplatonismo puede guardarse también algo muy esencial: sus investigaciones acerca de los signos sensibles donde se expresan nuestros pensamientos. Por no haber tenido en cuenta estos últimos ha fracasado el sistema de las ideas innatas, pues es tan ridículo creer que se puede pensar sin expresiones sensibles, como que un hombre haya visto el color de sus ojos sin haberse mirado a un espejo.

No todo lo traido por Condillac ha sido malo. Esto lo entenderemos hoy mejor recordando el movimiento que uno de sus discípulos, Destutt de Tracy, bautizó con el nombre de ideología, ciencia fundamental que tiene por objeto el estudio de las ideas , de sus caracteres, de sus leyes, de su relación con los signos que las representan, y sobre todo, de su origen. El bosquejo para la construcción de esta ciencia se encuentra en el animoso proyecto de elementos de ideología, que publicó Destutt de Tracy en 1801. Bonald sentiría la seducción de este movimiento, que suscitó probablemente su interés por la relación de los conceptos con sus signos sensibles o palabras, haciéndole elaborar una ideología que se volverá paradójicamente contra las pretensiones de sus fundadores sensualistas. Sólo así podemos entender hoy por qué escribió Bonald, en un rincón del discurso preliminar de su legislación primitiva, publicada en 1802, estas sibilinas palabras: “la ideología matará a la filosofía moderna”.

Bonald da cabida a las investigaciones sobre los signos o expresiones lingüisticas de los pensamientos en un sistema coherente que es por descontado de raíz platonizante, pero que tiene en cuenta el lado fuerte del sistema opuesto, consistente en su estudio de las expresiones y el lenguaje. Así llega Bonald a una doctrina que es como una vía media entre la teoría de las ideas innatas y la concepción de las ideas adquiridas, y que es lo que yo llamo aquí platonismo empirico.

¿Cómo exponer este sistema ideológico? Mejor será dejarla la palabra a nuestro filósofo que nos lo expone pulcramente en este largo párrafo de su disertación sobre el pensamiento del hombre y su expresión (III, 441) : “Apartemos por lo pronto la expresión vaga y poco definidad de ideas innatas, signo de contradicción y escándalo para los filósofos modernos, aunque el mismo Juan Jacobo Rousseau la haya empleado… Y digamos que las ideas son en nosotros a la vez naturales y adquiridas por los sentidos …. Las ideas son naturales en sí mismas, adquiridas en su expresión”. Aquí vemos la vía media: no era del todo platónico este admirador de Malebranche, puesto que tanto le templa sus rigores espiritualistas con esta clara concesión al sensualismo.

Así se llega a un medio de acomodo entre las dos tendencias principales de la filosofía. El párrafo donde nos lo dice Bonald es largo pero importantísimo: “En lo que hemos dicho sobre la necesidad de la expresión para la manifestación o la presencia incluso mental de una idea, es decir, para la representación de un objeto que no cae bajo los sentidos y no produce imagen, se puede encontrar un medio de acomodo entre los partidarios de las ideas innatas y los que no quieren más que ideas adquiridas por los sentidos o sensaciones transformadas: la idea es innata, su expresión es adquirida. Si la idea no precediese en el espíritu a la expresión, nunca se nos podría hacer comprender el sentido de las palabras, y no entenderíamos las palabras oden y justicia mejor que las palabras forjadas ad limitum. La única diferencia entre las palabras orden y justicia y las palabras cabricial, arci, thuram, de El medico a palos, consiste en que las primeras presentan una idea, y las otras no tienen ningún sentido, es decir, no presentan ninguna idea. Así, pues, la idea existe antes de que la palabra la haga presente. Por otro lado la expresión es adquirida, puesto que aprendemos a hablar y que no hablamos sino después que hemos aprendido a hacerlo; pero esta expresión, por muy adquirida o adventicia que sea, es absolutamente necesaria a la representación, incluso mental, de una idea, y nunca podríamos conversar con nosotros mismos acerca de la belleza, del orden y la virtud, si no tuviéramos en el espíritu las expresiones que las representan, ni hablar de ellas a otros sin hacerles oír las mismas expresiones “ (Investigaciones sobre los primeros objetos de los conocimientos morales, cap.8, III, 196).

Vemos que “la idea es necesaria para que la palabra que signifique algo y sea propiamente una expresión, y la expresión es igualmente necesaria para que la idea sea sensible al espíritu. Pero la idea es universal, por tanto, nativa o innata; la expresión es local y diferente en las diversas lenguas; por tanto es adquirida. Puede así decirse que la idea es a la vez innata y adquirida; innata en sí misma, adquirida en su expresión”. (íbidem).

Conviene meditar estas claras palabras, que tantas equivocaciones pueden evitar en a interpretación de una filosofía. Ya Maine de Biran, gran impugnador de nuestro filósofo, cayó en el error de creer que para éste “antes del signo no había nada, y que era absolutamente necesario que un signo revelado viniese no a excitar, despertar, sino a crear la idea” (Origen del lenguaje, obras inéditas, ed. Naville, t.III, p.247).

Bonald, no ha profesado jamás esa posición exagerada que se le atribuye. Su postura es tan mitigada como la de Ventura, y, además, carece de las intenciones teológicas de este autor, según veremos luego. Para Bonald, las verdades que se refieren al mundo físico son verdades particulares no suscitadas por medio del lenguaje, sino por las cosas mismas. He aquí unas palabras suyas: “Las verdades particulares o los hechos físicos y sensibles son conocidos de cada hombre por la información de sus sentidos y las impresiones (imágenes o sensaciones) que él recibe de los objetos exteriores. No tiene ninguna necesidad de lenguaje para percibirlas, porque los animales, a los que se ha rehusado la palabra, las perciben como él, y la palabra sólo le es necesaria cuando quiere combinar y generalizar estas imágenes y estas sensaciones, y hacer de ellas nociones abstractas”. (Investigaciones, cap. I, III, 52).

Platón recurría con frecuencia a las metáforas para exponer sus enseñanzas; Bonald es también el autor de dos metáforas que deberían haber sido más célebres si los historiadores de la filosofía hubieran tenido el tino de dar con ellas, y de leer a quien las hizo. Estas dos metáforas exponen mejor que ninguna otra explicación la relación bonaldiana entre las ideas del entendimiento y las palabras preferidas por la voz. La primera es la metáfora del lugar oscuro; la segunda es la metáfora del papel escrito con tinta incolora. Por medio de uno y otro símil, según veremos ahora, se nos ayuda a conocer la naturaleza de nuestro entendimiento, donde están las ideas naturales e innatas que vienen con nosotros al nacer, y los efectos que en ellas causan las expresiones sensibles del lenguaje, adquirido en nuestro trato con los hombres y nuestra insertación en la sociedad.

La metáfora del lugar oscuro se encuentra ya en una obra de 1800: la Disertación sobre el pensamiento del hombre y su expresión (III, 425) y ha sido reproducida literalmente en 1818 por las Investigaciones acerca de los primeros objetos de los conocimientos morales (cap.8, III, 185): “Si me encuentro en un lugar oscuro, carezco de la visión ocular, no tengo el conocimiento por el sentido de la vista de los cuerpos que están cerca de mi, ni siquiera de mi propio cuerpo, y, bajo este aspecto, todos estos cuerpos, aunque existan realmente alrededor de mi, son, por lo que me atañe, como si no existieran. Pero si un rayo de luz viene de repente a penetrar en este lugar, todos los cuerpos reciben de ella su expresión particular, quiero decir, su forma y su color; cada cuerpo se produce a mis ojos con los contornos y las líneas que le terminan; percibo todos estos cuerpos, los distingo todos los unos de los otros, veo y distingo mi propio cuerpo, y juzgo las relaciones de figura, magnitud, distancia, que todos estos cuerpos mantienen entre sí y con el mío. La aplicación es fácil de hacer. Nuestro entendimiento es este lugar oscuro donde no percibimos ninguna idea, ni siquiera la de nuestra inteligencia, hasta que la palabra humana, de la que se puede decir, como de la palabra divina, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Jn. I,9), penetrando hasta mi espíritu por el sentido del oído, como un rayo de sol en un lugar oscuro lleva la luz al seno de las tinieblas, y da a cada idea, por así decir, la forma y el color que la hacen perceptible a los ojos del espíritu. Entonces cada idea, llamada por su nombre, se presenta, y responde, como las estrellas en el libro de Job (XXXVIII, 35) al mandamiento de Dios: Heme aquí. Sólo entonces nuestras ideas son expresadas incluso para nosotros, y podemos expresarlas para los demás. Nos entendemos a nosotros mismos y podemos hacernos entender de los otros hombres; tenemos la conciencia de nuestras propias ideas, y podemos dar a los otros el conocimiento de ella; y como el ojo iluminado por la luz distingue cada cuerpo por su forma y su color, y juzga las relaciones que los cuerpos tienen entre sí, y que son objeto de las ciencias físicas, así el entendimiento, iluminado por la palabra, distingue cada idea por su expresión particular, y juzga de las relaciones que las ideas tienen entre sí, relaciones que son el objeto de todas las ciencias morales.”

Esta bella analogía entre la luz y la palabra, y entre la visión corporal y las operaciones de la inteligencia, funda según Bonald las conocidas locuciones por las que se transfiere al plano espiritual cualidades corporales como “ser ilustrado, tener luces, enunciarse con claridad, espíritu lúcido, pensamiento luminoso, pensamiento oscuro, ceguera, visión”:

Pasemos ahora a la segunda metáfora de que hablé arriba, la metáfora del papel escrito con una tinta incolora, y que aparece por primera vez en las Investigaciones sobre los primeros objetos de los conocimientos morales (cap. 8, III, 198). Aunque menos general que la anterior, caracteriza mejor el sistema ideológico de Bonald en lo que tiene de propio. “Para dar una última imagen, por cierto muy sensible, de la función del entendimiento y la de los órganos en la relación necesaria de la idea y de su expresión, el entendimiento es como un papel escrito con un agua sin color, sobre el cual la escritura no se hace visible sino cuando se frota el papel con otro licor. Se puede decir que sobre este papel la escritura es innata en cierto modo, puesto que existía antes de aparecerm y que ha precedido al medio empleado para hacerla visible; y se puede decir que es adquirida, ya que no se muestra más que bajo la condición y por medio del licor que se le añade.” Con lo que se da a entender que nuestras ideas están escritas en nuestro entendimiento como letras trazadas con tinta simpática y que sólo el roce social de la palabra que nos enseña al hablar viene, como un líquido reactivo a revelar los trazos que Dios mismo escribió en nuestras almas al crearlas.

Estas metáforas reflejan un sistema ideológico, en donde el uso de las ideas no puede realizarse sin las palabras, y el uso de las palabras es imposible sin las ideas. Y todo este sistema ha sido resumido por su autor en una sola frase: en una de estas frases felices, que aparecen de tarde en tarde a lo largo del curso del pensamiento humano, y donde en breves términos se encierra todo un mundo : “Es necesario que el hombre piense su palabra antes de hablar su pensamiento” (I, 1068).

Jamás había tenido el lenguaje un papel tan relevante en la filosofía. La palabra, ese sonido que se deshace en el viento, es el cuerpo del pensamiento, y el medio por el que éste es realizado o hecho sensible, bien por la oreja mediante la palabra verbal, bien por los ojos con la palabra escrita. Bonald no se cansa de repetirlo: al hombre pensante sólo puede conocérsele estudiando al hombre parlante: l´etre pensant s´explique par l´etre parlant, según dice en el discurso preliminar de su Legislación primitiva (I, 1066). Y para un cristiano, ¿no evoca esta doctrina misteriosa de su profunda religión? Dios, inteligencia suprema, es conocido por su Verbo, expresión e imagen de su sustancia, lo mismo que el hombre, inteligencia infinita, es conocido por su palabra, expresión de su espíritu.

Corolarios sociales de la ideología bonaldiana

En sus obras podemos rastrear la presencia de dos corolorarios que destruyen nada menos que los grandes supuestos de la filosofía engendradora de la Revolución: el individualismo y racionalismo por un lado, y el ateísmo por el otro.

“El lenguaje no puede haber sido invención humana” puede significar: primero, que no puede inventarlo el hombre individual, y entonces el hombre individual depende de la sociedad, que es el depósito que le suministra las palabras de su lenguaje; segundo, que tampoco puede inventarlo la sociedad, y entonces la sociedad depende de un ser superior que es Dios, y que le ha transmitido las voces de su lenguaje por una revelación primitiva. Ambas cosas van implícitas en la afirmación bonaldiana.

La primera consecuencia, la que milita contra la filosofía moderna individualista y racionalista, puede reducirse al siguiente silogismo: la palabra es necesaria para la idea; es así que la sociedad es necesaria para la palabra; luego la sociedad es necesaria para la idea.

La premisa mayor encierra toda la ideología de Bonald, y se condensa en el dicho célebre que el hombre no puede hablar su pensamiento sin pensar su palabra.

La premisa menor se deriva de lo expuesto en este capítulo sobre la imposibilidad que tiene el individuo humano para inventar la palabra, y la necesidad de recibirla ya formada de ese otro ser que es la sociedad en que vive.

La conclusión muestra a las claras que la sociedad es necesaria para excitar la idea y, por tanto, para el uso de la razón individual; es decir, que el hombre, el individuo es necesariamente social. Para tener ideas y poder razonar con ellas es menester vivir en sociedad y recibir de ésta, por el oído o por la vista, el factor audible o visible que permita despertar la idea.

Bonald lleva esta conclusión muy lejos –como la llevó su discípulo Lammenais en la época de su Ensayo sobre la indiferencia- suponiendo que la razón individual es sólo un destello de la razón universal encarnada en la sociedad y contra la que no es lícito el menor movimiento de rebelión. Así nos lo dice en el siguiente párrafo de sus Investigaciones sobre los primeros objetos de las investigaciones morales, cap. I (III, 57): “El hombre que, al venir al mundo, encuentra establecida en la generalidad de las sociedades, bajo una forma u otra, la creencia en un Dios creador, legislador, remunerador y vengador, la distinción de lo justo y lo injusto, del bien y del mal moral, cuando examina con su razón lo que debe admitir o rechazar de estas creencias generales, sobre las que ha sido fundada la sociedad universal del género humano, y reposa el edificio de la legislación general, escrita o tradicional, se constituye, por esto solo, en estado de rebelión contra la sociedad: se arroga, él, que es sólo un individuo, el derecho de juzgar y reformar lo general, y aspira a destronar la razón universal para hacer reinar en su lugar la razón universal para hacer reinar en su lugar la razón particular, esa razón que debe enteramente a la sociedad, ya que ella le ha dado en el lenguaje, al transmitirle su conocimiento, el medio de toda operación intelectual, y el espejo, como dice Leibniz, en el que percibe sus propios pensamientos”. Por eso en vez de comenzar la filosofía diciendo “yo dudo”, como hizo Descartes, debe empezarse diciendo “yo creo”. Afirmaciones que militan, según se ve, contra el individualismo y el racionalismo de la filosofía moderna.

Pero la tesis de que el lenguaje no puede ser invención humana tenía un segundo corolario que milita contra el ateísmo. El individuo requiere la existencia de la sociedad; su razón individual requiere la razón universal, significada en el lenguaje, don que recibe de la sociedad y que él no inventa. Bien; pero a su vez ¿quién le da a la sociedad el lenguaje? El individuo no puede inventarlo pero la sociedad tamposo, según se hace ver en el capítulo segundo de las tan citadas Investigaciones. Y como, por otra partem sin palabras no hay sociedad posible, resulta que ésta requiere a su vez que haya un ser superior que le entregue por medio de una revelación la palabra que la constituye. Y este ser es Dios.

Desembocamos pues en Dios por ambas partes: por las ideas innatas, que vemos en él cuando la palabra sensible nos ocasiona su despertar con el rayo de su luz; y por la palabra sensible misma, que no puede explicarse más que recurriendo a una revelación de Dios hecha al hombre en los orígenes de la sociedad. “Hay todavía consideraciones importantes que sacar del lenguaje mismo, porque si el arte de la palabra no es innato en el hombre, como nos lo hace ver una experiencia continua, si no puede ser inventado por el hombre, como puede probarse considerando la relación de nuestro pensamiento de nuestros órganos, el arte de la palabra es necesariamente adquirido, es recibido, recibido de un ser que es inteligente por sí mismo, ya que tiene por sí mismo la expresión de su pensamiento. Un ser que es que tiene por sí mismo es un ser necesario, luego infinito, poderosom bueno, etc. De ahí la necesidad rigurosa de la revelación o de la transmisión que Dios ha hecho al hombre de los conocimientos buenos y necesarios: transmisión conocida o sospechada de todos los pueblos; revelación primero oral, después escrita o fijada para conservarla en la memoria de los hombres….; revelación, en fin, fuente de todos nuestros conocimientos morales y fundamento de las leyes de todos los pueblos” (Legislación primitiva, I, lib.II, cap.4, nota: I,123).

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