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ABORTAR=ASESINAR El aborto es un asesinato, pues se mata a una persona con premeditación (se prepara reflexivamente, tal como lo marca la ley con su procedimiento, y se perpetra un delito, aunque sin pena, como también indica la ley) y alevosía pues no hay riesgo para los asesinos. R.A.E.: - asesinato. 1. m. Acción y efecto de asesinar. - asesinar. (De asesino). 1. tr. Matar a alguien con premeditación, alevosía, etc. - premeditación. (Del lat. praemeditatio, -onis). 1. f. Acción de premeditar. - premeditar. (Del lat. praemeditari). 1. tr. Pensar reflexivamente algo antes de ejecutarlo. 2. tr. Der. Proponerse de caso pensado perpetrar un delito, tomando al efecto previas disposiciones. - alevosía. (De alevoso). 1. f. Cautela para asegurar la comisión de un delito contra las personas, sin riesgo para el delincuente. Es circunstancia agravante de la responsabilidad criminal. (recuerdese que el aborto voluntario sigue siendo delito tipificado aunque se le elimine la pena)
«Cada año mueren en España por aborto químico más españoles que los caídos en los tres años Guerra Civil
Cada semana son asesinados por aborto quirúrgico en España tantos españoles como ETA ha asesinado durante sus 40 años de acciones terroristas
El aborto es legal en España, desde la Ley Orgánica 9/1985, aprobada por el Parlamento, ratificada por el Rey, y mantenida por los gobiernos del Sistema»


El camino de los retornos

por Manuel Milián Mestre

Qué curioso que quienes se despreocupan tanto del factor religioso primario, o de la Fe y sus consecuencias, se inquieten de tal guisa por que los obispos, los creyentes o los leales a una cultura y a un concepto de la existencia aparezcan en las calles, saturándolas con sus manifestaciones pacíficas y sus pancartas. ¿Tan nefasto es defender el propio sentimiento existencial, las bases de una antropología sobra la que fundamentan sus vidas, su escala de valores, sus principios?

A veces los sabios se expresan sobre lo que ignoran; anteponen sus prejuicios; “dictan” sobre lo que la naturaleza o la cultura no les han otorgado. No me atrevería yo a pontificar sobre arquitectura a pesar de mis años de estudios de arte, Historia del Arte o Bellas Artes, en los tiempos de Filosofía en Tortosa o de Historia en la Universidad de Barcelona. Obviamente, algo sé acerca de la arquitectura, entre otras razones porque no me faltaron excelentes profesores (Aurelio Querol Lor, los catedráticos Guerrero y Alcolea, y el profesor Vallès, etc.), ni magníficas lecturas de Camón Aznar, Arnold Hausser, Elías Tormo, o el marqués de Lozoya, etc. Sin embargo, no me atrevería jamás a descalificar la obra de Oriol Bohigas, Molezún, Oteiza y tantos otros de los grandes. Zapatero a tus zapatos. Y, dado que ni pertenezco al Opus Dei, ni a los Legionarios de Cristo, ni a Kikos, ni a Comunión y Liberación, si bien a todos los conozco, no me importa discrepar abiertamente de ese miedo que a Oriol Bohigas le proporciona la “fuerza del Opus”, al que la gente normal se siente impelida a rechazar por aquello del “radicalismo político disfrazado de moral de este club sacramental”. (“El Periódico”, 25 de junio 2005, pag.5).

Qué curioso que quienes se despreocupan tanto del factor religioso primario, o de la Fe y sus consecuencias, se inquieten de tal guisa por que los obispos, los creyentes o los leales a una cultura y a un concepto de la existencia aparezcan en las calles, saturándolas con sus manifestaciones pacíficas y sus pancartas. ¿Tan nefasto es defender el propio sentimiento existencial, las bases de una antropología sobra la que fundamentan sus vidas, su escala de valores, sus principios? Oriol Bohigas parece sorprenderse de la presencia callejera de los inhabitúales, aquellos que fueron corderos victimados o victimables en un pasado no tan lejano, tal como enumera y refiere el libro de Cesar Alcalá “Las checas de Barcelona” (Belacqua), con la triste aquiescencia de los congéneres y predecesores de quienes gobiernan hoy el tripartito. Me inquieta ciertamente el ausentismo de la memoria de los que buscan reproducir escenarios de confrontaciones y conflictos en el pasado histórico de este país, tan villano a veces, tan infausto, tan encabronado. No sé si es legítimo denunciar “este radicalismo político disfrazado de moral” como uno de “los apoyos más peligrosos a la crispación casi bélica (sic) que estamos sufriendo en todo el país”, tal como Oriol Bohigas con desproporcionada hipersensibilidad expresa en este artículo. Toda exageración deslegitima su propio contenido a partir de la acumulación de factores históricos que la memoria nos aporta y del peligro de un abuso del lenguaje y de la descalificación. En los años 30 del siglo XX así se iniciaron algunos de los procesos tremendamente degenerativos: se llamó “reaccionarios” a los que no comulgaban con la intolerancia revolucionaria de la izquierda, “fascistas” a cuantos se resistían a los postulados iluministas o masónicos, y “cuervos” a los que vestían sotana o andaban en las cercanías de los templos. ¿A donde nos condujo todo ello?

Un pueblo no puede despreciar nunca su pasado, ni siquiera borrar la memoria, puesto que se acaba perdiendo la propia identidad, tal como señaló en los años terribles del comunismo Milan Kundera. No se puede inculpar a los que hoy salen a la calle con el hábito democrático de defender sus ideas o sus principios, achacándoles “posiciones políticas tan claramente reaccionarias y tan dudosas desde el punto de vista democrático”, como Oriol Bohigas subraya desde un remarcable simplismo y un déficit intelectual notorio. ¿La calle es sólo privilegio para la escenografía de las izquierdas, de sus rojas banderas y de sus símbolos? ¿Hacerlo, acaso, desde la derecha le atribuye un sesgo de “crispación casi bélica”, como él dice, cuando nadie osó siquiera mancillar una farola, ensuciar una pared con alguno de esos abominables “sprays” de los grafitos que las izquierdas radicales y los extrasistema utilizan?

Sería en todo caso discutible que las recientes manifestaciones -multitudinarias, por cierto– puedan o no extremar la nota con su inusitada frecuencia, pero en modo alguno por el tono pacífico de su discurso, o por los contenidos legítimos en la medida que respetan nuestras leyes y se acogen al derecho concedido por las mismas. Justamente mi posición, en este caso discrepante, sería la del error de recargar la suerte en la calle cuando políticos y obispos deberían de crear conciencia, aportar argumentos y nutrir resistencia en sus foros naturales: el Parlamento y las Iglesias. No infrecuentemente se desabastecen los debates de las naturales argumentaciones, tal vez por un complejo de insuficiencia, de falso respeto o de cobardía, para trasladar a la calle en un movimiento de masas aquellos conceptos que no son capaces de proclamar en singular o de proferir en la tribuna o en el púlpito. La calle debe de ser sólo un último recurso, no el ámbito habitual, pues la calle otorga pasión, estimula el despropósito y tiende a diluir las responsabilidades individuales. Ni las masas, ni sus rebeliones fueron buenas consejeras en el pasado o partícipes de las prudencias convenientes de la buena política en los pueblos; más aún en los ardores del Mediterráneo. Entre otras razones, por lo que alega Stefan Zweig –cuya obra se reedita en España curiosamente en estos momentos de confusión- en su ensayo “Erasmo de Rótterdam, triunfo y tragedia de un humanista” (Paidós, 2005): “A la masa –dice- siempre le resulta más accesible lo concreto y tangible que lo abstracto. Por eso en política las consignas que mas partidarios encuentran son las que proclaman un enfrentamiento en vez de un ideal, un antagonismo cómodamente comprensible y manejable contra alguna clase, raza o religión, pues es en el odio allí donde más fácilmente prende la llama criminal de fanatismo” (Pág.18).

Ésta es la cuestión: ¿Estaremos escribiendo desde el fanatismo? ¿Acaso no es un cierto tono fanático menospreciar a los que no son o piensan como nosotros? ¿Tal vez no nos apercibimos de que ese maldito pensamiento único del secularismo es la nueva herejía de la libertad en Europa? Una confusa y difusa ideología de la libertad podría conducir a un implacable dogmatismo de nuevo cuño en el que la intolerancia, por paradójico que pareciere, atacara con hostilidad a las propias libertades de los ciudadanos o de las personas que profesan otros credos u otros pensamientos no secularistas, no exactamente coincidentes con la orfandad de toda trascendencia del espíritu. Este proceder axiomático de la libertad intolerante conduce sin duda al abismo. Vendría a ser como la repetición del pasado desde un lenguaje nuevo. ¿O no se referían a la libertad absoluta los postulantes de las revoluciones del siglo XIX y XX? ¿O no se propuso “liberar” al hombre el comunismo soviético y sus secuaces? Por lo común las grandes utopías arrastran muchos muertos, máximas contradicciones y frutos paradójicos. “El libro negro del comunismo” (Espasa Calpe, 1998) es toda una antología de las barbaridades alcanzables a partir de un mesianismo en acción; claro que para algunos –Philippe Petit ha escrito- “todos los muertos no valen lo mismo”. Terrible sentencia. ¿Es ese el camino que buscan los intolerantes? Mala cosa me parece que ciertas élites traten de barrer el pasado; quieran sólo resucitar “las memorias parciales”, o busquen pretextos en la Libertad soberana para reducir al silencio al los que son distintos o provengan de otras culturas o de otros fundamentos antropológicos. Desde la libertad nadie puede cancelar la tolerancia. Y desde la intolerancia, aunque se invista de radicalismo liberal, nadie debería construir un sistema político que no atendiera los grandes valores del hombre, pues, a la postre, “pretender juzgar un régimen –lo sostiene Hannah Arendt- es pretender juzgar la naturaleza humana”. Y la humana condición siempre podrá evolucionar, aunque difícilmente modificará en sustancia sus raíces. La historia de los hombres, al igual que la de sus pueblos, es una concatenación inexorable de retornos sin disfraz.

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Manuel Milián Mestre


VII Congreso Católicos y Vida Pública
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«Llamados a la Libertad»

 

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