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Antonio Millán Puelles (1921-2005) In Memoriam
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Antonio Millán-Puelles y la búsqueda de la verdad

por L. Quintás

Millán fue una figura de pensador netamente contrapuesta a los heraldos de no pocas corrientes contemporáneas, a veces muy exaltadas por ciertos medios configuradores de opinión pública. Todo cuanto signifique “pensamiento débil”, “reduccionismo”, “superficialidad”, “pragmatismo utilitarista”, “relativismo subjetivista”, “ideologías manipuladoras”... no hallaba el menor eco en un pensador como Millán que supo, como pocos, vivir enraizado en las sólidas convicciones de la llamada “Filosofía perenne” y dialogar abiertamente con todas las manifestaciones fecundas de la cultura.

Con el fallecimiento de Millán-Puelles, hemos perdido a un pensador de cuerpo entero, como profesor [1], como académico [2], como escritor [3]. Su estilo ordenado, riguroso y lúcido lo acompañaba siempre, como un traje inconfundible. Parecía no tener prisa en los planteamientos; le interesaba ahondar, sin precipitaciones, y llegar por sus pasos, con fluidez de estilo y coherencia lógica, a conclusiones lúcidas y sólidas.

Su característica básica fue su amor a la verdad y su manera de entender la filosofía como búsqueda de la verdad, al mejor modo socrático. Paso a paso, sosegadamente, sea cual fuere el tema tratado, lo que iba buscando siempre era el núcleo de las cuestiones, en definitiva la realidad, vista en una faceta u otra.

Millán estaba convencido de que la fuente de nuestro pensamiento es la realidad. Es una fuente inagotable; por eso la búsqueda nunca se aquieta, pero no es una búsqueda inútil, por tanto ilusa. Se busca y se halla, pero siempre en plan itinerante, como sucedía a Marcel, al que justamente se calificó como un “filósofo itinerante”. Bien cabría decir lo mismo de Millán.

Por eso, como filósofo, era tolerante, aun siendo de natural batallador. No era permisivo, pero sí tolerante, porque buscaba la verdad en común. Reconocía los aciertos de los pensadores con los que dialogaba, pero no dudaba en rechazar las posiciones que no juzgaba aceptables. Le pasaba algo semejante a lo que él afirmaba de Antonio Truyol: que era amigo de algunos representantes del círculo orteguiano, pero no compartía el relativismo historicista del maestro. “Amicus Plato, sed magis amica veritas”

Por eso Millán no se dejaba nunca seducir por modas o tendencias pasajeras. Nunca podré olvidar la decepción de varios universitarios brasileños cuando, en un congreso celebrado hace ya unos años, se apresuraron a preguntar al P. Javier Tilliette por los “nuevos filósofos”, jóvenes pensadores franceses entonces en el candelero. Y él les manifestó paladinamente que los temas que trataban y el método que seguían no le interesaban lo más mínimo; él seguía sus investigaciones sobre Schelling. Así era también Millán: no tenía ansia de estar al día, sino de ahondar en el secreto de las cosas. El êthos de verdad fue el signo distintivo de su actitud ante la vida.

Trató muchas cuestiones de interés vital cotidiano, pero siempre las estudió en sus últimas implicaciones. Recuerdo una de sus últimas intervenciones en la Academia, en una serie dedicada al tema del envejecimiento demográfico [4]. Analizó las posiciones al uso respecto a este problema, y fue poco a poco dejando al descubierto que, más allá de las causas que suelen aducirse, late la verdadera causa, que es algo tan fluido pero tan eficiente como la actitud hedonista ante la vida. Un problema de población implica cuestiones económicas de suma gravedad, pero, bien analizado, muestra que en él late un problema ético de gran voltaje.

Esta actitud flexible e integradora le permitía a Millán ver muchos aspectos de la vida humana, no como contradicciones, sino como contrastes. Así afirma, por ejemplo, que el hombre es libre, pero dentro del cauce que le marca su modo de ser, es decir, su esencia; es creativo, pero ha de serlo con una actitud de fidelidad a su naturaleza y a la de las realidades que constituyen su “elemento vital”; es un ser histórico, pero tiene al mismo tiempo una naturaleza estable. “El hombre tiene historia –escribe- en cuanto que su ser, aunque substancialmente permanente, tiene capacidad para el revestimiento de nuevas modalidades accidentales” [5] .

Tales modalidades las adquiere mediante la libertad. “La libertad del ser humano –afirma- constituye la apertura a un horizonte indefinido de posibilidades de ser. Este horizonte, considerado en su totalidad como el mundo posible del dinamismo propiamente humano, es el orbe específico de la historia” [6] . Esta libertad –por amplia y decisiva que sea- no excluye antes incluye taxativamente la naturaleza en la que se halla inserta, como cualidad preeminente .

Su voluntad integradora explica también el constante interés de Millán por aquilatar el sentido de los términos de manera pausada. Se tomaba tiempo para sus análisis, pero no perdía el rumbo hacia la meta que se había propuesto. Ese tempo lento le dejaba huelgo para hacer excursus y ejercitar su andaluz sentido del humor y la ironía, que le llevaba a realizar sutiles juegos de palabras, siempre oportunos.

Este êthos de verdad se basaba en su convicción básica de que el hombre es capaz de trascender lo inmediato y encontrar la verdad, no de forma exhaustiva pero sí real y eficaz, pues “el espíritu, en su acepción más positiva, es el ente que vive de algún modo la infinitud del ser” [7]. Esta convicción dio lugar a todo un libro, de título sintomático: El interés por la verdad. En él escribe: “En realidad, es vivo todo problema auténticamente vivido con la intensidad indispensable para plantearlo con rigor y para sentirse en la necesidad de buscarle la solución. Cualquier otra manera de entender las vivas inquietudes intelectuales o los problemas vivos es pura y simple retórica vitalista” [8]

La búsqueda de la verdad, para ser auténtica en sentido socrático, ha de implicar la voluntad firme de querer encontrar y aceptar lo encontrado. Si no se tiene confianza de encontrar la verdad o no se desea plegar la propia mente a las exigencias de la misma, se cae en la tentación de convertir la búsqueda en una meta. Se trata de una forma de”activismo” que Millán fustiga en su libro Interés por la verdad.

Esta decisión de aceptar la verdad hallada presenta una importancia singular en el campo de la Ética, en el cual analizamos las exigencias que la realidad plantea a nuestra conducta. Millán se adhiere en este punto al pensamiento expresado por Juan Pablo II en su penetrante estudio sobre el nexo de fe y razón: “Es, pues, necesario –escribe el Papa- que los valores elegidos y que se persiguen en la propia vida sean verdaderos, porque solamente los valores verdaderos pueden perfeccionar a la persona realizando su naturaleza. El hombre encuentra esta verdad de los valores no encerrándose en sí mismo, sino abriéndose para acogerla incluso en las dimensiones que lo trascienden. Ésta es una condición necesaria para que cada hombre llegue a ser uno mismo y crezca como persona adulta y madura” [9] .

Millán estaba persuadido de que la verdad lleva la inteligencia a plenitud, porque la llena de admiración ante la grandeza que muestra la realidad cuando se nos revela esplendorosamente. Ya sabemos que la verdad fue definida de antiguo como “el esplendor de la realidad”. Por eso es una fuente de satisfacción para la inteligencia. La vida de la inteligencia, lo que los griegos llamaban “theorein”, consiste en mirar la realidad y admirar lo que ella implica. Por eso la admiración (“thaumatsein”) fue considerada por Aristóteles como el principio de la sabiduría.

La admiración, así entendida, constituye el impulso de la búsqueda filosófica, como bien expuso Platón en su famosa Carta séptima (341 c,d). Tras negarse a facilitar a su amigo Dionisio, tirano de Siracusa, un resumen de su filosofía, nos dice que, si queremos saber de veras filosofía, debemos enfrascarnos en los problemas de la vida, y, cuando hallamos pasado meses meditándolos, un buen día, como por un relámpago, se nos iluminará la cuestión buscada. Esa luz es la filosofía.

Esta búsqueda de la verdad no se reduce a tomar nota de lo que aparece ante nuestros ojos. Requiere movilizar la imaginación a fin de penetrar en todas las implicaciones de cuanto se nos manifiesta de forma inmediata. En la vida podemos realizar experiencias tan sugestivas que nos remiten mucho más allá de lo que son a primera vista. “Dondequiera que el hombre descubra una referencia a lo absoluto y a lo trascendente, se le abre un resquicio de la dimensión metafísica de la realidad: en la verdad, en la belleza, en los valores morales, en las demás personas, en el ser mismo y en Dios. Un gran reto que tenemos al final de este milenio es el de saber realizar el paso, tan necesario como urgente, del fenómeno al fundamento” [10] . Millán suscribe este pensamiento de Juan Pablo II y estudia la verdad en el arte, en la religión, en todas las manifestaciones de la vida humana que presentan un profundo valor simbólico. Basta leer entre líneas su Léxico filosófico [11]< para ver el afán permanente de Millán de penetrar en cada realidad hasta sus últimas implicaciones, que culminan en el Creador.

De lo antedicho se desprende que Millán fue una figura de pensador netamente contrapuesta a los heraldos de no pocas corrientes contemporáneas, a veces muy exaltadas por ciertos medios configuradores de opinión pública. Todo cuanto signifique “pensamiento débil”, “reduccionismo”, “superficialidad”, “pragmatismo utilitarista”, “relativismo subjetivista”, “ideologías manipuladoras”... no hallaba el menor eco en un pensador como Millán que supo, como pocos, vivir enraizado en las sólidas convicciones de la llamada “Filosofía perenne” y dialogar abiertamente con todas las manifestaciones fecundas de la cultura. Armonizar esta actitud abierta con una fidelidad básica a los referentes decisivos de la propia vida es privilegio de personalidades recias, como sin duda era la de nuestro compañero Antonio Millán Puelles, cuya presencia honró esta Academia durante 44 años.

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L. Quintás



[1] Enseñó en aulas de bachillerato desde 1944 a 1951; en la Universidad Complutense desde 1951 hasta su jubilación.

[2] Ingresó en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas en 1961, con un discurso sobre “La función social de los saberes liberales”, publicado posteriormente en Rialp, Madrid 1961.

[3] Además de numerosos artículos, escribió unas veinte obras, entre las que destacan La formación de la personalidad humana (Rialp, Madrid 1963), La estructura de la subjetividad (Rialp, Madrid 1967), Teoría del objeto puro (Rialp, Madrid 1990); La libre afirmación de nuestro ser. Fundamentación de la ética realista (Rialp, Madrid 1994), El valor de la libertad (Rialp, Madrid 1995), Ética y realismo (Rialp, Madrid 1996), El interés por la verdad (Rialp, Madrid 1997), Léxico filosófico (Rialp, Madrid 1984), La lógica de los conceptos metafísicos, I. La lógica de los conceptos transcendentales (Rialp, Madrid 2000), La lógica de los conceptos metafísicos, II. La articulación de los conceptos extracategoriales (Rialp, Madrid 2003).

[4] Cf. Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas 51 (1999), p. 183.

[5] Cf. Ontología de la existencia histórica, Rialp, Madrid 21955, p. 185.

[6] Cf. O. cit., p. 195.

[7] Cf. La estructura de la subjetividad, Rialp, Madrid 1967, p. 395.

[8] Cf. O. cit., Rialp, Madrid 1997, p. 280.

[9] Cf. Fides et ratio nº 25.

[10] Cf. Fides et ratio nº 83.

[11] Cf. O. cit., Rialp, Madrid 1984.


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