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ABORTAR=ASESINAR El aborto es un asesinato, pues se mata a una persona con premeditación (se prepara   reflexivamente, tal como lo marca la ley con su procedimiento, y se perpetra un delito, aunque sin   pena, como también indica la ley) y alevosía pues no hay riesgo para los asesinos. R.A.E.: - asesinato. 1. m. Acción y efecto de asesinar. - asesinar. (De asesino). 1. tr. Matar a alguien con premeditación, alevosía, etc. - premeditación. (Del lat. praemeditatio, -onis). 1. f. Acción de premeditar. - premeditar. (Del lat. praemeditari). 1. tr. Pensar reflexivamente algo antes de ejecutarlo. 2. tr.   Der. Proponerse de caso pensado perpetrar un delito, tomando al efecto previas disposiciones. - alevosía. (De alevoso). 1. f. Cautela para asegurar la comisión de un delito contra las personas,   sin riesgo para el delincuente. Es circunstancia agravante de la responsabilidad criminal. (recuerdese que el aborto voluntario sigue siendo delito tipificado aunque se le elimine la pena)
«Cada año mueren en España por aborto químico más españoles que los caídos en los tres años Guerra Civil
Cada semana son asesinados por aborto quirúrgico en España tantos españoles como ETA ha asesinado durante sus 40 años de acciones terroristas
El aborto es legal en España, desde la Ley Orgánica 9/1985, aprobada por el Parlamento, ratificada por el Rey, y mantenida por los gobiernos del Sistema»


La mujer en Eusebio de Cesarea

por Martín Ibarra Benlloch

Los cambios en la concepción antropológica y la revalorización de las mujeres y la importancia de la Iglesia en éste cambio

Introducción.

Son muy escasos los datos biográficos que poseemos de Eusebio, siendo la mayor parte de ellos los que se extraen de sus propias obras. Seguramente nació en Cesarea de Palestina a finales del siglo III. Hacia el año 296, parece ser que vio cara a cara al emperador Diocleciano y a Constantino, lo que le impresionó. Ignoramos todo de su familia; conocemos, por el contrario, su vinculación con Pánfilo, nacido en Beirut, que hará de enlace entre Orígenes y Eusebio, continuando la obra que el alejandrino dejó en la biblioteca de Cesarea. La vida y muerte de Pánfilo, como mártir, dejarán en Eusebio una profunda huella.

Eusebio dirige su primera obra contra Hierocles, gobernador de Bitinia en la actual Asia Menor, uno de los principales inductores de las medidas anticristianas y también uno de los perseguidores más crueles. Conocemos algunos datos de su carrera administrativa, encontrándolo como prefecto en la ciudad de Alejandría en el año 310 y quizá también en el 311. Será en esas fechas cuando se realicen las mayores violencias contra los cristianos en Egipto, de las que Eusebio será testigo [1].

Llamó la atención por aquel entonces el que Eusebio no sufriera demasiadas inclemencias durante los años de persecución, ya que en Cesarea de Palestina hubo muchos mártires. Y él mismo, junto con Pánfilo, estuvo un tiempo en la prisión, consiguiendo la libertad. Sabemos por san Epifanio, que Potamón de Heraclea afirmó en el Concilio de Tiro del año 335, que Eusebio había estado en prisión con él y que había adquirido la libertad al precio de su apostasía [2]. Esta noticia no parece tener demasiado fundamento, si tenemos presente que Eusebio será después obispo de Cesarea. Lo que sí parece seguro es que una vez libre, vagó por diversos lugares de Fenicia, trasladándose más tarde a Egipto, donde estará los últimos años de la persecución anticristiana. El 21 de abril del año 311 se publica el edicto de tolerancia de Galerio en la ciudad imperial de Nicomedia. La paz vuelve de nuevo, aunque en Palestina lo hace de forma provisional. Eusebio regresa a Cesarea, donde poco tiempo más tarde es nombrado obispo, lo que le convierte en metropolitano de Palestina.

Los años anteriores al Concilio de Nicea conocen una gran actividad literaria y epistolar por su parte. Surge la herejía arriana, siendo él un firme partidario de la misma, aunque intente mantener una postura de presunta ambigüedad. En el Concilio de Nicea firmará todo lo ahí acordado, aunque luego escriba que lo hizo en contra de su voluntad. Los últimos años de su vida serán de decidido apoyo a las tesis arrianas y un ataque frontal a los defensores de la ortodoxia. Así, abunda en sus críticas contra san Atanasio, obispo de Alejandría, y otros muchos.

Como el africano Lactancio, hace una apología incesante del emperador Constantino y de su régimen, aunque de forma mucho más descarada y parcial. No tiene reparo alguno en ocultar un detrimento suyo. En su descarga, sin embargo, hemos de decir que en muchas obras es algo que se advierte y que se corresponde en gran medida con el género literario que ha escogido. Así, al hablar de la intención que le mueve a escribir la Vida de Constantino comenta: “Mi narración, en cambio, aunque quede muy por debajo de la grandeza del objeto que tiene que describir, puede recibir brillo de la mera narración de las buenas acciones”. “Mi intención, por tanto, es pasar por alto la mayor parte de las acciones regias de este príncipe tres veces bendito..., siendo el propósito de esta empresa mía de ahora hablar y escribir solamente de las circunstancias de su vida que hacen referencia a la religión” [3].

Aspectos de su antropología.

Si la antropología es importante en cualquier escritor, en el caso de Eusebio resulta imprescindible para entender su obra y, por supuesto, las alusiones que hace de mujeres. Expresiones que en principio nos pueden resultar extrañas o claramente misóginas si ignoramos su pensamiento antropológico, se aclaran mucho. Una de las ideas fundamentales de su antropología es la de considerar al hombre como el ser más querido de todos los que existen. Dios tiene para el hombre un amor de predilección, ya que solo él tiene el alma a imagen y semejanza de Dios [4]. El hombre es la imagen de la Imagen, que es el Lógos, Jesucristo. El cuerpo, por su parte, es una substancia heterogénea, pero también obra de Dios [5].

Se perfila la antropología de Eusebio, que es muy parecida a la de su admirado Orígenes. Para éste lo realmente constitutivo del hombre, lo esencial, es el alma racional. Ahí es donde hay que buscar la imagen de Dios. En ella se cumplirá el destino primero “a imagen y semejanza de Dios”. La carne, el plasma, no entra para nada. Este planteamiento se corrobora de manera continua. Así, cuando habla del hombre “verdadero”, que no es Adán sino Énos. El hombre verdadero para los hebreos, dirá, “no es este Adán, nacido de la tierra (como se le ha denominado), que por su desobediencia al mandato de Dios, aleja de sí unos bienes superiores, sino que fue el primero de todos los hombres queridos por Dios, porque él osó invocar el nombre de Dios” (Énos) [6]. Esto se debe a que el “hombre verdadero” se contempla desde el punto de vista del alma; el cuerpo humano importa bastante poco. De ahí que Énos sea el “hombre verdadero”, por haber hecho oración, un acto intelectivo que une al hombre con su Creador.

Adán designa entre los “hebreos” al hombre en general, al género humano; ellos quieren expresar con ese nombre “nacido de la tierra”. Esta idea se repite en otras ocasiones. Una de ellas, en el libro XI de la Preparación Evangélica, nos da varias acepciones. Puede significar nacido de la tierra “porque la tierra es llamada adán entre los hebreos; es por esto por lo que el primer ser nacido de la tierra fue etimológicamente designado como Adán por Moisés”. Pero puede tener otro significado, el de “rojo”, e “indicar la naturaleza del cuerpo; pero lo que ha querido significar con su nombramiento Adán, es el hombre terrestre, hecho de la tierra, nacido de la tierra o corporal y carnal[7]. Por su parte, continúa, los hijos de los hebreos dan al hombre otro nombre, “llamándole Énos, el de “olvidado”: “tal es el estado natural del racional totalmente puro, incorpóreo y divino comporta no solamente el recuerdo del pasado, sino también el conocimiento del futuro, gracias a una fuerza de visión superior” [8].

Esta preeminencia absoluta del alma, la veremos en la historia que cuenta sobre la madre e hijas de Antioquía. Se describe a la madre como “santa y admirable por la virtud de su alma, aunque mujer por su cuerpo” [9]. Se identifica a la psique y al alma racional con lo varonil; al alma sensitiva y al cuerpo con la mujer. Esta mujer lo es de cuerpo; de alma es varón, es decir, manda en ella la razón, no los sentidos. Lo contrario también se da: un varón con comportamiento mujeril. Esto es, donde dominan en él la concupiscencia, el miedo y lo irracional. De esta forma, el gobernador de Cesarea de Palestina, Urbano, será descrito por Eusebio como “anandron gynaikódeis” [10]. No se comporta como un varón porque tiene miedo, está falto de coraje y llora. Ya no manda el intelecto, sino el alma sensitiva, aliada del cuerpo y sus pasiones. Y eso es lo que se identifica con lo femenino en la antropología eusebiana. Todo esto ha sido tomado de Filón de Alejandría, para el que los actos son masculinos o femeninos según se encaminen a la virtud o no [11]. De ahí que encontremos mujeres con un comportamiento “varonil” y varones con una conducta “mujeril”. No es, por tanto, una visión negativa de la mujer cuanto de lo femenino. Otra cosa es la aplicación concreta que se haga después o que se olvide su significado profundo quedándose con el inmediato.

Porque lo que realmente importa es el alma. En la Historia Eclesiástica Eusebio cuenta varios relatos en los que parece apuntarse con singular viveza. Así, algunas mujeres, “ arrastradas para ser deshonradas, prefirieron entregar su alma a la muerte antes que el cuerpo a la deshonra” [12]. Esta tesitura de cuerpo deshonrado o muerte puede resultar equívoca. Porque ¿se teme la mancilla del cuerpo o la del alma? El alma es quien representa al compuesto; de ella depende la virtud del hombre. El hombre, su “alma”, es la imagen de la Imagen. ¿Por qué “entregar su alma a la muerte” ante una amenaza de violación? Si el pecado es involuntario y no se consiente, ¿dónde está el pecado? En el caso ya comentado de la mujer antioquena y sus hijas aparece con claridad. Para ellas, “el entregar sus almas a la esclavitud de los demonios era peor que todas las muertes y que toda ruina” [13]. Han caído en poder de los soldados, y la madre pone en guardia a sus hijas de una posible violación. Los soldados son los “demonios”, símbolos del mal y de las pasiones. Representan lo irracional.

La muerte es la separación del alma y el cuerpo. La mujer antioquena exhorta a sus hijas a que prefieran morir antes que ser deshonradas. El hombre consta para Eusebio de dos elementos: el alma y el cuerpo. Y el alma, tiene una parte superior, que denomina nous o intelecto, que mira siempre a Dios: es su tendencia natural. Si no lo hace es porque el cuerpo, guiado por sus pasiones, domina sobre el compuesto y lo arrastra hacia abajo. En el caso que examinamos, los soldados, al violentar el cuerpo, mancillaban a toda la persona, a todo el compuesto. También de alguna forma al alma. De ahí, pensamos, la expresión de Eusebio de “huir hacia el Señor”, que propone la madre antioquena. “Huir”, dejar el lastre del cuerpo, que retiene el alma, y salvar lo principal. Es decir, evitar la deshonra del cuerpo porque ello conlleva la mancilla del alma. Eusebio se halla muy próximo al dualismo, pero su condición de cristiano lo impide llegar hasta ahí, a pesar de que a veces extrema la dualidad antropológica. Intenta conjugar la superioridad del alma con la inferioridad del cuerpo, que también es obra de Dios y, por tanto, bueno [14].

Tener esto presente nos ayudará a entender mejor sus obras y, por consiguiente, los relatos sobre mujeres cristianas que aparecen en ellas, de las que estudiaremos dos: la Historia Eclesiástica y Los Mártires de Palestina. Ambas nos aportan una información valiosa sobre el periodo objeto de estudio, años 280 al 313 y nos ofrecen una variada galería de personajes. Las mujeres, aunque de forma limitada y discreta, tienen sin embargo, un lugar. Sobre todo en el relato menudo y preciso de la persecución en Palestina.

La Historia Eclesiástica.

Uno de los objetivos fundamentales de esta obra es dejar constancia de las sucesiones episcopales que, sin fisuras, llegan hasta su tiempo. Las más importantes son las de Jerusalén, Alejandría, Antioquía y, sobre todo, Roma. Además tiene interés en mostrar cómo a pesar de numerosas dificultades y persecuciones, el Cristianismo ha ido creciendo y difundiéndose por todo el Imperio Romano y zonas próximas al mismo. También se añaden los principales escritores cristianos y sus obras, los herejes más importantes, el castigo de los judíos y varias relaciones del canon de las Sagradas Escrituras.

La fecha de composición es dudosa, aunque parece seguro que los siete primeros libros forman una unidad, en la que se incluye parte del libro octavo. Se redactaron en la primera década del siglo IV. Hay que destacar que la información sobre la parte occidental del Imperio es prácticamente nula. Se salva por algunos elementos aislados, como la carta de los cristianos de Lión y Viena enviada a los cristianos de Asia; de Tertuliano, de Cipriano de Cartago e Hipólito de Roma.

Las mujeres no tienen un puesto de importancia en su obra. Habitualmente ocupan un papel secundario, tanto en las herejías como dentro de la Gran Iglesia. Normalmente se las menciona al referir algunos martirios, muchos de los cuales son contados por los escritores que cita, singularmente Dionisio de Alejandría. Las escenas de la vida cotidiana son escasas o nulas. Se echan en falta glosas como las hechas de la familia de Orígenes y de su madre; de los discípulos y discípulas de Orígenes de Alejandría. De las “calígrafas” que trabajarán con el alejandrino en Cesarea. Todo esto, contado de pasada, es lo que más nos interesa. Porque esta obra no cuenta lo ordinario; se fija en figuras de gran importancia y relieve en la vida de la Iglesia: obispos, presbíteros, escritores señeros. También en los mártires que han derramado su sangre y son dignos de memoria entre el resto de los cristianos. Este carácter excepcional y sesgado de la información hará que nos encontremos con grandes limitaciones a la hora de poder evaluar la importancia real de la mujer y, concretamente, de la mujer cristiana en la Historia Eclesiástica a finales del siglo III y comienzos del IV.

Procederemos a un análisis de las menciones que hace de ellas a lo largo de su obra para, en un segundo momento, realizar un balance sobre cómo, cuándo y por qué se nos habla de la misma.

Nicomedia.

En el libro VIII de su Historia Eclesiástica, Eusebio cambia por completo el planteamiento de su obra. Contrapone con habilidad retórica la situación de paz y prosperidad anteriores con la posterior de persecución larga y cruenta. Centra su atención en la ciudad de Nicomedia, residencia imperial de Oriente desde el año 287, donde se gesta y da comienzo la persecución anticristiana. Como Lactancio, pone interés en mencionar a los cristianos de la residencia imperial: “¿Qué necesidad hay de hablar de los que estaban en los palacios imperiales y de los supremos magistrados? Éstos consentían que sus familiares -esposas, hijos y criados- obraran abiertamente, con toda libertad, con su palabra y su conducta, en lo referente a la doctrina divina, casi permitiéndoseles incluso gloriarse de la libertad de su fe” [15].

Al principio de su narración no precisa el lugar, aunque más tarde se habla de Nicomedia. Por exclusión podemos deducir lo mismo. Del emperador Maximiano no sabemos prácticamente nada; sí que se avino presto a perseguir a los cristianos. De Constancio no menciona lo más mínimo, excepto su actitud favorable hacia los cristianos, su negativa a perseguir y derruir las iglesias y su muerte, con lo que su hijo Constantino accede al poder. Todo esto teniendo en cuenta que Constancio aparece con poca entidad propia, ya que a ojos de Eusebio, tiene importancia en cuanto que padre de Constantino. De ahí que si no persiguió se debe, lógicamente, a que el padre del libertador de los cristianos no podía ser un perseguidor.

De Galerio tampoco se nos dice nada, aunque puede ser una omisión a causa de su esposa, Valeria. Ni Valeria ni su madre Prisca son mencionadas expresamente por Eusebio, aunque parece seguro que lo de “esposas, hijos o criados”, hace alusión a ellas. La descripción es descendente: esposas, hijos y criados. Por Lactancio sabemos que la esposa de Diocleciano -Prisca- era filocristiana, lo mismo que su hija Valeria, esposa del césar Galerio. Eusebio no cita sus nombres propios, como tampoco lo hará de ninguna mujer en este libro VIII. Por el contrario, en Los Mártires de Palestina sí encontramos nombres femeninos, de tiempos de la Gran Persecución.

En el libro VIII, Eusebio cambia por completo la finalidad de su escritura. Así se expresa: “Vamos, pues; comencemos ya desde este punto a describir en resumen los combates sagrados de los mártires de la doctrina divina” [16]. Es consciente del cambio y también de la selección de los hechos. Contará algunos combates de mártires, especificando si ha sido testigo presencial, o bien si es una tradición oral o escrita [17]. Y citará nombres de varones que han sufrido el martirio o confesado la fe, mas no los de mujeres en este libro VIII de la Historia Eclesiástica.

El inicio de la persecución nos aparece algo borroso. Nos habla del incendio del palacio imperial de Nicomedia y que se corrió la voz -falsamente- de que los autores habían sido los cristianos de la ciudad. Por esta razón se emitió una orden imperial por la que los cristianos de Nicomedia fueron arrestados y conducidos en tropel para ser degollados a espada o lanzados al fuego. Esta descripción es semejante a la que realiza Lactancio. Da la impresión de que en Nicomedia hay bastantes cristianos, aunque no se puede precisar su número: una multitud se puede referir a quinientos, mil o diez mil.

Lo cierto es que muchos cristianos murieron. Los de condición elevada, a espada; los demás, en la hoguera. Eso es lo que dice la tradición recibida, según la cual “hombres y mujeres saltaban por sí mismos al fuego con fervor divino inefable”. Se refiere a los cristianos aprehendidos que esperan la muerte y lo que hacen es adelantar su castigo. No se trata, por tanto, de un suicidio. Y se dice claramente que varones y mujeres se dirigen animosamente al martirio, igualdad que se comprobará de manera reiterada en toda su obra. Sin embargo, hay un elemento sospechoso en la narración de Eusebio, si tenemos en cuenta otros pasajes en los que se observa el mismo planteamiento: se aprueba o, mejor dicho, se encomia la intrepidez de los cristianos en buscar el martirio o la muerte. Aquí no había habido voluntariedad en la entrega: han sido capturados, y la sentencia es de muerte. Pero en otras ocasiones, veremos mártires voluntarios, que provocan a la autoridad. Y también varones y mujeres que no dudan en suicidarse. Todo ello aplaudido y tenido por virtuoso por Eusebio de Cesarea.

En Egipto y Tebaida.

Después de referir el inicio de la persecución en Nicomedia, cuenta el martirio de unos egipcios en la ciudad de Tiro, para más tarde detallar el de los egipcios en su propia patria. Ahí encontraremos una vez más la expresión de “varones, mujeres y niños”, que será recurrente en nuestro autor para ilustrar la unanimidad en la confesión de la fe de los cristianos, así como la maldad de los perseguidores que no respetan nada ni a nadie [18].

Comienza enumerando los suplicios infligidos a los cristianos en Egipto: después de los garfios, el potro y los azotes y se les arrojaba al fuego; otros al mar; otros eran decapitados; otros morían durante las torturas; algunos por hambre; bastantes crucificados, boca arriba o boca abajo. Al sur de Egipto, en la Tebaida, se desgarraban los cuerpos con conchas, hasta que expiraban. Y como muestra del horror de los tormentos, está el hecho de suspender por un pie a las mujeres, desnudas y cabeza abajo [19]. Esto se completa con la invención de una forma de descuartizar a los hombres, atándoles a los árboles.

A pesar de sus limitaciones, la información de Eusebio es de primera mano, ya que estuvo en Tebaida durante los últimos años de la persecución y pudo ser testigo presencial de alguno de estos sucesos, o escuchar su narración de testigos oculares. De ahí la importancia de su testimonio de cómo eran ajusticiados en un mismo día grupos de diez, de más de veinte, de no menos de treinta, alguna vez de sesenta y en una ocasión unos cien, con sus mujeres e hijos [20]. Este último caso fue, sin duda, excepcional. Su ejecución sería la habitual en la época: los de buena condición eran decapitados; los demás quemados. Lactancio refiere cómo este tipo de pena se probó en primer lugar con los cristianos haciéndose después extensivo a los demás habitantes del Imperio Romano [21].

Después de estas generalidades con las que muestra la crueldad y dureza de la persecución anticristiana, pasa a ejemplificar con dos varones, Fileas y Filóromo, Vienen a ser los prototipos de los personajes que aparecen en la Historia Eclesiástica o en Los Mártires de Palestina. Fileas es obispo, mientras que Filóromo es un alto magistrado de la administración imperial en Alejandría. Ambos confiesan la fe, a pesar de su rango y de la presión familiar: “aunque gran número de parientes y de amigos les suplicaban” [22]. Ignoramos si entre esos pariente se hallaban la mujer e hijos de Fileas. En la narración de Eusebio queda en la penumbra; no así en las Actas de Fileas, en las que su esposa le anima a sacrificar. Podemos encontrarnos ante un caso de apostasía, ya que resulta más dificil que la esposa del obispo Fileas fuera pagana.

Esta presencia de la mujer y los hijos resultan de un gran dramatismo, a la vez que añaden un mérito mayor a la decisión de Fileas de no renegar de su Dios. El juez le insta a tener compasión de sí mismo, de su mujer e hijos, ya que no entiende la negativa de sacrificar. Para él eso era algo insólito, muestra de una obstinación y contumacia dignos de mejor causa, como se señalaba en el edicto de tolerancia del emperador Galerio del año 311 [23]. Eran dos visiones radicalmente distintas, aunque no tan distantes entre sí como pudiera pensarse; algo así como los raíles del tendido de un ferrocarril: unos ven que núnca se juntan y señalan su radical oposición y falta de entendimiento. Otros, por el contrario, se afanan por ver lo que les une, la dependencia mútua.

Una ciudad de Frigia.

La narración va ganando patetismo. Eusebio nos describe a continuación cómo los cristianos son combatidos con aparatos de guerra, con una política de exterminio que no se seguiría ni con los peores enemigos del Imperio. Ese fue el caso de una ciudad de Frigia, donde toda su población era cristiana. Fue cercada por los soldados e incendiada, pereciendo sus habitantes, incluidos mujeres y niños “que invocaban a gritos al Dios del universo” [24]. Este suceso nos pone frente a una muestra del proselitismo cristiano, conocido por la autoridad romana que, ante su negativa colectiva a sacrificar, son castigados ejemplarmente. Tiene interés, aunque hay que recordar que se trata de un hecho aislado que causó una gran conmoción en toda la región.

La mención de las mujeres y niños evidencia la desproporción del castigo, ya que al conquistar una ciudad enemiga, las mujeres y los niños eran vendidos como esclavos. Aquí no. De ahí que Eusebio comente que el trato que sufren los cristianos es peor que el que reciben los enemigos de Roma. Lo que es algo aberrante, propio de unos tiranos sanguinarios que no atienden a razón alguna. Por ello, después de llegar a la expresión máxima del paroxismo, comenta: “¿Qué necesidad tengo yo ahora de recordar por sus nombres a los demás, de contar la muchedumbre de los hombres o de pintar los variados tormentos de los admirables mártires?” [25]. Será por tanto selectivo en su información, ofreciéndonos distintos botones de muestra.

Los mártires de Antioquía.

Al hablar de los mártires antioquenos, alude a algunos que, “antes de ser aprehendidos y de caer en manos de los conspiradores” de males contra ellos, “se arrojaban de lo alto de sus casas, considerando el morir como un sustraerse a la maldad de los impíos” [26]. La razón de este suicidio es la de “huir de la prueba”, lo que se comprende si identificamos esa prueba como la amenaza de violación, tratándose estos actos de unos suicidios por la pureza. El propio Eusebio nos da razón de actos semejantes en la misma Antioquía. Sin embargo, la imprecisión de este relato se puede deber a que sea parte de una tradición oral, enriquecida y aumentada, que ensalza a los mártires -flaco favor- una vez que ha pasado la persecución y se disfruta de una paz relativamente estable.

Madre e hijas de Antioquía.

Narra a continuación la historia de cierta persona, “santa y admirable por la virtud de su alma, aunque mujer por su cuerpo”, muy conocida en Antioquía por su riqueza, su linaje y su buen nombre [27]. Es una mujer de elevado rango social, madre de dos hijas. Se le caracteriza como “santa”, palabra habitual en el repertorio de los elogios dirigidos a las matronas que aparecen en las inscripciones, aunque curiosamente es la única vez que se aplica en la Historia Eclesiástica a una mujer. Esta antioquena ha educado a sus hijas “en las leyes de la religión”; son una pareja de vírgenes. Por el tono del relato, Eusebio nos parece dar a entender que la madre ha educado a sus dos hijas para ser vírgenes consagradas. No nos ha de extrañar que vivan con ella; en primer lugar porque pudieran ser menores de edad. O de no serlo, porque hasta este momento, era frecuente que las vírgenes consagradas vivieran con su familia de sangre.

La detención de estas mujeres resulta algo confusa. Así, Eusebio sostiene que se movió mucha envidia contra ellas, “que por todos los medios se esforzaba en descubrir su escondite. Al enterarse luego que se hallaban en tierra extraña, se las arregló astutamente para llamarlas a Antioquía, y así cayeron en las redes de los soldados”. No se precisa quién las busca en concreto, ni cómo averiguan su paradero, ni cómo les hacen llegar el mensaje para que se encaminen a Antioquía. Sólo se entiende, de ser cierto, que una persona muy próxima a ellas les haya mandado llamar. Ignoramos los motivos de tal acción, aunque conocemos casos ocurridos en el siglo III de esposas llevadas a sacrificar a la fuerza por sus maridos [28].

Al ser aprehendidas por los soldados, la madre comunica a sus hijas de la situación angustiosa en que se hallan. Lo peor que les puede suceder es la deshonra, más temible que la muerte a la que les conducen. De nuevo aparece la amenaza de la violación como lo más grave y afrentoso que puede padecer una mujer, tal y como lo mostró con los ultrajes que sufrieron las cristianas de Tebaida. Es que la castidad resulta ser un elemento fundamental para toda mujer, idea básica en la Antigüedad que Eusebio comparte. Y como cristiano, la profundiza y matiza. La castidad es válida para todos y para todas, pero de manera particular para las doncellas y vírgenes consagradas. Será uno de los temas que aparezcan con más frecuencia a mediados-finales del siglo III, que conocerá una auténtica eclosión en el siglo IV. Referido, en principio, a las vírgenes que viven con su familia, o agrupadas -al margen del monacato, todavía en fase embrionaria.

Esta valoración positiva de la castidad y su defensa, aparece en la pluma de Eusebio como una apología del suicidio por la pureza. Así escribe que la madre exhorta a sus hijas diciéndoles que es preferible “el entregar sus almas (= morir) a la esclavitud de los demonios (= soldados, agentes del mal)”. Ya vimos que para Eusebio el hombre es su alma o, cuando menos, lo más representativo. Se ve la muerte como la única salida ante la coyuntura presente, y se propone una “huída hacia el Señor”, eufemismo que encubre el suicidio.

Y las tres mujeres, arreglando sus vestidos, se arrojan al río Orontes, muriendo ahogadas. Otras cristianas fallecieron en el mismo río, aunque no de forma voluntaria. Con esta actitud, la madre e hijas de Antioquía evitan la violación y adelantan su muerte, segura. Sin embargo, con ese hecho, sus cuerpos iban a quedar insepultos, algo que resultaba altamente preocupante para todos y de manera especial para un cristiano. Debían pensar -o al menos es el planteamiento que se trasluce de la narración eusebiana- que el ultraje del cuerpo era más grave. Por lo que conlleva de mancilla del alma.

Su caso plantea, una vez más, el problema del suicidio por la pureza, algo que había alertado a los obispos durante el siglo III con ocasión de las incursiones de algunos pueblos bárbaros por las regiones de Ponto y Bitinia, y las consiguientes violaciones de mujeres. Gregorio Taumaturgo, obispo de Neocesarea, responderá a esta y otras cuestiones en su Epístola Canónica. Sin embargo, la cuestión no queda del todo zanjada hasta san Agustín, quien a comienzos del siglo V, trata el tema en numerosas cartas y de manera clara y rotunda en el libro primero de La Ciudad de Dios.

Otra pareja de vírgenes antioquenas.

A continuación se nos narra la historia de otras dos vírgenes de la ciudad de Antioquía, hermanas, arrojadas al río. Como las anteriores, son ilustres “por su linaje, brillantes por su posición, jóvenes por la edad, hermosas de cuerpo, santas de alma” [29]. La decisión de estas jóvenes de optar por este estilo de vida debía de resultar muy llamativa para los no cristianos. Sin embargo, resultaba una opción válida, que ellas libremente habían elegido y a la que los padres no debían oponerse.

Es evidente que son vírgenes consagradas. Eso explica lo de “ilustres por su género de vida”. De tal manera que no solo eran de admirar por su condición social o hermosura, sino por su vida de piedad y buenas obras. De alguna manera, el obispo de Cesarea nos las presenta como modelos de comportamiento, tanto durante su vida como en el momento de su muerte, con gran entereza. La inhumanidad de su castigo -ser arrojadas al río-, es un exponente más de la crueldad de los perseguidores.

A partir de este pasaje, comienza una nueva redacción de la Historia Eclesiástica. En ella aparecen los nombres propios de varones con mayor profusión. De mujeres, inexplicablemente, no se cita ninguno en los tres últimos libros.

El emperador Majencio.

Majencio es un personaje discutido y polémico. Hijo del emperador Maximiano, usurpó el poder en Italia el año 306 y se mostró neutral respecto de los cristianos. Eusebio lo presenta como un tirano perseguidor, aunque se centra en aspectos morales. En la censura de sus desórdenes y adulterios coincide también con algunos panegiristas latinos y Aurelio Víctor, también del siglo IV. De ahí que la información de Eusebio parezca fiable, en líneas generales [30].

Le acusa de deshonrar a mujeres casadas, algo infame desde cualquier punto de vista. Pero mucho más cuando se trata de esposas de senadores, lo que constituye una afrenta a Roma y es propio de un tirano. A esto se añade la acusación de practicar la magia, no dudando en sacrificar a niños recién nacidos o mujeres encintas, abiertas en canal, algo que prohibía el Derecho Romano [31]. También algunos gobernantes contemporáneos, como Diocleciano, Constantino y Constancio, tuvieron una gran prevención contra la magia, las artes adivinatorias y las “artes matemáticas”.

En el caso de Majencio, una tradición que avala Lactancio cuenta cómo antes de la batalla de Puente Milvio contra Constantino en el año 312, ordenó a los senadores que consultaran los libros sibilinos. Esto da a entender su precipitación, ya que la consulta de estos libros que recogían diversos oráculos, dependía de los quindecenviros, unos magistrados especiales [32].

El emperador Maximino.

A continuación se nos muestra a otro emperador romano, ejemplo de cómo los tiranos son esclavos de sus pasiones desordenadas. De esta forma, “no pasaba por una ciudad sin cometer adulterios continuamente y raptar doncellas”, al igual que Majencio. La mujer aparece una vez más como sujeto paciente de las violencias de los tiranos, algo en lo que coinciden también los autores paganos de los panegíricos latinos de comienzos del siglo IV [33]. Pero introduce un elemento nuevo: sólo se oponen a este déspota los cristianos. Es una idea que aparece también en su contemporáneo Lactancio, para quien la virtud es cristiana y, además, los perseguidores han sido a su vez malos emperadores.

Estos tormentos los soportan por igual varones y mujeres, ya que éstas se encuentran “no menos robustecidas que los hombres por la enseñanza de la doctrina divina”. Lo que parece confirmar la participación de la mujer en las reuniones dominicales en las que se leían y comentaban las Escrituras y se celebraba la Santa Misa. Desde este punto de vista, el pensamiento eusebiano es nítido: con una misma instrucción en la doctrina divina, se da una misma fortaleza en la confesión de la fe y en el martirio.

Es en este contexto de persecución anticristiana, cuando menciona cómo hubo otras mujeres que, “arrastradas para ser deshonradas, prefirieron entregar su alma a la muerte antes que el cuerpo a la deshonra” [34]. Nos encontramos una vez más con el suicidio por la pureza, del que ya hizo un panegírico al hablar de la madre antioquena y sus dos hijas. Ante esta reiteración de situaciones y de la interpretación que ofrece este obispo filoarriano, hemos de pensar que prefiere el suicidio a la mancilla del cuerpo. Esto, como hemos visto, es trasunto de su antropología, en la que lo fundamental es el alma. La mancilla del cuerpo solo le interesa por lo que implica de mancha del alma.

Después de este planteamiento general, en el que se evidencia el comportamiento arbitrario y propio de un tirano de Maximino, pasa a contar la historia de una mujer que resiste su acoso. Esta será, naturalmente, cristiana.

Mujer noble de Alejandría, desterrada.

Eusebio caracteriza a esta alejandrina como “célebre por su riqueza, su linaje y su educación”, y “con una firmeza más que varonil” [35]. Se contrapone su actitud, en la que el alma racional se impone y le empuja a vivir una vida de castidad, con la del tirano, a merced de sus concupiscencias. De ahí que el comportamiento de esta mujer noble resulte “masculino” según la antropología de Filón y Orígenes. Es el tirano el que, arrastrado por sus instintos, sigue un comportamiento irracional y, por tanto, “femenino”.

Lo que más se destaca, una vez más, es la castidad. En esto Eusebio no resulta original, ya que es un elemento común en la Antigüedad griega y romana. Mas resulta interesante el que tanto él como el africano Lactancio expongan como única razón de la persecución de algunas mujeres el asalto a su castidad. Pasarán por alto cualquier otra consideración, bien social, bien política, por ejemplo.

La escena se nos muestra con mucho colorido: todo un emperador, en este caso Maximino, pretende de manera reiterada a esta mujer, que le rechaza. Nos recuerda su comportamiento al que narra Lactancio sobre la viuda Valeria, pretendida por este mismo Maximino. También ahí resulta desairado, con lo que confisca y destierra a Valeria -hija y esposa de emperadores-, lo mismo que hace con esta rica alejandrina. La comparación se presta, y el contraste también. Eusebio no cita el suceso de Valeria y su madre Prisca, ni tampoco la condena de sus amigas de la clase senatorial. Dificilmente podía ignorarlos. Aunque también es cierto que se circunscribe a la zona de acción que mejor conoce, haciendo una selección de los relatos muy consciente.

En ambos casos, la motivación del destierro y confiscación de estas mujeres parece ser económica. Se trata de una medida injusta más, encaminada a engrosar las arcas de un Estado que tiene problemas de liquidez. Este argumento que para algunos es válido si se habla de varones, cuando afecta a mujeres aparece preterido o silenciado. De ahí que podamos encontrarnos ante un tópico literario, que ve en la honestidad, en la castidad, el ornato más preciado de la mujer. Mucho más que sus joyas y sus sestercios.

Otras muchas mujeres.

Con este mismo planteamiento, narra a continuación lo sucedido a otras mujeres que, “no pudiendo escuchar tan solo amenazas de violación, soportaron por parte de los gobernadores de provincia toda clase de tormentos, de torturas y de suplicios mortales” [36]. Si primero se ha ejemplificado con el comportamiento libidinoso de los emperadores y la conducta casta de las cristianas de condición elevada, ahora se hace lo propio con sus subordinados, los gobernadores de provincias. Algunos de éstos emularán a sus jefes.

La narración de Eusebio nos muestra que el talante de estas mujeres cristianas, defendiendo ante todo su castidad, prefiriendo la muerte a la violación, es algo digno de admiración. Para él no cabe la menor duda, ya que las presenta como modelo de actuación a las demás mujeres. Modelos reales que demuestran que se puede vivir la virtud también en situaciones extremas. Aunque moralmente, esta aceptación del suicidio por la pureza sea discutida por muchos. No así por nuestro obispo filoarriano.

De nuevo Majencio.

El relato retoma la figura del emperador Majencio, para centrarse en otra historia donde triunfa la virtud. Es muy conocido lo sucedido a la esposa del prefecto de Roma, “la más extraordinariamente admirable”, “la más noble y la más casta de todas” las que intentó atropellar el tirano Majencio [37]. Los soldados del emperador llegan a su casa con oscuras intenciones; ella les pide permiso para subir a su habitación y arreglarse. En su cámara se clava una espada, muriendo al instante. Eusebio no tiene reparo alguno en afirmar que esta mujer era cristiana, ya que para él un acto así solo lo realiza un cristiano. Además, contrasta su actitud firme y decidida, con la de su marido, cobarde y pusilánime. No obstante, no está nada claro que ninguno de los dos, el prefecto y su mujer, fueran cristianos.

Cabe señalar el que nuevamente nos encontramos con varones apocados y timoratos. En ello nadie ha visto una crítica a los hombres, sino al varón cobarde, carente de virtudes. Lo mismo sucede cuando se habla de “mujerzuelas”: no se critica a la mujer, sino a la degradación moral de algunas mujeres, dedicadas a la prostitución. Además, la castidad vuelve a ser el valor más apreciado en la mujer, justificando su guarda el suicidio por la pureza, en el caso de Eusebio. Y otro elemento: la virtud plena es básicamente cristiana. De esta manera, la mujer romana es cristiana porque es virtuosa; su marido cobarde, dificilmente podrá serlo.

* * *

Poco tiempo después, enferma el emperador Galerio. Lo que implica un cambio de actitud hacia los cristianos en la zona oriental del Imperio Romano. “Fue más bien una evidente visita de la misma providencia divina, que reconcilió al pueblo consigo, atacó al perpetrador de nuestros males y descargó su ira sobre el cabecilla de la maldad y de toda la persecución”. Describe su horrible enfermedad y su cambio hacia los cristianos, de forma que “confesó al Dios del universo” y dio orden de cesar la persecución [38].

En el edicto de Sérdica, promulgado en la ciudad de Nicomedia en abril del año 311, se dice que los cristianos habían logrado reunir “muchedumbres diversas en diversos lugares”, y que hubo un gran número de mártires y de gente que sufrió distintas incomodidades [39]. “Mas como la mayoría persistiera en la misma locura”, decide decretar la tolerancia. Se rinde ante la evidencia de varones y mujeres que han hecho frente a la violencia de la persecución y que, como era de esperar, tuvieron una actuación semejante.

Y esto cierra el libro VIII de su Historia Eclesiástica, el que mayor volumen de información nos da sobre las mujeres cristianas del periodo estudiado, los años 280 al 313.

El libro noveno.

Las citas del libro noveno de la Historia Eclesiástica sobre mujeres son más escasas e igualmente anónimas. Tampoco son aquí protagonistas. Si aparecen es para demostrar algunas cosas: la reacción pagana, la miseria causada por la peste o el recibimiento triunfal dispensado a Constantino en la ciudad de Roma.

La reacción pagana.

Al cambiar la situación, el emperador Maximino, pagano convencido, decide emplear un método más inteligente. Envía emisarios a las principales ciudades de Oriente, como Nicomedia, Antioquía o Tiro, y a las asambleas provinciales de Licia y Panfilia en Asia Menor, para que le dirijan peticiones contra los cristianos. Deseaba de esta forma, modificar la opinión pública, cada vez más partidaria de una tolerancia y una convivencia. De ahí que se apoye en las ciudades, ya que en última instancia, los dioses romanos no tienen una existencia independiente de las mismas. Porque los dirigentes de las ciudades solían desempeñar a la vez la mayor parte de los sacerdocios oficiales.

En esta perspectiva se enmarca el relato de Eusebio de un “comandante militar” que en Damasco sacó a viva fuerza de la plaza pública a unas despreciables mujerzuelas. Después de torturarlas, se les obliga a decir que han sido cristianas, para desprestigiarlos. Esta manera de actuar no era nueva para obtener calumnias contra los cristianos [40]. Pero tenía el agravante de que la declaración de estas mujeres fue recogida en unas actas y éstas enviadas al emperador Maximino.

Poco antes se habían inventado las Memorias de Pilato, para que los niños las aprendieran en la escuela. Esto era una intervención directa del Estado en la educación. Nos encontramos, por tanto, ante un planteamiento inteligente y organizado, que pretende extirpar el Cristianismo desde la raíz. Estas medidas son interpretadas por Eusebio de Cesarea como las más prioritarias para Maximino -como si éste no tuviera nada más importante que hacer o en qué pensar-.

La peste.

Luego de las medidas anticristianas se suceden un hambre, una peste y diversas guerras. Una de ellas con los armenios, que por aquel entonces ya eran cristianos. La tradición cuenta que su rey Tirídates se convirtió al Cristianismo hacia el año 280. No resulta extraño que Eusebio relacione de forma directa la persecución iniciada por Maximino con el hambre y la peste, una de las ideas fundamentales de la religiosidad en la Antigüedad.

El castigo que se cierne sobre parte del territorio es claramente constatable. Uno de estos elementos es la inversión social, la pobreza en la que se ven envueltas algunas mujeres nobles de las ciudades, obligadas a mendigar [41]. Es un elemento más que evidencia las calamidades que traen consigo las impiedades de los emperadores. Algo retórico que añade dramatismo y nos acerca al final, ineluctible, que espera a los perseguidores.

La entrada triunfal de Constantino en Roma.

En último lugar se nos presenta la descripción de la entrada triunfal del emperador Constantino en Roma después de derrotar a Majencio en la batalla de Puente Milvio, el año 312. Eusebio resalta el papel de libertador de Constantino: “todos en masa, con sus niños y sus mujeres, los senadores y altos dignatarios, y todo el pueblo romano, le recibían con los ojos radiantes de todo corazón, como a libertador, salvador y bienhechor, en medio de vítores y una alegría insaciable” [42]. Salvador del pueblo y salvador de los cristianos.

De un tenor parecido es la narración de un panegirista latino, pagano, sobre su entrada en Milán: “¡Qué testimonios de reconocimiento en los principales personajes de la ciudad! ¡Qué aplausos entre el pueblo! ¡Qué seguridad en las madres y las muchachas que te contemplaban y gozaban del doble beneficio de ver en el emperador la belleza y la prestancia, sin tener que temer ningún exceso” [43].

Ambos sienten un aprecio indudable hacia Constantino. Y ambos lo quieren ganar para su causa. Eusebio para la cristiana. Lo presenta en su obra como un nuevo Moisés. Lo que implica un contenido más rico en contenido que no el de un mero liberador de los tiranos.

* * *

A partir de este instante, la figura de Constantino cobrará un protagonismo fundamental en la Historia Eclesiástica de Eusebio de Cesarea. Si hasta el momento presente habían sido dos los emperadores que habían concedido la paz y la tranquilidad, el cambio de Licinio hará que Constantino se convierta en el único campeón de la fe. De tal forma que se critica acerbamente a Licinio, tratándole de desagradecido: “No le escatimó su parentesco ni le negó espléndidas nupcias con su hermana” [44]. No se cita el nombre de la hermana: se omite al igual que el de las restantes mujeres de los libros VIII y IX. Pero nos encontramos con que aquí no importa tanto la hermanastra de Constantino, cuanto la liberalidad de éste al ofrecerla en matrimonio y la falta de correspondencia de Licinio.

 

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Martín Ibarra Benlloch



[1] M. FORRAT, E. DES PLACES, 1986, 16 (Eusèbe de Césarée. Contra Hierocles, París). Esta obra es la otra cara de la moneda, donde un Eusebio polemista, responde a un panfleto de un gobernador pagano. Una buena síntesis sobre Eusebio la encontramos en G. BARDY, Eusèbe de Césarée. Histoire Ecclésiastique, París 1987.

[2] Epiph., adu. haer. LXVIII,8; el testimonio de san Atanasio también le es desfavorable, apol. contra arian. 8 (P.G. XXV,261).

[3]Eus., uita Const. I,10-11. La visión que tiene del emperador Constantino está bien estudiada por R. FARINA, L´Impero e l´imperatore cristiano in Eusebio di Cesarea. La prima teologia politica del Cristianesimo, Zürich 1966.

[4]Eus., praep. eu. VII,18,6.

[5]Eus., praep. eu. VII,10,12.18,6. Pero ha de ser tratado como una “bestia privada de razón”, dominado siempre por el alma.

[6] Eus., praep. eu. VII,8,11. Cfr. Porph., ad Marc. 13.14.16.

[7]Eus., praep. eu. XI,6,10-11.

[8] Eus., praep. eu. XI,6,12-14.

[9]Eus., hist. eccl. VIII,12,3; cfr. VIII,14,15: “alma más que varonil”, por lo que tiene de dominio de sí, de templanza. Frente a ella se nos muestra al emperador Maximino que se guía por sus pasiones, dominado por sus instintos. Se comporta como “femenino”, arrastrando su alma apasionada a todo el compuesto. Por su parte, la mujer alejandrina, donde manda el alma racional, tiende hacia arriba, llevando una vida de castidad. Su comportamiento es “masculino”. Cfr. PORPH., ad Marc. 33; abst.IV,20.

[10]Eus., m. pal.VII,7.

[11]Phil., de gig. 4; leg. all. III,50; sacr. Ab. et Cain 103. Cfr. Met., sym. VIII,16,223; epil. 300-301; Orig., hom. in Ier. XII,11. En otro orden de cosas, Met., sym. VIII,8,190-1, expone que la Iglesia engendra un sexo varón en todos los hombres, varones o mujeres, para que en cada uno por la fe y conocimiento sobrenatural nazca espiritualmente Cristo. Aquí lo “varón” es sinónimo de lo “perfecto”, “santo”. Y eso lo han de ser todos los cristianos. Por otra parte, hay que señalar una cosa curiosa: lo normal tanto en la Historia Eclesiástica como en Los Mártires de Palestina, es que las mujeres presentadas sean virtuosas y dignas de admiración. Se nos da una visión positiva de las mujeres concretas. Sin embargo, en la Preparación Evangélica, dirigida a paganos de elevada cultura, se muestra muy variable en su apreciación. Así, citará la caída del hombre a causa de la mujer, engañada a su vez por la serpiente, XII,11,1. Nos recuerda al intelecto seducido por los sentidos. Más adelante, en XII,12,1, cuenta cómo Moisés escribió que el hombre no tenía ayuda en el Paraíso y Dios le proporcionó sueño, de forma que el hombre se durmió. Y tomó de él una de sus costillas... Esto lo trae a colación con la teoría de Platón sobre el tercer sexo, el andrógino, que contenía los otros dos, sym. 189 d6-e4. Pero no dirá nada, como otros, de la radical igualdad de varón y hembra; y de cómo la creación de la mujer es la prolongación de la obra creadora del sexto día por el mismo Dios... En todo caso se inferirá, implícitamente, que como pareja que forman nous/aisthesis (intelecto/sentidos), la mujer sacada del varón, ha de estar sometida a él, como los sentidos al intelecto. Cuando esta interpretación pase a primer plano, nos encontraremos con un intento de postergación de la mujer, justificado por la Biblia y que, sin embargo, hunde sus raíces en parte de la filosofía griega: Eusebio lo toma de Orígenes, Orígenes de Filón de Alejandría, éste de Platón... Aunque el platonismo de Eusebio no es el mismo que el de Orígenes.

[12] Eus., hist. eccl. VIII,14,14 (traducción española de A. VELASCO, Eusebio de Cesarea. Historia Eclesiástica. II, Madrid 1973).

[13] Eus., hist. eccl. VIII,12,3.

[14] Eus., praep. eu. VII,18,6.

[15]Eus., m. pal. VIII,1,3; cfr. Lact., mort. XXVII,6 ss.

[16] Eus., hist. eccl. VIII,2,3.

[17]Eus., hist. eccl. VIII,7,1: “Nosotros conocemos de entre ellos, por lo menos, a los que brillaron en Palestina, e incluso conocemos a los que sobresalieron en Tiro de Cilicia”.

[18] Eus., hist. eccl. VIII,8.

[19]Eus., hist. eccl. VIII,9,1. Parecida crueldad encontramos en el relato del martirio de la virgen Potamiena en Alejandría, que acaba en la hoguera juntamente con su madre Marcela a mediados del siglo III, hist. eccl. VI,5,1.

[20]Eus., hist. eccl. VIII,9,3.

[21]Lact., mort. XXI,7.

[22] Eus., hist. eccl. VIII,9,8.

[23] Lact., mort. XXXIV,2; Eus., hist. eccl. VIII,17,7.

[24]Eus., hist. eccl. VIII,10,12.11,1; cfr. Lact., inst. V,11,10.

[25]Eus., hist. eccl. VIII,12,1.

[26] Eus., hist. eccl. VIII,12,2; cfr. Iohan. Chrys., hom. in mart. Pelag.: P.G. L,579-586.

[27]Eus., hist. eccl. VIII,12,3. En el Martirio de Felicidad y Perpetua de comienzos del siglo III, tampoco se habla para nada de su esposo; sí del hijo de Perpetua, de su padre y hermanos.

[28] Cypr., ep. XXIV,1,1.

[29]Eus., hist. eccl. VIII,12,5.

[30]Eus., hist. eccl. VIII,14,2; Aur. Uict., XL,19; pan. lat. IX,4,4; X,8,3; Eutr., X,4,3; Zos., II,14,4.

[31]No se ejecuta a las mujeres encintas, dig. I,5,18; mart. Perp. et Fel. XV,1-4; act. Agapes 18.

[32] Lact., inst. I,16,15.

[33] Eus., hist. eccl. VIII,14,12; laudes Const. 5; pan. lat. III,6.

[34]Eus., hist. eccl. VIII,14,14.

[35]Eus., hist. eccl. VIII,14,15.

[36]Eus., hist. eccl. VIII,14,16; recuerda a la virgen Potamiena, en VI,5,2.

[37] Eus., hist. eccl. VIII,14,16.

[38] Eus., hist. eccl. VIII,16,2.17,1.

[39]Eus., hist. eccl. VIII,17,7.

[40]Eus., hist. eccl. IX,5,2. Nos recuerda a san Justino, en el siglo II, apol. II,12,4: “Y, en efecto, tratando de dar muerte a algunos cristianos fundados en las calumnias que corren contra nosotros, arrastraron también a esclavos, niños o mujerzuelas y, por medio de espantosos tormentos, los forzaron a repetir contra nosotros los cuentos del vulgo, los mismos crímenes que ellos cometen públicamente”.

[41]Eus., hist. eccl. IX,8,1-10. Cfr. Lact., mort. XXXVII,4: menciona el hambre, no la peste.

[42] Eus., hist. eccl. IX,9,9.

[43]pan. lat. IX,7,5.

[44] Eus., hist. eccl. X,8,4.


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