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Antonio Millán Puelles (1921-2005) In Memoriam
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Karol Wojtyla y Antonio Millán-Puelles, filósofos

por Jesús Villagrasa

Dos grandes filósofos, Karol Wojtyla y Antonio Millán-Puelles, han fallecido a distancia de diez días, ambos a la edad de 84 años. Han compartido la tradición aristotélico-tomista y fenomenológica, la actitud de diálogo con la filosofía moderna y contemporánea, el rigor, claridad y creatividad en el pensamiento, el amor a la verdad y el interés por comprender y «salvar» la libertad de la persona humana

El autor y su obra

En la madrugada del pasado 22 de marzo fallecía en Madrid a la edad de 84 años, Antonio Millán-Puelles , uno de los mejores filósofos españoles del siglo XX. A los pocos días, el sábado 2 de abril, Karol Wojtyla, a la misma edad, moría en Roma. Se conocieron en vida en un simposio celebrado en Roma y que Millán-Puelles amaba recordar. En esa ocasión, mientras intercambiaban unas palabras, el entonces arzobispo de Cracovia, Karol Wojtyla, sacó de su maletín la traducción italiana del libro La estructura de la subjetividad de Millán-Puelles, publicada por Marietti, y manifestó al filósofo español que ambos habían seguido caminos filosóficos muy similares.

De Juan Pablo II abundan las biografías y estudios. Conocemos su rica personalidad como hombre, cristiano, sacerdote y pontífice ejemplar. Sobresale en múltiples dimensiones de su persona: como místico, literato, hombre de gobierno, pastor, comunicador, teólogo… En un lugar relevante habría que mencionar su condición de filósofo. Paul Johnson, dos días después de su muerte, publicó en The Wall Street Journal, un artículo titulado El Papa Filósofo (The Philosopher-Pope, 4-IV-2005, p. A14).

Antonio Millán-Puelles es conocido sobre todo como filósofo. Aspectos de su persona, como su calidad humana, su vida cristiana, su amor y dedicación a la familia y a la enseñanza, su nobleza y lealtad a los amigos… todo aquello que lo hacía ser un gran hombre, pudo apreciarlo sólo quien lo conoció personalmente. Este artículo in memoriam de ambos se limita a su condición de filósofos. La mera presentación de estas dos grandes figuras de la filosofía del siglo XX confirma la apreciación de K. Wojtyla: la semejanza de su camino filosófico.

Antonio Millán-Puelles, filósofo

A. Millán-Puelles nació en Alcalá de los Gazules (Cádiz) el 11 de febrero de 1921. Un día, en los años de la guerra civil española, leyendo las Investigaciones Lógicas de Husserl, se perfiló su vocación filosófica. De 1939 a 1941, cursó los estudios comunes en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de San Fernando de Sevilla. Continuó sus estudios especiales en la Universidad de Madrid como discípulo – durante poco más de un año – de Manuel García Morente. En 1943 mereció el Premio Extraordinario de Licenciatura en Filosofía y Letras (Sección filosofía). En 1944 obtuvo, por oposición, con el número 1, la cátedra de Filosofía de Institutos Nacionales de Enseñanza Media. En 1946, defendió su tesis El problema del ente ideal. Un examen a través de E. Husserl y N. Hartmann, galardonada con el Premio Extraordinario de Doctorado.

En 1951 ganó por oposición la cátedra de «Fundamentos de Filosofía, Historia de los sistemas filosóficos y Filosofía de la Educación» de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid; su lección inaugural versó sobre la libertad como expresión del ser. Detentó esta cátedra hasta 1976, fecha en la que ocupa, hasta su jubilación en 1987, la cátedra de Metafísica. De 1951 es su obra Ontología de la existencia histórica. Además de su actividad universitaria, fungió como secretario del Instituto de Pedagogía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas – del que después fue Consejero Numerario – y vocal de la Junta directiva del Ateneo de Madrid. En 1954, como profesor extraordinario de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo (Mendoza, Argentina), desarrolla dos cursos simultáneos: «Mutabilidad accidental del ente» y «El logicismo en metafísica». Al terminar el curso académico, regresa a su cátedra de Madrid.

Su obra más difundida – va por la 14ª edición –, Fundamentos de filosofía, vio la luz en 1955. De 1958 es La claridad en filosofía y otros estudios. En 1961, su obra La función social de los saberes liberales recibió el Premio Nacional de Literatura, sección «Francisco Franco», para libros de pensamiento. En ella completa algunas ideas de su discurso de ingreso a la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, en abril de ese año. De 1962 es Persona humana y justicia social. Entre 1963 y 1968 dirigió la sección de Filosofía de la Enciclopedia de la Cultura Española.

A Millán Puelles se le reconoce un peso específico en la Filosofía de la Educación española. Más allá de su docencia y de algunos artículos menores publicados en revistas y diccionarios, este influjo se debe a la difusión de su obra La formación de la personalidad humana (1963). La estructura de la subjetividad (1967) fue considerada – hasta las obras de la etapa de jubilado – su principal aportación a la filosofía y recibió el Premio Juan March de Investigación Filosófica.

Ha sido patrono del Museo del Prado (1966) y consejero cultural de la Fundación General Mediterránea (1971). En 1972 fue nombrado director del Departamento de Filosofía Fundamental de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense y profesor de la Escuela Diplomática. En 1974 publicó Economía y libertad y fue colaborador cultural de la Limmat Stiftung de Zürich (Suiza). En 1976 recibió el Premio Nacional de Investigación Filosófica, publicó Universidad y sociedad y Sobre el hombre y la sociedad y colaboró con W. Wertwebruch y E. De Jonghe en la redacción de Die Moral des Wohlstandes (Adam Verlag).

Ha sido Gastprofesor de la Universidad de Maguncia, profesor extraordinario de la Universidad de Navarra, profesor visitante de la Universidad Panamericana de México, miembro de la Junta Directiva de la Sociedad Internacional de Fenomenología, presidente de la Sociedad Española de Fenomenología, socio de honor de la Sociedad Mexicana de Filosofía y miembro honorario de las Universidades Argentinas. Ha recibido la Gran Cruz del Mérito Civil. Por Real Decreto 339, de 23 de marzo de 2001, se le concedió la Gran Cruz de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio (BOE de 24 de marzo de 2001). El 20 de abril de 2001 la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense celebró una Jornada Académica conmemorativa del 50º aniversario de su nombramiento como Catedrático de la Universidad de Madrid.

Sus obras principales más recientes – como casi todas las anteriores, publicadas con Ediciones Rialp – son Léxico filosófico (1984, 20022), Teoría del objeto puro (1990; The Theory of the Pure Object, 1996), La libre afirmación de nuestro ser. Una fundamentación de la ética realista (1994), El valor de la libertad (1995), Ética y realismo (1996, 19992), El interés por la verdad (1997) y La lógica de los conceptos metafísicos en dos volúmenes (2002, 2003). Ha dejado inconcluso un estudio sobre la inmortalidad del alma.

Ha dirigido 28 tesis doctorales en la Universidad Complutense de Madrid a estudiantes que hoy tienen ya un nombre en el mundo filosófico español: José Luis Rodríguez Sández, El ser absoluto de la conciencia: un análisis de su sentido en la filosofía de E. Husserl (1970); José Antonio Ibáñez-Martín Mellado, El compromiso humano con la historia en la filosofía de M. Merleau-Ponty (1972); Rafael Alvira Domínguez, La noción de finalidad: un estudio a través de Aristóteles y Santo Tomás (1972); Fernando Luis Peligero Escudero, Objetividad e idealidad en Husserl: la polémica contra el relativismo (1973); Javier Hernández-Pacheco Sanz, Acto y substancia: estudio a través de Santo Tomás de Aquino, (1980); Ramón Rodríguez García, La fundamentación formal de la ética: análisis del proceso de fundamentación de la ética en la obra de Kant (1980); Miguel García-Baró López, Fundamentos de la crítica de la razón lógica: ensayo fenomenológico (1983); Rogelio Rovira Madrid, Teología ética: Fundamentación y construcción de una teología racional según los principios del idealismo trascendental (1986); José María Barrio Maestre, El ser y la existencia: analítica del ser como acto y como hecho (1987); Víctor Velarde Mayol, La Teoría del Objeto en Alexius Meinong (1988).

Las principales tradiciones filosóficas que han influido en A. Millán-Puelles son la fenomenológica y la aristotélico-tomista.

La fenomenología

Millán Puelles se interesa por la fenomenología de Husserl desde sus años de estudiante y en sus investigaciones posteriores no abandonará el método fenomenológico. Es considerado un pionero de la fenomenología en el mundo de habla hispana. Los mejores rasgos de la auténtica fenomenología se dan en él: la apertura a la verdad, venga de donde venga, y el apego a los fenómenos y datos de la experiencia, analizados cuidadosamente y sin reduccionismos o construccionismos. Se refiere frecuente y positivamente a fenomenólogos y protofenomenólogos como Bolzano, Brentano, Meinong, Marty, Husserl y Hartmann, entre otros. Hacia Brentano siente una deuda de gratitud que expresará con la traducción de Sobre la existencia de Dios (1979) y un prólogo a la misma. Admira las críticas de Husserl al psicologismo y al escepticismo, pero no comparte al idealismo fenomenológico del último Husserl. Piensa que los discípulos de Göttingen, de primera hora, tienen en conjunto razón al ver en la fenomenología un instrumento extraordinario, que no cierra el paso al realismo metafísico, sino que más bien lo abre. El simultáneo uso y crítica de la fenomenología de Husserl manifiesta su coherencia con un verdadero espíritu objetivo y fenomenológico, que lo lleva al desacuerdo con el fundador de la fenomenología si percibe distorsiones o malas interpretaciones de los datos. De todas formas, Millán-Puelles se reconoce sobre todo en la tradición aristotélico-tomista .

La tradición aristotélico-tomista

Los principios de la metafísica aristotélico-tomista suelen ser el punto de apoyo o el motivo inspirador de sus obras. Muchas de sus tesis son tomistas. Las sostiene porque le parecen verdaderas. Si es el caso, no duda en criticar a los tomistas más reconocidos. No es un simple glosador de Tomás de Aquino. Se mantiene atento a las vanguardias filosóficas del tiempo e incrementa el acervo recibido de la tradición con aportaciones propias. Las obras de Millán-Puelles tiene el sello de la originalidad por la temática tratada o por la perspectiva adoptada. Concibe la tarea del filósofo como un replanteamiento y desarrollo de los grandes problemas y de los temas filosóficos de siempre expresados con nuevos términos y en nuevos contextos. Incluso en su manual para universi­tarios, Fundamentos de Filosofía, que es el más tradicional y aristotélico-tomista de sus escritos, dialoga con filósofos de todos los tiempos e incorpora la terminología adecuada al momento presente, renunciando a tecnicismos inconvenientes. Su amplio conocimiento de la historia de la filosofía y su talante especulativo lo libran de las estrecheces de escuela y lo mantienen en un pensamiento de vanguardia.

Maestros: M. García Morente y L.E. Palacios

Millán-Puelles reconoce como maestros inmediatos a Manuel García Morente (1886-1942) y a Leopoldo Eulogio Palacios (1912-1961), pero sus fuentes son directas, lejanas y múltiples; sin despreciar las ibéricas, entre las que sobresalen Juan de santo Tomás, Francisco Araujo y Francisco Suárez.

Millán-Puelles pudo conocer, gracias al magisterio de García Morente, las corrientes filosóficas europeas del primer cuarto del siglo XX. García Morente estudió, desde 1903, en la Facultad de Letras de la Sorbona, donde Émile Durkheim enseñaba su sociologismo; entre los años 1905 y 1907 tuvo trato frecuente con Henri Bergson. En 1911 se encuentra en Marburgo con Ortega y Gasset, y recibe junto a él, de Hermann Cohen, Paul Natorp y Ernst Cassirer, la propuesta filosófica del neokantismo. A partir de entonces, la interpretación neokantiana del idealismo crítico de Kant se convierte, si no en el credo filosófico de García Morente, sí desde luego en la filosofía de referencia. El grupo de estudiantes españoles de Marburgo, aunque no se sumó al neokantismo, lo conocía bien. García Morente fue compañero de Nicolai Hartmann en Marburgo y tradujo obras de Brentano y Husserl al castellano. Tradujo las Investigaciones Lógicas de Husserl en 1929. Recuperada la fe católica en los años de la guerra civil, García Morente se acercó a la escolástica y al tomismo. Se propuso superar el idealismo y sólo lo logró con las aportaciones de Brentano y Tomás de Aquino. Millán-Puelles no lo recuerda como un profesor tomista.

Millán-Puelles fue introducido a la escolástica aristotélico-tomista por L.E. Palacios, un metafísico que enseñó lógica desde 1944 en la universidad de Madrid, y que en 1943 había defendido una tesis doctoral sobre Juan de santo Tomás. La primera tesis doctoral dirigida por L.E. Palacios fue la de Millán-Puelles. Con estos maestros y antecedentes resulta lógico que el tema haya sido El problema del ente ideal. Un examen a través de E. Husserl y N. Hartmann.

No resulta fácil etiquetar a Millán-Puelles dentro de alguna escuela. Si hubiera que encuadrarlo, habría que colocarlo entre los tomistas por dos motivos: porque él mismo da un lugar de preferencia a santo Tomás y a sus comentadores en el planteamiento de los problemas y en la exposición de las soluciones, y porque en la investigación mantiene el mismo espíritu abierto y crítico de Tomás de Aquino.

Tanto en las obras de alta especulación como en las de divulgación, Millán-Puelles revela un talante filosófico claro y riguroso, preciso y sobrio, analítico y metafísico.

Claridad y rigor

La claridad es, para Millán-Puelles, una exigencia misma de la filosofía, la manera de hacer filosofía, la idea misma de filosofía: «La exposición debe ser clara – dice – porque ella misma es una aclaración». La claridad estilística – que él denomina «instrumental» – es la de menor importancia, pues debe estar precedida por la claridad «formal», es decir, por la claridad del concepto – que consiste en su precisión, exactitud, claridad y distinción – y por la claridad del discurso o sistemática, que se manifiesta en el esquematismo y brevedad; y, también, por la claridad «radical», es decir, la objetividad o verdad ganada en la intelección filosófica y expresada en la comunicación filosófica.

Millán-Puelles llama rigor a la claridad «formal» y «radical». No desprecia la claridad «instrumental», pues la cultiva para lograr el fin de la clarificación filosófica. Los recursos estilísticos auxiliares no se usan por deleite, como en la poética, sino por necesidad y utilidad, pues es propio de la naturaleza del hombre llegar a lo inteligible a través de lo sensible.

Millán-Puelles es un autor claro, pero no fácil. En las grandes obras especulativas utiliza un método riguroso, una técnica depurada; se expresa en un lenguaje denso y apretado sin concesiones a excesos literarios. La profundidad hermanada con una sobresaliente claridad no ahorra al estudioso la fatiga en los temas difíciles. «Ha escrito páginas difíciles – afirma Fernández de la Mora – pero siempre diáfanas, ordenadas, esforzadamente mantenidas en las antípodas de la paradoja, la logomaquia y la ambigüedad».

Precisión y sobriedad

Millán-Puelles escribe con precisión y sobriedad; usa un castellano sencillo, correcto y no exento de sobria belleza. La frase es ajustada, fácil o difícil según la idea misma que expresa. No elude la construcción compleja ni el periodo largo. Con fines pedagógicos recurre a juegos de palabras, para abreviar en una frase un amplio argumento. Quienes lo han escuchado admiran su sorprendente diafanidad conceptual, su precisión terminológica y su estilo sugestivo.

Expresión de su sobriedad es no hacer alarde expreso de la erudición que posee. Quien conozca un poco los problemas que trata apreciará esa agilidad y soltura al desarrollarlos que solamente se logra tras una larga y difícil familiaridad con autores y sistemas. Muchas de sus páginas son fruto de una elaborada reflexión personal, puramente doctrinal, de las que, en buena medida, están ausentes las referencias bibliográficas. El recurso a las etimologías y a las expresiones en otras lenguas no es raro, mas siempre apropiado y conciso; nunca un fin en sí mismo. La etimología no se convierte en un subterfugio para eludir el problema o para dar una respuesta aparente. La etimología ayuda a plantear los problemas, pero no los resuelve. Su estilo ha sido comparado al del orfebre, por la densidad, minuciosidad, cuidado y pulcritud del trabajo.

Analítico y metafísico

Millán-Puelles es un metafísico, por haber detentado la cátedra de metafísica y porque concibe la filosofía como metafísica. La metafísica, pensando el todo, busca la síntesis, pero sólo la alcanza al final de un laborioso trabajo de análisis que puede extenderse a múltiples temas y ámbitos. Los títulos de sus publicaciones manifiestan una gran variedad temática; cosa sorpren­dente en este tiempo de especialización. La gran finura analítica de su inteligencia, al estar abierta a un amplio espectro de intereses, se libra de la excesiva fragmentación del saber filosófico y de imponer puntos de vista pasajeros o unilaterales. Esta apertura temática no es una opción arbitraria; se trata ­– dice ­– del «estilo mismo del pensamiento filosófico que a mí me parece el más auténtico y fecundo».

En sus obras predomina la especulación filosófica sobre la investigación histórica de las opiniones porque así lo exige la naturaleza misma de la filosofía. «Filosofar no es historiar. Lo cual no significa – dice Millán-Puelles – que el filósofo pueda permanecer ajeno a la historia concreta de su saber. Muy por el contrario, esta historia debe serle conocida, y justamente de una manera histórica; la única capaz de dar cuenta de un proceso concreto y determinado». Una radical separación de la filosofía y de su historia sería insensata, porque la filosofía gravita entre dos polos: la historicidad y la verdad. La primera es una condición; la segunda, algo esencial. Este talante especulativo, más atento a los problemas que a las opiniones, y siempre en diálogo con los grandes maestros, a quienes conoce bien, le permiten ser un crítico agudo, libre y respetuoso, y estrenar en cada línea de su obra un legado secular de temas y problemas que se continúan y renuevan.

Millán-Puelles es poco amigo de las trasposiciones, irenismos falsos o fáciles paralelismos entre sistemas filosóficos o autores. Prefiere la confrontación clara, distinguir para unir, perfilar fronteras nítidas cuando las hay y reconocer, al mismo tiempo, semejanzas y elementos comunes. La contraposición entre sistemas, autores e ideas es una característica constante en su modo de hacer filosofía. Al confrontar sistemas filosóficos o autores, evita las fusiones o mezclas inestables.

Si hubiera que buscar un tema inspirador en la obra filosófica de este metafísico habría que identificarlo en el hombre, en cuanto logos que se reconoce existente en el ser y que debe «hacerse» mediante el ejercicio de una libertad recibida.

Un tema inspirador

Millán-Puelles ha dicho que la cuestión que más radicalmente le interesa consiste en saber «cómo es posible que el hombre llegue a traicionarse a sí mismo, o sea, a preferir para sí mismo lo que realmente se opone a su más auténtico ser».

Su metafísica – también en obras tan abstractas y aparentemente alejadas de la realidad como Teoría del objeto puro, que trata de lo irreal – se inscribe en un itinerario intelectual que va del logos objetivo a la acción moral con la mediación de la metafísica del ser. Esta tensión puede constatarse en sus obras más significativas, La estructura de la subjetividad y Teoría del objeto puro. Ambas comienzan constatando la necesidad del estudio de las condiciones de posibilidad de algún fenómeno del logos y terminan con la afirmación de la libertad.

Al inicio de La estructura de la subjetividad Millán-Puelles dice: «Esta sustancia, fundamentalmente abierta al Ser, tiene que ser pensada de tal modo que se pueda entender la posibilidad humana de asumir como si fuesen seres las falsas apariencias dimanadas de un origen empírico» (p. 10). Y en la última página de la obra considera el carácter fáctico y limitado de la libertad: «Para poder optar, yo, que soy limitado, he de ser previamente requerido por seres que también son limitados (o por algo que así se me presenta en función de mi igualmente limitada manera de conocer)» (p. 417).

Teoría del objeto puro se abre afirmando que el realismo teórico exige la elucidación de lo irreal, para lo cual se han de analizar las condiciones gracias a las cuales es posible que lo irreal «llegue a instalarse – constituido en objeto, a pesar de su irrealidad – en la esfera de lo dado o manifiesto a alguna subjetividad consciente en acto» (p. 13); y se cierra con estas palabras: «En todo uso de la libertad –también en el uso práctico– lo irreal es imprescindible para la realidad de nuestro ser» (p. 832).

El interés de Millán-Puelles por el ente ideal, por la apariencia, por el objeto en cuanto objeto, por la consistencia del logos, es en él algo inicial y originario, pero ordenado a la cuestión clave: ¿cómo es posible que el hombre haga mal uso de su libertad? ¿cómo salvar la libertad? La filosofía busca respuestas últimas. Millán-Puelles las ha buscado con tesón. La tarea del filósofo es demasiado amplia para una vida cuyos senderos siempre son interrumpidos. En la última conversación que tuve con él, cuatro meses antes de su muerte, me desarrolló desde su lecho de enfermo el esquema de una obra sobre la inmortalidad del alma que debió interrumpir cuando comenzaba a exponer el pensamiento de Schelling. Esta obra es ya un «sendero interrumpido».

Karol Wojtyla, filósofo

Karol Józef Wojtyla, nació en Wadowice, Polonia, el 18 de mayo de 1920. Terminados los estudios de enseñanza media en la escuela Marcin Wadowita de Wadowice, se matriculó en 1938 en la Universidad Jagellónica de Cracovia y en una escuela de teatro. Cuando las fuerzas de ocupación nazi cerraron la universidad, en 1939, el joven Karol tuvo que trabajar en una cantera y, luego, en la fábrica química Solvay, para ganarse la vida y evitar la deportación a Alemania. «Después de la muerte de mi padre – dirá Juan Pablo II – ocurrida en febrero de 1941, poco a poco fui tomando conciencia de mi verdadero camino. Yo trabajaba en la fábrica y, en la medida en que lo permitía el terror de la ocupación, cultivaba mi afición a las letras y al arte dramático. Mi vocación sacerdotal tomó cuerpo en medio de todo esto, como un hecho interior de una transparencia indiscutible y absoluta. Al año siguiente, en otoño, sabía que había sido llamado. Veía claramente lo que debía abandonar y el objetivo que debía alcanzar sin volver la vista atrás. Sería sacerdote» [1] . A partir de 1942, al sentir la vocación al sacerdocio, estudió en el seminario clandestino de Cracovia, dirigido por el Cardenal Adam Stefan Sapieha.

A los veintitrés años, Wojtyla se enfrenta por primera vez al estudio de la filosofía a través de un texto de Metafísica escrito por un miembro de la escuela tomista-trascendental de Lovaina: Kazimierz Wais (1865-1934) [2] . Wojtyla ha descrito el choque que, como literato, experimentó ante las fórmulas ásperas, densas y abstractas de la neoescolástica. «Tras un par de meses abriéndome paso a través de esa vegetación llegaría a un claro, al descubrimiento de las profundas razones por las que hasta entonces había tan solo vivido y sentido… Lo que la intuición y la sensibilidad me había ilustrado hasta entonces acerca del mundo encontró sólida confirmación» [3] . En un encuentro con estudiantes romanos que abarrotaban el aula Pablo VI, en el mes de marzo de 2003, hablando sin papeles, Juan Pablo II recordó que mientras trabajaba como obrero había estudiado la metafísica, por su cuenta, sin profesores, y que trataba de entender esas categorías, y que al final logró entenderlas. Y concluyó: «he constatado que esta metafísica, esta filosofía cristiana me da una nueva visión del mundo, una más profunda penetración de la realidad. Antes tenía estudios más bien humanistas, ligados a la literatura y a la lengua y aquí, con esta metafísica y con la filosofía en general, he encontrado la clave para una comprensión y penetración intelectual del mundo más profunda y, diría, ultima».

Tras la segunda guerra mundial, continuó sus estudios en el seminario mayor de Cracovia, nuevamente abierto, y en la Facultad de Teología de la Universidad Jagellónica, hasta su ordenación sacerdotal en Cracovia el 1 de noviembre de 1946. Seguidamente, fue enviado por el Cardenal Sapieha a Roma, donde, bajo la dirección del dominico francés Garrigou-Lagrange, se doctoró en 1948 en teología, con una tesis sobre la fe en las obras de San Juan de la Cruz («Doctrina de fide apud Sanctum Ioannem a Cruce») [4]. En este periodo profundizó su conocimiento del tomismo. Más tarde, hacia el año 1956, gracias a Stefan Swiezawski, Wojtyla se acercará más a las obras de Etienne Gilson y Jacques Maritain y entrará en relación con el así llamado tomismo existencial [5]. Wojtyla nunca asumirá como propias las tesis clásicas del tomismo lovainense, que conoció desde sus lecturas iniciales de Wais; pero la preocupación por encontrar una vía que permita conciliar la filosofía del ser con la filosofía de la conciencia marcará su itinerario intelectual.

En 1948 volvió a Polonia, y fue vicario en diversas parroquias de Cracovia y capellán de los universitarios hasta 1951, fecha en que reanudó sus estudios filosóficos y teológicos. En 1953 presentó en la Universidad Católica de Lublin una tesis titulada Valoración de la posibilidad de fundar una ética católica sobre la base del sistema ético de Max Scheler, y publicada en español con el título Max Scheler y la ética cristiana (BAC, Madrid 1982). Después pasó a ser profesor de Teología Moral y Ética Social en el seminario mayor de Cracovia y en la facultad teológica de Lublin. El 4 de julio de 1958, el Papa Pío XII lo nombró Obispo auxiliar de Cracovia. En la homilía del funeral del Papa Juan Pablo II, el Cardenal Ratzinger recordó este momento: ««Dejar la enseñanza académica, alejarse de esta estimulante comunión con los jóvenes, abandonar el grande empeño intelectual por conocer e interpretar el misterio de la criatura llamada hombre, para hacer presente en el mundo de hoy la interpretación cristiana de nuestro ser: todo esto debía parecerle como un perderse a sí mismo, perder precisamente cuanto había llegado a ser la identidad humana de ese joven sacerdote. ¡Sígueme! Karol Wojtyla aceptó, percibiendo en la llamada de la Iglesia la voz de Cristo» [6].

El 13 de enero de 1964 fue nombrado Arzobispo de Cracovia por Pablo VI, quien le hizo cardenal el 26 de junio de 1967. El 16 de octubre de 1978 inició el sumo pontificado con el nombre de Juan Pablo II.

Desde que reanudó sus estudios de filosofía en 1951, K. Wojtyla se esfuerza por comprender la subjetividad desde la metafísica del ser. Para ello realiza una doble asimilación y revisión crítica: por un lado, a los treinta y tres años de edad, en su tesis doctoral de filosofía, revisa los logros y los límites temáticos y metodológicos de la filosofía moral de Max Scheler. Por otro, de los treinta y cuatro a los cuarenta años reconoce explícitamente en diversos ensayos el valor de la metafísica tomista, a la vez que señala eventuales límites debidos a su marcado enfoque cosmológico y objetivista. Rocco Buttiglione, en su obra El pensamiento de Karol Wojtyla, (Encuentro, Madrid 1992; traducción del original italiano Il pensiero di Karol Wojtyla, Jaca Book, Milano 1982) desarrolla un profundo y denso análisis de las obras filosóficas de K. Wojtyla desde el punto de vista de la asimilación crítica de la fenomenología scheleriana y del tomismo, que no es el caso exponer ahora. El capítulo tercero de esta obra está dedicado a la formación filosófica de K. Wojtyla y el octavo confronta su pensamiento con las filosofías contemporáneas, en particular con la fenomenología, el existencialismo y la nueva filosofía de la praxis. Los capítulos cuarto y quinto presentan las dos obras filosóficas mayores de Wojtyla. En ambas, la fenomenología y el tomismo, críticamente asimilados, dan a luz dos estudios originales: Amor y responsabilidad (Plaza & Janés, Barcelona 1996, original polaco de 1960) sobre el lenguaje del cuerpo, la sexualidad y el matrimonio, y Persona y acción (BAC, Madrid 1982, original polaco de 1969) [7].

El tema que absorbe la atención de K. Wojtyla, desde que era profesor en la Universidad de Lublin, es la acción humana. Busca una ontología del espíritu que sirva de fundamento a la ética en una situación histórica en la que los cimientos de la moral clásica comienzan a resquebrajarse tras el derrumbe de casi todas las esperanzas puestas en la modernidad ilustrada. Persona y acción y Amor y responsabilidad son libros complementarios en este proyecto. En ellos, Wojtyla muestra las mutuas ventajas especulativas y prácticas que pueden depararse la fenomenología y una teoría de la acción de cuño aristotélico. De esas ventajas se ha beneficiado el magisterio del futuro Papa.

En reconocimiento al valor filósofo de quien llegó a ser Juan Pablo II fue publicada por Bompiani en el año 2003, en un grueso volumen, buena parte de la obra filosófica de K. Wojtyla [8]. No ha pasado desapercibido a los estudiosos el aporte filosófico de Juan Pablo II [9].

En sus obras, Wojtyla se dice deudor, por una parte, de la metafísica, la antropología y la ética aristotélico-tomistas y, por otra, de la fenomenología, sobre todo en la interpretación realista de M. Scheler y, más en particular, del polaco Roman Ingarden. La atención de su filosofía y sus análisis más profundos están dirigidos sobre todo al hombre como sujeto inteligente y libre. La subjetividad del hombre emerge en el hecho de que cada persona se experimenta como responsable de las propias acciones. Es más, el acto revela al hombre como persona, es decir, como sujeto no reducible al mundo de los objetos. Wojtyla no parte del concepto metafísico de persona para deducir de él los actos correspondientes sino que llega a la persona a través del análisis de sus actos. El acto más importante del que el hombre se experimenta responsable es el amor. El amor, en su aspecto físico y, sobre todo, espiritual, salva al sujeto de ser sólo una res cogitans y abre al hombre a la participación con los otros y con la trascendencia divina. T. Styczen, en la presentación del volumen Metafísica della persona, expresa en esta breve fórmula cómo ve a Wojtyla: el filósofo de la libertad el servicio del amor (p. cxxiv).

En el estudio introductivo al mismo libro, Giovanni Reale distingue tres paradigmas metafísicos clásicos: el henológico – metafísica del uno – desarrollado en el pensamiento griego; el ontológico – metafísica del ser – que tiene su cumbre en Aristóteles, no se ha desarrollado en Grecia y ha renacido con la filosofía árabe y con la escolástica medieval; y por fin, el de la metafísica de la persona surgida en el ámbito del pensamiento cristiano. La metafísica de Wojtyla pertenecería a este tercer paradigma: por ello, los editores han titulado Metafísica della persona el volumen de la obra filosófica de K. Wojtyla. Esta distinción es legítima con la condición de que los paradigmas no sean contrapuestos como incompatibles. De hecho, parece más adecuada la hipótesis formulada por el profesor Rocco Buttiglione en la presentación del volumen en la Sala de prensa Vaticana (13-X-2003): «Todo la filosofía de Wojtyla se juega sobre una hipótesis: ¿y si la filosofía del sujeto no tuviera que ser contrapuesta sino más bien reconciliada y unida a la filosofía del ser?». La respuesta positiva parece sugerirla el itinerario filosófico de Wojtyla.

En un texto escrito por K. Wojtyla en 1975 (publicado en la revista italiana «Il Nuovo Areopago», 1978) con el título La soggettività e l’irreducibile nell’uomo señala algo que puede sintetizar en cierta medida el estado de sus indagaciones filosóficas previas a su elección papal. Para Wojtyla la contraposición entre subjetivismo y objetivismo, entre idealismo y realismo, debe ser suavizada en la actualidad, pues puede encontrar una salida gracias al análisis de algunos datos que ofrece la experiencia real del ser humano: «La antinomia subjetivismo-objetivismo y lo que se esconde detrás del idealismo-realismo creaban un clima poco propicio a los intentos que iban dirigidos a ocuparse de la subjetividad del hombre. Se temía que eso llevase inevitablemente al subjetivismo. […] Quien escribe esto está convencido de que la línea de demarcación entre la aproximación subjetiva (de modo idealista) y la objetiva (realista), en antropología y en ética debe ir desapareciendo y de hecho se está anulando a consecuencia del concepto de experiencia del hombre que necesariamente nos hace salir de la conciencia pura como sujeto pensado y fundado “a priori” y nos introduce en la existencia concretísima del hombre, en la realidad del sujeto consciente» [10].

Wojtyla está convencido de que una auténtica filosofía de la conciencia tiene que reconocer, en su mismo dinamismo, la exigencia objetiva y trascendente de lo real. Por su parte, una auténtica filosofía del ser tiene que reconocer que la subjetividad es, además de un dato objetivo, el lugar de revelación del ente, y que la persona es el ente eminente, lo más perfecto en toda la naturaleza [11].

Algunas convicciones y «novedades» filosóficas de K. Wojtyla parecen reflejarse en el Magisterio de este Papa. No sería extraño en quien ha reconocido que la filosofía cristiana, sin ser la filosofía oficial de la Iglesia, se desarrolla en unión vital con la fe [12]. R. Guerra, en su artículo «El aporte filosófico de Juan Pablo II», señala algunas contribuciones filosóficas en el Magisterio de Juan Pablo II, derivadas del enfoque personalista y fenomenológico de K. Wojtyla.

La primera es la persona como sujeto comunional. K. Wojtyla envió en 1972 a Tadeusz Styczen un ensayo de 74 páginas que lleva por título La persona: sujeto y comunidad y que fue concebido por el autor como «continuación ética de Persona y acción» – en particular del último capítulo – para ser realizada en colaboración con Styczen, su sucesor en la cátedra de filosofía moral [13]. En este ensayo, elabora una teoría de la relación interpersonal que supera la intersubjetividad monadológica de la quinta meditación cartesiana de Husserl y se coloca en la tradición del pensamiento dialógico de Martin Buber y Emmanuel Levitas. La idea de que la persona es un sujeto relacional llamado a la entrega sincera a los demás reaparece y se intensifica en las catequesis sobre el amor humano, pronunciadas por Juan Pablo II en los primeros años de su pontificado [14]. Dios crea al hombre, como varón y mujer, para que el hombre no esté solo. La imagen y semejanza del hombre con Dios radica también en su carácter relacional. El Papa vuelve sobre esta idea en la carta apostólica Mulieris dignitatem (1988): el fundamento de la imagen y semejanza con Dios consiste, por una parte, en que cada hombre, como criatura racional y libre, es capaz de conocerlo y amarlo y, por otra, dado que el hombre no puede existir «solo» (cf. Gén 2, 18), sino como «unidad de los dos», la imagen divina se da en la constitutiva relacionalidad de las personas: «Ser persona a imagen y semejanza de Dios comporta también existir en relación al otro “yo”» (n. 7). Juan Pablo II dice, en la Carta a las mujeres (1995) n. 8, que el ser humano ha sido creado como «“unidad de los dos”, o sea una “unidualidad” relacional».

Una segunda aportación es la subjetividad de la persona, del trabajo y de la sociedad. En una conferencia titulada El problema del constituirse de la cultura a través de la «praxis» humana [15], pronunciada el año 1977 en la Universidad Católica de Milán, K. Wojtyla expone la prioridad del hombre, en cuanto sujeto, sobre su acciones. Además, la acción humana es el camino para comprender qué significa ser persona y para la realización de la persona: el hombre se realiza a sí mismo a través de la acción. Esta comprensión del hombre y de su obrar será una propuesta esencial de la encíclica papal Laborem excercens (1981); en ella, afirma la prioridad del trabajo sobre el capital y la prioridad de la dimensión subjetiva del trabajo sobre la objetiva (cf. n. 6). La persona se construye a sí misma también cuando construye el mundo, mediante el trabajo. Además, la persona actúa con otros. La sociedad posee, por tanto, una «subjetividad» cuando esta acción humana solidaria, se establece de modo estable en una comunidad. El tema de la «subjetividad social» es clave para comprender las encíclicas Solicitudo rei socialis (1987) y Centesimus annus (1991) en las que se afirma que el Estado, la democracia y el mercado sólo están a la altura de la dignidad humana cuando favorecen la subjetividad personal y social.

La tercera contribución es la norma personalista de la acción . En su obra Amor y responsabilidad, K. Wojtyla relee la segunda formulación del imperativo categórico kantiano. A ella vuelve a referirse en el capítulo 7 de su último libro, Memoria e identidad (La esfera de los libros 2005): «Actúa de tal modo que trates la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin y nunca sólo como un medio». Su condición de fin expresa la «dignidad» de la persona, la cual es el fundamento y origen de la norma más importante y primaria de todas: ¡Hay que afirmar a la persona por sí misma y nunca usarla como medio! K. Wojtyla denomina a este imperativo moral: norma personalista de la acción. Esta norma campea explícita en toda la encíclica Veritatis splendor (1993). «Es a la luz de la dignidad de la persona humana – que debe afirmarse por sí misma – como la razón descubre el valor moral específico de algunos bienes a los que la persona se siente naturalmente inclinada. Y desde el momento en que la persona humana no puede reducirse a una libertad que se autoproyecta, sino que comporta una determinada estructura espiritual y corpórea, la exigencia moral originaria de amar y respetar a la persona como fin y nunca como un simple medio, implica también, intrínsecamente, el respeto de algunos bienes fundamentales, sin el cual se caería en el relativismo y en el arbitrio» (Veritatis splendor n. 48). El fundamento de la moral no es un código normativo heterónomo, ni una exposición teórica de «valores», sino la dignidad de la persona. El fundamento de la moral cristiana es el encuentro con una persona. El encuentro del joven rico con Jesús es, en Veritatis splendor, el icono del fundamento personalista de la moral cristiana.

Además de los originales contenidos filosóficos, K. Wojtyla hace una aportación indirecta a la filosofía no menos relevante: su actitud de apertura crítica a la modernidad basada en la convicción de que la verdad, dígala quien la diga, procede del Espíritu Santo [16].

Al Papa no le incomoda referirse, incluso en documentos magisteriales, a autores tan variados cómo: Carl Gustav Jung, Rudolf Otto, Paul Ricoeur, C. S. Lewis o Max Scheler. Todos ellos son mencionados en las catequesis sobre el amor humano. En la encíclica Fides et ratio, reconoce el aporte de autores en otro tiempo cuestionados o ignorados por ciertos círculos católicos: John Henry Newman, Antonio Rosmini, Jacques Maritain, Étienne Gilson, Edith Stein, Vladimir S. Soloviov, Pavel A. Florenskij, Petr J. Caadaev, Vladimir N. Losskij (n. 74). En su libro Cruzando el umbral de la esperanza (Plaza & Janés, Barcelona 1994, p. 56) el Papa reconoce los méritos de Martin Buber y Emmanuel Levitas, y su deuda hacia Kant (cf. pp. 198-199 ). Ha elogiado a Maurice Blondel [17] y a Paul Ricoeur [18] por su contribución al diálogo entre la fe y la razón. La lectura analítica, crítica y diferenciada de la modernidad, basada en un auténtico amor a la verdad, distingue a K. Wojtyla de aquellos filósofos cristianos que con pretensión apologético-defensiva han descalificado en bloque la filosofía moderna y contemporánea como inmanentista y contraria al orden del ser establecido por Dios.

Juan Pablo II ha sido, hasta el final de su vida, un verdadero filósofo. Su libro Memoria e identidad es la reelaboración de unas conversaciones mantenidas en 1993, en Castel Gandolfo, con los filósofos polacos Józef Tischner y Krzysztof Michalski. En esta obra, reflexiona, también como filósofo, sobre el problema del mal, el ejercicio de la libertad humana y la historia de Europa. Para afrontar la cuestión de la coexistencia del bien y el mal, Juan Pablo II acude a un principio formulado por san Agustín de Hipona y desarrollado más tarde por santo Tomás de Aquino, a quien cita expresamente: la primacía ontológica y cronológica del bien. Al inicio de la historia está el bien, que Dios busca y promueve. El mal surge como rechazo, por parte del hombre, de la iniciativa divina. Dios no permite que el mal prevalezca, pues Dios «ha puesto límites al mal». Dios permite el mal, porque respeta la libertad humana – también la libertad para apartarse de Él –, pero no permite que triunfe totalmente. Los límites que Dios ha impuesto al mal se fundan en la creación y en la redención. La creación, como obra divina, es radicalmente buena. El pecado humano puede dañarla, pero no corromperla por entero. En la mente y en el corazón humano permanecen siempre, aunque en ocasiones velados y obscurecidos por el propio pecado o por ideologías destructoras, una capacidad de verdad y de bien que siempre pueden brotar. Por la redención, Dios ha vencido al pecado y ha otorgado al hombre una nueva y más potente capacidad de bien. Con ella puede perdonar y vencer el mal con la fuerza del bien.

En esta misma obra, el Papa reconoce las luces y sombras de la modernidad. Advierte en la Ilustración del siglo XVIII (francesa, inglesa, alemana, ya atea, ya deísta, ya agnóstica) la pretensión de separar a la modernidad de Dios, de Cristo y de la Iglesia. Reconoce al Siglo de las luces sus frutos positivos, que pueden resumirse en los tres grandes ideales de libertad, igualdad y fraternidad, en la afirmación de los derechos de los individuos y de los pueblos, en la preocupación por la justicia social, la universalización de las relaciones humanas, la democracia. La paradoja y el drama de la modernidad consiste en que estos valores, aun siendo de raíz cristiana, han sido esgrimidos contra Cristo, y en que sus realizaciones concretas – como la revolución francesa y la soviética – han actuado a menudo en contra de los mismos valores que proclamaban. El Papa no niega los estímulos favorables a la justicia que esas revoluciones han podido promover, pero lamenta en ellas la sombra de la negación de Dios, y el consiguiente derrumbe de los valores morales: cuando el hombre por sí solo, sin Dios, pretende decidir qué es bueno y qué es malo, llega incluso a destruir al hombre, a disponer que un determinado grupo de seres humanos sea aniquilado.

K. Wojtyla no es un «vano intelectual» que sólo se preocupa por la erudición al margen de la vida de las personas reales. K. Wojtyla es un verdadero filósofo. Le interesa la realidad y ante todo la persona. «La perfección del hombre – dice en su encíclica Fides et Ratio – no está en la mera adquisición del conocimiento abstracto de la verdad, sino que consiste también en una relación viva de entrega y fidelidad hacia el otro. En esta fidelidad que sabe darse, el hombre encuentra plena certeza y seguridad» (n. 32). La persona se realiza principalmente en la entrega sincera de sí a los demás. La filosofía del Papa parece resolverse en el contenido de esta sencilla y profunda tesis. Su filosofía ha sido una meditación de lo único necesario, un auténtico retorno a lo esencial. Su vida ha sido eso, el don sincero de sí a Dios que lo llamó la sacerdocio y a los hombres a cuyo servicio fue llamado.

Los filósofos A. Millán-Puelles y K. Wojtyla han concluido su peregrinación terrena: dos filósofos realistas y rigurosos que han seguido itinerarios filosóficos semejantes; dos vocaciones e historias diversas; una común pasión por la verdad y por el drama de la libertad y la existencia humanas; dos legados doctrinales confiados a los estudiosos de la filosofía. ¡Descansen en paz!

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Jesús Villagrasa

 



[1] AaVv. Del temor a la esperanza, Solviga 1993, p. 34

[2] K. Wais, Ontologija czyli Metafizyca ogólna, Bibljoteka Religijna, Lwów 1926, 323 pp.

[3] A. Frossard y Juan Pablo II, ¡No tengáis miedo”, citado en G. Weigel , Biografía de Juan Pablo II. Testigo de Esperanza, Plaza y Janes, Barcelona 1999, p. 107. Esta biografía es posiblemente la más completa y cubre el pontificado hasta 1998.

[4] K. Wojtyla, La fe en San Juan de la Cruz , BAC, Madrid 1979.

[5] En su tesis de doctorado en teología ya cita la obra de J. Maritain , Distinguer pour unir ou les degrés du savoir, DDB, París 1946.

[6] L’Osservatore Romano, ed. española, 15-IV-2005, p. 24.

[7] Las traducciones al inglés y al castellano contienen graves distorsiones, algunas deliberadamente introducidas por la editora. La edición crítica confiable es reciente: K. Wojtyla, Persona e atto. Testo polacco a fronte, a cura di G. Reale e Tadeusz Styczen, Rusconi Libri, Santarcangelo di Romagna 1999.

[8] K. Wojtyla , Metafisica della persona. Tutte le opere filosofiche e saggi integrativi, Bompiani, Milano 2003.

[9] Además de los estudios de R. Buttiglione ya citados, cf. R. Guerra López , «El aporte filosófico de Juan Pablo II», Aquinas. Rivista Internazionale di Filosofia, 47 (2004) pp. 457-466 e Idem., Volver a la persona. El método filosófico de Karol Wojtyla, Caparrós, Madrid 2002.

[10] K. Wojtyla , La subjetividad y lo irreductible en el hombre, en El hombre y su destino, Palabra, Madrid 1998, pp. 25-26. K. Wojtyla es plenamente consciente de la trascendencia política y cultural que ha tenido la revolución filosófica provocada por Descartes, cf. Juan Pablo II, Memoria e identidad, La esfera de los libros 2005, cap. 2: «Ideologías del mal».

[11] Tomás de Aquino , Sum. Theol., I, q. 29, a . 3.

[12] La noción de filosofía cristiana «no debe ser mal interpretada: con ella no se pretende aludir a una filosofía oficial de la Iglesia, puesto que la fe como tal no es una filosofía. Con este apelativo se quiere indicar más bien un modo de filosofar cristiano, una especulación filosófica concebida en unión vital con la fe. No se hace referencia simplemente, pues, a una filosofía hecha por filósofos cristianos, que en su investigación no han querido contradecir su fe. Hablando de filosofía cristiana se pretende abarcar todos los progresos importantes del pensamiento filosófico que no se hubieran realizado sin la aportación, directa o indirecta, de la fe cristiana» (Juan Pablo II, Fides et ratio, n. 76).

[13] K. Wojtyla, La persona: sujeto y comunidad, en El hombre y su destino, Palabra, Madrid 1998, pp. 41-109.

[14] Giovanni Paolo II, Uomo e donna lo creò. Catechesi sull´amore umano, Città Nuova Editrice-Librería Editrice Vaticana, Città del Vaticano 1992.

[15] Publicada en K. Wojtyla, El hombre y su destino, pp. 187-203.

[16] «Omne verum a quocumque dicatur a Spiritu Sancto est» (Tomás de Aquino, Sum. Theol., I-II, q. 109, a . 1 ad 1. Citado en Juan Pablo II , Fides et ratio, n. 44).

[17] Juan Pablo II , Carta a Mons. Panafieu, Arzobispo de Aix, con ocasión del centenario de «L´Action», en L´Osservatore Romano, 12 de marzo de 1993.

[18] Juan Pablo II, Discurso para la entrega del Premio Internacional «Paulo VI», 5 de julio 2003.


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